PáginasDigital-Ricardo Benjumea (4/1/2014): El mundo de hoy se parece demasiado a aquella Arcadia feliz de progreso que era la Europa que se despeñó por el precipicio de la I Guerra Mundial, terrible prólogo a un corto siglo XX (1914-1991) que dejó la escalofriante cifra de 190 millones de muertos en conflictos bélicos. La advertencia no es de un telepredicador fanático y alarmista, sino del semanario británico The Economist.
«Pocas veces he vivido un verano tan exuberante, hermoso y casi diría "veraniego"», escribe Stefan Zweig ("El mundo de ayer. Memorias de un europeo". El Acantilado) sobre los días previos a la Gran Guerra. En la pequeña ciudad de Baden, cerca de Viena, «ataviada con ropas claras de verano, alegre y despreocupada, la multitud se agitaba en el parque ante la banda de música. Hacía un tiempo espléndido; el cielo sin nubes se extendía sobre los grandes castaños y era un día para sentirse realmente feliz». Pero «de repente, la música paró en mitad de un compás». La gente y los músicos abandonaron precipitadamente el lugar. Acababa de llegar un comunicado anunciando que el archiduque Francisco Fernando y su esposa «habían caído víctimas de un vil atentado político» en Bosnia.
Sólo unas horas tardó en volver la normalidad. Para ser sinceros, «el heredero del trono nunca había sido un personaje querido». Pero en los días siguientes, según reflejan los periódicos, la tensión diplomática empezó a ir peligrosamente en aumento. Hasta que, de pronto, «en todas las estaciones se habían pegado carteles anunciando la movilización general». Nada hacía presagiar aún la catástrofe que se avecinaba. Al contrario. Las masas estaban entusiasmadas; se palpaba en el ambiente «algo grandioso, arrebatador, incluso cautivador, a lo que era difícil sustraerse... Los extraños se hablaban por la calle, personas que durante años se habían evitado entre sí ahora se daban la mano, por doquier se veían rostros animados. Todos los individuos experimentaron una intensificación de su "yo", ya no eran los seres aislados de antes, sino que se sentían parte de la masa, eran pueblo, y su "yo", que de ordinario pasaba inadvertido, adquiría un sentido ahora. El pequeño funcionario de correos que solía clasificar cartas de la mañana a la noche, de lunes a viernes sin interrupción, el oficinista, el zapatero, a todos ellos de repente se les abría en sus vidas otra posibilidad, más romántica: podían llegar a héroes... Tal vez, empero, intervenía también en aquella embriaguez una fuerza más profunda y misteriosa. Aquella marejada irrumpió en la humanidad tan de repente y con tanta fuerza, que, desbordando la superficie, sacó a flor de piel los impulsos y los instintos más primitivos e inconscientes de la bestia humana: lo que Freud llamó con clarividencia "desgana de cultura", el deseo de evadirse de las leyes y las cláusulas del mundo burgués y liberar los viejos instintos de sangre. Quizás esas fuerzas oscuras también tuvieran algo que ver con la frenética embriaguez en la que todo se había mezclado, espíritu de sacrificio y alcohol, espíritu de aventura y pura credulidad, la vieja magia de las banderas y los discursos patrióticos: la inquietante embriaguez de millones de seres, difícil de describir con palabras, que por un momento dio un fuerte impulso, casi arrebatador, al mayor crimen de nuestra época».
Entre 9 y 10 millones de personas murieron en la I Guerra Mundial, muchas más si se cuentan las muertes que, indirectamente, provocó la guerra, al no afrontarse adecuadamente la gripe de 1918/19. Ni siquiera cupo el consuelo, pretendido por la propaganda, de que aquélla sería "la guerra que acabaría con todas las guerras". Apenas una generación después, 59 millones de personas morían en la II Guerra Mundial. A lo largo de ese trágico siglo, murieron en conflictos bélicos entre 165 y 190 millones de personas.
Muchos no se explican aún cómo pudo desencadenarse una tragedia como la Gran Guerra. Algunos advierten de que la historia bien podría repetirse. "Mirar atrás con miedo", titulaba el semanario británico The Economist el pasado 21 de diciembre uno de sus editoriales. «Mientras el nuevo año se aproximaba hace un siglo, la mayoría de la gente en Occidente miraba a 1914 con optimismo». La guerra era apenas un recuerdo lejano en Europa. «La globalización y las nuevas tecnologías -el teléfono, el barco de vapor, el tren- habían unido al mundo. John Maynar Keyness tiene una magnífica imagen de un londinense de la época, "tomando su té por la mañana en la cama" y haciéndose traer "varios productos de todo el planeta" hasta su puerta, como podría hacer hoy a través de Amazon... Ese londinense bien podría tener junto a su cama una copia del libro "The Great Illusion", de Norman Angell, que exponía el argumento de que las economías de Europa estaban tan integradas que la guerra era impensable». El propio The Economist se ha fustigado a sí mismo en repetidas ocasiones por cómo, hasta la víspera de la Gran Guerra, hizo suya esa tesis con gran ardor y convicción, dando por supuesto que, en la gran era de progreso y libre comercio alcanzada por la humanidad, los conflictos bélicos se habían convertido en cosa del pasado.
«Los paralelismos son inquietantes» con respecto al momento actual, afirma el semanario. «Los Estados Unidos son Gran Bretaña, la superpotencia menguante, incapaz de garantizar la seguridad mundial. Su principal socio comercial, China, es la Alemania de entonces, una nueva potencia económica cargada de indignación nacional, que rápidamente construye su ejército. El moderno Japón es Francia, una aliada de la potencia hegemónica en retirada y una potencia regional declinante». Y el nuevo Sarajevo bien podría encontrarse en Pyongyang, por lo que The Economist aconseja a EE.UU. y a China que empiecen a poner los medios para encauzar pacíficamente el posible estallido de la situación en Corea del Norte. Con todo -afirma la revista-, «la más inquietante similitud entre 1914 y el momento actual es la complacencia. Los hombres de negocios, como entonces, están demasiado ocupados haciendo dinero. Y los políticos siguen jugando con el nacionalismo como hacían hace 100 años».
¿Qué pasó? ¿Qué monstruo salió de la Caja de Pandora en 1914 y no dejó ya de causar muerte y destrucción a lo largo de todo el siglo XX? Niall Ferguson ("The War of the World") hace notar que el período más sangriento de la historia coincide también con el de mayor crecimiento económico: entre 1913 y 1998, el PIB per capita mundial se cuadriplicó en términos reales, y se experimentaron mejoras materiales, sanitarias y alimentarias sin precedentes. Los conflictos estallaron en momentos de bonanza, aunque también en momentos de crisis; la única constante en todo ello es que, con un fuerte aumento del gasto público, el Estado adquirió un protagonismo hasta entonces inédito, tanto para lo bueno (proporcionar a sus habitantes bienestar material), como para lo malo (involucrar a toda la población en tremendas guerras).
La tecnología militar, a su juicio, es una explicación insatisfactoria. Algunas de las peores matanzas, como las de Camboya o África central, se perpetraron con rifles, machetes y cuchillos, no con armamento último modelo. Tampoco sirve cargar la culpa sobre los hombros de tiranos como Hitler, Stalin o Mao, olvidando el detalle nada menor de que hubo millones de personas dispuestas a obedecer a aquellos megalo-maniáticos. En cuanto a la correlación entre democracia y paz, Niall Ferguson muestra que, durante las oleadas democratizadoras de los años 20, 60 y 80, se multiplicaron las guerras civiles, algunas de las cuales se cuentan entre los conflictos más sangrientos del siglo XX. Llegado a este punto, concluye que las explicaciones convencionales para explicar la violencia en el siglo XX son insuficientes.
Con todo, y a pesar de que, en sí mismas, resulten incompletas, al mirar a la Europa que se precipitó hacia las dos guerras mundiales, hay dos grandes causas difíciles de obviar: el papel de las ideologías -básicamente el nacionalismo y el socialismo, o una combinación de ambas, llamadas también "religiones seculares", por cómo llenaron el vacío dejado por la secularización de las sociedades- y la responsabilidad de las élites políticas.
Margaret Macmillan, profesora de Oxford y biznieta de Lloyd George (Primer Ministro británico entre 1916 y 1922), ofrece abundante documentación sobre ese segundo aspecto en su reciente libro "The War that ended Peace". El cóctel explosivo que condujo a la Gran Guerra, a su juicio, no puede explicarse sin las personalidades de un Zar ruso fácilmente manipulable, o de un temperamental y demasiado seguro de sí mismo Jefe del Ejército Austrohúngaro, el conde Franz Conrad von Hötzendorf. Lo cierto es que Europa careció de líderes capaces, y que la situación se les fue a las élites de las manos. Todos pensaron que la situación se mantendría bajo control, como había sucedido con las guerras de los Balcanes de 1912 y 1913. Pero a las imprudencias de los dirigentes de entonces, hay que añadir que se habían despertado entre la población terribles y desconocidos impulsos nacionalistas muy difíciles de manejar. El Kaiser -escribe en su diario un oficial alemán en julio de 1914- intentó dar marcha atrás en el último momento, sin importarle siquiera dejar a Austria en la estacada, pero descubrió que había perdido el control de la situación.
Veinte años después, en 1932, desencantado con el fascismo, el senador y ex ministro italiano Benedetto Croce predice que Europa se encamina hacia un nuevo cataclismo. Entre la Europa alegre y despreocupada que precede a la Primera Guerra Mundial, y la que padece una dura crisis económica y vive «temerosa de que lo peor está aún por llegar», el ateo Croce percibe una clara continuidad, dado que existen «las mismas proclividades y conflictos espirituales, agravadas por la generalizada decadencia intelectual».
El historiador inglés Paul Johnson ("Modern Times. The World From the Twenties to the Nineties") le ha puesto nombre a esa enfermedad del espíritu que hizo posible la era de grandes guerras que sacudió el mundo a lo largo del siglo XX: relativismo moral. El propio Einstein, cuenta, sufrió al pensar que su teoría física de la relatividad era en parte responsable de esa «pandemia social», tanto como por ver cómo sus descubrimientos fueron esenciales para el desarrollo de la bomba atómica.
La muerte de Dios, proclamada en 1886 por Nietzsche, dejó un enorme vacío que llenaron las ideologías, al precio de millones de personas sacrificadas en el altar de estos ídolos paganos. Con el declive del orden espiritual judeo-cristiano, deja de haber una noción de una fuerza externa moderadora, sea una deidad, la ley natural o una moral absoluta, afirma Johnson.
Nadie lo ha descrito mejor que Stefan Zweig. Se alteraron «todos los valores». «Toda una generación de jóvenes había dejado de creer en los padres, en los políticos y en los maestros». Se «volvió la espalda a cualquier tradición». «Las muchachas se hacían cortar el pelo hasta el punto de que, con sus peinados a lo garçon, no se distinguían de los chicos; y los chicos, a su vez, se afeitaban la barba para parecer más femeninos; la homosexualidad y el lesbianismo se convirtieron en una gran moda, no por instinto natural sino como protesta contra las formas tradicionales de amor, legales y normales». En el arte, se impusieron toda suerte de extravagantes experimentos. «Todo lo extravagante e incontrolable vivió una edad de oro: la teosofía, el ocultismo, el espiritismo, la quiromancia, las enseñanzas del yoga, toda forma de estupefacientes...».
¿Tendrá razón The Economist?
¿Son inquietantes los paralelismos?
¿Son inquietantes los paralelismos?