domingo, 28 de octubre de 2012

666 es el número de la Bestia y del Anticristo: Vladimir Soliviev y el Apocalípsis de San Juan (610)

Apocalipsis 13
1 Entonces vi que emergía del mar una Bestia con siete cabezas y diez cuernos. En cada cuerno tenía una diadema, y sobre sus cabezas había leyendas con nombres blasfemos.

2 Parecía una pantera, pero tenía las patas como las de un oso y la boca como la de un león. El Dragón le cedió su poder y su trono con un inmenso imperio.

3 Una de sus cabezas parecía herida de muerte, pero su llaga mortal ya estaba cicatrizada. Toda la tierra, maravillada, siguió a la Bestia,

4 y todos adoraron al Dragón porque él le había cedido el poder, y también adoraron a la Bestia, diciendo: «¿Quién se le puede igualar y quién puede luchar contra ella?».

5 Y se permitió a la Bestia proferir palabras altaneras y blasfemias; y se le dio poder para actuar durante cuarenta y dos meses.

6 Ella abrió la boca para maldecir a Dios y blasfemar contra su Nombre y su Santuario, y contra los habitantes del cielo.

7 También le fue permitido combatir contra los santos hasta vencerlos, y se le dio poder sobre toda familia, pueblo, lengua y nación.

8 Y la adoraron todos los habitantes de la tierra cuyos nombres no figuran, desde la creación del mundo, en el Libro de la Vida del Cordero que ha sido inmolado.

9 ¡El que pueda entender, que entienda!

10 El que tenga que ir a la cárcel, irá a la cárcel; y el que tenga que morir por la espada, morirá por la espada. En esto se pondrá a prueba la perseverancia y la fe de los santos.
11 En seguida vi surgir de la tierra otra Bestia que tenía dos cuernos como los de un cordero, pero hablaba como un dragón.

12 Esta Bestia ejercía todo el poder de la primera y estaba a su servicio; y logró que la tierra y sus habitantes adoraran a la primera Bestia, a aquella cuya llaga mortal se había cicatrizado.

13 También realizaba grandes prodigios, llegando a hacer descender fuego del cielo sobre la tierra a la vista de todos.

14 Y por los prodigios que realizaba al servicio de la primera Bestia, sedujo a los habitantes de la tierra para que fabricaran una imagen en honor de aquella que fue herida por la espada y sobrevivió.

15 También se le permitió dar vida a la imagen de la Bestia, para hacerla hablar y dar muerte a todos aquellos que no adoran su imagen.

16 Así consiguió que todos –pequeños y grandes, ricos y pobres, libres y esclavos– se dejaran poner una marca en su mano derecha o sobre su frente,

17 de manera que nadie podía comprar o vender, si no llevaba marcado el nombre de la Bestia o la cifra que corresponde a su nombre.

18 Para esto se precisa sutileza. El que tenga inteligencia calcule la cifra de la Bestia,
porque es una cifra humana: 666.


Vladimir Soloviev
Relato sobre el Anticristo
(3 septiembre 2012) 

¡Panmongolismo!
Aunque es un concepto salvaje, su sonido me acaricia
como si presagiara un gran destino "pleno de lo divino"

La Dama: ¿De dónde proviene este epígrafe?
El Señor Z: Creo que ha sido compuesto por el mismo autor del relato.
La Dama: Pues bien, léalo.
El Señor Z: (lee) - El siglo XX después de Cristo fue la época de las últimas grandes guerras internacionales y decisivas revoluciones. La más grande de estas guerras exteriores tuvo como causa remota el movimiento intelectual surgido en Japón hacia fines del siglo XIX con el nombre de pan-mongolismo. Los japoneses, buenos imitadores, asimilaron con sorprendente rapidez y éxito las formas sustanciales de la cultura europea, apropiándose también de algunas ideas europeas de orden inferior.

Habiendo conocido a través de periódicos y manuales de historia la existencia en Occidente del pan-helenismo, pan-germanismo, pan-eslavismo, pan-islamismo, proclamaron la gran idea del pan-mongolismo —unificación de todos los pueblos del Asia oriental bajo su liderazgo, con el objetivo de llevar adelante una guerra decisiva contra los extranjeros, es decir, contra los europeos—.

Aprovechando que a comienzos del siglo XX Europa se encontraba ocupada en la última y decisiva batalla contra el mundo musulmán, se aprestaron a realizar su gran plan: primero la ocupación de Corea, luego Pekín, donde, con la ayuda del partido progresista chino, depusieron a la antigua dinastía Manchú, sustituyéndola por la japonesa. A esta última los conservadores chinos también se adaptaron fácilmente, comprendiendo que entre dos males es mejor escoger el menor, pues después de todo, los japoneses eran sus hermanos. Por lo demás, la independencia estatal de la antigua China no tenía la fuerza para sostenerse por sí misma y la sumisión a los europeos o a los japoneses se tornaba inevitable.

Posteriormente se vio con claridad que el dominio de los japoneses, aunque suprimiera las estructuras externas del gobierno chino —que para entonces se mostraban absolutamente inútiles— no interferiría en los asuntos internos de la vida nacional. En cambio, la ocupación de potencias europeas con gusto habría apoyado por razones políticas a los misioneros cristianos, amenazando los profundos principios espirituales de China.

El antiguo odio nacional entre chinos y japoneses surgió cuando ni unos ni otros conocían a los europeos. Sin embargo frente a estos últimos la mutua enemistad entre dos naciones similares se tornaba una guerra civil sin sentido. Los europeos aparecían como extranjeros, enemigos radicales, y su predominio no prometía en lo absoluto algo que pudiera incrementar el amor a la propia raza, mientras que en manos de los japoneses, los chinos veían más atractivo el pan-mongolismo, que al mismo tiempo se tornaba más justificable ante sus ojos que la triste e inevitable realidad de la europeización.

“Comprendan, obstinados hermanos” —terqueaban los japoneses— “que de estos perros occidentales buscamos solamente sus armas, no por simpatía hacia ellos, sino tan sólo para golpearlos con ellas. Si os unís a nosotros y aceptáis nuestra orientación práctica, seremos capaces no sólo de expulsar a los demonios blancos de nuestra Asia, sino también de conquistar sus propios países y establecer un verdadero Imperio Medio sobre todo el mundo. Es legítimo vuestro orgullo nacional y el desprecio hacia los europeos, pero estos sentimientos deben ser nutridos no sólo con sueños ilusorios, sino con una acción apropiada. En esto os hemos superado y debemos mostraros los caminos de nuestros intereses comunes. Como podéis ver, son pocas las ganancias obtenidas a través de una política autosuficiente y desconfiada hacia nosotros, vuestros amigos naturales y protectores. Poco faltó para que Rusia e Inglaterra, Alemania y Francia nos dividiesen sin dejarnos ni los restos de nuestro territorio. Todas vuestras empresas de tigres solamente han mostrado la impotencia del último coletazo de la serpiente”.

La sensatez china encontró este argumento razonable, estableciéndose así firmemente la dinastía japonesa. Su primer cometido fue evidentemente la creación de una flota y un poderoso ejército. Gran parte de las fuerzas militares japonesas fueron trasladadas a China, donde sirvieron de núcleo al nuevo y colosal ejército. Los oficiales japoneses que dominaban el idioma chino, demostraron tener mayor eficiencia como instructores que los europeos, mientras que la inmensa población de China con Manchuria, Mongolia y Tibet, proveyó un beneficioso potencial de guerra.

Ya el primer Bogdijan1 de la dinastía japonesa probó exitosamente el poder del nuevo imperio expulsando a los franceses de Tonkín y Siam, a los ingleses de Burma y anexando toda Indochina al Imperio Medio. Su sucesor, el segundo emperador, de origen chino por parte de madre, unía en sí la astucia y la determinación china con la energía, agilidad e iniciativa japonesas. Éste movilizó hasta el Turquestán chino un ejército de cuatro millones de hombres y mientras que Tzun-Li-Jamin comunicaba confidencialmente al embajador ruso que este ejército estaba destinado a la ocupación de la India, el Bogdijan invadía nuestra Asia central. Aquí, sublevando a toda la población, cruzó rápidamente los Urales, ocupando con sus soldados la Rusia oriental y central. Entre tanto, las tropas rusas se movilizaron rápidamente, con contingentes venidos de Polonia y Lituania, Kiev y Volinia, Petersburgo y Finlandia.

Ante la ausencia de una estrategia militar y la superioridad numérica de los enemigos, las fuerzas rusas tan sólo pudieron replegarse con honor. La rapidez de la agresión no les dio tiempo para la necesaria concentración de fuerzas y así numerosas tropas, una tras otra, fueron aniquiladas en desesperadas y encarnizadas batallas. Los mongoles lograron esta victoria a un precio muy alto, pero con la ocupación de todas las líneas ferroviarias del Asia recuperaron fácilmente sus pérdidas. Mientras tanto, dos cuerpos del ejército ruso compuestos por doscientos mil hombres, concentrados desde tiempo atrás en la frontera con Manchuria, hicieron un fallido intento invadiendo el bien defendido territorio chino.

 Después de dejar parte de sus fuerzas restantes en Rusia con el objetivo de impedir la formación de un nuevo ejército en el país y también para expulsar las numerosas guerrillas, el Bogdijan cruzó las fronteras alemanas con tres divisiones del ejército. Por su parte, los alemanes tuvieron suficiente tiempo para prepararse y las tropas mongolas se encontraron con una poderosa defensa.

Paralelamente en Francia el partido nacionalista tomó el poder y prontamente movilizó millones de bayonetas al lugar del conflicto. Puesto entre la espada y la pared, el ejército alemán se vio obligado a aceptar los términos de paz ofrecidos por el Bogdijan. Los entusiastas franceses, que simpatizaban con la raza amarilla, se expandieron por Alemania perdiendo pronto todo sentido de disciplina militar. El Bogdijan ordenó a su ejercito eliminar a los aliados considerados inútiles, orden que fue ejecutada con el esmero y la precisión propia de los chinos. Simultáneamente, en París se dio la insurrección de los trabajadores sans patrie2 y la capital universal de la cultura occidental abrió sus puertas con júbilo al Señor del Oriente.

El Bogdijan se dirigió hacia Boloña, donde escoltado por una flota venida del Pacífico, preparó rápidamente las naves que llevarían a su ejército hasta Gran Bretaña. Como el emperador estaba necesitado de fondos, los ingleses lograron comprar su libertad con un millón de libras esterlinas. En el transcurso de un año todas las potencias europeas reconocían su vasallaje al Bogdijan, el cual, dejando en Europa suficientes fuerzas de ocupación, regresó al Oriente para emprender campañas navales contra América y Australia.

Por medio siglo pesa sobre Europa el nuevo yugo mongol. En el aspecto interno, esta época se caracteriza por la mezcla y el intercambio profundo de ideas europeas y orientales, repitiendo en grand3 el antiguo sincretismo alejandrino. En la vida práctica se evidencian tres aspectos como los más representativos: la vasta afluencia en Europa de obreros chinos y japoneses y como consecuencia la agudización del problema económico-social; la prolongación por parte de la clase dirigente de una serie de paliativos para resolver este problema; y, finalmente, la creciente actividad de sociedades internacionales secretas, organizando una gran conspiración pan-europea con el fin de expulsar a los mongoles y restablecer la independencia de Europa. Esta colosal conspiración, apoyada por los gobiernos nacionales, —en la medida en que podían evadir el control de los funcionarios del Bogdijan—, fue preparada hábilmente logrando admirables resultados.

En el momento fijado, se dio inicio al exterminio de los soldados mongoles, el exilio y expulsión de los obreros asiáticos. Unidades secretas de tropas europeas aparecieron repentinamente en diversos lugares, llevándose a cabo una movilización general de acuerdo a una estrategia previamente planificada. El nuevo Bogdijan, nieto del gran conquistador, se trasladó de China a Rusia, donde encontró su numerosa tropa completamente derrotada por el ejército europeo. Las fracciones dispersas regresaron al Asia, y Europa quedó liberada.

Si la sumisión de medio siglo a los bárbaros asiáticos fue causada por la desunión de los estados europeos —ocupados tan sólo en sus propios intereses nacionales— la gran y gloriosa liberación se debió a la organización internacional de las fuerzas unidas de la población europea. Como consecuencia natural de este hecho, la antigua estructura del mundo constituida por estados individuales perdió su vigencia y trascendencia y los últimos restos de las antiguas monarquías desaparecieron poco a poco.

La Europa del siglo XXI aparece como la unión de mayor o menor número de estados democráticos: “La Unión de los Estados de Europa”. El exitoso avance de la cultura, algunas veces interrumpido por la invasión mogólica y la lucha de liberación, retomó nuevamente su curso con rapidez.

Los problemas internos de la conciencia, como las preguntas sobre la vida y la muerte o el destino final del mundo y del hombre, se tornaron más complejos y confusos ante la multiplicidad de investigaciones y descubrimientos fisiológicos y psicológicos, permaneciendo como antes, sin solución. Se hizo patente un importante resultado, aunque de índole negativa: la decisiva caída de la teoría materialista. La concepción del universo como un sistema de átomos en movimiento o de la vida como resultado de la suma mecánica de pequeñísimas y móviles partículas de materia, eran ya totalmente insatisfactorias. La humanidad había superado para siempre este estadio de infancia filosófica.

Se evidenció claramente que había quedado atrás la pueril credulidad de una fe ingenua e inconsciente. Aquellas ideas como “Dios ha creado el mundo de la nada”, dejaron de ser enseñadas en las escuelas primarias. En su lugar, se elaboró un nivel superior común, una visión de estas ideas, ante las cuales no se concede ningún tipo de dogmatismo. Y aunque la mayor parte de las personas pensantes permanecían totalmente incrédulas, los pocos creyentes —por necesidad—, se convirtieron en hombres pensantes, cumpliendo el mandato del apóstol: Sean niños en el corazón, más no en la mente.

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Vivía en aquel tiempo, entre los pocos que aún creían en el espiritualismo, un hombre de dotes excepcionales, muchos lo llamaban  
Superhombre
que estaba lejos de ser niño tanto en la mente como en el corazón. Era todavía joven pero, gracias a su extraordinaria genialidad, a los treinta y tres años alcanzó fama de pensador excepcional, de escritor y reformador social. Consciente de su gran poder espiritual, fue siempre un convencido espiritualista y su clara inteligencia le señaló siempre la verdad de aquello en lo que se debía creer: el bien, Dios, el Mesías. Él creía en esto, pero sólo se amaba a sí mismo. Creía en Dios, pero en lo profundo de su alma, inconsciente e involuntariamente, se prefería a sí mismo.

Creía en el Bien, pero el ojo de la Eternidad que lo ve todo, sabía que este hombre se arrodillaría frente a la potencia del mal apenas ésta lo conquistase; no con el engaño de los sentimientos o de las pasiones bajas, ni tampoco con la seducción de un alto poder, sino tan sólo estimulando su desmesurado amor propio. Por lo demás, este amor propio, no era un instinto inconsciente ni una ambición irracional. Parecía estar lo suficientemente justificado por la extraordinaria genialidad, perfección y nobleza de este gran espiritualista, asceta y filántropo, así como por su elevado desinterés y simpatía hacia aquellos en necesidad.

Estaba de tal modo dotado de dones divinos, que veía en ellos un signo de la benevolencia de lo alto y se consideraba el segundo después de Dios, el hijo único de Dios. En una palabra, él mismo creyó ser lo que Cristo fue en realidad. Pero la consciencia de su alta dignidad no se mostraba en la práctica como una obligación moral hacia Dios y el mundo, sino más bien como un derecho y un privilegio sobre los otros y especialmente sobre Cristo.

Inicialmente no experimentaba hostilidad hacia Jesús. Admitía su divinidad mesiánica y su valor, pero realmente sólo veía en Él a su más grande precursor. El valor moral de Cristo y su absoluta unicidad no estaban al alcance de una mente tan oscurecida por la ambición como la suya. Razonaba así: “Cristo vino antes que yo; yo he venido segundo, pero en el orden del tiempo aquello que viene después es sustancialmente primero. Yo vine último, al final de la historia, por lo cual soy perfecto. Soy el salvador final del mundo y Cristo es mi precursor. Su vocación fue la de anticipar y preparar mi venida”.

Con esta idea, el gran hombre del siglo XXI aplicará a sí mismo todo lo dicho en el Evangelio sobre la segunda venida, comprendiendo que ello se refería no al regreso del mismo Cristo, sino al reemplazo del Cristo precursor con el definitivo, esto es, consigo mismo.

En este estadio “el hombre venidero” se presenta aún con no muchas características originales. Concebía su relación con Cristo del mismo modo como fue, por ejemplo, la de Mahoma: un hombre justo a quien nadie podía reprochar mal alguno.

Justificaba la preferencia egoísta por sí mismo y no por Cristo con el siguiente razonamiento: “Cristo, predicando y practicando en su vida el bien moral fue el reformador de la humanidad, yo en cambio estoy destinado a ser el benefactor de esta misma humanidad, en parte reformada y en parte incorregible. Daré a todos todo cuanto ellos necesiten. Cristo, como moralista, dividió a la humanidad en buenos y malos, pero yo en cambio uniré a todos con los bienes necesarios; tanto para los buenos como para los malos.

Seré el verdadero representante de aquel Dios que hace brillar el sol sobre buenos y malos y hace llover sobre justos e injustos. Cristo trajo la espada y yo traeré la paz. Él amenazó a la tierra con el terrible juicio final pero el último juez seré yo, y mi juicio será no sólo de justicia sino de misericordia. En mi juicio habrá también justicia, pero no será una justicia retributiva sino distributiva. Juzgaré a todos y daré a cada uno según sus necesidades”.

Con esta magnífica disposición, esperaba una clara invitación de Dios a iniciar la obra de la nueva salvación de la humanidad. Aguardaba un signo prodigioso o algún testimonio de ser el hijo mayor, el primogénito predilecto de Dios. Esperaba, cultivando su amor propio, sostenido por la consciencia de sus virtudes y dones sobrehumanos; pues, como se ha mencionado, era un hombre de una moral irreprensible y de una genialidad nada común.

La soberbia de este hombre aguardaba una señal de lo alto para iniciar la salvación de la humanidad, pero no vio signos de ésta. Había cumplido ya los treinta años, y pasaron tres años más. Y he aquí que un pensamiento sobrevino a su mente y un escalofrío le penetró hasta la médula de los huesos: “¿Y si? … Si yo no, sino aquel… galileo. ¿Si él no fuese mi predecesor, sino el verdadero, el primero y el último? En ese caso, Él debería estar vivo… ¿Dónde está? … ¿Qué pasaría si de improviso viene a buscarme… aquí, ahora? … ¿Qué le diré? ¿Me sentiré quizás obligado a inclinarme frente a Él como el más estúpido de los cristianos o como un campesino ruso que masculla sin comprender: ‘Señor Jesucristo, ten piedad de mí pecador?’; o ¿me veré obligado como una anciana polaca a postrarme por tierra ante la Cruz? ¿Yo, el genio brillante, el superhombre? ¡No, nunca!”.

Y así, en vez de sus antiguos razonamientos y su fría reverencia ante Dios y Cristo, una especie de terror nació y creció en su corazón, seguido de una sofocante envidia que consumía todo su ser, y un odio furioso que le cortaba la respiración. “¡Yo, yo, y no Él! Él no está entre los vivos. Él ya no está y no estará. ¡No ha resucitado, no ha resucitado, no ha resucitado de entre los muertos! Se descompone en la tumba, se descompone tanto como el último de los mortales…”.

Con espuma en la boca corre convulsivamente fuera de la casa a través del jardín, internándose por un sendero rocoso en la oscura y silenciosa noche. La furia se calmó y se trocó en desesperación, dura y pesada como las rocas, oscura como aquella noche. Se detuvo frente a un precipicio profundo, desde cuyo borde podía escuchar a lo lejos el vago rumor del riachuelo corriendo entre las piedras. Una angustia insoportable pesaba sobre su corazón. Entonces un pensamiento cruzó por su mente: “¿Debo llamarlo? ¿Preguntarle qué debo hacer?”. Una imagen benigna y triste aparece ante él, de entre las tinieblas. “¡Se compadece de mí… no, nunca! No ha resucitado, no ha resucitado, no ha resucitado”.

Y se lanzó hacia el precipicio. Pero algo firme —¿una columna de agua?— lo sostuvo en el aire. Sintió algo parecido a una descarga eléctrica, y una fuerza desconocida lo empujó hacia atrás. Perdió por un momento la conciencia y cuando volvió en sí, se encontró arrodillado a unos pocos pasos del borde del abismo. Entrevió el contorno de una figura espléndida de luz fulgurante cuyos ojos penetraban su alma con intolerable e intenso resplandor.

Vio estos ojos penetrantes y percibió —no sabiendo realmente si provenía de sí mismo o de fuera— una extraña voz, insensible y sombría, metálica y absolutamente sin alma
Satanás
como si viniese de un fonógrafo. La voz le decía: “Tú eres mi hijo predilecto en quien me complazco. ¿Por qué no me reconoces? ¿Por qué adoras al otro, al malo y a su padre? Yo soy tu dios y tu padre. El otro, el mendigo, el crucificado, es un extraño para mí y para ti. No tengo otro hijo más que tú. Tú eres el único, el unigénito, mi igual. Te amo y no pido nada de ti. Eres perfecto, poderoso y grande. Cumple tu obra en tu nombre y no en el mío. No te tengo envidia, te amo. No quiero nada de ti. Aquél que tú considerabas Dios, demandaba a su Hijo obediencia sin límites, absoluta obediencia —incluso hasta la muerte en cruz— y aún ahí no vino en su ayuda. Yo no pido nada de ti, al contrario te ayudaré. Te ayudaré por ti mismo, por amor a tu dignidad y excelencia, por el puro y desinteresado amor que te tengo. Recibe mi espíritu. Como antes mi espíritu te hizo nacer en perfección, así ahora te hago nacer en poder”.

Ante las palabras de este desconocido, los labios del superhombre se entreabrieron involuntariamente; los dos ojos penetrantes se acercaron a su rostro y sintió una extraña y helada corriente que penetraba la totalidad de su ser. Se percibió con una fuerza inaudita, con un coraje, agilidad y entusiasmo nunca antes vividos. Repentinamente, la luminosa imagen y los dos ojos desaparecieron, y algo elevó al superhombre regresándolo inmediatamente a su propio jardín, a la puerta de entrada de su casa.

Al día siguiente los visitantes del gran hombre, e incluso sus sirvientes, percibieron su particular complexión, como si fuese inspirada. Habrían estado todavía más maravillados si hubiesen visto con qué facilidad y rapidez sobrenatural escribía, encerrado en su estudio, su famosa obra titulada: «El camino abierto a la paz universal y el bienestar».

Los libros precedentes del superhombre y su actividad pública habían encontrado críticos severos, aunque éstos fuesen, en su mayoría, personas de profundas convicciones religiosas y por tanto privadas de cualquier autoridad crítica (nótese que estoy hablando de la venida del Anticristo). Es por ello que las opiniones de estos críticos eran difícilmente escuchadas cuando se referían al “hombre venidero”, opiniones que reconocían en él, de modo inconfundible, la señal de un intenso amor propio y apego a las propias opiniones, y una ausencia total de una verdadera simplicidad, rectitud y bondad de corazón.

Con su nuevo libro conquistó para sí algunos de sus antiguos críticos y enemigos. El libro, escrito después del incidente sobre el precipicio, reveló en él una genialidad sin precedentes. Se trataba de una obra que lo abarcaba todo y resolvía todas las contradicciones. Combinaba un noble respeto por las tradiciones y símbolos antiguos, con un amplio y osado radicalismo en asuntos sociales y cuestiones políticas. Unía en sí una desmesurada libertad de pensamiento, con una profunda comprensión de toda realidad mística; un absoluto individualismo, con un celo ardiente por el bien común; el más elevado idealismo en los principios orientadores, con las soluciones prácticas más precisas y concretas. Fue unido con tal arte que cualquier pensador u hombre de acción podía fácilmente ver y aceptar el todo enteramente desde su punto de vista particular, sin sacrificar nada de la verdad en sí misma, sin necesidad de trascender el propio yo por ella o renunciar de hecho a su exclusivismo, sin corregir sus errados puntos de vista y aspiraciones o intentar suplir las propias insuficiencias.

Este maravilloso libro fue inmediatamente traducido a las lenguas de las naciones más desarrolladas y también a las de algunas menos avanzadas. Durante todo un año miles de periódicos en todas partes del mundo se vieron abarrotados de avisos publicitarios y de elogios por parte de los críticos. Millones de ejemplares con el retrato del autor fueron vendidos en ediciones económicas y todo el mundo civilizado —que en aquella época comprendía casi todo el globo terráqueo— se llenó de la gloria del hombre incomparable, ¡el grande, el único! Nadie podía alzar objeción alguna contra este libro ya que era aceptado unánimemente como revelación de la verdad total. Todo el pasado era juzgado con ecuanimidad, cada aspecto del presente tratado con imparcialidad y el próspero futuro —aquel del cual tenemos necesidad— era descrito de una manera tan convincente y tangible que cualquiera podía decir: “Esto es lo que queremos; estamos frente a un ideal que no es utopía, ante un plan que no es un artificio”.

El prodigioso escritor no sólo impresionó a todos, sino que agradaba a todos, de tal modo que se cumplieron las palabras de Cristo: “He venido en el nombre del Padre y no me han recibido: otro vendrá en su propio nombre y vosotros lo aceptaréis”5. En efecto, para ser aceptado se necesita ser agradable.

Es verdad que algunas personas piadosas, si bien aprobaron el libro con entusiasmo, se preguntaban una y otra vez por qué en el libro no era mencionado ni una sola vez el nombre de Cristo. Pero otros cristianos replicaron: “¡Alabado sea Dios! En siglos pasados lo sacro ha sufrido tanto a mano de todo tipo de desconocidos fanáticos, que hoy en día un escritor religioso serio debe ser muy cuidadoso. Si el libro está imbuido con el verdadero espíritu cristiano de un amor activo y de una benevolencia que todo lo abarca, ¿qué más quieren?”. Todos asintieron.

Poco tiempo después de la publicación del libro «El camino abierto…», que hizo del autor el más popular y brillante escritor sobre la faz de la tierra, se sostuvo en Berlín la asamblea internacional constituyente de la «Unión de los Estados de Europa». Esta Unión había sido instituida luego de una serie de guerras internacionales y civiles surgidas después de la liberación del yugo mongol y había alterado de modo considerable el mapa europeo. La Unión estaba ahora ante el peligro no ya de una colisión entre naciones, sino más bien entre partidos políticos y sociales.

Los principales dirigentes de la política europea, pertenecientes a la poderosa hermandad de la 
Masonería
sintieron la necesidad de un poder ejecutivo común. Se lograría así una unidad europea que les permitiría estar en todo momento preparados para hacer frente a nuevas disoluciones. En la unión de consejos o Comité Universal (Comité permanent universel) no se alcanzó la unanimidad debido a que los masones no obtuvieron la totalidad de la representación. Lograda con tanta dificultad la Unión europea, prontamente los miembros independientes del Comité establecieron acuerdos separados, generando con ello el peligro de una nueva guerra. Los "iniciados" decidieron entonces instituir un único poder ejecutivo dotado de adecuados derechos plenipotenciarios.

El candidato principal era un miembro secreto de la orden: “el hombre venidero”. Era la única persona de fama universal. Siendo por profesión docto en la artillería y por sus fuentes de ingreso un potentado capitalista, gozaba de relaciones amistosas tanto en el mundo financiero como en el militar. En tiempos menos favorables se hubiera podido alegar contra él su origen dudoso, rodeado de una densa nube de oscuridad. Su madre, una mujer de mala reputación y conducta deshonesta, era conocida en ambos hemisferios y muchos hombres podían reclamar la paternidad de su hijo, dada su peculiar conducta. Esta situación, por supuesto, carecía de importancia en un siglo tan avanzado al que, por lo demás, le había tocado en suerte ser el último.

"El hombre venidero" fue elegido casi por unanimidad presidente vitalicio de la «Unión de los Estados de Europa». Cuando apareció en el estrado con el fulgurante esplendor de su juvenil perfección y fuerza sobrehumana exponiendo con una inspirada elocuencia su programa universal, cautivó de tal modo a la asamblea, que ésta, fascinada con el encanto de su personalidad, en un arranque de entusiasmo, decidió sin votación alguna ofrecerle el más alto honor nombrándolo Emperador Romano.

El congreso se clausuró en medio de un regocijo generalizado y el gran hombre electo publicó un manifiesto que se iniciaba así: "¡Pueblos de la tierra! ¡Mi paz les doy!" Y concluía diciendo: "¡Pueblos de la tierra! ¡Las promesas se han cumplido! La paz eterna y universal ha sido consolidada. Cualquier intento de perturbarla ahora encontrará una insuperable oposición, porque de ahora en adelante se establece en el mundo un poder central más fuerte que cualquier otro, sea éste individual o todos en conjunto. Este poder invencible y capaz de conquistarlo todo me pertenece a mí, el electo Emperador de Europa y comandante de todas sus fuerzas. El derecho internacional ha establecido finalmente las sanciones ausentes por tanto tiempo. ¡De aquí en adelante, ningún país se atreverá a decir 'Guerra' cuando yo digo 'Paz'! ¡Pueblos de la tierra, paz para ustedes!".

Más allá de los límites de Europa, particularmente en América, se formaron fuertes partidos imperialistas que obligaron a sus gobiernos a unirse a los Estados de Europa bajo la autoridad suprema del Emperador Romano. En territorios ignotos de Asia y África se encontraban todavía algunas tribus independientes y pequeños estados. El Emperador, con un pequeño pero selecto ejército conformado por soldados rusos, alemanes, polacos, húngaros, y regimientos turcos, emprendió una marcha militar desde el Asia Oriental hasta Marruecos y, sin mucho derramamiento de sangre, sometió a todos los estados que aún no se encontraban bajo su mandato. En todos los países de ambos hemisferios instituyó sus propios gobernadores, que fueron escogidos de entre los nobles del lugar que habían recibido una educación europea y le eran fieles. En los países paganos, los pobladores impresionados lo proclamaron su dios supremo.

En el lapso de un año se estableció una monarquía universal en el sentido más propio y exacto de la palabra. Los gérmenes de guerra fueron destruidos desde sus raíces. La Liga de la Paz Universal se reunió por última vez y, dirigiendo un entusiasta elogio al gran pacificador, se disolvió al perder su razón de ser. Iniciado el nuevo año de su reinado, el Emperador universal publicó un segundo manifiesto: "¡Pueblos de la tierra! Os he prometido paz, y os la he dado. Pero la paz es bella solamente si hay prosperidad. Quien en tiempo de paz se ve amenazado por la pobreza no puede ser feliz en medio de la paz. ¡Por tanto, venid ahora a mí todos los que sufren hambre y frío y en mí hallareis comida y calor!".

Después anunció un simple, aunque extenso, programa de reforma social ya desarrollado anteriormente en su libro, el cual, en efecto, cautivó a los espíritus más nobles y sensatos. Ahora que todos los recursos financieros del mundo y extensas propiedades de tierra estaban en sus manos, el emperador se encontraba en la capacidad de llevar a cabo esta reforma y satisfacer los deseos de los pobres sin causar daño a los ricos. Según este plan cada uno recibiría según sus capacidades, y cada capacidad sería retribuida según el propio trabajo y sus resultados.

El nuevo señor del mundo era ante todo un filántropo lleno de compasión, y no tan sólo un filántropo, sino también un filozoísta6. Él mismo era vegetariano, y prohibió la vivisección y sometió los mataderos a una severa vigilancia. Favoreció ampliamente a sociedades protectoras de animales. Por encima de estos detalles, lo más importante, fue el firme establecimiento de la más fundamental forma de igualdad para toda la humanidad: la igualdad de la sociedad universal.

Esto se realizó en el segundo año de su reinado. Los problemas sociales y económicos fueron resueltos de una vez para siempre. Sin embargo, si el alimento es de primera necesidad para los hambrientos, aquellos saciados demandan algo más. Hasta los animales saciados usualmente no sólo quieren dormir sino también jugar. Tanto más la humanidad, que siempre post panem exige circenses7. El Emperador superhombre comprendía aquello que las masas necesitaban.

En aquel tiempo llegó a Roma del lejano oriente, un gran mago rodeado de un halo de extraños acontecimientos y fabulosos relatos. Según rumores que corrían entre los neo-budistas, era de origen divino, hijo del dios del sol del sur y de una ninfa del río. Este mago, de nombre Apolonio, era sin duda un hombre genial. Al ser de procedencia semi-asiática y semi-europea, obispo católico in partibus infidelium8, combinaba en su persona de un modo impresionante el dominio de los últimos descubrimientos y aplicaciones técnicas de la ciencia occidental, con un conocimiento tanto teórico como práctico de lo más significativo del misticismo tradicional oriental. Los resultados de esta combinación eran sorprendentes.

El mago poseía, entre otras cosas, el semi-científico y semi-mágico arte de atraer y dirigir a voluntad la electricidad atmosférica, tanto que el pueblo decía que mandaba al fuego bajar del cielo. Por lo demás, aunque impresionaba la imaginación de las multitudes con inauditos y diversos prodigios, se abstuvo por algún tiempo de abusar del propio poder para fines egoístas. Y así, este hombre se presentó al gran Emperador y lo veneró como al verdadero hijo de dios, anunciando que en los secretos libros del Oriente había encontrado profecías que directamente le concernían revelándolo como el último salvador y juez de la tierra y ofreciéndole luego su arte y sus servicios. El Emperador, fascinado, lo tuvo como don del cielo y concediéndole espléndidos títulos, lo mantuvo en su constante compañía. Los pueblos de la Tierra, habiendo obtenido de su señor los beneficios de la paz universal y alimento en abundancia para todos, adquirieron la posibilidad de gozar de los más inesperados milagros y signos extraordinarios. Terminaba así el tercer año del reinado del superhombre.

Después de resolver felizmente los problemas políticos y sociales se enfrentaba ahora el tema religioso. El Emperador mismo planteó el asunto, sobre todo con relación al cristianismo, que en ese entonces se encontraba disminuido. Era consciente de que no quedaban más de 45 millones de cristianos. Sin embargo, en el aspecto moral, se había vuelto más consistente y había alcanzado un alto nivel, ganando en calidad lo que había perdido en cantidad. Las personas que no estuvieran unidas al cristianismo por algún lazo espiritual no serían contadas entre los cristianos. Las diversas denominaciones habían perdido miembros casi en la misma proporción, de modo que la relación numérica entre ellas era aproximadamente la misma que antes. En cambio, con respecto a sus relaciones recíprocas, aunque no se hubiese dado una completa reconciliación, la hostilidad entre ellos había disminuido considerablemente y las diferencias habían perdido su primigenia aspereza.

El Papado desde tiempo atrás había sido exiliado de Roma, y tras largas peregrinaciones, halló refugio en Petersburgo, bajo la condición de abstenerse de realizar propaganda tanto ahí como en el país. En Rusia el Papado asumió una forma más simple. Sin disminuir el número del personal necesario para los diversos ministerios y oficinas, se vio obligado a infundir a su actividad un carácter más ferviente y a reducir al mínimo los rituales y ceremoniales. Numerosas costumbres curiosas y extrañas, aunque no fueron abolidas formalmente, cayeron en desuso. En todos los demás países, especialmente en América del Norte, la jerarquía católica contaba aún con varios representantes de posición independiente, voluntad tenaz y energía infatigables, que mantuvieron unida a la Iglesia católica preservando así su carácter internacional y cosmopolita.

Los protestantes, con Alemania a la cabeza, especialmente después de la unión de una considerable parte de la Iglesia Anglicana con la Católica, se liberaron de sus tendencias más radicales, y sus más acérrimos defensores cayeron en una indiferencia religiosa o en una incredulidad declaradas. Sólo en la Iglesia Evangélica permanecieron sinceros creyentes. Dirigida por personas con una amplia erudición y con una profunda fe religiosa tendió cada vez más a convertirse en la imagen viva del antiguo cristianismo.

Cuando los eventos políticos cambiaron la posición oficial de la Iglesia, la Iglesia ortodoxa rusa perdió millones de sus falsos y nominales miembros. Sin embargo, tuvo la dicha de verse unida con la mejor parte de los antiguos creyentes y hasta con muchos de los más religiosos sectarios. Esta Iglesia renovada, si bien no crecía numéricamente, lo hizo en fuerza espiritual, manifestándolo particularmente en su lucha con numerosas sectas extremistas que impregnadas de un demoníaco y satánico poder se multiplicaban entre la gente y la sociedad.

Durante los dos primeros años del nuevo reinado, todos los cristianos, asustados y agotados por la serie de revoluciones y guerras precedentes, tuvieron una actitud de decidida simpatía y entusiasmo frente el Emperador y sus pacíficas reformas. Pero en el tercer año, cuando apareció el gran mago, muchos de los ortodoxos, católicos y evangélicos comenzaron a sentirse seriamente insatisfechos e inquietos, desaprobando todas sus acciones y viéndolo con antipatía. Los textos evangélicos y apostólicos que hablan sobre el príncipe de este mundo y el
Anticristo 
fueron leídos con mayor atención y suscitaron comentarios. Por algunos indicios el Emperador sospechó que se avecinaba una gran tormenta y decidió resolver esta situación de inmediato. Al inicio del cuarto año de su reinado dirigió un manifiesto a los fieles cristianos de toda confesión, invitándolos a escoger o nombrar representantes plenipotenciarios para un Concilio Ecuménico bajo su liderazgo.

Para entonces, el Emperador había transferido su residencia de Roma a Jerusalén. Palestina era entonces un estado autónomo, poblado y gobernado principalmente por judíos. Jerusalén pasó de ser una ciudad libre a convertirse en una ciudad imperial. Los lugares santos de los cristianos permanecieron intactos, pero sobre la vasta explanada de Jaram-esh-Sherif, extendida desde Birket-Israin y las barracas por un lado, hasta la mezquita El-Aksa y los “Establos de Salomón” por el otro, se erigió un enorme edificio que incorporaba, además de las dos pequeñas y antiguas mezquitas, un vasto templo “imperial” destinado a la unión de todos los cultos y dos fastuosos palacios imperiales con bibliotecas, museos y lugares especiales para experimentos y prácticas mágicas. En este mitad-templo y mitad-palacio se llevaría a cabo la apertura del Concilio Ecuménico el 14 de setiembre.

Dado que la Iglesia Evangélica no tenía jerarquía en el estricto sentido de la palabra, la jerarquía Católica y la Ortodoxa en conformidad con el deseo expreso del Emperador, decidieron admitir en concilio a un cierto número de laicos reconocidos por su piedad y su devoción hacia los intereses de la Iglesia, dándole así una cierta homogeneidad a la representación de las diversas partes de la cristiandad. Una vez que los laicos fueron admitidos, no estuvo permitido excluir al bajo clero, ni negro ni blanco. De tal modo que el número total de miembros asistentes al Concilio excedió los tres mil, y cerca de medio millón de peregrinos cristianos invadieron Jerusalén y toda Palestina.

Entre los miembros del Concilio, tres personas resaltaron particularmente. En primer lugar el Papa Pedro II, que era por derecho la cabeza de los católicos. Su predecesor murió en camino hacia el Concilio. El cónclave tuvo lugar en Damasco, donde unánimemente fue el elegido el Cardenal Simone Barionini, que tomó el nombre de Pedro. Provenía de una familia humilde de la provincia de Nápoles. Fue altamente reconocido como predicador de una orden llamada carmelita, habiendo obtenido gran éxito en la lucha contra una secta satánica que se estaba expandiendo en Petersburgo y sus alrededores, seduciendo no sólo a ortodoxos sino también a católicos. Fue elegido Arzobispo de Mogoliev y después cardenal predestinado a llevar la Tiara. Tenía cincuenta años, era de estatura mediana y constitución robusta, rostro sonrosado, nariz aguileña y finas cejas. Poseía un temperamento cálido y decidido, y hablaba con fervor y expresivos gestos con los que solía cautivar a su auditorio.

El nuevo Papa desconfiaba del Emperador y mostraba antipatía hacia el señor universal, particularmente después de la muerte del Pontífice, quien cediendo a la insistencia del Emperador nombró cardenal al canciller imperial y gran mago universal, el exótico obispo Apolonio, que Pedro consideraba como un católico dudoso y ciertamente un hombre fraudulento.

El verdadero aunque no oficial líder de los ortodoxos, era el Anciano Juan9, muy conocido entre el pueblo ruso. A pesar de que fuese oficialmente un obispo “retirado”, no vivía en un monasterio y viajaba continuamente. Muchas historias legendarias se escuchaban sobre él. Algunos pensaban que era el resucitado Fiodor Kuzmich, es decir el emperador Alejandro I que había nacido tres siglos antes; otros con mayor audacia garantizaban que se trataba del verdadero Anciano Juan, es decir del apóstol Juan, el Teólogo, quien nunca había muerto y ahora aparecía abiertamente en los últimos tiempos. El Anciano Juan por su parte no comentaba nada sobre su origen y su juventud. Estaba ya viejo pero robusto, de cabellos y barba blancos coloreados con un matiz amarillento y hasta verdoso, alto y delgado, con mejillas llenas y ligeramente sonrosadas, ojos vivaces y una expresión tierna y bondadosa en su rostro y en sus palabras. Usualmente vestía una túnica blanca y una manta.

A cargo de la delegación evangélica del Concilio estaba el docto teólogo alemán Ernst Pauli. Era un anciano enjuto de mediana estatura, con amplia frente, fina nariz y una limpia y rasurada barbilla. Sus ojos brillaban con una mirada fiera y a la vez bondadosa. A cada instante frotaba sus manos, movía la cabeza, fruncía el ceño e insuflaba sus mejillas; y con una mirada centelleante emitía sonidos interrumpidos como: “So! Nun! Ja! So also10!”. Vestía solemnemente corbata blanca y un largo traje decorado con insignias de su orden.

La apertura del Concilio fue imponente. Dos tercios del enorme templo dedicado “a la unificación de todos los cultos” fueron ocupados por sillas y asientos para los delegados del Concilio. El tercio restante por un alto palco donde fue colocado el trono del Emperador y otro un poco más bajo para el mago —cardenal y canciller del Imperio— y detrás de ellos se dispusieron filas de asientos para ministros, dignatarios y jefes de Estado. A los costados se encontraban largas filas de asientos con fin desconocido. En las tribunas se ubicaron varias orquestas, mientras en la plaza contigua se instalaron dos regimientos de Guardias y una batería para las salvas de honor. Cuando el emperador ingresó acompañado del gran Mago y su séquito, las orquestas comenzaron a entonar “La marcha de la unificación de la humanidad” la cual servía de himno imperial internacional. Todos los miembros del Concilio se pusieron de pie y agitando sus sombreros, gritaron tres veces a viva voz: “Vivat, Urrah! Hoch!”11.

El Emperador, permaneciendo de pie junto al trono, abrió sus brazos y con un aire de majestuosa benevolencia pronunció con sonora y grata voz: “Cristianos de todos los credos! ¡Mis queridos súbditos y hermanos! Desde el principio de mi reinado, bendecido por el Altísimo con tan maravillosas y gloriosas obras, nunca me habéis dado motivo de descontento. Habéis siempre cumplido vuestro deber con fe y consciencia.

Pero para mí eso no es suficiente. Mi amor sincero hacia vosotros, hermanos amadísimos, anhela ser correspondido. Desearía que por un sentimiento de amor cordial, más que por sentido del deber, me reconozcáis como vuestro verdadero jefe en cada empresa emprendida por el bien de la humanidad. Por eso ahora, más allá de lo que generalmente hago por todos, quisiera mostraros mi especial benignidad. ¡Cristianos! ¿Qué cosa podré daros? ¿Qué cosa, no como mis súbditos sino como mis correligionarios y hermanos? Cristianos, decidme qué hay de más valioso en el cristianismo, de modo que yo pueda dirigir allí todos mis esfuerzos?”.

Se detuvo por un momento esperando una respuesta. Se escucharon murmullos en el salón. El Papa Pedro, con fervientes gestos comenzó a explicar algo a sus seguidores. El Profesor Pauli movía la cabeza ferozmente y con ira apretaba sus labios. El Anciano Juan, dirigiéndose hacia un obispo oriental y un capuchino, susurraba algo. El Emperador, después de unos minutos de espera, se dirigió de nuevo al Concilio: “Queridos cristianos —dijo— comprendo qué difícil es para vosotros presentar una respuesta directa. Os deseo ayudar también en esto. Desgraciadamente desde tiempos inmemoriales os habéis fraccionado tanto en diversos credos y sectas, que quizás entre vosotros no tenéis casi ya ningún objeto de deseo común. Mas si no estáis en la capacidad de poneros de acuerdo espero conciliaros demostrando a todas vuestras sectas el mismo amor y la misma disposición para satisfacer la verdadera aspiración de cada uno.

¡Queridos cristianos! Sé que para muchos, y no pocos, lo más valioso en el cristianismo es la autoridad espiritual que dais a vuestros representantes legítimos, no para su interés personal, por supuesto, sino para el bien común, ya que su autoridad se basa en el recto ordenamiento espiritual y la disciplina moral, para todos tan necesaria.

¡Queridos hermanos católicos! Comprendo bien vuestro punto de vista y ¡cuánto quisiera basar mi poder imperial sobre la autoridad de vuestra cabeza espiritual! Y para que no creáis que se trata de lisonjas y palabras vanas, por nuestra voluntad soberana, proclamamos solemnemente: que el obispo supremo de todos los católicos, el Papa romano, sea en este instante restituido a su trono de Roma con todos los derechos y las prerrogativas del título y la cátedra que un día le fueron conferidas por nuestros predecesores, comenzando por el emperador Constantino el Grande. Por vuestra parte, hermanos católicos, deseo solamente que me reconozcáis como vuestro único intercesor y protector.

Desearía que los presentes que, en conciencia y de corazón, me reconozcan como tal, vengan a mí —y con la manó señaló los puestos vacíos en su estrado—. Con exclamaciones de alegría —Gratias agimus! Domine! Salvum fac magnum imperatorem!12— casi todos los príncipes de la Iglesia católica, cardenales y obispos, la mayor parte de los fieles laicos y más de la mitad de los monjes subieron al estrado y después de inclinarse humildemente ante el Emperador tomaron asiento. Pero abajo, en medio del Concilio, derecho e inmóvil como una estatua de mármol, permanecía en su lugar el Papa Pedro II. Todos los que antes lo rodeaban se encontraban ahora en el estrado, pero el pequeño grupo de monjes y de laicos que había permanecido en su sitio se conglomeró en torno suyo formando una barrera compacta desde la cual se alzó un murmullo: “Non praevalebunt, non praevalebunt portae inferi”13 .

Mirando con asombro al Papa inmóvil el Emperador volvió a levantar la voz: “¡Queridos hermanos! Yo sé que entre vosotros hay algunos que consideran la sagrada tradición como lo más preciado del cristianismo: los antiguos símbolos, himnos y oraciones, los íconos y las ceremonias litúrgicas. Y en realidad, ¿qué cosa puede ser más valiosa para un alma religiosa? Sabed, mis predilectos, que hoy he firmado el estatuto y he destinado valiosas sumas de dinero para el establecimiento del Museo universal de arqueología cristiana, en vuestra gloriosa ciudad imperial de Constantinopla, para recolectar, estudiar y preservar todos los monumentos de la antigüedad, sobre todo orientales; y os pido elegir mañana entre vosotros una comisión para estudiar conmigo las medidas a tomar, para que de esta manera la vida moderna, la moral y las costumbres, sean organizadas tan pronto sea posible según las tradiciones y las instituciones de la santa Iglesia Ortodoxa.

¡Mis hermanos ortodoxos! Aquellos que se adhieran a mi voluntad y que en conciencia puedan llamarme su verdadero líder y señor, vengan aquí a mi lado”. Y gran parte de la jerarquía del Oriente y Norte, la mitad de los antiguos creyentes y más de la mitad de los sacerdotes, monjes y laicos ortodoxos subieron sobre el estrado con gritos de júbilo, observando de reojo a los católicos que estaban sentados orgullosamente.

Pero el Anciano Juan permaneció inmóvil y suspiró profundamente. Y cuando la gente se fue dispersando en torno a él, abandonó su lugar dirigiéndose al Papa Pedro y su grupo. Los ortodoxos que permanecieron sin subir al estrado, le siguieron.

El Emperador tomó de nuevo la palabra: “¡Mis queridos cristianos! Sé también que entre vosotros existen algunos para quienes lo más preciado en el cristianismo es la convicción personal sobre la verdad y la libre investigación respecto a la Escritura. Conocida mi opinión, no es necesario que me extienda sobre este tema. Quizás sabéis que en mi juventud escribí un voluminoso tratado de crítica bíblica que en su tiempo causó gran revuelo dando inicio a mi popularidad. Presumo que al recordar este hecho la Universidad de Tubinga, hace unos días, me ha pedido aceptar el doctorado en teología honoris causa. He respondido que lo acepto con gusto y gratitud. Y hoy, simultáneamente al decreto de la fundación del Museo de arqueología cristiana, he firmado también aquél para la creación del Instituto mundial de libre investigación sobre la Sagrada Escritura para que puedan ser investigadas desde diversas aproximaciones, así como para el estudio de las ciencias auxiliares, con un balance anual de un millón y medio de marcos. Llamo a aquellos que acepten de corazón mi buena disposición y con sinceridad me reconozcan como su jefe y señor”. Una maravillosa pero casi imperceptible sonrisa se dibujó en los labios del gran hombre. Más de la mitad de los doctos teólogos se encaminaron hacia el estrado. Todos volvieron la mirada al Profesor Pauli, que parecía encontrarse enraizado en su lugar. Bajaba la cabeza, se inclinaba y se contraía. Los sabios teólogos que habían subido al estrado permanecían confusos. Repentinamente, uno de ellos bajó el brazo en señal de renuncia. Saltó directamente junto a la escalera y cojeando, alcanzó al Profesor Pauli y a la minoría que había permanecido con él. Pauli levantó la cabeza, se alzó con un movimiento indeciso, pasó cerca de los lugares vacíos y acompañado de sus fieles correligionarios, fue a sentarse cerca del Anciano Juan y el Papa Pedro con sus respectivos grupos.

La gran mayoría de los miembros del Concilio se encontraba en la plataforma, conformada por la mayor parte de la jerarquía oriental y occidental; en la zona de abajo sólo habían quedado tres pequeños grupos, el uno junto al otro, que se estrechaban alrededor del Anciano Juan, el Papa Pedro y el Profesor Pauli. El Emperador se volvió a ellos con un tono triste: “¿Qué cosa puedo hacer por vosotros? ¡Extraños hombres! ¿Qué cosa queréis vosotros de mí? No lo sé. Decídmelo vosotros mismos, cristianos abandonados por la mayoría de vuestros hermanos y jefes y condenados por el sentimiento popular; ¿qué cosa es para vosotros lo más valioso en el cristianismo?”. Ante esto el Anciano Juan se levantó como una blanca llama y respondió pausadamente: “¡Gran Emperador! Para nosotros lo más precioso en el cristianismo es Cristo mismo. Él mismo, ya que todo viene de Él, porque sabemos que en el Verbo encarnado habita toda la plenitud de la Divinidad. Mi señor, nosotros estaríamos prestos para recibir cualquier regalo vuestro si tan sólo reconociéramos que vuestra generosidad proviene de las benditas manos de Cristo. Nuestra cándida respuesta a su pregunta sobre qué puede hacer por nosotros es ésta: confiese ahora y delante de nosotros que Jesucristo es el Hijo de Dios, que se ha hecho carne, que resucitó de entre los muertos y regresará nuevamente; confiese su nombre y nosotros lo recibiremos con amor como precursor de su Segunda Venida gloriosa”. El Anciano concluyó sus palabras y fijó sus ojos en el rostro del Emperador. Un terrible cambio se produjo en él, algo demoniaco lo estremeció como en aquella noche fatal, perdiendo inmediatamente el dominio interior. Concentró todos sus pensamientos para no perder el propio control y no revelarse a sí mismo antes de tiempo. Realizó un esfuerzo sobrehumano para no lanzarse con furia sobre el Anciano Juan y morderlo con los dientes. De pronto, escuchó una voz familiar: “¡Estáte tranquilo y no temas nada! ¡Silencio!”. Mientras el Anciano Juan continuaba hablando, el gran mago, envuelto en un amplio manto a tres colores que cubría bien la púrpura cardenalicia, parecía manipular algo escondido. Sus ojos fijos centelleaban y sus labios se movían levemente. A través de las ventanas abiertas del templo se divisaba una inmensa nube negra que comenzaba a cubrir el cielo. Pronto, reinó la oscuridad. El Anciano Juan, atónito y asustado, miraba fijamente al silencioso Emperador. Súbitamente, retrocedió aterrorizado y con voz trémula y entrecortada gritó a los suyos: “¡Hijitos!
Es el Anticristo
Se escuchó el estrépito de un trueno potente y al mismo tiempo, una enorme bola de fuego iluminó el templo y embistió al Anciano. Por un segundo todos quedaron estupefactos y paralizados y cuando los cristianos ensordecidos volvieron en sí, el Anciano Juan yacía muerto.

El Emperador, pálido pero sereno, se dirigió a la asamblea: “Habéis visto el juicio de Dios. Nunca me sirvo de la muerte para vengarme, pero mi padre ha usado este medio en favor de su hijo predilecto. El caso está cerrado. ¿Quién osaría oponerse al todopoderoso? ¡Secretarios! Escribid: 'El Concilio Ecuménico de todos los cristianos ha visto caer fuego del cielo para demoler al absurdo opositor de la divina majestad; unánimemente reconoce al gran Emperador de Roma y del mundo como su supremo guía y jefe’”. Repentinamente, resonó una voz potente y con gran claridad se extendió por todo el templo: “Contradicitur”14. El Papa Pedro II, con el rostro encendido y temblando de cólera, alzó su báculo contra el Emperador diciendo: “Nuestro único Señor es Jesucristo, el Hijo de Dios vivo. Y en cuanto a quién eres tú, acabas de escucharlo. ¡Apártate de nosotros, oh Caín fratricida! ¡Apártate pronto, vaso diabólico! Por la autoridad de Cristo, yo, el siervo de los siervos de Cristo, por siempre te expulso de nuestra grey y como un vil perro te envío a tu padre
Satanás
 ¡Anatema, anatema, anatema!”. Mientras el Papa decía estas palabras, el gran mago se movía sin descanso bajo su manto. Retumbó un trueno más estrepitoso que el último “anatema”, y el último papa cayó por tierra, exánime. “¡Así mueren todos mis enemigos por el brazo de mi padre!”, exclamó el Emperador; “Pereant, pereant”15 gritaron temblorosamente los príncipes de la Iglesia. El Emperador, apoyado en el brazo del gran mago, salió lentamente por la puerta trasera de la plataforma seguido de toda su corte y una gran muchedumbre. En la sala yacían los dos cadáveres y permanecían media docena de cristianos temblando de miedo. El único que no perdió el control de sí mismo fue el Profesor Pauli; el pánico generalizado pareció enaltecer en él todas las cualidades de su espíritu. Incluso su apariencia cambió, asumiendo un aire majestuoso e inspirado. Con paso decidido subió al estrado y se sentó sobre uno de los escaños previamente ocupado por algún oficial del estado, y comenzó a escribir en una hoja de papel. Al terminar se levantó leyendo en alta voz: “¡A la gloria de nuestro único Salvador Jesucristo! El Concilio Ecuménico de las iglesias de Dios, reunido en Jerusalén, está convencido y reconoce: puesto que nuestro beatísimo hermano Juan, representante de la cristiandad oriental, ha denunciado al gran impostor y enemigo de Dios, señalándolo como el verdadero Anticristo, anunciado por las Sagradas Escrituras; y puesto que nuestro beatísimo padre Pedro, representante de la cristiandad occidental, con justa excomunión lo ha expulsado para siempre de la Iglesia de Dios, hoy, delante de los cuerpos de estos mártires, testigos de Cristo, este concilio resuelve: romper toda relación con el excomulgado y su asamblea abominable, y dispone marchar al desierto y esperar ahí la inminente venida de nuestro verdadero Señor Jesucristo.” Un gran entusiasmo se apoderó de la gente y se escuchaban voces potentes:"Adveniat, adveniat, cito! Komm, Herr Jesu, komm!"16. ¡El venidero Señor Jesús!

El Profesor Pauli escribió de nuevo y leyó: “Aprobando por unanimidad este primer y último acto del último Concilio Ecuménico, firmamos” e invitó a la asamblea a hacerlo. Todos se apresuraron a subir al estrado a firmar. Por último, él mismo firmó con grandes caracteres góticos: Duorum defunctorum testium locum tenens Ernst Pauli17. “Ahora, vamos con nuestra arca de la última alianza”, dijo refiriéndose a los dos cadáveres. Los cuerpos fueron alzados en camillas. Lentamente, al canto de himnos en latín, alemán y eslavo-eclesiástico, los cristianos se encaminaron a la puerta de Jaram-esh-Sherif.

En este lugar el cortejo fue detenido por uno de los oficiales del Emperador, acompañado por una patrulla de la guardia. Los soldados se alinearon junto a la puerta mientras el oficial leyó lo siguiente: “Por orden de su divina majestad: para instruir al pueblo cristiano y para protegerlo contra hombres malintencionados que fomentan discordias y escándalos, hemos visto necesario disponer que los cuerpos de los dos agitadores, asesinados por el fuego divino, sean expuestos en público en la calle de los cristianos (Haret-en-Nasara) cerca de la entrada al templo principal de esta religión, llamado templo del Sepulcro o templo de la Resurrección, para que así todos puedan persuadirse de la verdad de su muerte. Sus seguidores obstinados, que con malicia rechazan todos nuestros beneficios e insensatamente cierran los ojos a los patentes signos de Dios mismo, quedan liberados de la merecida muerte, mediante el fuego del cielo, gracias a nuestra misericordia y a nuestra intercesión ante nuestro padre celestial, y reciben completa libertad con la única prohibición por el bien común, de vivir en las ciudades u otros lugares poblados, a fin de que no turben o seduzcan con sus malvadas invenciones a la gente simple e inocente.” Al terminar de leer, ocho soldados, a la señal del oficial, se acercaron a las camillas y alzaron los cuerpos.

“Sí, hagamos como está escrito” dijo el Profesor Pauli y en silencio, los cristianos entregaron las camillas a los soldados, quienes se las llevaron cruzando la puerta del noroeste. Los cristianos en cambio, salieron por la puerta del noreste y rápidamente dejaron la ciudad pasando junto al monte de los Olivos en dirección a Jericó, por el sendero ya liberado de la multitud por los gendarmes y por dos regimientos de caballería. Decidieron esperar algunos días sobre las colinas desiertas vecinas a Jericó. A la mañana siguiente, de Israel vinieron cristianos conocidos y contaron lo sucedido en Sión.

Después del banquete de la Corte, todos los miembros del Concilio fueron invitados a la gran sala del trono (cercana al lugar donde supuestamente se hallaba el trono de Salomón). El Emperador, volviéndose a los jerarcas católicos, dijo que el bien de la Iglesia requería que ellos eligieran prontamente un digno sucesor del Apóstol Pedro; que, dadas las circunstancias, la elección debía ser sumaria; que la presencia del Emperador, como jefe y representante de todo el mundo cristiano, supliría ampliamente las omisiones en el ritual; y que, a nombre de todos los cristianos, sugería al Sacro Colegio nombrar a su bienamado amigo y hermano Apolonio, de modo que los íntimos lazos que lo ligaban a él facilitarían la unión firme e indisoluble entre la Iglesia y el Estado para beneficio de ambos. El Sacro Colegio se retiró para el cónclave en un recinto especial y después de una hora y media regresó con el nuevo Papa Apolonio.

Mientras la elección tenía lugar, el Emperador intentaba con palabras gentiles, sagaces y elocuentes, persuadir a los delegados de los Ortodoxos y de los Evangélicos para poner fin a sus viejas divergencias, considerando la nueva gran era que estaba abriéndose en la historia de la cristiandad. Dio su palabra de honor asegurando que Apolonio sabría poner fin para siempre a los abusos históricos del poder papal. Los delegados de los protestantes y ortodoxos, persuadidos por las palabras del emperador, redactaron un acta de unión de las Iglesias y cuando, entre aclamaciones gozosas, Apolonio apareció sobre la plataforma con los cardenales, un arzobispo griego y un pastor evangélico, le presentaron el pacto de unión.

“Accipio et approbo et laetificatur cor meum”18, dijo Apolonio firmando el documento. “Soy un ortodoxo y un verdadero evangélico, como soy también un auténtico católico”, añadió intercambiando besos amistosos con el griego y el alemán. Luego, se acercó al Emperador, el cual lo estrechó por algunos minutos entre sus brazos. Mientras tanto, lenguas de fuego revoloteaban en todas las direcciones por el templo y el palacio; se hicieron más grandes y se transformaron en extraños seres luminosos. Flores nunca antes vistas en la tierra caían de lo alto llenando el aire de un perfume desconocido. Seductores sonidos, nunca antes escuchados, que tocaban las profundidades del alma, fluían de lo alto provenientes de instrumentos musicales desconocidos hasta ahora, mientras voces angelicales de cantores invisibles glorificaban al nuevo señor del cielo y de la tierra.

Entretanto se oyó un espantoso estruendo subterráneo en la esquina noroccidental del palacio, bajo el kubbet-el-aruaj, esto es, la cúpula de las almas, donde, según la tradición musulmana, se encontraba el ingreso al infierno. A la invitación del Emperador, la asamblea se movió en aquella dirección, y todos pudieron escuchar claramente innumerables voces, estridentes y penetrantes —seminfantiles, semidiabólicas— que gritaban con fuerza: "¡el tiempo ha llegado, liberadnos!". Pero cuando Apolonio, de rodillas en el suelo, gritó en una lengua desconocida hacia aquellos que estaban bajo tierra, las voces se silenciaron y el estrépito cesó. Mientras todo esto acaecía, una inmensa multitud del pueblo, que venía de todas direcciones, rodeó Jaram-esh-Sherif. Al anochecer, el Emperador junto con el nuevo Papa se asomaron desde el balcón oriental, suscitando “una tormenta de entusiasmo”. El primero, saludó inclinándose graciosamente hacia todas direcciones mientras Apolonio, de unas grandes canastas traídas por los cardenales y diáconos, tomaba y lanzaba al aire espléndidas luces de bengala, cohetes y fuentes de fuego que, encendiéndose al tocar su mano, brillaban como perlas fosforescentes y centelleaban con los colores del arco iris. Al contacto con el suelo se transformaban en hojas de papel de variados colores, con indulgencias plenarias sin condiciones para todos los pecados pasados, presentes y futuros. El entusiasmo popular rebasó todo límite. Es cierto que algunos dijeron haber visto con sus propios ojos las indulgencias transformarse en sapos y serpientes, pero la grandísima mayoría estaba entusiasmada. Las festividades públicas continuaron por algunos días y el nuevo Papa obraba grandes prodigios, tan maravillosos e increíbles que sería inútil enumerarlos.

Durante este tiempo los cristianos, en las colinas desiertas de Jericó, se consagraron a ayunos y oraciones. Al atardecer del cuarto día, el Profesor Pauli y nueve compañeros, se encaminaron hacia Jerusalén cabalgando sobre asnos y tirando de una carreta. Pasando a través de las calles de Jaram-esh-Sheriff hacia Jaret-en-Nasara, llegaron a la entrada del templo de la Resurrección, donde los cuerpos del Papa Pedro y del Anciano Juan yacían sobre el pavimento. Las calles estaban a aquella hora desiertas, puesto que toda la ciudad se había marchado a Jaram-esh-Sherif. Los centinelas estaban profundamente dormidos. El Profesos Pauli y su grupo hallaron los cuerpos incorruptos; aún no se encontraban ni rígidos ni pesados. Los colocaron en camillas y los cubrieron con mantas traídas con este fin, y regresaron por los mismos caminos tortuosos hacia los suyos. Tan pronto depositaron las camillas en tierra, el espíritu de vida retornó a los muertos. Se agitaron, buscando liberarse de las mantas que los cubrían. Con exclamaciones de alegría, todos se apresuraron a ayudarlos, y al instante, los dos resucitados estaban de pie, sanos y salvos.

Entonces, el Anciano Juan dijo: “Hijitos míos, no estamos ya muertos. He aquí lo que ahora quiero deciros. Es tiempo que nosotros cumplamos la última oración de Cristo: que sus discípulos sean uno como ‘Yo soy uno con el Padre’19. Por esta unidad cristiana, hijitos queridos, es necesario que honremos a nuestro querido hermano Pedro y permitamos que, finalmente, pueda ser el pastor de la grey de Cristo. Aquí estoy, hermano”, y abrazó a Pedro. El Profesor Pauli se aproximó a ellos y dijo: “Tu es Petrus. Jetzt ist es ja gründlich erwiesen un ausser jedem Zweifel gesetz”20. Se dirigió hacia el Papa y estrechó calurosamente su mano derecha, dando asimismo la izquierda al Anciano Juan con estas palabras: “So also, Väterchen, nun sind wir ja Eins in Christo”21.Y fue así que tuvo lugar la unión de las iglesias en una noche oscura, en un lugar solitario. Pero la oscuridad se dispersó de improviso por una luz fulgurante. Una gran señal apareció en el cielo: una mujer vestida de sol y con la luna bajo sus pies, y sobre ella una corona de doce estrellas22. El signo permaneció en el mismo lugar por un cierto tiempo y después, silenciosamente, se movió hacia el sur. El Papa Pedro alzó su báculo y exclamó: “¡Esta es nuestra señal! ¡Sigámosla!” Y se encaminó en dirección a la visión —seguido por los dos ancianos y por la multitud de cristianos— hacia el monte de Dios, el Sinaí…

(En este punto el lector se detuvo)

La Dama: Pues bien, ¿por qué no continúa?
El Señor Z: El manuscrito termina aquí. El padre Pansofi no pudo terminar el relato. Ya enfermo, me expresó su deseo de escribir cuanto tenía en mente tan pronto mejorase. Pero no mejoró, y la parte final del relato la llevó consigo a la tumba en el monasterio de Danilov.
La Dama: Pero, ustedes recuerdan lo que les ha narrado; por favor, cuéntennoslo.
El Señor Z: Recuerdo solo las líneas principales. Después que los líderes espirituales y representantes de la cristiandad se refugiaron en el desierto de Arabia, donde multitudes de creyentes fieles a la verdad y provenientes de todas partes del mundo se habían reunido, el nuevo Papa (Apolonio) con sus milagros y prodigios fue capaz de corromper fácilmente a todos los cristianos superficiales que no habían perdido aún la fe en el Anticristo. Él anunció que los poderes de sus llaves habían abierto las puertas del mundo terreno y las del mundo de ultratumba. La comunión entre vivos y muertos, y también entre hombres y demonios, empezó a ser parte de la vida cotidiana y comenzaron a aparecer nuevas y sorprendentes formas de fornicación mística e idolátrica. El Emperador comenzó a sentirse seguro y firme en el plano religioso y, habiéndose rendido a las sugestivas voces insistentes de su padre "secreto", no acababa de declararse a sí mismo la única encarnación de la suprema deidad, cuando inesperadamente un nuevo problema se le presentó: los judíos se alzaron contra él. Esta nación, cuyos miembros alcanzaban para entonces los treinta millones, había participado activamente en la preparación y consolidación del éxito del superhombre en todo el mundo. Cuando el Emperador trasladó su residencia a Jerusalén, divulgando entre los judíos el rumor de que su objetivo principal era erigir a Israel como centro del dominio universal, los judíos lo reconocieron como su Mesías y su exultación y devoción no conocieron límites. Pero de improviso se rebelaron, llenos de indignación y sedientos de venganza. Este cambio, sin duda predicho por las Escrituras y la tradición, fue explicado por el Padre Pansofi en su relato de una manera muy simple y realista. Explicó que los judíos, que consideraban al Emperador un perfecto judío, inesperadamente descubrieron que éste no había sido circuncidado. Aquel día todo Jerusalén, y al día siguiente toda Palestina, estaban amotinadas. La devoción, hasta entonces ilimitada y ferviente hacia el salvador de Israel, el Mesías prometido, se transformó en un odio igualmente ilimitado y ardiente hacia el pérfido timador e insolente impostor.

Todo el poder hebreo se alzó como un solo hombre, y sus enemigos vieron con sorpresa, que el alma de Israel en lo más hondo no vivía sólo de codiciosos cálculos sobre su lucro, sino también del poder de un profundo sentimiento: la esperanza y la fuerza de fe eterna en el Mesías. El Emperador, tomado por sorpresa por una tal rebelión, perdió el control de sí mismo y declaró la pena de muerte para todos los rebeldes, judíos o cristianos. Miles y decenas de miles que no lograron armarse a tiempo fueron masacrados sin piedad. Pero pronto un ejército de judíos, de un millón de hombres, ocupó Jerusalén y encerró al Anticristo en Jaram-esh-Sherif. Éste tenía a su disposición sólo una pequeña guarnición que no podía resistir a tan poderosos enemigos. Con ayuda de las artes mágicas de su papa, el Emperador logró abrirse camino entre las líneas de sus atacantes y, rápidamente, llegó nuevamente hasta Siria con una armada poderosa de diferentes tribus de paganos. Los judíos salieron a buscarlo a pesar de sus pocas esperanzas de éxito en la victoria. Precisamente cuando las vanguardias de ambos ejércitos estaban por encontrarse, estalló un terremoto de intensa violencia. Un enorme volcán, con un cráter gigante, se alzó en medio del Mar Muerto, cerca al lugar donde habían acampado las fuerzas imperiales. Ríos de fuego corrieron hacia un enorme lago incandescente, arrastrando consigo al Emperador mismo y sus innumerables fuerzas, además del papa Apolonio, que siempre estaba junto al Emperador y cuyos poderes mágicos fueron absolutamente inútiles. Mientras tanto, los judíos, espantados y temblorosos, corrieron hacia Jerusalén, clamando por auxilio al Dios de Israel. Al contemplar la Ciudad Santa, un enorme relámpago rasgó el cielo de Oriente a Occidente, y vieron a Cristo descender del cielo en vestiduras reales y con las heridas de los clavos en sus extendidas manos. Al mismo tiempo, una multitud de cristianos, guiados por Pedro, Juan y Pablo, se acercaba desde el Sinaí hacia Sión, mientras de diversos lugares, acudían presurosos aquellos que habían sido injustamente asesinados por el Anticristo, entre los que se encontraban cristianos y judíos. Retornaron a la vida y por miles de años, vivieron y reinaron con Cristo.

El padre Pansofi quería terminar así su relato, cuyo objeto no era la catástrofe del universo sino solamente el fin de nuestra evolución histórica: aparición, apoteosis y destrucción del Anticristo.

El Político: ¿Y creen ustedes que este fin esté ya próximo?
El Señor Z: Bueno, en escena habrá aún bastante de charlas y muecas, pero el drama ya está escrito hasta el final, y ni los actores ni el público pueden cambiar nada de él.
La Dama: Pero, ¿cuál es el significado de este drama? Tampoco entiendo por qué su Anticristo puede odiar tanto a Dios si él mismo no es malo en esencia, sino bueno.
El Señor Z: Ese es el punto. No es malo esencialmente. Ese es el significado del drama. Retiro mis palabras precedentes, que "el Anticristo no puede ser explicado sólo por proverbios"; puede comprendérsele sólo con un proverbio, que por lo demás es simple: "No todo lo que brilla es oro". El esplendor de un bien artificial no tiene valor alguno.
El General: Observen, además, sobre qué cosa cae el telón de este drama histórico: ¡sobre la guerra, sobre el encuentro de dos ejércitos! Nuestra conversación, pues, termina donde comenzó. ¿Qué le parece, príncipe? ¿¡Príncipe!? … ¡Maldición! ¿¡Dónde está el príncipe!?
El Político: ¿Es que acaso no lo vieron? Se fue calladamente en aquel momento patético cuando el Anciano Juan ponía entre la espada y la pared al Anticristo. No quise interrumpir la lectura entonces, y más tarde, lo olvidé.
El General: ¡Dios mío! Se escapó, se escapó por segunda vez. Ha sabido controlarse por un rato, pero no resiste largamente. ¡Oh, Dios mío!. 

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