domingo, 29 de enero de 2012

Las ideas de Lutero (240)

Blog "Presente y Pasado" de Pío Moa
La Gaceta de Intereconomía (19.01.12):
César Vidal o la imposibilidad del protestantismo (I)

El protestantismo, como religión o como ideología, es inviable por sus contradicciones de base. Solo puede funcionar, como el marxismo, en la medida en que no se aplique de modo riguroso.
Recuerdo a mis amables lectores la necesidad de dar la máxima difusión posible a estos artículos, si queremos combatir la hegemonía “progre” en los medios.

Un par de males que afligen a España, como a todo el mundo, aunque aquí de forma considerable y que se le han olvidado a César Vidal en su “crítica”, son la cultura del compadreo y la dificultad para debatir con cierta racionalidad. De esto último es muestra el propio señor Vidal, pero ocurre que sus “ideas” parecen estar extendiéndose, y sospecho que precisamente por su falta de rigor. No solo ha citado en su apoyo a expertos como Tertsch o a Pérez Reverte, sino que podría invocar ahora a Muñoz Molina, que, tras unos comentarios sobre los males patrios que se oyen comúnmente en las conversaciones de bar -- básicamente la tendencia de nuestros políticos al derroche y la ostentación --, atribuye esos males a la “Contrarreforma”. Es decir, que muy bien podrían ponerse de moda las tesis del señor Vidal entre nuestra distinguida intelectualidad, como después del 98 se puso de moda la explicación de que nuestros males venían de que había aquí pocos arios o de que nuestra historia era "anormal", más tarde las interpretaciones marxistas y quién sabe si ahora las protestantes, que coinciden sospechosamente con las anteriores. La cosa funciona por una mezcla de ignorancia y beatería (del marxismo que predominó durante bastantes años, sabían poco sus adalides patrios, y menos aún eran capaces de analizarlo críticamente, pero les bastaban sus tópicos y topicazos para desenvolverse y juzgar con autoridad sobre todo lo divino y lo humano). Tras la caída del muro de Berlín, la cosa derivó hacia lo que vagamente se llama “progresismo” y no sería muy extraño que la visión protestante cobrase ahora cierta boga.

La analogía con el marxismo no sobra por muchas razones, algunas de las cuales he expuesto aquí, y entre ellas la misma actitud entre acrítica y beata, unida a una mala memoria histórica que impide sacar lecciones de la experiencia. Realmente, si el marxismo ha funcionado en la URSS, por ejemplo, lo ha hecho a pesar de él más que gracias a él --es decir, gracias a la inaplicación parcial, en la práctica, de sus teorías, pues en la medida en que se aplicaban llevaban a la sociedad al hundimiento, en la medida en que no, le permitían subsistir, aunque en condiciones muy duras--, y algo similar ha ocurrido con el protestantismo.

Quien observe los argumentos de César Vidal advertirá enseguida una contradicción profunda: para demostrar la superioridad del protestantismo sobre el malvado catolicismo, nos pondera las buenas obras (espíritu de trabajo, crédito bancario, tolerancia, democracia, primacía de la ley etc.) que él, con sorprendente ignorancia y no tan sorprendente arbitrariedad, atribuye al protestantismo (y al judaísmo). Lo malo es que la doctrina protestante niega todo valor a las buenas obras humanas, puras vanidades, ineptas para salvar al hombre –nudo de toda la cuestión--. El pecado original habría hundido al hombre, y desde la eternidad, Dios habría decidido por su voluntad, inasequible al conocimiento humano y a la razón (Lutero maldice la razón), qué seres humanos estarían predestinados a salvarse, a quiénes concedería la gracia, sin que contaran para ello sus buenas o malas acciones. Esta es una de las muchas dificultades insalvables del protestantismo, que llevaba a Lutero a recomendar “Peca y peca fuertemente” y otras expresiones aún más fuertes, sin excluir incitaciones al asesinato, el robo y la fornicación, a impulsar la guerra civil y que podía dar lugar, como lo hizo, a buscar la alianza con los musulmanes turcos contra los cristianos católicos.

Y el problema se agravaba porque cada cual podía intepretar a su gusto el mensaje divino de las Escrituras, lo que dio lugar desde el primer momento a una multitud de grupos y sectas entre los protestantes y a persecuciones entre ellos, además de contra los católicos.

La fe, al margen de las obras, era la llave de la salvación. Pero la fe no deja de ser un sentimiento subjetivo que no podría tener nunca la seguridad de penetrar la voluntad divina, de ahí la tremenda incertidumbre en que sitúa el protestantismo a los creyentes. ¿Cómo saber si uno estaba predestinado a salvarse? Solo era posible mediante la asunción –blasfema—de que uno conocía el designio de Dios. De esa angustiosa incertidumbre solo podìa escaparse recurriendo… a las obras. El protestante podía tener algún indicio (siempre equívoco e insuficiente) de que estaba en la lista de los elegidos si le iban bien los negocios en esta vida, por ejemplo: una deriva sumamente trivial de todo el asunto.

Por eso don César debe argumentar recurriendo a las “buenas obras” protestantes, es decir, a las obras que él atribuye a los protestantes con perfecto desprecio de la historia, expropiándolas, como hemos visto, a los católicos, un poco al modo como los príncipes alemanes de la Reforma --más bien revolución--expropiaron los bienes eclesiásticos y de muchos católicos reacios a convertirse a su extraña fe.

De igual modo, aunque, como buen protestante, desprecia a la razón --y ha dado buenas muestras de ello-- no tiene más remedio que recurrir a ella, en lo posible, para justificar la pretendida superioridad del protestantismo. Ya lo iremos viendo, y de paso expondré algunas de las “malas obras” protestantes, empezando por el muy calvinista apartheid mantenido en Suráfrica hasta hace tan poco tiempo.
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Pío Moa en "Nueva historia de España"
(La esfera de los libros 2010):
"Las tendencias reformistas abocaron a la Reforma protestante, que en realidad no fue una reforma sino una revolución religiosa y política a partir de Alemania. El proceso comenzó con las famosas 95 tesis expuestas en la puerta de la iglesia del castillo de Wittenberg por el monje agustino Martín Lutero, en 1517 (cuando en España gobernaba Cisneros, tras la muerte de Fernando el Católico). No se trataba de un desafío ni nada parecido, sino de una propuesta de debate, como había habido muchos en la Iglesia, con el tema principal, pero teológicamente secundario, de las indulgencias, el comercio de las cuales causaba escándalo en Alemania.

Las indulgencias eran aplicadas a las penas con que las almas se purificaban en el purgatorio antes de entrar en el cielo. Los creyentes podían atenuar o evitar las penas, para ellos o sus deudos fallecidos, mediante actos piadosos como rezos, limosnas, peregrinaciones, mortificaciones o ayudas en metálico para la construcción de edificios religiosos. La idea misma del purgatorio, aunque implícita desde el principio la doctrina cristiana, se había explicitado desde el siglo XI y, al suponer una gradación en la culpa, excluía la elección drástica entre salvación y condenación. Según el historiador francés J. Le Goff, la idea del purgatorio redundó en mayor tolerancia hacia los pecadores, al superar el maniqueísmo del bien y el mal absolutos y humanizar las penas. El purgatorio era como el infierno, pero no eterno, y al cielo solo accedían directamente los santos. La idea se combinaba con la confesión particular y secreta de los pecados, instituida por el IV Concilio de Letrán a principios del siglo XIII, y con el concepto del “tesoro de méritos” acumulado por los santos y personas virtuosas, del que podían beneficiarse los menos virtuosos cumpliendo ciertos requisitos.

Por entonces el papa León X, de la familia Medici --espléndido mecenas y hombre tachado a menudo de corrupto, debido, quizá, más a la suntuosidad y despilfarro de la corte papal que a su conducta privada-- estaba empeñado en la construcción de la magna basílica de San Pedro, que absorbía sumas ingentes de dinero, inafrontables para su exhausto tesoro, por lo que recurrió a la masiva venta de indulgencias. Esa venta, juzgaban Lutero y muchos más, explotaba la credulidad y angustia de la gente común, haciendo con ellas un negocio fraudulento y en definitiva sacrílego: solo Dios podía justificar a los pecadores, y el arrepentimiento real excusaba las indulgencias. Además, parte del dinero recaudado solía pegarse a los dedos de los agentes, y muchos obispos y la misma curia romana sufragaban con él su lujoso tren de vida. En la irritación de Lutero subyacía un sentimiento nacionalista alemán que aflora en otras ocasiones: “¡No hay nación más despreciada que la alemana! Italia nos llama bestias, Francia e Inglaterra se burlan de nosotros; todos los demás también”; “Los italianos se creen los únicos seres humanos”. O denunciaba que los alemanes daban a Roma 300.000 florines anuales para alimentar a los criados del papa, a su pueblo e incluso a sus bribones y mercaderes; o, como llegaría a clamar en 1520, “¿Por qué no atacamos (…) a toda la horda de la Sodoma romana con todas las armas de que disponemos y nos lavamos las manos en su sangre?”. Sin embargo la cuestión no era un simple pretexto nacionalista, sino que tenía enjundia teológica por sí misma, y Lutero solo buscaba entonces debatir.

No hubo debate. Muchos eclesiásticos y políticos, temiendo por sus intereses, cerraron filas en torno a las indulgencias y amenazaron declarar hereje al agustino. El papa consultó con el cardenal dominico Cayetano, que no vio herejía en las tesis de Wittenberg, pero otros dominicos le persuadieron a presionar a los agustinos para forzar a Lutero a retractarse so pena de procesarle por herejía. Lutero disponía de poderosos apoyos en la nobleza, en algunos eclesiásticos, y en parte de la población. Afirmó estar dispuesto a retractarse si se le demostraba su error mediante las Escrituras; pero las Escrituras solían admitir más de una interpretación, y el arreglo fue imposible. A partir de ahí las acciones y reacciones se encadenaron. El emperador Carlos V (y I de España) advirtió en 1521, en la Dieta de Worms: “Este hermano aislado yerra con seguridad al alzarse contra el pensamiento de toda la cristiandad, pues si él tuviera razón, la cristiandad habría andado errada desde hace más de mil años”. Lutero fue excomulgado y pasó a establecer una nueva teología que rompía en puntos clave con la elaborada por la Iglesia en los siglos precedentes, iniciándose una sucesión de tumultos y luchas entre ciudades y países.

Así, Lutero no solo rechazó las indulgencias, sino el mismo purgatorio, atacó la autoridad del pontífice, tratándole de Anticristo, y llevó más allá la línea conciliarista, popular en Alemania, que concedía mayor autoridad a los concilios que al papa: ahora los concilios tampoco significaban nada, porque la relación entre Dios y el cristiano se establecía de modo individual, a través de la libre y personal interpretación de las Escrituras y por medio de la fe, anulando el magisterio de la Iglesia. Solo la fe, don de gracia divina, salvaba al hombre. Como vimos, algunas de estas ideas estaban esbozadas por nominalistas como Occam o Marsilio de Padua en las disputas escolásticas. Para Lutero, el hombre es por naturaleza pecador y corrompido, no puede siquiera apreciar el valor de sus obras piadosas, pues su razón y voluntad están a su vez corrompidas y en cualquier caso no puede penetrar el designio de Dios, solo atenerse a las Escrituras.

¿Cómo puede el hombre saber entonces de su salvación? El tomismo predominante en la Iglesia establecía que junto con la gracia, la razón era un potente medio de comprensión de la voluntad divina y una guía en la práctica religiosa, y que las obras deben acompañar a la fe. Para Lutero, la razón “es la ramera del diablo, que solo calumnia y perjudica las obras de Dios (…) Debería ser pisoteada y destruida, ella y su sabiduría (…) Es y debe ser ahogada en el bautismo”; aunque, de modo contradictorio, sus controversias son un ejercicio agónico de razonamiento. La fe salvadora se manifestaría en el sentimiento personal de unión con Dios, de ser amado por Dios. Contra Erasmo decía: “¿Quién creerá, preguntas, que Dios le ama? Te respondo: ningún hombre lo creerá ni podrá creerlo [por la razón]; los elegidos empero lo creerán, los demás perecerán sin creer, entre reproches y blasfemias, como haces tú aquí”; “Nuestra salvación está fuera del alcance de nuestras propias fuerzas e intenciones y depende de la obra de Dios exclusivamente. ¿No sigue de ahí claramente que, cuando Dios no está presente en nosotros con su obra, todo lo que hacemos es malo y necesariamente sin ningún provecho para nuestra salvación?”; “Si Dios obra en nosotros, entonces nuestra voluntad, cambiada y suavemente tocada por el hálito del Espíritu de Dios, nuevamente quiere y obra [el bien] por pura disposición, propensión, y en forma espontánea”. Las obras humanas, por tanto, no tenían utilidad para la salvación.

En ese contexto cobran sentido frases como "El cristianismo consiste en un continuo ejercicio en el sentimiento de no estar en pecado, aunque peques, porque tus pecados recaen sobre Cristo”. O bien: “Peca y peca fuertemente, pero confíate a Cristo y goza en él con mayor intensidad, porque Él vence al pecado y la muerte. Mientras estemos en la tierra tendremos que pecar, porque en esta vida no habita la justicia, pero esperamos, como dice Pedro, unos cielos y una tierra nuevos donde more la justicia. Basta con reconocer al Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo, y de Él no nos apartará el pecado, aun si fornicamos y asesinamos miles de veces en un solo día”.

Esta posición destruía el libre albedrío, un punto crucial, sobre todo desde santo Tomás de Aquino, en la doctrina católica, como base de la ética y la responsabilidad personal. Para Lutero, solo Dios sabía y decidía desde la eternidad quiénes iban a salvarse o a condenarse. El individuo era libre de interpretar a su gusto las Escrituras pero, paradójicamente, estaba determinado y nada podía hacer contra ese hecho. Esa posición le enfrentó a Erasmo, el cual había sido su amigo y, en parte, inspirador, pero que no quería romper con Roma, sino arbitrar entre las dos posiciones y conciliarlas, pero iba a encontrarse sentado entre dos sillas, acusado de incoherencia desde las dos partes. Contra las tesis de Lutero escribió el tratado De libero arbitrio: si, según Lutero, el hombre no precisa la Iglesia ni órganos intermedios entre él y Dios, y puede interpretar la Biblia como único sacerdote de sí mismo, ¿cómo se concilia esta supuesta libertad con su total incapacidad de elección moral? Para Erasmo, el hombre puede superar realmente las consecuencias del pecado original ayudado por la gracia, la voluntad y la razón: todas ellas concuerdan al mismo objetivo. La libre voluntad no queda impedida por el hecho de que los designios de Dios sean en gran parte oscuros para la mente humana. Si Jesús llora por una Jerusalén que le rechaza, e invita a los judíos a seguirle, es porque reconoce el libre arbitrio; y si al hombre, según Lutero, no le es posible aceptar ni rechazar la gracia divina, ¿qué sentido tiene hablar de recompensa, castigo y obediencia, como hacen continuamente las Escrituras?

A esto replicó Lutero con De servo arbitrio (“Sobre el arbitrio esclavo”): la presciencia de Dios no deja lugar a la contingencia: “Todo cuanto hacemos, todo cuanto sucede, aunque nos parezca ocurrir mutablemente y que podría ocurrir también de otra forma, de hecho ocurre por necesidad, sin alternativa e inmutablemente, si nos referimos a la voluntad de Dios. Pues la voluntad de Dios es eficaz, y no puede ser impedida”. “El destino puede más que todos los esfuerzos humanos”. “Si esto se pasa por alto, no puede haber fe ni ningún culto a Dios”. “El hombre no posee un libre albedrío, sino que es un cautivo, un sometido y siervo ya sea de la voluntad de Dios, o la de Satanás”. “El libre albedrío es nada”. Y si el hombre no es libre, no es responsable de sus obras, que nada valen ni cuentan para su salvación a los ojos de Dios. Lo que cuenta es la gracia manifiesta en el sentimiento personal de la fe. Posición contraria también a la convicción clasicista o humanista del hombre como artífice de su destino.

El movimiento luterano, comienzo del protestantismo, excluyó la idea de los santos, las imágenes y la preeminencia de la Virgen María como intercesora, tradicional en el catolicismo, suprimió los sacramentos a excepción del bautismo y la eucaristía, y los votos monásticos (Lutero se exclaustró y se casó con una ex monja) y el celibato eclesiástico: el sacerdocio tradicional era sustituido por “pastores” elegidos por las comunidades y con limitada capacidad orientativa. Para dar impulso a su movimiento, Lutero tradujo la Biblia al alemán, lo que, gracias a la imprenta, le dio la mayor difusión, y con el mismo fin estableció la misa en dicho idioma.
Comparado con el cisma que había originado la Iglesia u ortodoxa a comienzos de la Edad de Asentamiento, el cisma protestante era mucho más radical. Aunque se presentaba como reforma, era una ruptura revolucionaria con respecto a cuestiones esenciales, dogmáticas, litúrgicas, y de procedimiento. Podría considerarse una nueva religión, salvo por la común inspiración en Cristo y los Evangelios.

En el pasado, otras rebeliones dogmáticas habían sido disueltas o aplastadas con bastante facilidad por el poder del Papado y el de los reyes, pero en esta ocasión no fue así. Lutero fue protegido por diversos príncipes alemanes (según los católicos, lo hacían para apoderarse impunemente de los bienes eclesiásticos), y llegaría a formarse una poderosa alianza de ellos (la Liga de Smalkalda, de 1532) para afrontar por las armas a los católicos; el emperador Carlos no pudo dedicar todo su esfuerzo a la lucha contra los protestantes, por tener que atender a las guerras con Francia y al peligro turco; la nueva doctrina llegaba a muchas personas por la libertad que otorgaba para interpretar la Biblia y para prescindir de las imposiciones de un clero en buena parte corrompido y escandaloso; además daba pie a un sentimiento nacional alemán opuesto al poder latino de Roma. Por su impacto espiritual y material, el protestantismo se convertiría en unos años en una realidad social expansiva por todo el norte de Europa.
Por ello Lutero fue acusado de propiciar el motín y la disgregación de la cristiandad, como le decía Erasmo. Lo cual no le arredraba, pues invocaba en su defensa los Evangelios: “No he venido a traer la paz, sino la espada”; “He venido a echar fuego en la tierra”; “Lee en los Hechos de los Apóstoles los efectos en el mundo de la palabra de Pablo (por no hablar de los demás apóstoles), cómo él solo excita a gentiles y judíos o, como decían entonces sus mismos enemigos, "trastorna el mundo entero”. “El mundo y su dios no pueden ni quieren tolerar la palabra del Dios verdadero, y el Dios verdadero no quiere ni puede callar. Y si estos dos Dioses están en guerra el uno con el otro, ¿qué otra cosa puede producirse en el mundo entero sino tumulto? Querer aplacar estos tumultos no es otra cosa que querer abolir la palabra de Dios e impedir su predicación”. Esta actitud contrariaba el anhelo de paz entre cristianos, sentido por Erasmo, Vives y tantos otros, a quienes advertía “No ves que estos tumultos y facciones infestan el mundo de acuerdo con el plan y la obra de Dios, y temes que el cielo se venga abajo; en cambio yo, a Dios gracias, entiendo las cosas correctamente, porque preveo tumultos mayores en el futuro, comparados con los cuales los de ahora semejan el susurro de una ligera brisa o el quedo murmullo del agua”. El emperador Carlos había declarado: “Me arrepiento de haber tardado tanto en adoptar medidas contra él”.

Esta resolución no dejó de flaquear en ocasiones, dados ciertos efectos indeseados de sus doctrinas: “Cuanto más se avanza, peor se torna el mundo (…). Bastante se ve cómo el pueblo es ahora más avaro, más cruel, más impúdico, más desvergonzado y peor de lo que era bajo el papismo”. No obstante, su determinación persistía: “¿Quién se habría puesto a predicar, si hubiéramos previsto que de ello resultarían tantos males, sediciones, escándalos, blasfemias, ingratitudes y perversidades? Pero ya que estamos en ello, hay que tener buen ánimo contra la mala fortuna”.

Uno de los problemas fue, en 1524-5, la revuelta de los campesinos oprimidos por los magnates y que exigían mejoras políticas y económicas, y que encontraron un líder visionario en Thomas Münzer, pastor luterano con ideas propias. Münzer acusó a su maestro de excesiva connivencia con los poderes civiles y propugnaba la destrucción de las jerarquías sociales (“Todos somos hermanos. ¿De dónde vienen entonces la riqueza y la pobreza?”). El movimiento se hizo masivo, mayor que otras revueltas campesinas típicas de los siglos anteriores, y sus reivindicaciones iban desde la abolición de los trabajos no pagados y de la servidumbre a la abolición de la propiedad privada.

Lutero se vio en un dilema, porque muchos campesinos eran seguidores suyos, pero él dependía de la protección de los nobles. Vaciló, pero finalmente lanzó terribles maldiciones contra los rebeldes cuando ya se vislumbraba su derrota. Los campesinos realizaban una “obra diabólica”, traicionaban el juramente de fidelidad y obediencia a sus señores, “matan y saquean y pretenden justificar con el Evangelio tan horrendos crímenes”. “El bautismo no hace libres a los hombres en el cuerpo y la propiedad, sino en el alma, y el Evangelio no manda poner los bienes en común (…) No debe de quedar un demonio en el infierno, sino que todos han entrado en los campesinos”. Por tanto, “deben ser aniquilados, estrangulados, apuñalados en secreto o públicamente, por quien quiera que pueda hacerlo, como se mata a los perros rabiosos, pues nada puede haber más venenoso, dañino y diabólico que un rebelde (…) Quien vacile en hacerlo, peca (…) Por tanto, apreciables señores, matad cuantos campesinos podáis”, “Un príncipe puede ganar el cielo derramando sangre mejor que otros rezando”. El aplastamiento de la rebelión costó un baño de sangre, quizá hasta cien mil muertos.

También consideraba la brujería como una realidad eficaz y promovía la persecución y quema de brujas. Sus diatribas antihebraicas no eran menos radicales en su libro Contra las mentiras de los judíos, y vale la pena exponerlas con alguna extensión, como muestra de un discurso que llegaría hasta hoy. Los judíos, “blasfemos desvergonzados”, injuriaban a Jesús y trataban de prostituta a su madre, “tienen creencias falsas y están poseídos de todos los demonios”, “se vanaglorian de ser los más nobles”, el pueblo elegido por Dios, cuando Dios les ha dado sobradas muestras de su desagrado y castigo: “No han aprendido ninguna lección de sus terribles desdichas durante más de 1.400 años de exilio”. Ello probaba su contumacia, de modo que “No me propongo convertir a los judíos, porque eso es imposible”, son “engendros de víboras, hijos del demonio, el cristiano no tiene enemigo más enconado y mortificante que el judío”. “Se quejan de estar cautivos entre nosotros, pero nadie los retiene, pueden irse cuando quieran. Ellos, archiladrones, nos tienen cautivos con su usura”. “Si tuvieran el poder de hacernos lo que nosotros podemos hacerles a ellos, ninguno de nosotros viviría más de una hora”. Por lo tanto proponía quemar sus sinagogas, quitarles todos sus libros religiosos, prohibirles bajo pena de muerte alabar a Dios o invocar su nombre, pues en sus labios es blasfemia: “Nadie sea piadoso y amable en lo que a esto respecta, pues está en juego el honor de Dios y la salvación de todos nosotros, incluyendo la salvación de los judíos”.

Pero, ¿qué sucedería si se aplicasen estos castigos? Que los hebreos seguirían en las mismas, secretamente, de modo que el obstáculo debía salvarse así: “Si queremos lavarnos las manos de la blasfemia judía y no vernos alcanzados por su culpa, debemos alejarlos, expulsarlos de nuestro país. Pero como se resisten a marchar, negarán todo descaradamente y ofrecerán dinero al gobierno (…) un dinero maldito, que nos fue robado terriblemente por medio de la usura”. Lutero creía en las historias de secuestro y tortura de niños y envenenamiento de pozos por los judíos, crímenes merecedores de la hoguera. “Aconsejo que se les prohíba la usura y se les quiete todo el dinero y las riquezas en plata y oro”. “Sometedlos a trabajo forzado, tratadlos con rigor, como hizo Moisés en el desierto matando a tres mil de ellos para que no pereciera el pueblo entero (…) Si esto no basta, tendremos que expulsarlos como perros rabiosos”.

Las cuestiones planteadas por Lutero giran en torno a la salvación, expresión, a su vez, de una ansiedad propia de la psique humana desde la noche de los tiempos, expuesta de forma peculiar en el cristianismo. El mundo, lleno de placeres y de penalidades que fácilmente se transforman los unos en los otros, parece arbitrario e injusto, falto de sentido, “un laberinto de errores” como decía Pleberio, y el bien y el mal se confunden. Una posibilidad racional sería considerar el mundo radicalmente injusto, por lo que el restablecimiento de la justicia exigiría otro mundo en el cual los malvados tendrían el castigo, y los buenos la recompensa que el mundo les negaba. Dado el conjunto de sus puntos de vista, la salvación o condena estaba predestinada y solo Dios podía saber quiénes se salvarían. Un punto de vista arduo de conciliar con la necesidad de predicar el Evangelio, y radicalmente angustioso. Calvino, discípulo de Lutero, encontró cierta salida al señalar unos indicios que permitían al individuo creer en su pertenencia al grupo de los justos: una vida austera y piadosa, y el éxito en las empresas económicas u otras, permitirían intuir en esta vida la salvación en la otra. El calvinismo ofrecía así un consuelo que le ganó gran popularidad y expansión por varios países europeos, en disidencia con el luteranismo puro.

Una dificultad de la nueva doctrina la expuso el propio Lutero con sarcasmo: de pronto resultaba que nobles, ciudadanos y campesinos “entienden el Evangelio mejor que yo o San Pablo; ahora son sabios…”. “Algunos enseñan que Cristo no es Dios, otros enseñan esto y aquellos lo otro (…) Ningún patán es tan rudo como cuando tiene sueños y fantasías, cree haber sido inspirado por el Espíritu Santo y ser un profeta”.

Pero, llevada la teoría a sus consecuencias lógicas, las interpretaciones bíblicas de cualquier patán valían tanto como las del mismo Lutero, pues bastaba que fueran sentidas con sinceridad, y ¿quién podría decidir si lo eran o no? Por eso las tendencias disgregadoras en el protestantismo fueron siempre muy potentes, y de ahí las polémicas en las que el esfuerzo de la denostada razón jugaba el papel determinante; y de ahí los organismos e inquisiciones contra los disidentes, para evitar la disolución general.
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