martes, 12 de marzo de 2013

Familia: Los actos conyugales y el remedio de la concupiscencia (770)


El "remedio de la concupiscencia" 
ha sido considerado durante siglos 
uno de los fines del matrimonio


Desde que en el Concilio Vaticano II se abandonó la teoría de los fines del matrimonio para acoger un planteamiento de carácter personalista, este fin secundario ha quedado muchas veces olvidado en la reflexión teológica acerca del matrimonio.

Antes de iniciar esta reflexión, quizá convenga advertir que una cosa es la verdad -es decir, la realidad de las cosas- y otra la perspectiva desde la que la realidad es contemplada o estudiada. Porque hay quien piensa que la doctrina de los fines del matrimonio era equivocada y que ha sido sustituida de lleno por la perspectiva personalista. Y eso sería un error. Las perspectivas de estudio son siempre parciales, necesariamente parciales: por algo son eso, perspectivas.

¿En qué consistía la perspectiva de los fines del matrimonio? Se consideraba el matrimonio como instituto jurídico natural que cumple unos fines establecidos por su creador, que en este caso es Dios. El matrimonio es un instituto natural ordenado a la familia: su fin primario es la procreación y la educación de la prole. Como fines secundarios cabía distinguir la ayuda mutua de los cónyuges y el remedio de la concupiscencia. Secundarios no significa accidentales ni de poca importancia, sino subordinados al fin principal. La perspectiva de los fines es objetiva y social, es decir, se fija en la importancia del matrimonio para la especie humana y no tanto para la concreta pareja casada.

En cambio, el personalismo contempla el matrimonio desde la perspectiva objetiva y personal, es decir, desde el interior de la relación conyugal misma. El fin principal de la institución es, desde esta perspectiva, la realización de la vocación de los cónyuges. Al entregarse el uno al otro, los esposos cumplen exquisitamente con la llamada norma personalista, en virtud de la cual ninguno de ellos es querido como objeto, instrumento o medio para alcanzar un fin distinto y exterior, sino que es amado por sí mismo y considerado como un fin. Desde esta perspectiva, es lógico que lo primero que aparece en el orden de la finalidad sea el bien de los cónyuges y sólo después se advierta la ordenación a los hijos y a la sociedad. "Este vínculo sagrado, en atención tanto de los esposos y de la prole como de la sociedad, no depende de la decisión humana" (Gaudium et Spes, 48).

Me parece necesario repetir que las dos perspectivas son compatibles e incluso necesarias. Es cierto que durante siglos existió sólo una perspectiva de estudio -la objetiva y social- y que hubo graves errores en la comprensión del matrimonio. La perspectiva personalista era una necesidad imperiosa para corregir las consecuencias de esos errores. Sin embargo, hoy nos encontramos quizá con el peligro contrario: el de radicalizar la perspectiva personalista, olvidándonos de las enseñanzas firmes ya adquiridas gracias a la perspectiva institucional.

La mentalidad contraceptiva ha supuesto un verdadero cáncer de la familia. Y muchas veces ha encontrado defensores en teóricos del personalismo que han confundido el cambio de perspectiva como una aceptación del relativismo ético y del individualismo antropológico. El matrimonio siempre ha estado ordenado a la familia y los actos conyugales gozan de unos significados propios que a nadie le es lícito separar: el significado unitivo y el procreador.

¿Y qué le ocurre al remedio de la concupiscencia? ¿Es posible seguir hablando hoy en día de este tradicional fin del matrimonio, si lo consideramos desde la perspectiva personalista? Pues precisamente esta perspectiva de estudio es la que sitúa "el remedio de la concupiscencia" en sus justos términos. La concupiscencia es, en general, el deseo desordenado de los bienes terrenos. La persona, cuya perfección se realiza plenamente en el don sincero de sí misma a los demás, experimenta el egoísmo que le lleva a buscarse a sí misma y a rehuir el esfuerzo que conlleva la vida ascética. El matrimonio es una vocación que invita a la persona a entregarse a su cónyuge y a los hijos. Esta entrega de la persona facilita la integración de las facultades e impulsos afectivos y sexuales. El matrimonio es un camino de santidad en el que los esposos se santifican recíprocamente en la medida en que viven la entrega y buscan su perfección mutua y el bien de los hijos.

El remedio de la concupiscencia no es un talismán para convertir en lícita una actividad pecaminosa. A veces ha sido presentado así. Durante siglos ha dominado una mentalidad puritana que veía en la sexualidad una realidad dominada por el pecado y en sí misma desordenada, puesto que correspondería a la dimensión animal del ser humano. Mejor le sería a la persona si se abstuviera del matrimonio, pero entonces sucederían dos cosas: en primer lugar, la especie humana desaparecería; después, además, quien así actuase se sentiría abrasado por el fuego de la concupiscencia. De esta manera, el matrimonio ofrecería una salida digna: se puede apagar el deseo sexual con el propio cónyuge para cumplir con el fin primario del matrimonio y sin cometer pecado.

Ésta es una manera equivocada de presentar el fin perfectivo que tiene el matrimonio. Quien se casa responde a una vocación natural del hombre y de la mujer por la que se entregan recíprocamente para constituir una familia. El dinamismo interior el amor conyugal les lleva a vivir en la vida cotidiana esa recíproca entrega del uno para el otro y de ambos con respecto a los hijos. La concupiscencia es vencida de esta manera en la misma fuente del egoísmo: entrega amorosa y concupiscencia son incompatibles. Quien se entrega renuncia a la concupiscencia. Y al revés, cuando los esposos se retraen sobre sí mismos y rehusan entregarse comienzan a secundar los deseos de la concupiscencia que establece entre ellos la separación y la lejanía.

El n. 2346 del Catecismo de la Iglesia Católica enseña que "la caridad es la forma de todas las virtudes. Bajo su influencia, la castidad aparece como una escuela de donación de la persona. El dominio de sí está ordenado al don de sí mismo. La castidad conduce al que la practica a ser ante el prójimo un testigo de la fidelidad y de la ternura de Dios". Son preciosas y sabias palabras.

La posición normal del hombre no es la horizontal. Está llamado a caminar y para eso tiene que ponerse en camino hacia la verdad. Para caminar en la verdad, debe de buscarla: no basta con andar sin rumbo fijo. El matrimonio es un camino de santidad porque ayuda a encontrar la verdad: el hombre, que es la única criatura en la tierra que ha sido querida por sí misma, sólo se encontará a sí mismo mediante el don sincero de sí a los demás (cfr. Gaudium et spes, 24).

Publicado por Joan Carreras (20/2/2013)
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