sábado, 30 de agosto de 2014

Cambio CLIMÁTICO: el Fraude Ecologista del Calentamiento Global Antropocéntrico y la Filosofía del Krausismo Masónico han penetrado en el Vaticano (1486)



(Clavijo: Píldora nº 3 de 4/12/2009)

Los ciclos del clima están regulados fundamentalmente por las radiaciones del sol y su distancia variable a la Tierra. El “Protocolo de Kyoto" (1997), patrocinado por la ONU, es parte del plan político del  Poder supranacional en la sombra" para alcanzar el gobierno mundial. Se utiliza la ideología neocomunista del ecologismo para manipular a la opinión pública, que es muy sensible al cuidado de la naturaleza y del medio ambiente.

A causa del temor a las catástrofes, la gente cede libertad a cambio de promesas de seguridad. La teoría del Cambio Climático responsabiliza al CO2 , producido por la actividad humana, del Calentamiento Global que nos llevará a la catástrofe en las próximas décadas; será necesario y urgente invertir cientos de miles de millones de dólares en reducir la emisión de gases nocivos, lo que ocasionará una disminución del progreso técnico y del nivel de vida de los pueblos desarrollados y tercermundistas. Pero esta teoría es un fraude a la ciencia ya que nunca ha sido aceptada por científicos multidisciplinares ajenos a las subvenciones políticas de la ONU.

El “Panel Internacional del Cambio Climático (IPCC)”, fundado en 1988 por la ONU, predice en su IV informe (2007) que la temperatura media de la tierra aumentará entre 1 y 3ºC para el año 2100 y que el nivel del mar subirá entre 55 y 88 centímetros.

Pero sabemos que en la época de los dinosaurios, una de las más calientes de la historia, la temperatura media de la Tierra alcanzó los 22ºC. Solamente siete grados más que en la actualidad, cuando faltan varias decenas de miles de años para finalizar el ciclo de calentamiento antes de iniciar la V glaciación.

Los datos reales sobre el clima contradicen a los promotores de Kyoto porque en 1998 subió solamente una o dos décimas de grado y después se ha estabilizado a pesar del incremento de CO2.

Las dos organizaciones subordinadas de la ONU al poder social-masónico: Greenpeace y WWF (World Wildlife Fund) orquestan la “hora del planeta”, campaña engañabobos de ahorro de energía. Mucha gente no sabe que también son las principales promotoras del crimen del aborto en todo el mundo. Es la conexión masónica entre “cambio climático” y “salud reproductiva”.


(Clavijo: Píldora nº 208 de 13/12/2011)

No se está produciendo
Calentamiento Global Antropogénico
(Clavijo: Píldora nº 1377 de 27/5/2014))






Lo ha afirmado monseñor Marcelo Sánchez Sorondo,
Canciller de la Pontificia Academia de las Ciencias

AVAN-InfoVaticana-Gabriel A. (678/2014): ) Monseñor Marcelo Sánchez Sorondo, Canciller de la Pontificia Academia de las Ciencias del Vaticano, ha afirmado hoy que “el Papa está muy preocupado por el cambio climático y lo considera un problema muy serio” en unas declaraciones previas a su intervención en el Curso de Verano de Pensamiento Cristiano de la Universidad Católica de Valencia “San Vicente Mártir” (UCV) en Santander, centrado en la figura del filósofo español Julián Marías.

Previamente a su ponencia, monseñor Sánchez Sorondo ha explicado que “el calentamiento global es responsabilidad humana y no podemos seguir adelante así” y ante esto “la solución es la ética, porque la falta de ésta es la causa de la crisis económica y la que se esconde tras los graves problemas del mundo. Hemos de volver a las virtudes aristotélicas a las que la fe cristiana dio una nueva dimensión”.

Igualmente, ha asegurado que el Papa está muy preocupado “por la falta de respeto a la legislación internacional respecto del armamento atómico, por la paz y por la inclusión social, especialmente por la falta de empleo en la juventud y el tráfico de seres humanos”.

Monseñor Sánchez Sorondo ha expuesto, asimismo, la preocupación del Papa “por el anuncio del Evangelio en Asia”, donde solo el tres por ciento de la población es cristiana. “Es misión de América ser puente entre ambos océanos para llevar el Evangelio a Asia”, ha añadido.

En ese sentido, ha recordado la importancia que concedió Julián Marías a San Juan Pablo II, que realizó un esfuerzo “sobrehumano” en el mundo globalizado por “intentar mostrar el amor de Dios mas allá de cualquier confín y, al mismo tiempo, por querer hacer respetar la justicia en y entre las naciones”.

Frente a las nuevas formas de ateísmo que reniegan de las raíces cristianas de Occidente, el obispo argentino se ha referido a la insistencia de Marías en que Occidente es una realidad “muy precisa”, definida de sus tres raíces: “La razón filosófica y científica de origen principalmente griego; el orden según autoridad y derecho, proveniente de Roma; y la religión hebrea y cristiana, personal, que considera a Dios como Padre y al ser humano como su imagen libre, llamado a participar de la vida divina”.

El obispo argentino ha hecho énfasis, precisamente, en que para Marías, el “punto de inflexión” de la filosofía se produjo con la obra de Ortega y Gasset, centrada en una marcada atención por la vida humana, sobre la esencial conexión entre el yo y el mundo (“yo soy yo y mi circunstancia”), sobre la idea de verdad como alétheia y, sobretodo, sobre la inseparabilidad entre la razón y la vida en esa noción sintética acuñada por Ortega de “razón vital”.

Marías consideraba que la filosofía del siglo XX “era la más apta para entender y expresar la visión de la realidad presente en el cristianismo” porque, partiendo de ese punto de inflexión, “o sea desde la persona como yo o sí mismo viviente absoluto por participación”, resulta “necesaria” la pregunta por Dios y consecuentemente “por la realidad creada del ser humano”.

Finalmente, monseñor Sánchez Sorondo ha hecho referencia a la reivindicación de Marías de que, “desde el punto de vista del cristianismo en su significado religioso, hoy más que nunca, estamos llamados a recomenzar desde este núcleo, o sea desde el misterio de la Trinidad, desde la Encarnación y desde Pentecostés o la presencia del Espíritu Santo en la historia”.

En este sentido, ha incidido en que la palabra `teología´ “debe tener su referencia primaria en Dios. En Dios, uno y trino, usando la recta razón, se deben encontrar las llaves últimas para resolver las cuestiones que agobian a los seres humanos de la actualidad”.

JOSÉ LUIS SÁNCHEZ: “PARA MARÍAS LO MÁS PERJUDICIAL QUE LE HA SUCEDIDO AL HOMBRE DESDE EL SIGLO XX ES NO DIFERENCIAR PERSONA DE COSA”

Por su parte, Luis Sánchez, Vicerrector de Extensión Cultural y Universitaria de la UCV y Director del curso de Pensamiento Cristiano, ha reflexionado en torno a las teorías de Marías en la obra Antropología Metafísica y ha recordado que lo más perjudicial que le ha sucedido al ser humano desde el siglo XX para Marías es “no diferenciar persona y cosa”.

Igualmente, Sánchez ha recordado que para Marías “la persona como tal se deriva de la nada, de toda otra realidad, ya que a ninguna de ellas puede reducirse”. Si no la vemos como creada nos resulta “literalmente inexplicable o bien parece violentamente reducida a lo que no puede ser: una cosa”.

“Respecto a este tema, Marías afirma que no podemos demostrar que Dios crea a cada persona, porque no disponemos de Él. Lo evidente es, en cambio, que cada persona significa una radical novedad. Así para poder hablar de un creador, antes hay que poder mostrar una creación ex novo (nueva) y ex nihilo (de la nada); si la materia (protón más electrón) no tiene razón ni libertad, no puede crearla, ni el hombre ni en un mundo inteligente. Solo puede crear un ser inteligente, libre, para poder fortalecer el libre albedrío”, ha expuesto.

“En su opinión, al reducir las personas a cosas se ha llegado a lo más grave que le ha ocurrido al ser humano, la legalización del aborto. Igual que hoy nos escandalizamos de que el hombre haya sometido –y, en algunos lugares aún someta– a sus semejantes a esclavitud en un futuro sucederá lo mismo con el aborto”, ha aseverado.

Sánchez ha manifestado que Marías entendía al hombre como ser “trascendente”, capax dei, (capaz de Dios, del latín), porque es un ser “nuevo” y sus características no se pueden reducir “a la genética y al medioambiente”.

“A partir de esta teoría empírica Marías no solo encuentra la posibilidad de Dios desde la circunstancia de la persona sino también su necesidad vital de trascendencia. Según las ideas del discípulo de Ortega, la persona de la que alguien se enamora “se convierte en un proyecto, siendo así que el amor es hacer del otro el proyecto de la propia vida”; si no es de este modo, “no existe amor”. Por eso Marías hizo hincapié en que el amor “no se puede reducir al sentimiento”.

Imprime esta entrada

viernes, 29 de agosto de 2014

Redención de Penas en la construcción del Valle de los Caídos en la Guerra Civil. Reconciliación bajo la CRUZ. Las fuentes rebaten el mito (1485)



(Clavijo: Píldora nº 407-28/5/2012)




Construcción  Valle de los Caídos
Las Fuentes rebaten el Mito
Alberto Bárcena
Universidad CEU San Pablo


*************
Blog Clavijo
(9/5/2014)

Seminario CEU-Universitas Senioribus 
Prof. D. Alberto Bárcena Pérez
(2011 )
1. Historia
2. Organización y política
3. Iglesia Católica
4. Nuevo Orden Mundial
5. Gnosis y Nueva Era
6. Zapatero ante Obama

Prof. D. Alberto Bárcena Pérez
(Conferencia 2013)

3. La influencia masónica hoy
Seminario CEU-Universitas Senioribus 
Prof. D. Alberto Bárcena Pérez
(2014)

jueves, 28 de agosto de 2014

ESCATOLOGÍA-El más allá desde aquí mismo: Muerte fisica, Juicio particular, Purgatorio purificatorio e Infierno eterno, y Resurrección de la carne (1475)



En Cristo brilla
la esperanza de nuestra feliz resurrección;
y así, aunque la certeza de morir nos entristece,
nos consuela la promesa de la futura inmortalidad.
Porque la vida de los que en Ti creemos, Señor,
no termina, se transforma;
y al deshacerse nuestra morada terrenal,
adquirimos una mansión eterna en el cielo
(Prefacio de Difuntos)

ESCATOLOGÍA
El más allá desde aquí mismo

InfoCatólica-Eleuterio F. Guzmán (30/7/2014): "El más allá desde aquí mismo". Esto es, y significa, el título de esta nueva serie que ahora mismo comenzamos y que, con temor y temblor, queremos que llegue a buen fin que no es otro que la comprensión del más allá y la aceptación de la necesidad de preparación que, para alcanzar el mismo, debemos tener y procurarnos. Empecemos, pues, y que sea lo que Dios quiera.

1 Muerte

En el Credo afirmamos que creemos en la “resurrección de los muertos y la vida eterna”. Es, además, lo último que afirmamos tener por cierto y verdadero y es uno de los pilares de nuestra fe.
Sin embargo, antes de tal momento (el de resucitar) hay mucho camino por recorrer. Nuestra vida eterna depende de lo que haya sido la que llevamos aquí, en este valle de lágrimas.

Lo escatológico, aquello que nos muestra lo que ha de venir después de esta vida terrena no es, digamos, algo que tenga que ver, exclusivamente, con el más allá sino que tiene sus raíces en el ahora mismo que estamos viviendo. Por eso existe, por así decirlo, una escatología de andar por casa que es lo mismo que decir que lo que ha de venir tiene mucho que ver con lo que ya es y lo que será en un futuro inmediato o más lejano.

Por otra parte, tiene mucho que ver con el tema objeto de este texto aquello que se deriva de lo propiamente escatológico pues en las Sagradas Escrituras encontramos referencias más que numerosas de estos cruciales temas espirituales. Por ejemplo, en el Eclesiástico (7, 36) se dice en concreto lo siguiente: “Acuérdate de tus novísimos y no pecarás jamás". Y aunque en otras versiones se recoge esto otro: “Acuérdate de tu fin” todo apunta hacia lo mismo: no podemos hacer como si no existiera algo más allá de esta vida y, por lo tanto, tenemos que proceder de la forma que mejor, aunque esto sea egoísta decirlo, nos convenga y que no es otra que cumpliendo la voluntad de Dios.

Existen, pues, el cielo, el infierno y, también, el purgatorio y de los mismos no podemos olvidarnos porque sea difícil, en primer lugar, entenderlos y, en segundo lugar, hacernos una idea de dónde iremos a parar.

Estos temas, aún lo apenas dicho, deberían ser considerados por un católico como esenciales para su vida y de los cuales nunca debería hacer dejación de conocimiento. Hacer y actuar de tal forma supone una manifestación de ceguera espiritual que sólo puede traer malas consecuencias para quien así actúe.

Sin embargo se trata de temas de los que se habla poco. Aunque el que esto escribe no asiste, claro está, a todas las celebraciones eucarísticas que, por ejemplo, se llevan a cabo en España, no es poco cierto ha de ser que si en las que asiste poco se dice de tales temas es fácil deducir que exactamente pase igual en las demás.

A este respecto, San Juan Pablo II en su “Cruzando el umbral de la Esperanza” dejó escrito algo que, tristemente, es cierto y que no es otra cosa que “El hombre en una cierta medida está perdido, se han perdido también los predicadores, los catequistas, los educadores, porque han perdido el coraje de ‘amenazar con el infierno’. Y quizá hasta quien los escuche haya dejado de tenerle miedo” porque, en realidad, hacer tal tipo de amenaza responde a lo recogido arriba en el Eclesiástico al respecto de que pensando en nuestro fin (lo que está más allá de esta vida) no deberíamos pecar.

Dice, también, el emérito Benedicto XVI, que “quizá hoy en la Iglesia se habla demasiado poco del pecado, del Paraíso y del Infierno” porque “quien no conoce el Juicio definitivo no conoce la posibilidad del fracaso y la necesidad de la redención. Quien no trabaja buscando el Paraíso, no trabaja siquiera para el bien de los hombres en la tierra".

No parece, pues, que sea poco real esto que aquí se trae sino, muy al contrario, algo que debería reformarse por bien de todos los que sabiendo que este mundo termina en algún momento determinado deberían saber qué les espera luego.

A este respecto dice San Josemaría en “Surco” (879) que: “La muerte llegará inexorable. Por lo tanto, ¡qué hueca vanidad centrar la existencia en esta vida! Mira cómo padecen tantas y tantos. A unos, porque se acaba, les duele dejarla; a otros, porque dura, les aburre… No cabe, en ningún caso, el errado sentido de justificar nuestro paso por la tierra como un fin. Hay que salirse de esa lógica, y anclarse en la otra: en la eterna. Se necesita un cambio total: un vaciarse de sí mismo, de los motivos egocéntricos, que son caducos, para renacer en Cristo, que es eterno”.

Se habla, pues, poco, pero ¿por qué?

Quizá sea por miedo al momento mismo de la muerte porque no se ha comprendido que no es el final sino el principio de la vida eterna; quizá por mantener un lenguaje políticamente correcto en el que no gusta lo que se entiende como malo o negativo para la persona; quizá por un exceso de hedonismo o quizá por tantas otras cosas que no tienen en cuenta lo que de verdad nos importa.

Existe, pues, tanto el Cielo como el Infierno y también el Purgatorio y deberían estar en nuestro comportamiento como algo de lo porvenir porque estando seguros de que llegará el momento de rendir cuentas a Dios de nuestra vida no seamos ahora tan ciegos de no querer ver lo que es evidente que se tiene que ver.

Mucho, por otra parte, de nuestra vida, tiene que ver con lo escatológico. Así, nuestra ansia de acaparar bienes en este mundo olvidando que la polilla lo corroe todo. Jesús lo dice más que bien cuando, en el Evangelio de San Mateo, dice (6, 19)

“No amontonéis riquezas en la tierra, donde se echan a perder, porque la polilla y el moho las destruyen, y donde los ladrones asaltan y roban”.

En realidad, a continuación, el Hijo de Dios da muestras de conocer qué es lo que, en verdad, nos conviene (Mt 6, 20) al decir:

“Acumulad tesoros en el cielo, donde no se echan a perder, la polilla o el mono no los destruyen, ni hay ladrones que asaltan o roban”.

Por tanto, no da igual lo que hagamos en la vida que ahora estamos viviendo. Si muchos pueden tener por buena la especie según la cual Dios, que ama a todos sus hijos, nos perdona y, en cuanto a la vida eterna, a todos nos mide por igual (esto en el sentido de no tener importancia nuestro comportamiento terreno) no es poco cierto que el Creador, que es bueno, también es justo y su justicia ha de tener en cuenta, para retribuirlas en nuestro Juicio partícula, las acciones y omisiones en las que hayamos caído.

En realidad, lo escatológico no es, digamos, una cuestión suscitada en el Nuevo Testamento por lo puesto en boca de Cristo. Ya en el Antiguo Testamento es tema importante que se trata tanto desde el punto de vista de la propia existencia de la eternidad como de lo que recibiremos según hayamos sido aquí. Así, en el libro de la Sabiduría se nos dice (2, 23, 24. 3, 1-7) que

“Porque Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo a imagen de su mismo ser; pero la muerte entró en el mundo por envidia del diablo, y la experimentan sus secuaces.

En cambio, la vida de los justos está en manos de Dios y ningún tormento les afectará. Los insensatos pensaban que habían muerto; su tránsito les parecía una desgracia y su partida de entre nosotros, un desastre; pero ellos están el apaz. Aunque la gente pensaba que eran castigados, ellos tenían total esperanza en la inmortalidad. Tras pequeñas correcciones, recibirán grandes beneficios, pues Dios los puso a prueba y lo shalló dignos de sí; los probo como oro en crisol y los aceptó como sacrificio de holocausto. En el día del juicio resplandecerán y se propagarán como el fuego en un rastrojo”.

Aquí vemos, mucho antes de que Jesús añadiese verdad sobre tal tema, la realidad misma como ha de ser: la muerte y la vida eternas, cada una de ellas según haya sido la conducta del hijo de Dios. El tiempo intermedio, el purgatorio (“tras pequeñas correcciones”) que terminará con el premio de la vida eterna (o con la muerte también eterna) tras el Juicio, el Final, propio del tiempo de nuestra resurrección.

Abunda, también, el salmo 49 en el tema de la resurrección cuando escribe el salmista (49, 16) que

“Pero Dios rescata mi vida, me saca de las garras de la muere, y me toma consigo”.

En realidad, como dice José Bortolini (en Conocer y rezar los Salmos, San Pablo, 2002) “Aquello que el hombre no puede conseguir con dinero (rescatar la propia vida de la muerte), Dios lo concede gratuitamente a los que no son ‘hombres satisfechos’” que sería lo mismo que decir que a los que se saben poco ante Dios y muestran un ser de naturaleza y realidad humilde.

Todo, pues, está más que escrito y, por eso, se trata de una Escatología de andar por casa pues lo del porvenir, lo que ha de venir tras la muerte, lo construimos aquí mismo, en esta vida y en este valle de lágrimas. 

 

Porque eres polvo y al polvo tornarás (Gén. 3, 19)

Cuando hablamos de Escatología, de lo escatológico, nos estamos refiriendo, queremos referirnos, a lo que hay más allá de la muerte, al más allá. Y eso lo hemos estado viendo hasta ahora.

Sin embargo, a nivel de entendimiento del concepto completo de “Escatología” bien podemos dividir, el mismo, en dos, digamos, especies que son, a saber:

1. La Escatología intermedia
2. La Escatología final

En un primer capítulo vamos a contemplar el caso de la Escatología intermedia refiriéndonos a la muerte; en un segundo capítulo al denominado juicio particular y, ya, en un tercer capítulo a una parte muy interesante de este estadio escatológico como es el del Purgatorio o Purificatorio pues es intermedio este espacio espiritual antes de que acaezca la Resurrección de la carne.

Pero antes de seguir con lo apuntado digamos algo acerca, precisamente, del concepto de“Escatología intermedia” pues, de lo contrario, sería algo extraño hablar de lo que en ella acaece sin decir, siquiera, lo que supone la misma para la vida espiritual del creyente.

Podemos decir, sencillamente, que por “Escatología intermedia” entendemos aquella que corresponde al tiempo (entiéndase, claro está, el concepto de “tiempo” de una forma muy particular y, seguramente, no como lo entendemos habitualmente) que va desde la muerte de un ser humano hasta la resurrección donde, por decirlo así, se dará paso a la “Escatología final” que es, por eso mismo, la que determina el destino definitivo del alma y cuerpo humanos, una vez acaecido el juicio final. Leer más... »

*************
2 Juicio particular

“Y del mismo modo que está establecido 
que los hombres mueran una sola vez, 
y luego el juicio,… (Hebr. 9, 27)”.

Tras la muerte, tema que fue contemplado en el capítulo anterior, acaece, para cada alma, el denominado “juicio particular” que es, como tal expresión indica, el momento en el que Dios, atendiendo a su divina y santa justicia, aplica a cada alma los merecimientos que hasta el momento de la muerte haya adquirido. Y también, claro, los desmerecimientos…

Pero vayamos, ahora mismo, con todo lo relativo al juicio particular, momento espiritual que establece un antes y un después de la vida del alma del ser creado por Dios a su imagen y semejanza. Leer más... 

*************
3 Purgatorio purificatorio

“El santo Sínodo manda a los obispos que procuren diligentemente que la sana doctrina sobre el purgatorio, transmitida por los Santos Padres y los sagrados Concilios, sea creía por los fieles cristianos, mantenida, enseñada y predicada en todas partes”

Este texto corresponde a un Decreto del Concilio de Trento referido a la realidad del Purificatorio o Purgatorio, y enseña que la doctrina al respecto del mismo es más que importante. Por eso “manda” que sea creída.

Y sobre esto, añade al P. Cándido Pozo, S.I., en la obra ya citada aquí “Teología del más allá”, (p. 246) que: “La doctrina del purgatorio es una verdad de fe divina y católica definida en el Concilio de Florencia y, de nuevo, en la sesión 6ª del Concilio de Trento (no en el decreto disciplinar)”.

Partimos, pues, diciendo que el Purgatorio existe pues, de otra forma (o sosteniendo lo contrario) no seguiríamos adelante. Se purga para purificar. Leer más... »

*************
4 Infierno



“Morir en pecado mortal, sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión defintiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra infierno”.

Este texto, que corresponde al número 1033 del Catecismo de la Iglesia Católica expone, más que bien, la terrible realidad del infierno. En realidad, nos muestra hasta qué punto podemos ser obtusos en nuestro comportamiento referido a la fe que tenemos y nos pone, ante los ojos, un futuro ciertamente preocupante.

Digamos, de todas formas, antes de empezar con este nuevo capítulo de la Escatología de estar por casa, que optamos por encuadrar al Infierno en cuanto Escatología intermedia porque, tras el Juicio particular, un alma puede acabar en el mismo pero teniendo en cuenta que, en sí misma, está condenada al Infierno tras tal Juicio suponen estarlo para siempre. No hay, pues, salvación para el alma ue va al Infierno y la Resurrección de la carne lo único que certificará es la confirmación de la condena, la unión del cuerpo con el alma que allí se encuentra y la estancia allí para siempre, siempre, siempre. 

Queremos decir que, en cuanto ir al infierno supone, ya de por sí, el final del recorrido para el alma y eso desdeciría la llamada “Escatología intermedia”, el caso es que se encuentran en tal estado (intermedio) las almas que están ya condenadas al Infierno antes de producirse la la resurrección de la carne. Leer más... »

*************
 5 El Cielo



“Entonces dirá el rey a los que están a su dserecha: Venid, benditos de mi Padre: tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo”. Este texto, del Evangelio de San Mateo (25, 34) hace explícita una verdad de fe que tiene mucho que ver con el anhelo del ser humano: ir al Cielo, al definitivo Reino de Dios.

El caso es que el Cielo se puede alcanzar, básicamente, de dos maneras:

1ª. Al morir sin nada que expiar.
2ª. Tras la correspondiente purificación en el Purgatorio.

En realidad, podríamos añadir aquella que se refiere al momento mismo de llegada del Último día (Parusía de Cristo) y no se tenga nada que expiar. Pero, en general, las dos maneras dichas aquí pueden ser tenidas como elementales. Leer más... »

*************
6 Resurrección de la carne


En el Credo afirmamos que creemos en la “resurrección de los muertos y la vida eterna”. Es, además, lo último que afirmamos tener por cierto y verdadero y es uno de los pilares de nuestra fe.

Sin embargo, antes de tal momento (el de resucitar) hay mucho camino por recorrer. Nuestra vida eterna depende de lo que haya sido la que llevamos aquí, en este valle de lágrimas.

Lo escatológico, aquello que nos muestra lo que ha de venir después de esta vida terrena no es, digamos, algo que tenga que ver, exclusivamente, con el más allá sino que tiene sus raíces en el ahora mismo que estamos viviendo. Por eso existe, por así decirlo, una escatología de andar por casa que es lo mismo que decir que lo que ha de venir tiene mucho que ver con lo que ya es y lo que será en un futuro inmediato o más lejano.

Por otra parte, tiene mucho que ver con el tema objeto de este texto aquello que se deriva de lo propiamente escatológico pues en las Sagradas Escrituras encontramos referencias más que numerosas de estos cruciales temas espirituales. Por ejemplo, en el Eclesiástico (7, 36) se dice en concreto lo siguiente: “Acuérdate de tus novísimos y no pecarás jamás". Y aunque en otras versiones se recoge esto otro: “Acuérdate de tu fin” todo apunta hacia lo mismo: no podemos hacer como si no existiera algo más allá de esta vida y, por lo tanto, tenemos que proceder de la forma que mejor, aunque esto sea egoísta decirlo, nos convenga y que no es otra que cumpliendo la voluntad de Dios.

Existen, pues, el cielo, el infierno y, también, el purgatorio y de los mismos no podemos olvidarnos porque sea difícil, en primer lugar, entenderlos y, en segundo lugar, hacernos una idea de dónde iremos a parar.

Estos temas, aún lo apenas dicho, deberían ser considerados por un católico como esenciales para su vida y de los cuales nunca debería hacer dejación de conocimiento. Hacer y actuar de tal forma supone una manifestación de ceguera espiritual que sólo puede traer malas consecuencias para quien así actúe.

Sin embargo se trata de temas de los que se habla poco. Aunque el que esto escribe no asiste, claro está, a todas las celebraciones eucarísticas que, por ejemplo, se llevan a cabo en España, no es poco cierto ha de ser que si en las que asiste poco se dice de tales temas es fácil deducir que exactamente pase igual en las demás.

A este respecto, San Juan Pablo II en su “Cruzando el umbral de la Esperanza” dejó escrito algo que, tristemente, es cierto y que no es otra cosa que “El hombre en una cierta medida está perdido, se han perdido también los predicadores, los catequistas, los educadores, porque han perdido el coraje de ‘amenazar con el infierno’. Y quizá hasta quien los escuche haya dejado de tenerle miedo” porque, en realidad, hacer tal tipo de amenaza responde a lo recogido arriba en el Eclesiástico al respecto de que pensando en nuestro fin (lo que está más allá de esta vida) no deberíamos pecar.

Dice, también, el emérito Benedicto XVI, que “quizá hoy en la Iglesia se habla demasiado poco del pecado, del Paraíso y del Infierno” porque “quien no conoce el Juicio definitivo no conoce la posibilidad del fracaso y la necesidad de la redención. Quien no trabaja buscando el Paraíso, no trabaja siquiera para el bien de los hombres en la tierra".

No parece, pues, que sea poco real esto que aquí se trae sino, muy al contrario, algo que debería reformarse por bien de todos los que sabiendo que este mundo termina en algún momento determinado deberían saber qué les espera luego.

A este respecto dice San Josemaría en “Surco” (879) que: “La muerte llegará inexorable. Por lo tanto, ¡qué hueca vanidad centrar la existencia en esta vida! Mira cómo padecen tantas y tantos. A unos, porque se acaba, les duele dejarla; a otros, porque dura, les aburre… No cabe, en ningún caso, el errado sentido de justificar nuestro paso por la tierra como un fin. Hay que salirse de esa lógica, y anclarse en la otra: en la eterna. Se necesita un cambio total: un vaciarse de sí mismo, de los motivos egocéntricos, que son caducos, para renacer en Cristo, que es eterno”.

Se habla, pues, poco, pero ¿por qué?

Quizá sea por miedo al momento mismo de la muerte porque no se ha comprendido que no es el final sino el principio de la vida eterna; quizá por mantener un lenguaje políticamente correcto en el que no gusta lo que se entiende como malo o negativo para la persona; quizá por un exceso de hedonismo o quizá por tantas otras cosas que no tienen en cuenta lo que de verdad nos importa.

Existe, pues, tanto el Cielo como el Infierno y también el Purgatorio y deberían estar en nuestro comportamiento como algo de lo porvenir porque estando seguros de que llegará el momento de rendir cuentas a Dios de nuestra vida no seamos ahora tan ciegos de no querer ver lo que es evidente que se tiene que ver.

Mucho, por otra parte, de nuestra vida, tiene que ver con lo escatológico. Así, nuestra ansia de acaparar bienes en este mundo olvidando que la polilla lo corroe todo. Jesús lo dice más que bien cuando, en el Evangelio de San Mateo, dice (6, 19): “No amontonéis riquezas en la tierra, donde se echan a perder, porque la polilla y el moho las destruyen, y donde los ladrones asaltan y roban”.

En realidad, a continuación, el Hijo de Dios da muestras de conocer qué es lo que, en verdad, nos conviene (Mt 6, 20) al decir: “Acumulad tesoros en el cielo, donde no se echan a perder, la polilla o el mono no los destruyen, ni hay ladrones que asaltan o roban”.

Por tanto, no da igual lo que hagamos en la vida que ahora estamos viviendo. Si muchos pueden tener por buena la especie según la cual Dios, que ama a todos sus hijos, nos perdona y, en cuanto a la vida eterna, a todos nos mide por igual (esto en el sentido de no tener importancia nuestro comportamiento terreno) no es poco cierto que el Creador, que es bueno, también es justo y su justicia ha de tener en cuenta, para retribuirlas en nuestro Juicio partícula, las acciones y omisiones en las que hayamos caído.

En realidad, lo escatológico no es, digamos, una cuestión suscitada en el Nuevo Testamento por lo puesto en boca de Cristo. Ya en el Antiguo Testamento es tema importante que se trata tanto desde el punto de vista de la propia existencia de la eternidad como de lo que recibiremos según hayamos sido aquí. Así, en el libro de la Sabiduría se nos dice (2, 23, 24. 3, 1-7) que: “Porque Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo a imagen de su mismo ser; pero la muerte entró en el mundo por envidia del diablo, y la experimentan sus secuaces.

En cambio, la vida de los justos está en manos de Dios y ningún tormento les afectará. Los insensatos pensaban que habían muerto; su tránsito les parecía una desgracia y su partida de entre nosotros, un desastre; pero ellos están en paz. Aunque la gente pensaba que eran castigados, ellos tenían total esperanza en la inmortalidad. Tras pequeñas correcciones, recibirán grandes beneficios, pues Dios los puso a prueba y los halló dignos de sí; los probo como oro en crisol y los aceptó como sacrificio de holocausto. En el día del juicio resplandecerán y se propagarán como el fuego en un rastrojo”.

Aquí vemos, mucho antes de que Jesús añadiese verdad sobre tal tema, la realidad misma como ha de ser: la muerte y la vida eternas, cada una de ellas según haya sido la conducta del hijo de Dios. El tiempo intermedio, el purgatorio (“tras pequeñas correcciones”) que terminará con el premio de la vida eterna (o con la muerte también eterna) tras el Juicio, el Final, propio del tiempo de nuestra resurrección.

Abunda, también, el salmo 49 en el tema de la resurrección cuando escribe el salmista (49, 16): “Pero Dios rescata mi vida, me saca de las garras de la muere, y me toma consigo”.

En realidad, como dice José Bortolini (en Conocer y rezar los Salmos, San Pablo, 2002) “Aquello que el hombre no puede conseguir con dinero (rescatar la propia vida de la muerte), Dios lo concede gratuitamente a los que no son ‘hombres satisfechos’” que sería lo mismo que decir que a los que se saben poco ante Dios y muestran un ser de naturaleza y realidad humilde.

Todo, pues, está más que escrito y, por eso, se trata de una Escatología de andar por casa pues lo del porvenir, lo que ha de venir tras la muerte, lo construimos aquí mismo, en esta vida y en este valle de lágrimas.

Jn 5, 29: Los que hicieron el bien saldrán y resucitarán para la vida; pero los que obraron el mal resucitarán para la condenación.

La resurrección, la nuestra, supone, por una parte, la confirmación de la promesa y la voluntad de Dios y, por otra parte, la confirmación (vía juicio del Creador) de nuestro proceder. Y de ahí que la vida eterna se sustente en lo que somos o hemos sido y que nada de ello haya tenido poca importancia sino que ha sido, en todo caso, acumulativa y decisiva.

Nuestra resurrección no puede ser un gozar “algo más” de Dios tras la escatología intermedia sino, forzosamente, un perfeccionamiento en la visión del Creador y, eso siempre, la confirmación de la bendición que recayó sobre nosotros a lo largo de nuestra vida y, si es el caso, tras la correspondiente purificación acaecida sobre nuestras almas en el Purificatorio o Purgatorio.

Así, como dice el P. Cándido Pozo, en su libro ya citado “Teología del Más allá” (p. 78) “la Resurrección aporta no sólo un gozo accidental al bienaventurado, sino una más íntima posesión de Dios”.

Es bien cierto, por tanto, que nacemos pero que, también, morimos (y esto ya ha sido tratado aquí). Es un principio y realidad de la vida del ser humano que no podemos olvidar y que, sobre todo, no debemos esconder: estamos hechos para otra vida, la eterna y, por eso mismo, morir es, por así decirlo, un paso necesario para subir a la Casa del Padre y gozar de su Reino Eterno.

Tal es así, que el apóstol de los gentiles escribió que “para mí la vida es Cristo y morir una ganancia” (Flp 1, 21) y mostraba, a la perfección, lo que un discípulo del Mesías debe entender acerca de esta vida y de la que tiene que venir. Vale la pena, pues, reconocerse en el mundo como hijos de Dios y actuar, en consecuencia, sabiendo que Cristo nos está preparando estancias en la Casa de su Padre (cf. Jn 14, 2) y que, cuando sea la voluntad del Creador, allí estaremos de acuerdo a nuestro ser en este mundo (Cristo dijo que “El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará”, en Mc 16, 16).

¿Pero, qué sentido tiene para el cristiano la muerte?

Por muy brusco que pueda parecer decirlo de esta manera, el discípulo de Cristo sabe que es llamado por Dios y que, por eso mismo, anhela ir con el Padre. No es que quiera morirse ahora mismo para estar en el definitivo Reino de Dios sino que acepta ser llamado cuando tenga que ser llamado. Por eso San Pablo escribió, en la Epístola a los Filipenses (1, 23) “Deseo partir y estar con Cristo”. Y esto lo dice quien entregó su vida, sin querer acortarla por nada, al servicio de la predicación y del Reino de Dios que trajo Cristo. Morir, sí pero mientras tanto, servir.

Padres de la Iglesia como San Ignacio de Antioquía entendieron a la perfección el sentido de la muerte para un cristiano que no es horror o miedo sino, al contrario, gozo de querer estar donde siempre es siempre, siempre, siempre. Así, dijo que “Mi deseo terreno ha desaparecido…; hay en mí un agua viva que murmura y que dice desde dentro de mí ‘ven al Padre’” pues se sentía llamado, tras una vida de donación de sí a los demás y a Dios, a habitar las praderas del Reino.

Pero muchos otros han entendido el sentido de la muerte como debe entenderla un hijo de Dios. Así, por ejemplo, Santa Teresa de Jesús, cuando expresó: “Yo quiero ver a Dios y para verlo es necesario morir”. otra Teresa, ahora del Niño Jesús, Teresita, que expresó que: “Yo no muero, entro en la vida”.

Por eso, bien podemos decir que la muerte, para un cristiano, es el fin de una etapa para la que fue creado por Dios: el de peregrinación por el valle de lágrimas que suele ser la vida. Por eso la Iglesia católica nos anima a prepararnos para un momento tan importante como el de la muerte y poder. La preparación se pide, por ejemplo, desde las Letanías de los santos cuando se pide que “De la muerte repentina e imprevista líbranos Señor” pues nos impide estar debidamente preparados para tan crucial momento de nuestra vida-muerte. Y es que por eso nos recomienda Tomás de Kempis (Imitación de Cristo 1, 23) lo siguiente:

“Habrías de ordenarte en toda cosa como si luego hubieses de morir. Si tuvieses buena conciencia no temería mucho la muerte. Mejor sería huir de los pecados que de la muerte. Si hoy estás aparejado, ¿cómo lo estarás mañana?

Por lo tanto, recomienda no pecar porque es una forma de asegurar la no muerte espiritual que es, en definitiva la que debería importarnos porque el cuerpo, como sabemos, se convierte en polvo que es, exactamente, de donde vino para ser creado por Dios.

Decimos, pues, que creemos en la resurrección de la carne. Pero, antes de seguir, conviene decir que la reencarnación y la resurrección no son lo mismo. Y esto, que es de una claridad meridiana parece no ser entendido por personas que dicen profesar la fe católica. Debido al batiburrillo religioso que en occidente se ha difundido con la premisa del “todo vale” más de un católico ha asumido que, en realidad, la reencarnación es posible. Sin embargo ya decía la Epístola a los Hebreos (9, 27) que “está establecido que los hombres mueran una sola vez”.Tampoco podemos olvidar aquello tan maravillo que expresa el Salmo 77 cuando, en un momento determinado dice, refiriéndose a Dios, que:

“Él sentía lástima,
perdonaba la culpa y no los destruía;
una y otra vez reprimió su cólera
y no despertaba todo su furor,
acordándose de que eran de carne,
un aliento fugaz que no torna”

Dice, pues, el Salmo, que el ser humano, cuando muere no vuelve a la vida terrena porque “no torna”. Y lo dice con toda claridad y, ante esto, no cabe duda alguna para un católico que se precie de serlo.

A este respecto, dice el el número 1013 del Catecismo de la Iglesia Católica dice que: La muerte es el fin de la peregrinación terrena del hombre, del tiempo de gracia y de misericordia que Dios le ofrece para realizar su vida terrena según el designio divino y para decidir su último destino. Cuando ha tenido fin “el único curso de nuestra vida terrena” (LG 48), ya no volveremos a otras vidas terrenas. “Está establecido que los hombres mueran una sola vez” (Hb 9, 27). No hay “reencarnación” después de la muerte.

Es más, la Constitución Lumen Gentium (48) (Vaticano II) nos informa de lo que llama “el único plazo de nuestra vida terrena” y que tampoco es creación de tal documento sino que tiene su razón de ser en la Epístola a los Hebreos que, en un momento determinado (9, 27) dice que “está establecido que los hombres mueran una sola vez”. Y esto, lo que lisa y llanamente quiere decir, es que Dios ha establecido que así sea.

Por tanto aquello que entendemos ser doctrina de la resurrección final no puede admitir aquello que tiene que ver con la teoría de reencarnación mediante la cual el alma humana, cuando ha muerto el cuerpo, emigra a otro cuerpo y lo hace varias veces hasta que se ha purificado.

Podemos preguntarnos, entonces, por qué el cristiano, aquí católico, no cree en la reencarnación, porque no debe creer…

Como respuesta traemos aquí la intervención del teólogo Michael F. Hull el cual en una videoconferencia de fecha 29 de abril de 2003 y en el marco de una que lo fue de teología organizada por la Congregación vaticana para el Clero, dijo esto:

“La integridad de la persona humana (cuerpo y alma en la vida presente y la futura) ha sido y sigue siendo uno de los aspectos de la revelación divina más difíciles de entender. Son todavía actuales las palabras de san Agustín: ‘Ninguna doctrina de la fe cristiana es negada con tanta pasión y obstinación como la resurrección de la carne’ (’Enarrationes in Psalmos’, Ps. 88, ser. 2, § 5). Dicha doctrina, afirmada constantemente por la Escritura y la Tradición, se encuentra expresada de la manera más sublime en el capítulo 15 de la Primera carta de San Pablo a los Corintios. Y es declarada continuamente por los cristianos cuando pronuncian el Credo de Nicea: ‘Creo en la resurrección de la carne’. Es una expresión de la fe en las promesas de Dios.

A menudo, aun sin el auxilio de la gracia, la razón humana llega a vislumbrar la inmortalidad del alma, pero no alcanza a concebir la unidad esencial de la persona humana, creada según la ‘imago Dei’. Por ello, a menudo, la razón no iluminada y el paganismo han visto «a través de un cristal, borrosamente» el reflejo de la vida eterna revelada por Cristo y confirmada por su misma resurrección corporal de los muertos, pero no pueden ver ‘la dispensación del misterio escondido desde siglos en Dios, creador del universo’ (Ef 3,9). La noción equivocada de la metempsícosis (Platón y Pitágoras) y la reencarnación (hinduismo y budismo) afirma una transmigración natural de las almas humanas de un cuerpo a otro. La reencarnación, que es afirmada por muchas religiones orientales, la teosofía y el espiritismo, es muy distinta de la resurrección de la fe cristiana, según la cual la persona será reintegrada, cuerpo y alma, el último día para su salvación o su condena.

Antes de la parusía, el alma del individuo, entra inmediatamente, con el juicio particular, en la bienaventuranza eterna del cielo (quizá después de un período de purgatorio necesario para las delicias del cielo) o en el tormento eterno del infierno (Benedicto XII, ‘Benedictus Deus’). En el momento de la parusía, el cuerpo se reunirá con su alma en el juicio universal. Cada cuerpo resucitado será unido entonces con su alma, y todos experimentarán entonces la identidad, la integridad y la inmortalidad. Los justos seguirán gozando de la visión beatífica en sus cuerpos y almas unificados y también de la impasibilidad, la gloria, la agilidad y la sutileza. Los injustos, sin estas últimas características, seguirán en el castigo eterno como personas totales.

La resurrección del cuerpo niega cualquier idea de reencarnación porque el retorno de Cristo no fue una vuelta a la vida terrenal ni una migración de su alma a otro cuerpo. La resurrección del cuerpo es el cumplimiento de las promesas de Dios en el Antiguo y el Nuevo Testamento. La resurrección del cuerpo del Señor es la primicia de la resurrección. ‘Porque, habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos. Pues del mismo modo que por Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo. Pero cada cual en su rango: Cristo como primicia; luego los de Cristo en su venida’ (1 Cor 15,21–23). La reencarnación nos encierra en un círculo eterno de desarraigo corporal, sin otra certidumbre más que la renovación del alma. La fe cristiana promete una resurrección de la persona humana, cuerpo y alma, gracias a la intervención del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, para la perpetuidad del paraíso.

En la carta apostólica Tertio millennio adveniente (14 de noviembre de 1994), escribe Juan Pablo II: ‘¿Cómo podemos imaginar la vida después de la muerte? Algunos han propuesto varias formas de reencarnación: según la vida anterior, cada uno recibirá una vida nueva bajo una forma superior o inferior, hasta alcanzar la purificación. Esta creencia, profundamente arraigada en algunas religiones orientales, indica de por sí que el hombre se rebela al carácter definitivo de la muerte, porque está convencido de que su naturaleza es esencialmente espiritual e inmortal. La revelación cristiana excluye la reencarnación y habla de una realización que el hombre está llamado a alcanzar durante una sola vida terrenal’ (n°’ 9).”

Por lo tanto, se entiende claramente que la reencarnación no es posible sea tenida por posible por un católico. Y es que, además, como bien dice San Pablo, si Cristo no resucitó (y nosotros, en consecuencia, no resucitaremos) nuestra fe es vana ( cf. 1 Cor 15, 14) y bien sabemos que de vana no tiene nada.

Volvamos, ahora y tras el tema de la reencarnación a lo que verdaderamente importa para un cristiano y que es la resurrección de la carne pues, como dice el Catecismo de la Iglesia católica (n. 989)

Creemos firmemente, y así lo esperamos, que del mismo modo que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos, y que vive para siempre, igualmente los justos después de su muerte vivirán para siempre con Cristo resucitado y que Él los resucitará en el último día (cf. Jn 6, 39-40). Como la suya, nuestra resurrección será obra de la Santísima Trinidad:

‘Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros’ (Rm 8, 11; cf. 1 Ts 4, 14; 1 Co 6, 14; 2 Co 4, 14; Flp 3, 10-11).

Pues bien, a este respecto es interesante, como planteamiento siquiera al tema de la resurrección de la carne, plantear tres preguntas que deben estar en la mente de todo cristiano, aquí católico, a la hora de tratar el tema del que tratamos:

¿Quién resucitará?

Lo dice expresamente el evangelista San Juan en el versículo 29 del capítulo 5 de su Evangelio: “Los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación".

Nos cabe, pues, a cada uno, encontrarnos en uno u otro grupo de personas pero la resurrección es propia de todo ser humano. Nadie, pues, quedará excluido aunque cada cual tendrá el destino que le corresponda según sus merecimientos en vida.

¿Cómo?

En realidad, aunque Cristo resucitó con su propio cuerpo (”Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo“, en Lc 24,39) no volvió el Mesías a una vida terrenal sino que subió a la Casa del Padre donde espera su retorno en la Parusía. Pues del mismo modo, en Cristo “todos resucitarán con su propio cuerpo, que tienen ahora“, pero este cuerpo será “transfigurado en cuerpo de gloria” (Flp. 3,21) o, lo que es lo mismo, en “Cuerpo espiritual” (1 Co 15,44)

Es difícil, lógicamente, imaginar cómo será tal momento. Sin embargo, no es poco cierto que nuestra participación en la Santa Misa nos ofrece la posibilidad de que tal momento sea un principio de la transfiguración de nuestro cuerpo por Cristo. Así lo dice San Irineo de Lyón cuando escribe que: “Así como el pan que viene de la tierra, después de haber recibido la invocación de Dios, ya no es pan ordinario, sino Eucaristía, constituida por dos cosas, una terrena y una celestial, así nuestros cuerpos que participan en la Eucaristía ya no son corruptibles, ya que tienen la esperanza de la resurrección”.

¿Cuándo?

Solemos pensar en términos de tiempos humanos. Sin embargo, no sabemos cuándo será tan glorioso momento. Sin embargo, dice San Juan (Jn 6, 39-40. 44-45) que será en el “último día” o, lo que es lo mismo, en la Parusía de Cristo. Así lo confirma San Pablo cuando en la Primera Epístola a los de Tesalónica escribe (4, 16) que: “El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar".

Podemos decir que la resurrección de la carne es una realidad espiritual que ha sido considerada desde el principio de los tiempos sagrados. Es decir, en el Antiguo Testamento ya se contempla tal verdad.

2 Mac. 7, 9: “Al llegar a su último suspiro dijo: ‘Tú criminal nos privas de la vida presente, pero el Rey del mundo a nosotros que morimos por sus leyes, nos resucitará a un vida eterna’”.

2 Mac. 7, 14: “Es preferible morir a manos de hombres con la esperanza que Dios otorga de ser resucitados de nuevo por él…”.

2 Mac. 7, 23: “…el Creador del mundo, el que modeló al hombre en su nacimiento y proyectó el origen de todas las cosas, os devolverá el espíritu y la vida con misericordia,….”

2 Mac. 7, 29: “…acepta la muerte para que vuelva yo a encontrarte con tus hermanos en el tiempo de la misericordia”.

2 Mac. 12, 44: “…pues de no esperar que los soldados caídos resucitarían, habría sido superfluo y necio rogar por los muertos”.

Dan. 12, 2: “Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra se despertarán, unos para la vida eterna, otros para el oprobio, para el horror eterno”.

Y otro tanto, mucho mayor, podemos decir al respecto de lo que el Nuevo Testamento recoge acerca de la resurrección de la carne y que ha salido del corazón de Cristo y que aquí mismo ya se ha aportado.

Y, lógicamente, la doctrina católica, que tiene a la resurrección de la carne como un dogma de fe, ha establecido, a lo largo de los siglos, la realidad de la misma. He aquí algunos de los principales símbolos y declaraciones dogmáticas:

Símbolo de San Epifanio: “Condenamos también a los que no confiesen la resurrección de los muertos”..

Fe de Dámaso: “Purificados por su muerte y sangre (de Cristo) seremos resucitados por Él el último día en esta misma carne con que ahora vivimos”.

Símbolo del Concilio I de Toledo: “Creemos en la resurrección de la carne. Si alguno dijere o creyere que los cuerpos humanos no resucitarán después de la muerte, sea anatema”.

Símbolo de San Atanasio: “A cuyo advenimiento (de Cristo) todos los hombres deberán resucitar con sus propios cuerpos, y darán razón de sus propios actos”.

Profesión de fe del Concilio XI de Toledo: “Confesamos que se hará la resurrección de la carne de todos los muertos. Creemos que resucitaremos, no en una carne aérea o en cualquiera otro carne (como algunos deliran), sino en esta misma en que vivimos, subsistimos y nos movemos”.

Profesión de fe impuesta a los valdenses por Inocencio III: “Creemos de corazón y confesamos con la boca la resurrección de esta misma carne que ahora tenemos, y no otra”.

Conclio IV de Letrán: “Firmemente creemos y confesamos que todos resucitarán con sus propios cuerpos, los mismos que tienen ahora, a fin de recibir cada uno según sus obras”.

Concilio Vaticano II (Gaudium et spes, p I, c I, n. 22): El cristiano, “asociado al misterio pascual, configurado a la muerte de Cristo, saldrá al encuentro de la resurrección fortalecido por la esperanza”.

Según aquí puede verse, y según sostiene el P. Antonio Royo Marín (Op. c., p. 575): “A través de estos símbolos de la fe y definiciones dogmáticas, la Iglesia nos enseña tres cosas fundamentales:

1ª. Al fin del mundo todos los muertos resucitarán.
2ª. Esta resurrección será universal, o sea, de todos los hombres sin excepción.
3ª. Todos los hombres resucitarán con los mismos cuerpos que tuvieron en estas vida, y no otros.”

Estamos, pues, de acuerdo en que la resurrección de la carne se verificará el último día,cuando Cristo venga en gloria al mundo a juzgar a vivos y a muertos. Y se cumplirá, así, todo lo que a tal respecto se había escrito a lo largo de los siglos y en las Sagradas Escrituras. Aunque también sabemos que todo eso supone, para nuestras pobres mentes, un misterio demasiado elevado pero que aceptamos por fe y fidelidad a Dios Todopoderoso que como, en efecto, todo lo puede, también confirmará su voluntad procurando la unión de cuerpo y alma en tal instante crucial de nuestra vida futura.

*************
7 Juicio Final
Condiciones de los cuerpos resucitados


InfoCatólica-Eleuteio F. Guzmán (20/8/2014): “Desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos” (Credo).

En un momento determinado del símbolo de nuestra fe, el Credo, decimos lo aquí traído. Es una parte fundamental de lo que en esta oración decimos porque supone que se cumpla la voluntad de Dios y lo que está escrito. En efecto, el Cristo ha de venir, tras haber entregado su vida por la humanidad entera, haber resucitado y subido a la derecha del Padre, a impartir la Justicia de Dios. Entonces serán juzgados vivos y muertos pues muchos estarán vivos pero muchos otros, muertos.

Esto lo muestra perfectamente el Evangelio según San Mateo (25, 31-46), como recoge el Catecismo (infra), cuando dice esto que sigue:

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria acompañado de todos sus ángeles, entonces se sentará en su trono de gloria. Serán congregadas delante de él todas las naciones, y él separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos. Pondrá las ovejas a su derecha, y los cabritos a su izquierda. Entonces dirá el Rey a los de su derecha: “Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a verme.” Entonces los justos le responderán:

 “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; o sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos forastero, y te acogimos; o desnudo, y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel, y fuimos a verte?” Y el Rey les dirá: “En verdad os digo que cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis.” Entonces dirá también a los de su izquierda: “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el Diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; era forastero, y no me acogisteis; estaba desnudo, y no me vestisteis; enfermo y en la cárcel, y no me visitasteis.” Entonces dirán también éstos: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento o forastero o desnudo o enfermo o en la cárcel, y no te asistimos?” Y Él entonces les responderá: “En verdad os digo que cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también conmigo dejasteis de hacerlo.” E irán éstos a un castigo eterno, y los justos a una vida eterna.

Como bien podemos apreciar todo está escrito y así ha de suceder. Habrá, pues, un Juicio donde la Justicia de Dios ilumine toda la creación y donde cada cual, unidos ya alma y cuerpo, será juzgado. Y unos irán tendrán un destino y otro, otro destino. Y esto es dogma de fe como muy bien nos recuerda el Catecismo de la Iglesia católica en los siguientes números: 

-”1038 La resurrección de todos los muertos, ‘de los justos y de los pecadores’ (Hch 24, 15), precederá al Juicio final. Esta será ‘la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz […] y los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación’ (Jn 5, 28-29). Entonces, Cristo vendrá ‘en su gloria acompañado de todos sus ángeles […] Serán congregadas delante de él todas las naciones, y él separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de las cabras. Pondrá las ovejas a su derecha, y las cabras a su izquierda […] E irán éstos a un castigo eterno, y los justos a una vida eterna.’ (Mt 25, 31. 32. 46).

-1039 Frente a Cristo, que es la Verdad, será puesta al desnudo definitivamente la verdad de la relación de cada hombre con Dios (cf. Jn 12, 49). El Juicio final revelará hasta sus últimas consecuencias lo que cada uno haya hecho de bien o haya dejado de hacer durante su vida terrena:

‘Todo el mal que hacen los malos se registra y ellos no lo saben. El día en que ‘Dios no se callará’ (Sal 50, 3) […] Se volverá hacia los malos: ‘Yo había colocado sobre la tierra —dirá Él—, a mis pobrecitos para vosotros. Yo, su cabeza, gobernaba en el cielo a la derecha de mi Padre, pero en la tierra mis miembros tenían hambre. Si hubierais dado a mis miembros algo, eso habría subido hasta la cabeza. Cuando coloqué a mis pequeñuelos en la tierra, los constituí comisionados vuestros para llevar vuestras buenas obras a mi tesoro: como no habéis depositado nada en sus manos, no poseéis nada en Mí"‘ (San Agustín, Sermo 18, 4, 4).

-1040 El Juicio final sucederá cuando vuelva Cristo glorioso. Sólo el Padre conoce el día y la hora en que tendrá lugar; sólo Él decidirá su advenimiento. Entonces Él pronunciará por medio de su Hijo Jesucristo, su palabra definitiva sobre toda la historia. Nosotros conoceremos el sentido último de toda la obra de la creación y de toda la economía de la salvación, y comprenderemos los caminos admirables por los que su Providencia habrá conducido todas las cosas a su fin último. El Juicio final revelará que la justicia de Dios triunfa de todas las injusticias cometidas por sus criaturas y que su amor es más fuerte que la muerte (cf. Ct 8, 6).

-1041 El mensaje del Juicio final llama a la conversión mientras Dios da a los hombres todavía ‘el tiempo favorable, el tiempo de salvación’ (2 Co 6, 2). Inspira el santo temor de Dios. Compromete para la justicia del Reino de Dios. Anuncia la ‘bienaventurada esperanza’ (Tt 2, 13) de la vuelta del Señor que ‘vendrá para ser glorificado en sus santos y admirado en todos los que hayan creído’ (2 Ts 1, 10)”.

Sabemos que no sabemos lo que pasará en su totalidad. Es lógico que eso sea así pues sólo Dios conoce todo y sólo el Creador está en su perfecto conocimiento de conocer. Sin embargo, podemos preguntarnos acerca de cuándo será el Juicio Final.

Tenemos por verdad que tras la resurrección de la carne devendrá el momento en el que Cristo nos juzgue. Lo decimos, como sabemos, en el Credo.

Lo bien cierto es que la verdad sobre el Juicio Final, su producción o, en fin, el hecho mismo de que se llevará a cabo, no es elucubración teológica, digamos, imaginativa o que pretenda sustentar una doctrina. Podemos decir, como tantas otras veces, que está previsto y, por tanto, que está escrito.

Así, por ejemplo, en el Antiguo Testamento, acerca de este singular y particular Juicio se dice lo siguiente:
-2 Mac. 7, 36: “…tú, en cambio, por el justo juicio de Dios cargarás con la pena merecida por tu soberbia.”
-Sab. 6, 5: “Porque un juicio implacable espera a los que mandan;…”
-Is. 66, 18: “Yo vengo a reunir a todas las naciones y lenguas; vendrán y verán mi gloria.”
-Is. 66, 23: ”…vendrá toda carne y prosternarse ante mí - dice Yahvéh.”
-Joel 4, 2: “…congregaré a todas las naciones y las haré bajar al valle de Josafat allí entraré en juicio con ellas,….”

Y todo esto se confirma en el Nuevo Testamento donde el Hijo de Dios confirma lo que siglos antes habían escrito los profetas:
-Mt. 11, 21-22: “¡Ay de ti, Corazín! ¡Ay de ti, Betsaida!… Por eso os digo que el día del Juicio habrá rigor para Tiro y Sidón que para vosotras.”
-Mt. 12, 41: “Los ninivitas se levantarán en el Juicio con esta generación y la condenarán;….” 
-Lc. 10, 12: “Os digo que en aquel Día habrá menos rigor para Sodoma que para la ciudad aquella.”
-Jn. 5, 28-29: “No os extrañéis de esto: llega la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz y los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación…”
-2 Cor. 5, 10: “Porque es necesario que todos seamos puestos al descubierto ante el tribunal de Cristo, para que cada cual reciba conforme a lo que hizo durante su vida mortal, el bien o el mal.”
-Apoc. 20, 12: “Y vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie delante del trono; fueron abiertos unos libros, y luego se abrió otro libro que es el de la vida; y los muertos fueron juzgados según lo escrito en los libros, conforme a sus obras.”

Y Cristo que será Quien venga a juzgar a vivos y muertos, también quiso que tuviéramos noticia de lo que sucederá:
-Mt. 24, 30: “Entonces aparecerá en el cielo la señal del Hijo del hombre; y entonces harán duelo todas las razas de la tierra y verán venir al Hijo del hombre sobre la nubes del cielo con gran poder y gloria.”
-Mt. 26, 64: “Dícele Jesús: ‘Sí, tú lo has dicho. Y yo os declaro que a partir de ahora veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir sobre las nubes del cielo.’”.
-Mc. 13, 26: “Y entonces verán venir al Hijo del hombre entre nubes con gran poder y gloria;…”.
-Lc. 21, 27: “Y entonces verán venir al Hijo del hombre en una nuve con gran poder y gloria.”

De todas formas, podemos preguntarnos, legítimamente (pues seremos nosotros los juzgados) acerca de la finalidad del Juicio Final.

Como está escrito, la finalidad principal es retribuir a cada cual según cada cual merezca.Por tanto, se ensalzará al inocente que en vida, en este mundo en el que peregrinó, fue despreciado y se confundirá a quien hubiese pasado por el mismo pecando y olvidándose voluntariamente de que un día se encontraría ante el tribunal de Cristo. Y, fundamentalmente, se buscará restaurar el orden que a lo largo de la historia se haya conculcado a manos de los pecados de los hombres.

Pero, además, con el Juicio final se manifestará que Cristo es el Redentor y Rey de Cielos y tierra y se podrá decir, con el Salmo 50 (5-6):
“¡Congregad a mis amigos ante mí,
los que mi alianza con un sacrificio concertaron!»
¡Anuncien los cielos su justicia,
porque es Dios mismo es Juez!”

Acerca de esta verdad, Enrique Pardo Fuster (Op. c., p. 412), es decir de que se manifestará que Cristo es Redentor y Rey de Cielos y tierra, nos dice el autor de estos “Fundamentos bíblicos de la teología católica” que:

“a) -Que es hijo de Dios:
-Pues lo puso en duda Satanás:
‘Si eres Hijo de Dios, de que esas piedras se conviertan en panes’
-Pues los sacrificaron los judíos:
‘Rey de Israel es: que baje ahora de la Cruz, y creeremos en él. Ha puesto su confianza en Dios; que le salve ahora si es que de verdad le quiere’ (Mt. 27, 42-43).

b) -Que es Redentor del Mundo:
-…se pusieron a escupirle en la cara y a abofetearle; y otros a golpearle diciendo: Adivínanos, Cristo, ¿Quién es el que te ha pegado? (Mt. 26, 67).

c) -Que es Rey de Cielos y tierra:
-Pues lo dudó Pilato y toda la muchedumbre que estaba allí presente:
Pilatos le preguntó: ¿Eres tú el Rey de los Judíos? Él le respondió: Sí, tu lo dices (Mt. 27, 11).
-Pues lo despreció la muchedumbre: Toda la muchedumbre se puso a gritar a una: ¡Fuera ése y suéltanos a Barrabás! (Lc. 23, 18).”

Y sobre el cuándo se producirá el Juicio final, lo único que sabemos es que no sabemos nada. Corresponde al Creador, a Dios Todopoderoso fijar el momento exacto en el que Cristo volverá al mundo para llevar a cabo el tiempo de tan impactante suceso. En todo caso, como ya hemos dicho, se llevará a cabo tras la resurrección de la carne.

De todas formas, sí debemos tener en cuenta lo que dejó escrito San Juan en el capítulo 20 del Apocalipsis (11-14) acerca de que vio: “Un trono espléndido muy grande y al que se sentaba en él. Su aspecto hizo desaparecer el cielo y la tierra sin dejar huellas. Los muertos, grandes y chicos, estaban al pie del trono. Se abrieron unos libros, y después otro más, el Libro de la Vida. Entonces los muertos fueron juzgados de acuerdo a lo que estaba escrito en los libros, es decir, cada uno según sus obras”.

Seguramente es más que suficiente para nuestro ahora saber que en efecto, seremos juzgados según nuestras obras. Y es más que suficiente porque siendo cosa de Dios determinar el día del Juicio final, a nosotros sí nos corresponde estar mejor o peor ante el santo Tribunal.

Y seremos juzgados. Y, aunque es bien cierto que ya lo fuimos en el llamado Juicio particular y nada puede cambiar al respecto de lo allí dicho (pues no se puede merecer nada después de muertos), lo bien cierto es que podemos decir que la sentencia de entonces es confirmada por el santo Tribunal de Cristo.

Ya, evidentemente, habrá desaparecido el Purgatorio y, en todo caso, sólo debemos tener en cuenta el cómo quedarán los cuerpos resucitados (una vez unidos con el alma que les corresponda a cada uno de ellos) Y es que es lo mejor no pensar, siquiera, en el rechinar de dientes de los cuerpos definitivamente enviados al Infierno. Ni queremos ir allí ni queremos, tampoco, abundar en el miedo que nos provoca tal situación.

Condiciones de los cuerpos resucitados

Por otra parte, es bien cierto que el apartado referido a las condiciones en las que quedarán los cuerpos resucitados tras la resurrección de la carne muy bien podía haberse situado en el capítulo dedicado, precisamente, a la tal resurrección. Sin embargo, consideramos importante apuntar, como hemos hecho inmediatamente arriba, que tras el Juicio final aquellos cuerpos que se unan a las almas que estén en el cielo tendrán unas especiales y concretas condiciones o características.

Traigamos un texto bíblico que es importante para el caso tratado. Corresponde a los versículos 35 al 54 de la Primera Epístola a los de Corinto, en concreto al capítulo 15 de la misma. Y dice lo siguiente:

Pero dirá alguno: ¿Cómo resucitan los muertos? ¿Con qué cuerpo vuelven a la vida?

¡Necio! Lo que tú siembras no revive si no muere. Y lo que tú siembras no es el cuerpo que va a brotar, sino un simple grano, de trigo por ejemplo o de alguna otra planta. Y Dios le da un cuerpo a su voluntad: a cada semilla un cuerpo peculiar. No toda carne es igual, sino que una es la carne de los hombres, otra la de los animales, otra la de las aves, otra la de los peces. Hay cuerpos celestes y cuerpos terrestres; pero uno es el resplandor de los cuerpos celestes y otro el de los cuerpos terrestres. Uno es el resplandor del sol, otro el de la luna, otro el de las estrellas. Y una estrella difiere de otra en resplandor. Así también en la resurrección de los muertos: se siembra corrupción, resucita incorrupción; se siembra vileza, resucita gloria; se siembra debilidad, resucita fortaleza; se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual. Pues si hay un cuerpo natural, hay también un cuerpo espiritual.

En efecto, así es como dice la Escritura: = Fue hecho el primer hombre, = Adán, = alma viviente; = el último Adán, espíritu que da vida. Mas no es lo espiritual lo que primero aparece, sino lo natural; luego, lo espiritual. El primer hombre, salido de la tierra, es terreno; el segundo, viene del cielo. Como el hombre terreno, así son los hombres terrenos; como el celeste, así serán los celestes. Y del mismo modo que hemos llevado la imagen del hombre terreno, llevaremos también la imagen del celeste.

Os digo esto, hermanos: La carne y la sangre no pueden heredar el Reino de los cielos: ni la corrupción hereda la incorrupción. ¡Mirad! Os revelo un misterio: No moriremos todos, mas todos seremos transformados. En un instante, en un pestañear de ojos, al toque de la trompeta final, pues sonará la trompeta, los muertos resucitarán incorruptibles y nosotros seremos transformados. En efecto, es necesario que este ser corruptible se revista de incorruptibilidad; y que este ser mortal se revista de inmortalidad. Y cuando este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y este ser mortal se revista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: ‘La muerte ha sido devorada en la victoria’”.

Pues bien, es bien curioso, a la par que misterioso, el cómo los cuerpos resucitarán. No podemos negar que puede suscitar dudas en más de uno el pensar qué tiene que pasar con los cuerpos que, al cabo de tanto tiempo, se habrán desintegrado (pérdida de su total entidad física) y se habrán incorporado al ambiente en el que hayan sido depositados. Y qué con aquellos que, siguiendo instrucciones de sus poseedores, hayan querido ser, por ejemplo, incinerados…

Son muchas las circunstancias que nos provocan perplejidad. Sin embargo, sabiendo que somos muy ignorantes en este tipo de materias (que no sabemos nada de nada al respecto de la realidad de la resurrección de la carne) no podemos, ¡qué menos!, que poner nuestra confianza en el Creador que si supo crear de la nada, bien puede hacer que lo que no sea nada vuelva a ser. Y es que, como bien sabemos, para Dios nada hay imposible (o si no que se lo digan, por ejemplo, a tantas mujeres que siendo estériles, y así ser contempladas en las Sagradas Escrituras, han dado a luz hijos que fueron importantes para la historia de la salvación; o la vuelta a la vida de tantas personas a palabras de Cristo; o las multiplicaciones de alimentos, etc.) Y es que Dios, que puso en marcha las leyes de la naturaleza (que aún contempla y mantiene) puede hacer lo que tenga que hacer para que lo que para nosotros, nada ante el Todopoderoso, está lejos, siquiera, de poder pensar en hacerlo realidad, sea la cosa más sencilla del mundo. Y en eso creemos y eso es fuente y origen de nuestra fe.

Entonces… sabemos que tras la resurrección de la carne y el Juicio final, aquellos cuerpos (ya con sus almas correspondiente; o al revés si se quiere pues, al fin y al cabo, las almas, en esto, estarán primero, habrán llegado primero a su destino final -a excepción, como sabemos, de las que hayan estado en el Purgatorio, claro está- que llegarán más tarde pero siempre antes que sus correspondientes cuerpos) que, definitivamente, repetimos, estarán en el Cielo, lo harán de una forma muy especial. Es decir, que aun siendo los que habitaron la Tierra y peregrinaron hacia donde ahora estarán para siempre, para nada tendrán las mismas características. Y esto, nunca mejor dicho, gracias a Dios.

Si nos apoyamos, por ejemplo, en las Sagradas Escrituras, algo podemos avizorar. Así en Filipenses (3, 21) se dice que: “Él transformará nuestro pobre cuerpo mortal, haciéndolo semejante a su cuerpo glorioso, con el poder que tiene para poner todas las cosas bajo su dominio.”

Y se refiere, claro está, a Jesucristo de quien tuvieron manifestación los discípulos, de su nuevo estado espiritual, tras la resurrección.

De todas formas, a tenor de lo apuntado por el P. Antonio Royo Marín (Teología de la salvación ya citada, p. 525ss)… es bien cierto que esto, lo relativo a esto, ya lo explica el citado autor cuando habla y escribe de la resurrección de la carne tras la muerte (pues como decimos lo que ahora se lleva a cabo es la confirmación de la sentencia inicial del Juicio particular) es verdad que, y esto ya lo hemos dicho en otro lugar, hemos preferido referir acerca de lo que llama “dotes del cuerpo glorioso” en este momento al ser el destino definitivo del cuerpo, en efecto, de tal jaez.

¿Cuáles, pues, son tales condiciones? Digamos que cuatro:
1. Impasibilidad. 
2. Sutileza.
3. Agilidad.
4. Claridad.

Apuntemos, ahora, algunas características de cada de estas cualidades a tener muy en cuenta.

En cuanto a la impasibilidad dice al autor del libro (p. 529) que “la impasibilidad del cuerpo glorioso procede del dominio que el alma ejerce sobre él”. Por tanto, tanto el dolor como la corrupción “estarán desterrados para siempre” (p. 528) como bien se dice, por ejemplo, en:

-Is 49, 10: “No padecerán hambre ni sed, calor ni viento solano que los aflija. Porque los guiará el que de ellos se ha compadecido, y los llevará a aguas manantiales”.
-Apoc 7, 16-17: Ya no tendrán hambre, ni tendrán ya sed, ni caerá sobre ellos el sol ni ardor alguno; porque el Cordero, que está en medio del trono, los apacentará y los guiará a las fuentes de aguas de vida, y Dios enjugará toda lágrima de sus ojos”.
-Apoc 21.4: “Y (Dios) enjugará las lágrimas de sus ojos, y la muerte no existirá más, ni habrá duelo, ni gritos, ni trabajo, porque todo esto es ya pasado”.

Sobre la sutileza apunta el P. Royo Marín que: “es la principal cualidad del cuerpo glorioso y el fundamento de todas las demás. En virtud de ella, el cuerpo bienaventurado se sujetará completamente al imperio del alma y la servirá y será perfectamente dócil a su voluntad”.

Por lo apuntado aquí, “la sutileza del cuerpo glorioso producirá efectos sobre sí mismo y con relación a los demás bienaventurados2 (p.534) pues “podrá gozar libérrimamente de la bienaventuranza esencial o visión beatífica sin experimentar por parte del cuerpo la menor dificultad o impedimento” (p. 534) y ”todos los sentidos internos y externos obedecerán de tal manera a la voluntad del alma -en virtud de la sutileza-, que podrá usar de ellos en la forma que quiere, dentro de la naturaleza misma de cada sentido” (p. 535). Pero, además, “el cuerpo glorioso no será vaporoso, sino tangible y palpable como el de Nuestro Señor Jesucristo resucitado (Lc. 24, 39). Pero -como explica Santo Tomás-, en virtud del perfecto dominio del alma sobre él, será potestativo del bienaventurado el que pueda ser afectado o no por el sentido del tacto” (p.535).

Acerca, por otra parte, de la agilidad, que “en virtud de esta maravillosa cualidad, los cuerpos bienaventurados podrá trasladarse, cuando quieran, a sitios remotísimos, atravesando distancia fabulosas con la velocidad del pensamiento” (p. 537)

En realidad, esta cualidad de la agilidad de los cuerpos gloriosos “es una redundancia de la gloria del alma, en virtud de la cual obedece perfectamente al imperio d ella voluntad en el movimiento local y en todas las demás operaciones” (p. 538). Y, lo que es más importante, “los bienaventurados del cielo usarán de la agilidad de sus cuerpos gloriosos sin perder un solo instante de vista la divina esencia, que constituye la gloria principal” (p. 540).

Y, ya por fin, dice el P. Royo Marín que la claridad, como cualidad de los cuerpos resucitados los mismos “aparecerán resplandecientes de luz, aunque en grados distintos según los diferentes grados de gloria que sus almas disfruten” (p. 540) teniendo en cuenta que “será potestativo de los bienaventurados el que sus cuerpos gloriosos sean o no vistos por los demás” (p. 544).

Por lo demás, es de fe creer que el Cielo, como tantas veces hemos dicho a lo largo de estos capítulos, es eterno. Es decir que creemos en la eternidad del Cielo, sin la cual todo lo hasta aquí dicho no tendría sentido alguno y, además, sería manifestarse contra Dios mismo y su realidad todopoderosa.

Busquemos, por tanto, ocupar una posición “ventajosa” de cara al Juicio final que, previamente, habremos defendido en el que es particular. Para eso nos basta merecer ser juzgados en beneficio nuestro y gozar, en cuanto eso se posible (paso por el Purgatorio, por ejemplo) gozar de las cualidades apenas aquí apuntadas y de las muchas otras que Dios nos tiene, de seguro, reservadas.

************
Eleuterio Fernández Guzmán 
(27/8/2014)


“Pues ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida?” (Mt 16, 26)

Después de este recorridopor una realidad muchas veces preterida, hemos llegado al final del mismo. Es bien cierto que lo aquí traído es, apenas, un apunte sobre lo que es crucial para el ser humano creyente católico. Sin embargo, es más que probable que haya hecho abrir los ojos a quien los tuviera cerrados porque no se los habían abierto hasta ahora. Pero también es verdad que a otros lectores les parecerá de lo más normal que se hable y proclame, a los cuatro vientos, que estamos salvados y que la salvación no es que sea posible sino que es tan cierta como la luz del día.

Sin embargo, no es menos cierto que la salvación, además de haberla donado Dios, es necesario sea ganada por cada cual. Al menos quien sepa que eso es así no puede (digamos no debe) acudir al expediente de tener por no puesta una verdad tan importante como es aquella que dice, y estamos con San Agustín, que “Quien no te creó sin ti, no te salvará sin ti”.

En cierto modo (y en el caso de los creyentes católicos en todo el modo posible) somos nosotros mismos los que nos pondremos ante el Tribunal de Dios de una forma o de otra. Y no todo será igual ni ha sido lo mismo para aquellos que ya han pasado por sus espirituales salas donde se ve lo bueno y lo malo y donde no todo ha sido ni ha dado igual en la vida ni todo lo que se ha hecho ha tenido las mismas consecuencias de cara a la sentencia final.

Lo aquí escrito se deriva, la necesidad de tener en cuenta nuestro quehacer de ahora mismo, de aquello dejado por San Pablo en la Epístola a los Hebreos (13, 14) al respecto de que“No tenemos aquí ciudad permanente, sino que vamos en busca de la que ha de venir” pues, en efecto, partimos de lo que ahora somos (y seremos hasta el encuentro con nuestra hermana muerte) para ser lo que seamos cuando Dios nos juzgue.

Por eso, a lo largo de estos capitulos hemos recorrido, digamos para que nos entienda, una serie de etapas propias de aquello que se corresponde con nuestra vida futura.

Así, en la primera parte, dedicada a las llamadas “cuestiones preliminares” hemos visto aquello que bien podemos entender como las “generales de la ley” pues nos hemos referido a lo que queremos ser al respecto de la vida tras la muerte, a cuántas almas van a salvarse de entre los que seres humanos ha habido, hay y habrá pero, sobre todo, lo que ahora somos y cuándo, en realidad, podemos decir que empieza lo escatológico.

Al respecto de esto último, concluimos que aquello que se refiere al más allá de esta vida no empieza, como pudiera derivarse de tal concepto y de tal realidad, cuando morimos. Esto podría parecer extraño dada el estado de la cuestión y a qué nos referimos. Sin embargo, de entender correctamente lo traído aquí y escrito por el obispo de Hipona (cuando comprendió que Dios era mucho más importante que las mundanidades a las que tanto se había acercado antes de convertirse) podremos comprender que lo que aquí hacemos, lo que, en suma, sembramos, será lo que cosechemos en un momento tan importante como será el de presentarnos ante Dios bien con manos vacías de bienes espirituales, bien con manos llenas de haber puesto en práctica el amor y la caridad.

Hay, como hemos aquí descrito, dos tipos de escatologías pues una cosa es la que se denomina “intermedia” y otra la llamada “final”.

El caso es que no se trata de realidades distintas de tal manera así entendidas que se pudieran separar de forma irremediable sino de un estadio espiritual, digamos, visto y llevado a cabo en dos fases: una primera, tras el Juicio particular; otra, tras el Juicio final. Lo que no cambia es el hecho de que es nuestra alma la que, al fin y al cabo, pasa por tales estadios pues, tras la muerte se someterá al primer Juicio y tras la llegada de Cristo y la resurrección de la carne, al segundo con la subsiguiente unión al cuerpo con el que había formado unidad en la vida terrena. Y, así, todo se habrá cumplido.

Vale la pena, pues, no tener por poco importante nuestro ser y nuestro hacer. Decimos esto porque lo escatológico es fruto. Y, para que se entienda esto no queremos decir que no sea si no queremos que sea (como una especie de buenismo espiritual) sino que será porque Dios así lo quiere pero que, por nuestra parte, recogeremos lo que merezcamos recoger. Y es que éste, el presente, es un tiempo de merecimiento de cara a nuestra vida futura que, como hemos dicho a lo largo de estos capítulos, existe y es tan real (mucho más por ser la definitiva) que ésta en la que ahora vivimos, nos movemos y existimos (San Lucas dixit, en Hechos 17, 28, acerca de Dios y nosotros) y, por eso mismo, toda siembra en el buen sentido hecha y todo merecer en lo bueno y mejor de cara a la voluntad de Dios, será bueno y mejor cuando llegue el momento de tenerlo en cuenta.

Esto de arriba lo decimos porque lo que ahora vivimos, con ser importante para nosotros porque es lo que ahora vivimos, ha de tener una importancia relativa. Queremos decir que estamos creados para estar siempre con Dios y eso sólo será posible en el definitivo Reino de Dios que lo es por estar, ya, viviendo el Reino del Padre al haberlo traído Cristo al mundo tras su Encarnación y haber predicado acerca de la conversión necesaria para habitarlo. Por tanto, sólo teniendo en cuenta lo que dijo Cristo acerca de la polilla que aquí todo lo corroe (cf. Mt 6, 19) y la necesidad de acumular para el cielo (cf. Mt 6, 20) donde, no por casualidad, no hay polilla ni herrumbre que todo lo heche a perder, actuaremos de forma adecuada a nuestra necesidad intrínseca y primordial que no consiste más, ni menos, que en habitar las praderas del definitivo Reino de Dios y gozar de la visión beatífica. Y eso sólo lo alcanzaremos con una actitud que tenga muy en cuenta lo que es más conveniente para nuestros (digámoslo así) egoísmos, también, espirituales. Y es que de los mismos, si sabemos lo que nos conviene, se derivará un hacer, un ser, menos mundano y más cercano a Dios.

En realidad, todo lo aquí escrito y traído lo ha sido para que sepamos que, cuando llegue el momento de nuestra muerte no la afrontemos con temor sino como aquel que sabe que, tras el paso hacia la otra vida, nos espera una que es eterna y que, como dejó dicho Santa Teresa de Jesús, dura para siempre, siempre, siempre y que, como diría el P. Royo Marín (tantas veces citado aquí por su valiosa “Teología de la salvación”) se acerque (la muerte) como “ángel del Señor que trae en sus manos resplandecientes la llave de oro que ha de abrirnos la puerta de la verdadadera vida en la ciudad de los bienaventurados”.

Y es que, gracias a Dios, tenemos un Creador que siempre nos tiene en cuenta y hasta nos facilita un tal paso hacia un tal Reino.