Infocatólica-Luis Fernando Pérez Bustamante (24/8/2012):
Repasando los titulares de los medios de comunicación religiosos, me he encontrado hoy con un artículo del teólogo José Antonio Pagola titulado “Confianza sí, frivolidad no”. Y hete aquí que comienza bastante bien:
"La sociedad moderna va imponiendo cada vez con más fuerza un estilo de vida marcado por el pragmatismo de lo inmediato. Apenas interesan las grandes cuestiones de la existencia. Ya no tenemos certezas firmes ni convicciones profundas. Poco a poco, nos vamos convirtiendo en seres triviales, cargados de tópicos, sin consistencia interior ni ideales que alienten nuestro vivir diario, más allá del bienestar y la seguridad del momento.
Es muy significativo observar la actitud generalizada de no pocos cristianos ante la cuestión de la “salvación eterna” que tanto preocupaba solo hace pocos años: bastantes la han borrado sin más de su conciencia; algunos, no se sabe bien por qué, se sienten con derecho a un “final feliz”; otros no quieren recordar experiencias religiosas que les han hecho mucho daño".
No está nada mal para venir de un teólogo que en uno de sus libros más populares ha convertido a Cristo en poco más que un profeta (ver arts del P. Iraburu). Precisamente ayer el P. Guillermo Juan Morado reflexionaba en su blog sobre la palabra “salvación”. Y se preguntaba:
"¿Es posible la salvación? ¿Cabe esperarla? ¿Debemos aguardar una vida que sea plenamente vida? Para muchos, la vida cumplida y feliz se circunscribe al horizonte de la historia. La “salvación” sería, entonces, una vida buena, caracterizada por el bienestar, por el disfrute de la salud, de una posición económica desahogada y de una estabilidad emocional".
Obviamente, como señalaba el P. Guillermo, la salvación no es eso, sino:
"El Evangelio abre un panorama más amplio. La salvación del hombre consiste en su apertura a Dios; en la comunión de vida con Él. Esta posibilidad de una existencia nueva es, fundamentalmente, un don de Dios. Un regalo que Dios nos ha hecho enviando a Cristo y haciéndonos partícipes de su Espíritu. La salvación como vida en comunión con Dios se inicia aquí, en la tierra, y encuentra su plenitud en el cielo".
Pagola hace referencia a un pasaje del evangelio de Lucas:
"Un desconocido hace a Jesús una pregunta frecuente en aquella sociedad religiosa: “¿Serán pocos los que se salven?” Jesús no responde directamente a su pregunta. No le interesa especular sobre ese tipo de cuestiones estériles, tan queridas por algunos maestros de la época. Va directamente a lo esencial y decisivo: ¿cómo hemos de actuar para no quedar excluidos de la salvación que Dios ofrece a todos?".
Pues bien, mucho me temo que Jesucristo sí responde directamente a esa pregunta. La respuesta quizás no es tan clara en el evangelio de Lucas como en el pasaje paralelo que aparece en el evangelio de Mateo. Veamos ambos:
"Le dijo uno: Señor, ¿son pocos los que se salvan? El le dijo: “Esforzaos a entrar por la puerta estrecha, porque os digo que muchos serán los que busquen entrar y no podrán” (Lucas 13,23).
"Entrad por la puerta estrecha, porque ancha es la puerta y espaciosa la senda que lleva a la perdición, y son muchos los que por ella entran.¡Qué estrecha es la puerta y qué angosta la senda que lleva a la vida, y cuan pocos los que dan con ella!" (Mateo 7,13-14).
Las palabras de Cristo son una bofetada contundente contra esa buenismo pelagiano que tanto abunda hoy no solo en el mundo sino dentro de la propia Iglesia, por el cual se da por hecho que todo el mundo se va a salvar. No ya la gran mayoría. Eso no basta. Se cree que prácticamente todos se salvan… porque sí, porque eso de la condenación está muy mal visto y no parece concorde con esa imagen de un Dios Papá Noel, bonachón e indiferente ante el pecado que nos están vendiendo.
Mientras la mayoría creen que serán muchos los que se salvan, Cristo advierte de que son más los que andan en el camino de la perdición. Lo cual debería llevarnos a predicar el evangelio de tal manera que la gente reciba la gracia de la conversión. Eso supone alejar cualquier tentación de presentar un evangelio dulcificado, cómodo para los oídos de los incrédulos y de los propios creyentes.
Como dice San Pedro (1ª P 4,17-18):
"Porque ha llegado el tiempo de que comience el juicio por la casa de Dios. Pues si empieza por nosotros, ¿cuál será el fin de los que rehusan obedecer al Evangelio de Dios? Y si el justo a duras penas se salva, ¿qué será del impío y el pecador?"
José Miguel Arraiz nos recordó en su último post una cita magistral de san Pío X, que no puedo resistirme a copiar entera:
"Otra manera de hacer daño es la de quienes hablan de las cosas de la religión como si hubiesen de ser medidas según los cánones y las conveniencias de esta vida que pasa, dando al olvido la vida eterna futura: hablan brillantemente de los beneficios que la religión cristiana ha aportado a la humanidad, pero silencian las obligaciones que impone; pregonan la caridad de Jesucristo nuestro Salvador, pero nada dicen de la justicia. El fruto que esta predicación produce es exiguo, ya que, después de oirla, cualquier profano llega a persuadirse de que, sin necesidad de cambiar de vida, él es un buen cristiano con tal de decir: Creo en Jesucristo.
¿Qué clase de fruto quieren obtener estos predicadores? No tienen ciertamente ningún otro propósito más que el de buscar por todos los medios ganarse adeptos halagándoles los oídos, con tal de ver el templo lleno a rebosar, no les importa que las almas queden vacías. Por eso es por lo que ni mencionan el pecado, los novísimos, ni ninguna otra cosa importante, sino que se quedan sólo en palabras complacientes, con una elocuencia más propia de un arenga profana que de un sermón apostólico y sagrado, para conseguir el clamor y el aplauso; contra estos oradores escribía San Jerónimo:
“Cuando enseñes en la Iglesia, debes provocar no el clamor del pueblo, sino su compunción: las lágrimas de quienes te oigan deben ser tu alabanza” (Ad Nepotiam).
Así también estos discursos se rodean de un cierto aparato escénico, tengan lugar dentro o fuera de un lugar sagrado, y prescinden de todo ambiente de santidad y de eficacia espiritual. De ahí que no lleguen a los oídos del pueblo, y también de muchos del clero, las delicias que brotan de la palabra divina; de ahí el desprecio de las cosas buenas; de ahí el escaso o el nulo aprovechamiento que sacan los que andan en el pecado, pues aunque acudan gustosos a escuchar, sobre todo si se trata de esos temas cien veces seductores, como el progreso de la humanidad, la patria, los más recientes avances de la ciencia, una vez que han aplaudido al perito de turno, salen del templo igual que entraron, como aquellos que se llenaban de admiración, pero no se convertían" (San Pío X, Motu Proprio Sacrorum Antistitum)
Necesitamos predicadores que hagan temblar nuestros corazones. El fuego de Dios a un fuego de amor que consume el pecado en quien obedece al evangelio a la vez que evita caer en el fuego eterno. Ese fuego al que acuden ya sin remedio los que se condenan. Cuanto más optimista sea el mundo respecto a la salvación, más necesidad hay de predicar sobre la posibilidad de la condenación. No tanto para que la gente viva en el temor de condenarse -aunque la atrición no es una plaga sino un instrumento de la gracia- sino para que se suscite en todos la alegría de saberse invitados a librarnos de semejante condena por el sacrificio del Hijo de Dios.
Al fin y al cabo, quien no se siente o se sabe condenado, ¿cómo va a querer salvarse? No robemos al mundo el mensaje claro y rotundo de Cristo. La puerta de la salvación es estrecha y pocos la cruzan. La que conduce a la perdición es amplia y muchos entran por ella. Somos pescadores de hombres. No dejemos que la gente muera predicándoles un evangelio falso.
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