lunes, 26 de julio de 2021

Pío BAROJA: Comunistas, judíos y demás ralea (masones). Prólogo de Ernesto GIMÉNEZ CABALLERO: Genio de ESPAÑA

 COMUNISTAS, JUDÍOS Y DEMÁS RALEA
PÍO BAROJA
1ª ed. 1938-2ª ed. 1939-3ª ed. 1993

Reseñas (no corresponden al libro impreso): Se trata de un libro formado por fragmentos de obras y artículos de Baroja anteriores a 1936 y del tiempo de la propia guerra, en torno exactamente a lo que el título dice. Es libro de bien curiosa historia, que puede resumirse en que José Ruiz Castillo (antiguo director de Biblioteca Nueva) y alguien de la familia del novelista y con su aquiescencia —probablemente su sobrino Julio Caro Baroja— prepararon tal edición, a la que se puso como prólogo un artículo de Giménez Caballero aparecido en 1934 en la revista JONS.

[…] Por lo demás, Baroja es seguramente el escritor español más sepultado en prejuicios, tanto por sus amigos como por sus enemigos. Para los primeros, “don Pío” era un vejete gruñón y cascarrabias, atornillado a una boina, que escribía libros entretenidos, aunque pasados de moda, y vivía en su tonel como un Diógenes moderno.

Entre los segundos, los hay de varias clases: unos son los exquisitos de oficio, como Paco Umbral, que, a falta de un Baudelaire madrileño, da en colocar la pirotecnia de algunos ingenios menores, como Gómez de la Serna, por encima de los que llama “traperos de la literatura”, como Baroja. Otros son los comisarios políticos, como Rodríguez Puértolas, para quienes la única vara de medir a un escritor es su fidelidad a las ideologías de “progreso” y a la causa del proletariado; ya Tierno Galván, en un estudio sobre la Generación del 98, la había considerado sin matices como “precursora del fascismo”, con ese espíritu reduccionista y ventajista que caracteriza a nuestros intelectuales. Los terceros son los gamberros como Gil Bera, cuyo libro no es más que una secuela nacional del grotesco y rentable género americano de las “unauthorized biographies”: hasta el hecho de que Baroja fuese uno de los primeros españoles en operarse de la próstata y sobrevivir a ello le produce una mezcla de hilaridad e indignación (a partir de eso puede juzgarse todo lo demás).

No hay por qué ocultar que Baroja era racista y antisemita, basado en supercherías antropológicas de raíz romántica; homófobo, como la mayoría de sus contemporáneos, que ni siquiera habían pensado en inventar esta palabra; misógino, aunque mucho menos de lo que dicen quienes no le han leído o lo han hecho sin atención e, ideológicamente, lo que García-Posada ha llamado con mucho acierto un “liberal autoritario”. De todas formas, “Comunistas, judíos y demás ralea” no es, como he leído por aquí, un ensayo, sino una recopilación oportunista y capciosa de frases espigadas en la obra de Baroja, siempre sacadas de contexto, que pergeñaron el escritor fascista Giménez Caballero y el editor también fascista Ruiz Castillo; la historia de este libro, que Círculo de Lectores ha decidido incluir en sus “Obras Completas”, a mi entender de manera completamente abusiva, se puede leer en “Los Baroja”, de su sobrino Julio Caro. 

Del anticomunismo de Baroja no cabe dudar, pero tampoco de su repugnancia intelectual, estética y hasta “física” por el fascismo, de la que hay muestras suficientes en sus memorias, sus ensayos y sus artículos periodísticos. Leídas hoy, sus diatribas contra el comunismo no pueden chocar como en los años 60 o 70; ahora ya sabemos lo que había detrás de aquello y las podemos leer con mucha más naturalidad. Algo que no puede extrañar en quien, como reconocen Andrés Trapiello y Antonio Muñoz Molina, fue uno de los españoles más cultos de su tiempo, quien, cuando casi nadie pasaba de París, asomó la boina por tierras tan hiperbóreas como Dinamarca. Leer y entender es algo; Leer y sentir es mucho; Leer y pensar es cuanto puede desearse

PIO BAROJA
EL ETERNO INCONFORMISTA

Prologar una obra de Pío Baroja puede llegar a ser una tarea más o menos fácil o difícil, dependiendo del título elegido; pero prologar la obra que nos ocupa, “Comunistas, judíos y demás ralea”, puede hasta cierto punto llegar a ser un trabajo realmente contencioso. Máxime si tenemos en cuenta que ya fue prologada en su día de estreno —¡Y suficientemente bien prologada por el mismísimo Ernesto Giménez Caballero!—, y resaltando asimismo todos los visos de polémica que levantó en su día no sólo dicho prólogo, sino el propio libro.


Mucho se ha hablado de esta obra aparecida por primera vez en Valladolid el año 1938, en plena guerra civil española, Y una segunda Y última edición, también en Valladolid, pero en 1939. Nunca más se volvió a reeditar, ni siquiera en las “Obras Completas” que la Biblioteca Nueva empezara en 1946. Así pues nos hallamos ante una verdadera primicia, si tenemos en cuenta que han pasado más de 50 años desde esa segunda edición, Y es un texto más que agotado (en las librerías) Y más fresco Y de actualidad que nunca, por su interesante contenido.

El prólogo que hacía de antesala a esta magna obra, 
Y escrito por el celebérrimo Giménez Caballero, 
“Pío Baroja, precursor español del fascismo”, 

Y en él, entre otras muy diversas cosas, afirmaba que Baroja había exaltado el fascismo antes incluso que el propio Mussolini, en su libro “César o Nada”, una de las obras cumbre del escritor vasco. Esta afirmación puede o no ser discutible, pero indudablemente lleva bastante razón, pues en dicha obra se plantean muchas directrices y disyuntivas que enlazarían después en la práctica con el movimiento fascista y por supuesto con el nacional socialismo alemán.

¿Se ha de afirmar por ello que Pío Baroja era un fascista o un nazi? Rotundamente, no. Baroja criticó a Mussolini y a Hitler, más al primero que al segundo, en algunas ocasiones —no muchas, ciertamente—, aunque no criticó directamente al fascismo o al nacionalsocialismo, sino tan sólo veladamente. ¿Dónde está la clave del pensamiento barojiano?

Probablemente estuviera en que él jamás se casó con nadie. Fue el eterno inconformista, el anarquista en su estado más puro, tanto que ni el anarquismo se salvó de sus trasgresiones. Y por ello, no se le puede tachar de ligado a ninguna ideología.

Pero esto tampoco significa que no tuviera las cosas claras sobre temas puntuales, de los cuales nunca tuvo apenas ninguna duda, ya los cuales mantuvo siempre en la picota. De este modo, y si se relee bien su obra completa, veremos concienzudamente visible que hay unos parámetros que va a mantener incólumes, cuales serían, entre otros, su apasionado furor contra el cristianismo (dirigido muy particularmente contra la iglesia católica y los jesuitas), el comunismo (desde sus inicios socialistas con Karl Marx, pasando por la teoría práctica en Rusia), el judaísmo (la única raza con la que sistemáticamente arremete en un porcentaje aproximado de un 85% del total de sus obras) , la democracia, y algún que otro tema en menor porcentaje.

Así que fácilmente es presumible que cuando Giménez Caballero tachara de “precursor del fascismo en España” a Baroja, no andara muy desencaminado. Por cierto que esta afirmación le valió a Baroja una carta enviada por un viejo fascista italiano que se quejaba de que eso no era cierto, y que el fascismo era un invento italiano y a mucha honra.

¿Cómo se gestó “Comunistas, judíos y demás ralea”. Mucha polémica hay también en la creación de la obra, y nadie se pone de acuerdo: todo el mundo le echa la culpa al otro, y nadie quiere acarrear con la paternidad de la idea primaria. Podríamos resumir el planteamiento del problema en cuatro piezas, en cuatro personas que tuvieron que ver con el alumbramiento de esta obra, hija —al parecer— bastarda. En primer lugar el propio escritor Pío Baroja, en un segundo término el mencionado Giménez Caballero, en tercera posición el editor de la obra Ruiz Castillo, y por último el sobrino de Baroja y magistral escritor Julio Caro Baroja.

¿Qué dijo en vida el propio escritor de su propia obra? La verdad es que mucho no dijo, pero tampoco desdijo, y como, parafraseando a Baltasar Gracián, mucho ayuda quien no estorba, y el que calla otorga, podríamos casi afirmar que Baroja nunca en ningún momento renegó de su obra. y es más, Baroja, un año antes de su muerte, en 1955, ya través de dos obras suyas, “paseos de un solitario” y “Aquí París”, habla muy sucintamente de la misma de la siguiente manera: “Con motivo de haberse publicado en Valladolid, zona nacional, un libro mío, en el que mi editor había reunido algunos artículos periodísticos aparecidos hacía tiempo, antes de la guerra, y al que puso el título circunstancial y llamativo de ‘Comunistas, judíos y demás ralea’...”.

¿Qué se puede colegir de ello? Básicamente dos cosas: una, que dieciséis años después de aparecida la obra en cuestión, habla de ella como “un libro mío”, esto es importantísimo, pues reconoce su paternidad íntegramente; y en segundo lugar, “coloca el muerto” de tal gestación al editor Ruiz Castillo. Como vemos, no aparece para nada el nombre de Giménez Caball

La segunda prueba aportada por el propio Baroja en este juicio de valores sobre la obra prologada, la tenemos de nuevo de la mano de don Pío en la segunda obra reseñada, “Aquí París”, donde comenta: “Algunos me achacan como si yo hubiera hecho algo terrible, el que se publicara un libro mío con el título de ‘Comunistas, judíos y demás ralea’, en tiempos de la guerra civil. Este libro no es más que una recopilación de artículos y de trozos de libros míos. El título de la obra es lo que resulta algo detonante, pero no lo puse yo, sino el editor en Valladolid, en 1938”.

De nuevo tenemos aquí que Baroja habla de un libro suyo, y reafirma que tal obra fue una recopilación hecha a cabo por su editor. Retengamos estos datos en la memoria y vayamos por el segundo testigo, el de cargo. Y Así lo nombro pues es el que según la tesis oficialista se ha tragado el mochuelo, y ha cargado con la paternidad de la obra.

Ernesto Giménez Caballero, escritor lúcido y de afilada pluma, era un personaje muy conocido y codiciado en el prefascismo español y en los tiempos primerizos de Falange. Colaboraba con sus artículos en diversas revistas y especialmente en la célebre JONS perteneciente al movimiento susodicho. En esta revista, en el número 8 del año 1933, escribiría un artículo sobre Baroja titulado precisamente “Pío Baroja, precursor español del fascismo, “que no era otra cosa que el celebérrimo ensayo que cinco años más tarde pasaría a ser el prólogo de la obra que nos ocupa.

Tuve la ocasión de visitar en varias ocasiones a Giménez Caballero en su domicilio madrileño, a finales de los 70 y principios de los 80, y recogí de primera mano el testimonio suyo sobre toda la polémica que nos ocupa. Según él, se enteró por terceros que habían visto un libro de Baroja prologado por él, cosa que le dejó asombrado: “Un día, estando yo en Cataluña con la IV División de Navarra, con el General Camilo Alonso, me dijeron que habían visto un libro de Pío Baroja prologado por mí. Yo les dije que no tenía idea de haber prologado ningún libro de Baroja, pero parecía ser que era así. Lo busqué, lo encontré y descubrí que había sido obra de Baroja el poner ese ensayo mío de 1933, sin duda para facilitar la entrada en España con el aval mío...”

Como vemos, aquí hay una segunda versión de los hechos, en los que la gestación de la obra pasa a manos íntegras de Baroja. Giménez Caballero, además, opinaba que mucha de la culpa la tuvo también el sobrino Julio Caro, quien sabedor de la verdad de tal historia, nunca desmintió el hecho, y se calló sobre la tesis oficialista de que era él el culpable de todo aquel embrollo. En un autógrafo que guardo del propio Giménez Caballero, que me hizo en la obra ‘Comunistas, judíos y demás ralea’ en mi propia biblioteca, resume bastante bien su propia y original tesis: “Para Javier Nicolás, este falso prólogo que como tal insertara don Pío y sobrino Julito, como salvoconducto para entrar más fácilmente en la España falangista y que era un estudio mío sobre Baroja del año 34 (sic) en ‘Jons’. Después ese falso prólogo valió para atribuirme a mí el libro y zafarse Julito. Indigno. Giménez Caballero, 1980”.

Ya tenemos más leña para el fuego. Veamos Qué opina el tercer elemento en discordia, el sobrinísimo Julio Caro Baroja. El mantiene que si bien la idea original de hacer el libro fue del editor Ruiz Castillo, la plasmación de la teoría corrió a cargo de Giménez Caballero, quien se encargaría de seleccionar los textos. Esto me lo comentó de “viva voce” el propio Julio Caro, con quien también tuve ocasión de charlar sobre el tema en diversas ocasiones. También me comentó que él —Julio Caro— al enterarse de que se estaba llevando a cabo tal selección pensó “que sería una antología de fragmentos de las obras de mi tío, más o menos patrióticas y nacionalistas, pero nunca me imaginé que sería eso”.

Añadió asimismo que Giménez Caballero se aprovechó de que Baroja estuviera entonces en París y él dio el visto bueno —Julio Caro— a la misma, sin sospechar el contenido real de la misma.

Repasando, sin embargo, las memorias de Julio Caro tituladas “Los Baroja”, podemos allí leer fragmentos interesantes sobre esta polémica. Allí dice que no sabe bien quién hizo la selección del libro, pero que quien lo hiciera escogió lo más desagradable sobre judíos, comunistas, masones, etc.

Con lo cual expurga automáticamente a Giménez Caballero como autor material de los hechos, tal ycomo me afirmara a mí personalmente.

¿Dónde se encuentra la veritas-veritae? Creo que en la última clave, el testigo número cuatro llamado al estrado, el as de la manga del defensor de Baroja, su propio editor, Ruiz Castillo. Este hombre, que iba a editar dicho libro bajo dos nombres editoriales, Ediciones Reconquista y Ediciones Cumbre, va a ser el porteador y portador de la antorcha que nos iluminará en estos oscuros vericuetos de la intrincada historia de este libro, que usted, amable lector, tiene en sus manos.

En primer lugar, y como primera prueba de este último testigo, está una carta del mismísimo Ruiz Castillo que obraba en manos de Giménez Caballero, la cual vi y en la que el mismo le decía que estaba pidiendo libros a todos los escritores españoles, y que ya Baroja le había mandado uno titulado “Comunistas, judíos y demás ralea”. La segunda prueba es otra carta del mismo editor’ Ruiz Castillo, esta vez enviada al propio Baroja, y que transcribo íntegramente: “Mi querido Baroja: ahí va un nuevo título de gran éxito, que se me ha ocurrido después de cerrada mi carta: “Comunistas, judíos y demás ralea”. No se Qué le parecerá. A mí me gusta tanto que, si no le llena del todo, me atrevo a pedirle que transija y me lo apruebe. Creo que da idea del contenido del libro, y que sería difícil encontrar otro más de editorial, más de público. Lo que se dice un hallazgo, y... perdone la inmodestia. Le abraza su siempre amigo, Castillo”.

Bien, creo que con todos estos datos en la mano, podemos ya emitir un juicio bastante certero sobre quién y cómo hizo la obra. Soy de la opinión de que, efectivamente, el editor Ruiz Castillo se encargó de la selección de los textos, que dio cuenta de ello a Julio Caro Baroja ya Pío Baroja, que escogió el prólogo aparecido en JONS de Giménez Caballero sin avisarle antes, y que bautizó el libro de “motu propio”* con nombre tan original, y lo publicó en 1938.

Pues esto que acabo de decir, y que aparentemente parece tan lógico para el que haya seguido mi análisis detalladamente, no es lo que está aceptado oficialmente. Se han escrito varios artículos al respecto, desde uno aparecido en 1974 en “Tiempo de Historia” por un tal Gómez Marín, donde arremete contra Giménez Caballero al que acusa de haber prologado y hecho la selección del libro; pasando por escritores como el americano Peter G. Earle que afirma que Giménez Caballero juntó los peores ensayos barojianos y los publicó estando Baroja en el destierro; y acabando con J. R. Bartrés gran barojiano y editor asimismo, quien en el diario “La Vanguardia” juró solemnemente que Baroja no había compuesto tal libro.

Lo cierto es que —y los hechos son tozudos—, el texto, o mejor dicho, los diferentes textos, son de la pluma de Pío Baroja, esto es indiscutible, y que al margen de quien lo hiciera, aunque yo ya he dado mi particular versión de los hechos, la cuestión es lo que forma el caldo de cultivo de la obra en sí, yeso es incuestionable.

¿De Qué se compone la obra en sí? Ruiz Castillo escogió para la selección de la misma diversos artículos publicados por Baroja en múltiples diarios (recordemos que Pío Baroja colaboró con los periódicos españoles más importantes desde muy temprana edad literaria), Así como de varios libros antológicos como “El Tablado de Arlequín”, “Rapsodias”, su discurso de ingreso en la Real Academia española, novelas como “Aurora Roja” de su trilogía “La Lucha por la vida”, “Los Visionarios” y otras.

Uno podría tender a pensar que si efectivamente, y como nos quiere hacer creer la versión oficialista, Baroja no tuvo nada que ver con esta obra (cosa totalmente falsa como creo hemos visto), hubiera, a partir de la publicación de esa obra, de parar de criticar a toda esa “ralea” de comunistas, judíos, etc... Pero nada más lejos de su intención, ya que fue precisamente en los años 40, con la efervescencia comunista en Rusia, cuando más iba Baroja a arremeter contra todos ycontra todo, hasta el final, hasta en su Última obra “Decadencia de la cortesía y otros ensayos”.

Un crítico literario llamado Eutimio Martin, publicó un artículo sobre nuestra obra en cuestión, en “Tiempo de historia”, donde decía que’ ‘difícilmente Goebbels y Streicher juntos hubieran podido mejorar esta prosa”. Realmente hemos de señalar que Baroja sentía auténtica repulsión por el pueblo judío, a quien siempre hace aparecer como pueblo de granujas, estafadores, ropavejeros, banqueros, usureros, y un etcétera. Y a los comunistas, como verdaderos usurpadores de la clase social, depredadores de la clase obrera y abocados al fracaso desde su mismísimo origen: “Respecto al comunismo, no sólo nunca he sido comunista, sino que he tenido una marcada aversión por esa teoría o sistema”, escribía en 1935. De la democracia decía que estaría bien si existiera, pero que era pura utopía, y que “era la palabra más insulsa que se había inventado. Es como la pirueta del cómico de mi pueblo; la mayoría ni sabemos lo que es democracia ni lo que significa, y sin embargo, nos sugestiona y nos hace efecto.

Y esta es la gran ventaja con la que cuenta este gran escritor y que cautiva a todo el que le lee: su sinceridad, su brutal sinceridad. Como hombre de pueblo, con su sempiterna boina y calzado con zapatillas, Baroja desglosa su prosa con cierta cazurra naturalidad, que desvela una inteligencia superior y una prodigiosa memoria cinética que asombra por la cantidad de datos que aporta en su lectura.

Baroja es el errante individualista que no se encasilla en ningún sitio, pero que encasilla a todo el mundo. Lo destruye todo pero manteniendo una postura clara y concisa. Del tema racial va a desgranar gota a gota todas las tesis que van desfilando a lo largo de la historia, citando y comentando a Vacher de Lapouge, Gobineau, Gunther ya su favorito, Houston Stewart Chamberlain, cuya fundamental obra “Fundamentos del Siglo XIX” tanto le iba a marcar. En sus ensayos y en sus novelas se desarrollarán las teorías de todos estos especialistas por boca de sus personajes, o en la suya propia en artículos de fondo y de interesantísimo contenido. No dejará resquicio sin tocar, desde el arrianismo primitivo, hasta el semitismo bíblico, desde la teoría racial de los cráneos y sus medidas, hasta la genética más complicada. Todos estos temas van a ser
diseccionados por su estilete pluma en forma de bisturí.

La filosofía va a estar omnipresente en su obra, tomando partido especialmente por Nietzsche, a quien va a adorar y del cual va a sustraer mucha de su fobia por el cristianismo, subyacente ya en su memoria genética como buen vasco ancestral. Kant, y Schopenhauer especialmente, van a marcar particularmente su visión del mundo, y la voluntad como forma de ser y de mover la actitud humana, será el norte que guíe espiritualmente el sendero de su vida.

Aborrecerá el psicoanálisis y las teorías de Freud, a quienes acusará como gran fraude de las postrimerías del siglo XIX y alborada del S.XX. Rehuirá del socialismo de Lasalle y de Karl Marx, a quien criticará concienzudamente desde su laboratorio de antiguo médico. Barrerá a la iglesia católica con sus dogmas bíblicos y sus posturas falsamente cristianas. Aunque “per se” no atacará al cristianismo franciscano, sino a la degeneración de los apóstoles de la Iglesia por un lado y al génesis del cristianismo por otro.

A lo largo de su obra, Baroja forjará e impugnará al héroe como hombre libre y liberado de las barreras burguesas y religiosas, en pos del hombre de acción, aventurero, valiente, con coraje, que arrancará el alma de su iniquidad y lo impulsará hacia arriba, siempre elevándose por encima de las miserias de este mundo terrenal.

Así nacerá el personaje barojiano, tan tremendamente nihilista e inconformista a la vez, anarquista pero con ideas del orden cósmico, sentimental pero práctico, romántico pero audaz. Zalacaín, Shanti Andia, Paradox, Aviraneta, Laura, Susana, y tantos otros personajes tan netamente barojianos, que van a destilar el perfume y el sentir de este tan vilipendiado escritor vasco.

Porque han logrado que Baroja sea un autor maldito, mal visto, incómodo, evitado... y por ello ha sufrido un boicot permanente y constante, pero que como otro personaje paralelo y del mismo modo odiado, Ricardo Wagner, ha sabido sobreponerse, y su obra ha superado a la iniquidad, y el gigante ha aplastado al enano, haciendo que su obra sea perenne frente a la caducidad de la humanidad.

Porque Baroja seguirá leyéndose en las escuelas y en las universidades. Porque aunque rebelde, tiene una causa común muy justa y valedera, y la obra de Baroja, sino en su totalidad, sí en una gran parte, está infravalorada y resto desconocida, y sólo colosos como la trilogía “La lucha por la vida”, “El árbol de la ciencia” y algunas novelas de acción son reeditadas, pero yacen en la inopia interesantísimos libros de artículos y ensayos, básicos para entender no sólo períodos de la historia de España como su período isabelino, las guerras carlistas, la época de Primo de Rivera, el reinado de los Alfonsos, la guerra civil, la guerra de Marruecos, la posguerra, etc... sino la historia del pensamiento europeo y mundial.

Y Así obras como “El Tablado de Arlequín”, “Rapsodias”, “Intermedios”, “Camino de perfección”, “César o Nada”, “Divagaciones sobre la cultura”, “Divagaciones apasionadas”, y un largo etcétera, son de difícil lectura, pues no son reeditadas.

En fin, no quisiera extenderme más sobre esta maldición de Judío errante que pesa sobre Pío Baroja, y tan sólo desear que esta obra sirva como acicate para que el interés por este autor sea creciente y no caiga en el olvido. De esta obra “Comunistas, judíos y demás ralea”, existe un resumen publicado en el año 1939 en Buenos Aires, Argentina, de título aún más original: “Los judíos son unos corderos”, de apenas una treintena de páginas, y totalmente inencontrable que opera en mi poder. En él, el prologuista sin firma hace un resumen muy hábil de Pío Baroja, a quien califica de escritor natural, el cual nunca se desdice de la que ha escrito nunca. 

Y esta es la gran enseñanza de Pío Baroja, que en el cambio de marchas de su automóvil, no existe la marcha atrás, y siempre se mantendrá fiel a sus principios, pese a quien pese. Me gustaría acabar este prólogo con un fragmento de Baroja de su obra “Nuevo Tablado de Arlequín”, escrita en 1917, sobre la futilidad de la vida y la esperanza en un mañana, quizás, mejor: “Yo he vacilado muchas veces queriendo resolver, no ya si en el cosmos, sino en el interior del espíritu, es mejor la fuerzaindiferente al dolor o a la piedad. Pensando estoy por la fuerza, y me inclino a creer que el mundoes un circo de atletas, en donde no se debe hacer más que vencer, vencer de cualquier manera”. Así sea. Reseña de JAVIER NICOLÁS  (1993)


PIO BAROJA, PRECURSOR ESPAÑOL DEL FASCISMO
Prólogo de Ernesto Giménez Caballero (1939)

Estoy haciendo un libro sobre “España y Roma” que considero basamental para sentar firmemente el genio de lo español. Nadie se había tomado el trabajo, entre nosotros, de seguir la mirada espiritual de España, a
través de su historia. Y, sin embargo, había gentes que pretendían conocer las intimidades del corazón hispánico. Es como si a un corazón se le quisiese sorprender sin auscultar los ojos que ese corazón hace girar por el espacio, en busca de todo lo que busca un corazón a través de unos ojos; un amor.

¿Cual ha sido el objeto amoroso más insistente y ardiente de España a través de su historia? Ved aquí un tema central y magnífico que no se habían planteado hasta ahora los investigadores del alma española.
Nada más fácil de descubrir. Bastaba —repito— seguir el mirar alucinado de España a través de los siglos: Roma. (Nada, sin embargo, más arduo, más delicado, más útil).

Yo me he tomado esa pena, que ha sido un gozo. Y como todas las penas o esfuerzos que con gozo se hacen, encontré mis hallazgos y revelaciones. Algunas, sensacionales. Por ejemplo, esta que voy a comunicar.
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España nunca dejó de mirar —polarizada— hacia Roma. Bajo los Césares (Séneca, Lucano). Bajo el Cristianismo (Prudencio, San Isidoro, Alfonso X, Berceo, Lulio). Bajo el Renacimiento (Nebrija, Encina, Gil Vicente, Garcilaso, Naharro, Guevara, Hurtado de Mendoza). Bajo la contrarreforma (Loyola, Santa Teresa, Cervantes, Quevedo, Góngora). Sólo bajo la etapa racionalista del XVIII y la liberal del XIX, España da la sensación de volver su insistente mirada, de un modo estrábico, hacia una Europa nórdica y central. Hacia París, Londres, Berlín. Y sin embargo, España no deja de mirar —por eso— al misterio de Roma, alucinante para nuestro genio. En el siglo XVIII, aparte de otros testimonios menos interesantes, están los de Luzán y de Moratín. Y en el XIX, los de Alarcón, Castelar y Pérez Galdós. (Interesantísimo el de Pérez Galdós, quien llega a considerar al liberalismo y la Constitución en Italia como pésimos mecenas, como esterilizadores de la literatura y del arte. ¡Quién lo hubiera pensado que Pérez Galdós pensaba así!).
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Pues bien: en el primer cuarto del siglo XX, la época más alejada, en la España espiritual, de toda atracción romana: la época que alcanza la máxima distanciación del foco estelar de Roma, esa ley románica se da también. Se da, con fatalidad de ley, con sistematización ingénita, con un sentido que —hoy ya— nos hace posible el afirmar el contacto de lo hispano con lo romano, como una “constante histórica”. Y se da, nada menos, que en uno de los índices espirituales, aparentemente más antirromanos, más europeizantes, más de la generación del 98: Pío Baroja.

Yo he descrito en otra parte la característica de ese primer cuarto del siglo XX español. Bajo el influjo del pangermanismo, por un lado; y de las corrientes demoliberales, por otro; “lo mediterráneo”, era algo decadente; “lo latino”, una cursilería. “Roma”, un rincón olvidado, de barbarie y de reacción. Los índices espirituales de esa época —toda la época de anteguerra— sienten la admiración por esa cosa vaga y rústica que llamaban “Europa”. Es decir, por las civilizaciones “modernas” de lo francés, lo inglés y lo alemán.

Era el último estertor romántico de la “España moderna”. La última expresión del “romanticismo español”. Entendiendo por romanticismo, el anhelo hacia lo remoto, lo exótico, lo alógeno, lo lejano a nosotros mismos. Un romanticismo que empezó en el siglo XVIII con el “afrancesamiento”, en costumbres y en literatura. Que en el XIX tomó un sesgo político hacia lo inglés. Y en ese cuarto del siglo XX, un carácter cientifista a lo alemán.

Todos los hombres-índices de tal época se buscaban sus antecedentes rubios, sentimentales, arios, antiafricanos y antirrománicos. Baroja fue uno de los más significativos en esa búsqueda. “¡Archieuropeo, archieuropeo!”, exclamaba en uno de sus libros, queriéndose definir. En otro libro, se complacía de que, en Valladolid, cuando estudiante, le tomasen por extranjero, al ver su pelo rojizo. Baroja se afanó, como ningún otro vasco, en indagar el fondo pagano y antirromano de su raza vasca, de la raza de Jaun de Alzate. A su perro le llamó Thor, como a un dios germánico. Y en las puertas de su casa y en las solapas de su chaqueta, se colgó una svástica, una cruz gamada, mucho antes de que Hitler la hiciese emblema del racismo alemán.

 Hoy esa cruz gamada es el símbolo del país vasco; aparece en insignias, banderas y guías de turismo local. Pío Baroja ha sido, sin duda, uno de sus propagandistas más fervorosos. Y ello hace que el español inocente —por muy antifascista que sea— se encuentre, al llegar al país vasco, bajo el signo del fascio, sin saber ante quien protestar. Pues el fascismo vasco es antifascista. Va contra la unidad española. Esta es una de las tantas y divertidas paradojas del fascismo español. (De “los fascismos españoles”).

¡Pío Baroja, entronizador del sagrado racismo en España, del fascismo alemán! Pero es mucho más  profunda y sustanciosa la otra paradoja del autor de “Paradox”: su exaltación del fascismo romano, esto es, del verdadero Fascismo, antes de que el propio Mussolini lo inventara. Hacia los años 1909 a 1910.
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De toda la obra barojiana, hay un libro que ya desde el primer momento que lo leí —va para bastantes años— me sorprendió, me sacudió vivamente. Para mi gusto, la mejor novela de las de Baroja. Novela con un título obsesionante y misterioso; y que tendría, al cabo del tiempo, una indudable transcendencia: “César o nada”. Esa novela planteó ante la España liberal, modernista, europeizante y parlamentaria de hace veintiocho años, nada menos que estas dos cuestiones alucinantes y sorprendentes: “el Anti-parlamentarismo” y “el Cesarismo” —como solución.

Esta novela, publicada primero en folletines en “El Radical” de Lerroux (1909), es donde, mejor que en ninguna otra española, se describe el parlamentarismo desde dentro, desde un pueblo de Castilla; con sus caciques, su inmundicia, sus tradiciones, su falsedad y sus crímenes. y frente al cual, un oscuro héroe, el protagonista de la novela, lucha cara a cara, soñando en el ideal que Roma la Cesérea y Papal, la de otro español —Borja— le enseñara: ser César o nada.

Ese héroe, antes de lanzarse a la lucha política en el parlamentarismo español, había visitado Roma. Muchas cosas, arbitrarias y magníficas, vio ese héroe en Roma. No es este el momento de analizarlas todas: sino una. Una sola. La fundamental. La que forma la entraña del libro. La que forma toda su profecía. La que descubre “el genio de España” y el porvenir de toda una política futura del mundo europeo: el fascismo.
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Alguien que me lea —quizá el propio Baroja— creerá que estoy hablando en broma. Deformando las cosas y tiñéndolas a mi gusto. Pero el texto está aquí: limpio y poético, como todas las visiones certeras y lunguimirantes. Baroja (es decir, el héroe de la novela) reflexiona ante el máximo fenómeno de las relaciones de España con Roma. (Pag. 175-177, segunda edición de 1920). “Me ha extrañado el paralelismo de la obra de César Borja y de lñigo de Loyola; lo que intentó Pío Baroja, uno en la esfera de la acción lo hizo otro en la esfera del pensamiento. Estas dos figuras españolas gemelas, las dos odiosas para la mayoría, han dado la dirección a la Iglesia; una, impulsándola al poder espiritual, Loyola; otra, al poder temporal, César Borja.

Se puede decir que España dio a la Roma de los Papas el pensamiento y la acción, como a la Roma de los Césares, le dio también, pensamiento y acción, con Séneca y Trajano”. Baroja saca una conclusión decisiva de ese fenómeno hispánico, de esa experiencia retrospectiva. La quiere actualizar, presentir, como si respondiese a una constante histórica, a un genio nacional: “Este brío español que en sus dos impulsos, espiritual y material, dio nuestro país a la Iglesia...debía intentar hoy en beneficio de sí mismo. La obra de España debía ser organizar el individualismo extrarreligioso”.

¿Qué entiende Baroja por “individualismo extrarreligioso”? Pronto veremos la sorpresa: “Somos individualistas —prosigue—. Por eso más que una organización democrática, federalista, necesitaríamos una disciplina férrea, de militares... Planteada esa disciplina, debíamos propagarla por los países afines. La Democracia, la República, el Socialismo, en el fondo no tienen raíz en nuestra tierra. Familias, pueblos, clases, se pueden reunir con un pacto; hombres aislados, como somos nosotros, no se reúnen más que por la disciplina.

Además, nosotros no reconocemos prestigios ni aceptamos con gusto ni rey, ni presidente, ni gran sacerdote, ni gran mago. Lo único que nos convendría es tener un Jefe... El Loyola del individualismo extrarreligioso es lo que necesita España.

Una filosofía fría, realista, basada sobre los hechos. Y una moral basada en la acción.” Este es, sin duda, el primero de los textos fascistas, la primera profecía fascista lanzada en la Europa de hace veinticinco años.
Baroja intuye al fascismo como’ ‘individualismo extrarreligioso”. Y señala sus más firmes características. Disciplina férrea de milicias, al frente de las cuales haya un jefe único. Es decir, un Dictador, el Héroe, el César.

A España —y países afines (sentido imperial, de expansión)— es lo que le conviene. En España no tienen raíces ni la Democracia, ni la República, ni el Socialismo. ¿Cuál ha de ser la filosofía, la doctrina de ese sistema? Una filosofía fría basada en los hechos y una moral basada en la acción. (Es decir, el estoicismo fascista).

¿En Qué antecedentes nacionales, tradicionales, íbamos a apoyar tal política, tal espíritu? Borja el César, y Loyola, el Santo, Séneca el Filósofo y Trajano el Emperador. Hace poco —alguien eminente en Italia— comparó la figura de Mussolini, del Duce del fascismo, con un “Loyola laico”. Baroja ya había previsto esa figura del nuevo tiempo que se avecinaba en Europa. “El Loyola del individualismo extrarreligioso es lo que necesita España”.

Es decir: el caudillo del Contrarreformismo, del Contramarxismo. En una palabra: el Fascismo. La cosa es tan evidente que no se necesita ingenio alguno para justificarla. Se justifica por sí sola, teniendo en cuenta algo de que nadie podrá dudar, ni el propio Baroja: Que el Baroja de 1910 estaba sometido a las mismas corrientes espirituales profundas que estremecían las entrañas de los mejores hombres de la época. O sean: la corriente nietzscheana, que iba a derivar al Cesarismo. (Teoría del Super-Hombre). Y la corriente soreliana, que iba a derivar al Sindicalismo heroico. Baroja expresa en literatura hacia 1910 lo que Mussolini comienza a realizar en la acción, diez años más tarde.

Las cosas no se dan nunca arbitrariamente en la historia. Baroja, Mussolini —entre otros espíritus estremecidos de aquella época— perciben esas ondas nietzscheanas y sorelianas, de modo agudo, el día que se ponen en contacto con Roma. (Mussolini no empezó a realizarse hasta que no descubrió Roma). Lo que en el Duce fue toda una realización, en el héroe de la novela barojiana fue todo un sueño.

El César de Baroja muere asesinado en unas elecciones. No llega a “realizarse”. Pero lo que sí realiza el héroe barojiano es el “tipo”, la “tendencia humana nueva”, “el nuevo hombre europeo” frente al “horno parlamentarius” y al “horno demo—liberalis”.

Me place extraordinariamente haber mostrado este antecedente español —precioso— del auténtico fascismo. Hay gentes en España (académicas y putrefactas) que intentan enlazar la posibilidad de un fascismo español con Cisneros y no sé quién más...

El antecedente inmediato del fascismo está en la corriente nitzscheana y soreliana: en los espíritus llamados entonces “disolventes, anarquistas y radicales”. No en los colaboradores de la Academia Española, de “El Debate”, ni de la “Correspondencia Militar”.

Mientras en España se crea que el fascismo habrá de ser algo de sacristanes, señoritos y aristócratas del viejo tiempo, el fascismo se alejará cada vez más de España. ¡Hay que ir al “Loyola extrarreligioso”!, como dijo ese buen vasco que es Pío Baroja. Inventor de la svástica racista y del Haz romano a la española en milicias férreas, con un Jefe al frente...Con un César. Prólogo de ERNESTO GIMÉNEZ CABALLERO (1939)

EL COMUNISMO, LOS JUDÍOS 
Y OTROS TEMAS DE HOY Y DE AYER
Pío Baroja 1939

I. AMENIDADES COMUNISTAS
Oigo decir a la gente joven que este tiempo nuestro es de los más interesantes de la Historia. A mí, la verdad, no me lo parece. Creo todo lo contrario. El primer tercio del siglo XX lo encuentro pobre y mediocre con relación a la misma época del XIX.

El principio del siglo pasado fue de una brillantez no superada hasta ahora. En la ciencia, en la filosofía, en la literatura y en las artes dio una serie de nombres sonoros que todavía llenan el mundo.

Se piensa en la guerra y surge la figura de Napoleón; en la marina, Nelson; en la pintura, Goya; en la música, Beethoven; en la filosofía, Hégel, Schopenhauer, Schelling; en la literatura, Byrón, Walter Scott, Víctor Hugo, Balzac, Dickens. En la ciencia, una pléyade de iniciadores, de creadores.

Nada hay parecido en nuestros tiempos. La política misma es mediocre en esta época. No hay un TaIleyrand, ni un Metternich, ni un Disraeli. Se nos ha hablado durante mucho tiempo de Rusia como un país de concepciones originales y grandiosas. Pasa el tiempo y no se advierte ni la originalidad, ni la grandiosidad, ni la eficacia. Muchas veces uno supone si la Rusia soviética estará sometida a un régimen de pedantería, inspirado por maestros de escuela.

He leído últimamente algunos folletos en pro y en contra del bolchevismo. No puede uno garantizar la exactitud de los hechos, ni aun siquiera de los textos; para eso habría que saber ruso. Los cuatro artículos primeros fueron publicados antes de la guerra actual, los siguientes han sido escritos después. Leo en uno de los folletos una frase atribuida a Lenin como manifestación de una audacia y de un atrevimiento inauditos.

“En la santa lucha por la revolución social, las mentiras, la impostura hacia la burguesía, los capitalistas y sus Gobiernos son completamente lícitas”. Esto no es muy original. Es la teoría que se ha atribuido a los jesuitas, de que el fin justifica los medios. Eso de la santa lucha es completamente “vieux jeu”. Hay que reconocer que Nietzsche, pobre profesor alemán, hubiera hecho, de proponérselo, una frase más extraordinaria y más altisonante.

Dice también Lenin: “El bolchevismo no es un pensionado de señoritas. Los niños deben asistir a las ejecuciones capitales y regocijarse con la ejecución de los enemigos del proletariado”.

Tampoco me parece esto nada de particular. Es la misma predicación, el mismo consejo de los
terroristas franceses de 1793 de presenciar el funcionamiento de la guillotina. Una frase parecida a las del “Amigo del Pueblo”, de Marat; del “Orador del Pueblo”, de Freron, y de “El Padre Duchesne”, de Hebert.

En el folleto del que copio estos trozos se insertan otros para dar una impresión del terrible cinismo de los bolcheviques. Stalin dice: “Nosotros, comunistas, no reconocemos ninguna ética que pueda poner límites a la libertad de acción de un cuerpo de revolucionarios”.

Ni él ni ninguno de los gobernantes han reconocido esa ética. No la reconoció Napoleón, ni Bismark, ni Cavour, ni Clemenceau. Lo único que hicieron éstos es no confesarlo: al revés, disimularlo, porque eran más hábiles como políticos que el dictador ruso.

Otra cita terrible, según el autor del folleto, es una de Lunacharski, ya muerto: “Nosotros odiamos a los cristianos —dijo este político—. Es preciso considerar a los mejores de entre ellos como nuestros peores enemigos. Predican el amor y la misericordia hacia el prójimo.

Nosotros queremos tener odio. Es necesario que enseñemos el odio, porque a este precio podremos
conquistar el mundo”. Tampoco la frase es muy original. El elogio del odio parece tomado del libro de Zola “Mes haines”.

Evidentemente, entre los bolcheviques no hay ningún escritor que maneje la alta retórica como Nietzsche, ni el sarcasmo y la ironía como Reine, yeso que, por ser la mayoría judíos, podían parecerse en algo a este poeta alemán, que también lo era.

Actualmente se dice en uno de esos folletos que para realizar el orden social comunista puro se ha fundado una ciudad llamada Magnargorsk (la ciudad-imán). Esta ciudad pasa por ser el ideal de las concepciones soviéticas. Está bajo el protectorado del Comisario de Cultos, cosa un tanto paradójica, porque las religiones están absolutamente proscritas en ella y no parece que haya cultos.

No son aceptados en la ciudad más que los hombres y las mujeres que se han comprometido a vivir bajo los principios del colectivismo comunista más rígido. El pueblo cuenta ya con cincuenta mil almas, dicho sin ofender a nadie, porque esto de almas debe sonar allí mal.

Las casas no tienen habitaciones familiares, sino salas para la vida colectiva, dormitorios comunes, cuartos de baño comunes, cocinas comunes, y no se llega a las camas comunes, pero quizás se llegue dentro de poco.

A mí, como viejo individualista, todo esto me parece bastante baladí. Está en contra de la naturaleza del hombre. Cuando se construye un hotel pobre o rico en Inglaterra o en Marruecos, en el Norte o en el Sur, no se ponen los cuartos separados e individuales y el comedor y el salón colectivos por un capricho, sino porque este es el gusto general. Solamente cuando hay una necesidad perentoria —la guerra, la miseria, la epidemia— se llega a aceptar el dormitorio común. A la persona que está sana le agrada comer, tomar café, leer los periódicos, ver una función de teatro entre gente; en cambio, no le agrada acostarse cerca de otros. Esto le da la impresión de cuartel, de hospital, de cosa triste y lamentable.

Probablemente a nadie le gustaría, aunque tuviera medios para ello, ver una función de teatro solo, porque el público forma parte del espectáculo. En cambio, muy poca gente iría a acostarse a un dormitorio común si pudiera ir a otro particular. Al hombre, aun al más despreocupado y cínico, no le parece bien presentarse en estado de naturaleza ante los demás. A la mujer, menos. No se muestra un eczema o un lobanillo como una flor; ni se exhibe un parche poroso o un braguero como el Toisón de oro.

En la nueva ciudad rusa, en la ciudad-imán, no existe la familia. Las palabras padre, madre, hijo, hija, hermano y hermana están prohibidas. Como consecuencia natural, el incesto se permite. Los hijos se llevan a establecimientos comunistas de educación hasta los dieciséis años, en que, sin duda, ya pueden comenzar a padrear.

Esto, que los fundadores de la ciudad-imán han creído, sin duda, muy moderno, es muy antiguo; es la vida del clan primitivo. Es también el régimen de los indios del Paraguay, establecido por los jesuitas. En la ciudad-imán, en vez de tocar la campana para marcar las faenas del día el reverendo padre o el fámulo jesuítico, la tocará un judío discípulo de Karl Marx.

A mí este régimen me recuerda una novela de Pigault-Lebrun que leí de estudiante, que no sé en francés como se llama, pero que en castellano tiene el título de “Monjas y corsarios”. Tendría gracia que los bolcheviques, a fuerza de sociología y de pedantería, resultasen discípulos de Pigault-Lebrun y de Paul de Kock.

En la ciudad-imán, según las pragmáticas de la urbe, la mujer que tenga un hijo no irá a verle al establecimiento, sección de párvulos o de adolescentes, letra A o letra B, ni estará autorizada a mirarle con más interés que a los del vecino.

A mí me sigue pareciendo todo ello completamente baladí. Puede suceder, y en la realidad se dan muchos casos, que la mujer no se ocupe gran cosa del padre de su hijo; puede suceder también que el hombre mire a su pareja y a su vástago con perfecta indiferencia; pero que la madre no se ocupe de su hijo es más raro. El hecho del interés maternal no lo han inventado los reyes, ni la Iglesia, ni la sociedad capitalista, ni la Compañía de Jesús, sino que es instintivo, y se da con tanta fuerza en la mujer como en la hembra de los animales; y para muchos revolucionarios, imitar a los animales es lo mejor que puede hacer el hombre, y en parte, en lo primario de la vida, es verdad.

Que el mozo joven no tenga afecto por su padre o por su hermano es cosa corriente; que no tenga cariño por su madre se da también; pero que la madre no sienta afecto por el hijo es rarísimo. Hay que suponer que las experiencias de la ciudad-imán no van a dar resultado. Mientras las realizan, si aparece algún Gogol o algún Dostoievski —que probablemente no aparecerán— ¡Qué novelas, Qué comedias y Qué sainetes no podrán escribir de esos dormitorios comunes, si les dejan!

La comedia del comunismo de las mujeres está escrita ya y no precisamente ahora. Se representó hace la friolera de cerca de cuatrocientos años antes de Jesucristo en un teatro de Atenas. Es la “Asamblea de las mujeres o Las arengadoras”, de Aristófanes.

En la obra, las mujeres atenienses, disgustadas al ver que sus maridos llevan tan mallos asuntos públicos, toman el traje de los hombres, se presentan en la Cámara popular y, dirigidas por una dama impetuosa llamada Praxágora, instauran un régimen comunista.

Después del golpe de Estado, Praxágora habla con su marido, Blépyrus, que, como no ha encontrado en su casa su traje masculino, ha tenido que vestir las sayas de su mujer. Praxágora desarrolla su sistema de gobierno. Todos los bienes serán comunes en la nueva República. El pobre tendrá pan, pasteles y garbanzos torrados a discreción. Las mujeres serán de propiedad común, y para evitar las injusticias, las más bellas y atractivas se emparejarán con los más viejos y feos, y los rubitos barbilampiños, con las ciudadanas más desagradables y bigotudas.

No habrá dinero, ni usureros, ni prestamistas; tampoco habrá ladrones, porque todo el mundo tendrá lo necesario, y los tribunales se convertirán en grandes restaurantes. Ya Atenas es comunista, como hoy España es una República de trabajadores.

En uno de los cuadros de la comida vemos a dos ciudadanos: el uno, cándido y pobre, quiere llevar todos sus bienes al depósito general; el otro, rico, prendero y cuco, le aconseja que espere, porque dice que los decretos se olvidan pronto en Atenas. Este debe ser de la escuela de nuestros socialistas domésticos.

Luego, cuando el heraldo llama con su trompa a todos al banquete social, el prendero, el socialista doméstico, se indigna por la tardanza de su ingenuo compañero, que no tiene prisa por comer en el banquete comunista. En otro cuadro hay dos mujeres asomadas a una ventana, dispuestas de buen grado a someterse a los nuevos decretos de socialización femenina. Una es vieja, pintada y bien vestida; la otra es joven y guapa. Aparece un viejo dispuesto a emparejarse, y las dos, de común acuerdo, le dirigen a una vecina.

Supongamos que por caridad y altruismo. Se presenta después un joven barbilindo, y aquí viene el grave problema. La vieja y la joven pretenden acapararle; pero la vieja con el nuevo decreto en la mano, demuestra su razón, y está a punto de llevárselo cuando aparecen otras dos más viejas y disputan la presa con las primeras. El desgraciado se encuentra traído y llevado por las cuatro mujeres, hasta que la más decrépita se lo lleva.

Se ve cómo la ciudad—imán, novísima en Rusia, no es tan nueva como parece en el mundo, porque hace cuatrocientos años antes de Jesucristo, un hombre de genio se burlaba de otra ciudad en proyecto algo parecida a ésta.

Los comunistas rusos quieren crear una nueva humanidad, probablemente aún peor que la actual, con procedimientos parecidos a las mujeres independientes y arengadoras de Aristófanes. No se comprende para qué el comunismo ruso hace experiencias tan cándidas y tan ridículas, propias de revistas cómico-lírico-bailables.

Cualquiera diría que ese comunismo está dirigido por maestros de escuela despechados y por judíos rencorosos. Estas invenciones no pueden servir más que para producir la risa y la burla de todo el mundo y levantar a gente torpe y cerril que intente erguirse sobre los demás adulando los sentimientos más bajos y más vulgares de las masas.

II. LA SABIDURÍA COMUNISTA
Parece que algunos escritores tenemos la virtud o lo que sea de producir la exasperación de parte del público con nuestros comentarios. Las “Amenidades comunistas”, me han valido la réplica áspera en varios periódicos y algunas cartas agresivas. Me llaman, en letra de imprenta y en letra manuscrita, ignorante, majadero, idiota y rencoroso. Otro dice que me vendo. No sé a quién. Esta exasperación procede de que no he hablado con el debido respeto de Rusia y del comunismo, Sin duda, todo ello se ha convertido en tabú.

En España, por lo que veo, hay mucha gente que considera el comunismo como algo científico, de una exactitud y de un rigor maravilloso. Naturalmente, Rusia, que lo ha implantado o lo ha intentado implantar, es el pueblo elegido, si no por Dios, por los profetas marxistas. El que diga algo poco halagüeño sobre Rusia que sea anatematizado. Todo lo que no es elogio es falso, tendencioso y mal intencionado. Yo no sé ruso, ni he estado en Rusia; no puedo enterarme de lo que pasa allí más que por traducciones e informes en pro o en contra.

Lo mismo me sucede con relación a la mayoría de los países, y lo mismo le sucede al comunista que me impugna. Por eso tengo la tendencia de hablar habitualmente de lo que conozco mejor, que es, naturalmente, España.

He tenido entusiasmo por algunos escritores rusos, como Gogol, Tolstoi y Dostoiewski. De ahí no ha pasado mi rusofilia. Respecto al comunismo, no sólo nunca he sido comunista sino que he tenido una marcada aversión por esa teoría o sistema.

Yo pensé, como muchos, si Alemania, después de la guerra y como mira de revancha contra los aliados, se lanzaría al comunismo y a la alianza con Rusia. En un país de gran cultura y de una técnica científica desarrollada se hubieran visto las posibilidades del comunismo mejor que en una tierra acostumbrada a la esclavitud como Rusia y con una mentalidad pobre.

Se vio que Alemania prefería la humillación y la mutilación que el bolchevismo con la posible revancha. Uno de mis comunicantes cree que en Europa y en el mundo no se dan más que el despotismo fascista o el comunismo. Yo creo que no hay tal. En Europa hay países que realizan el progreso de una manera más noble, más liberal y más humana que Rusia, por ejemplo, los pueblos escandinavos.

Dinamarca y Noruega no tienen apenas Ejército, ni Marina de guerra, ni aristocracia. En Noruega, la propiedad territorial está limitada. No se puede tener más que una finca con veinte trabajadores como máximum. Allí se acabó el latifundio. La enseñanza es gratuita desde las primeras letras hasta la universitaria. Las bibliotecas envían los libros que les piden, a donde sea, dentro del país, gratis. En los dos países se entra y se sale sin dar explicaciones a nadie. No se not allí la Policía y hay un gran respeto mutuo dentro de la libertad.

En Rusia es todo lo contrario. El Ejército es enorme; la Policía, terrible y amenazadora. No se permite salir a la gente del paraíso soviético; se persigue a tiros al que quiere escaparse, y cuando matan a un comunista del Gobierno, se fusilan setenta y seis hombres en represalias. Otros dicen que ciento dieciséis. Como compensación a esas inmundas carnicerías, hay fiestas de baile y otras cachupinadas dirigidas por el Estado.

Yo pienso con más simpatía en esos pocos millones de escandinavos que no en los ciento setenta millones de rusos, que antes eran esclavos de un zar y ahora lo son de Stalin. Me figuro lo que me contestaría un comunista, o simpatizante del comunismo, de los que meescriben, si discutiera conmigo. Me diría:—Esas ideas de usted son ideas de pequeño burgués.

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