miércoles, 18 de marzo de 2015

HISPANIDAD-América: Fin del Imperio Español (1744)

Un continente y otro renovando las viejas prosapias,
en espíritu unidos, en espíritu y ansias y lengua,
ven llegar el momento en que habrán de cantar nuevos himnos.
RUBÉN DARÍO
EUGENIO VEGAS LATAPIÉ
¿Cómo ESPAÑA perdió América?
Ésta es la cuestión que inquietó la mente del francés Marius André haciéndole desempolvar legajos y escudriñar archivos, recogiendo los frutos de esta investigación en la obra titulada "El fin del Imperio Español en América", escrita y publicada en francés y traducida seguidamente al español hace ya tres lustros. Charles Maurras, en el interesante estudio titulado "Las fuerzas latinas con que enriqueció la edición francesa de esta obra, destaca cómo su autor ha hecho surgir, con sus documentadas revel aciones, efectos de sorpresa por no decir de estupefacción a los ojos de los europeos mal reseñados o informados completamente al revés por la oficial doctrina de la democracia internacional.
Estas páginas fueron antepuestas por su autor a la versión castellana del libro de Marius André de igual título publicado inicialmente en francés con estudio preliminar de Charles Maurras y reestampado en castellano por iniciativa de Eugenio Vegas en 1939 por la editorial que él impulsaba, Cultura Española. Algunos juicios contingentes son sin duda deudores de la coyuntura, pero el conjunto resulta muy revelador de la personalidad del querido maestro (Verbo, núm. 451-452, 2007), 
Estamos acostumbrados a creer que España perdió América  al introducirse en aquellas dilatadísimas regiones los principios de la Revolución francesa, que al dar luz a los ojos de los americanos, hasta entonces sumidos en tinieblas, les hicieron lanzarse al campo, prefiriendo morir en defensa de sus libertades a continuar soportando un momento más el yugo del fanatismo y despotismo español. La verdad oficial del siglo XIX sentó como un axioma que nuestros antiguos virreinatos se alzaron por la Revolución y la Libertad contra la Corona y los frailes, pero las investigaciones históricas contemporáneas, sin más que desenterrar los abundantísimos documentos existentes del momento que nos ocupa, han tirado por tierra toda la leyenda que el siglo XIX admitió como axioma y que no es sino un tejido de burdas falsedades e invenciones sin un principio siquiera de fundamento real. Concretando los términos podemos sostener que América se alzó inicialmente por la Religión y por el Rey de España contra Napoleón y las funestas y antiespañolas Cortes de Cádiz. Muchas de las autoridades españolas que había en América, afiliadas a logias masónicas y compenetradas del ideario de los enciclopedistas franceses, trataron de reconocer al rey intruso José Bonaparte, y contra estas autoridades se sublevaron los pueblos todos de Hispanoamérica al grito de ¡Viva Fernando VII! 
Canción patriótica, muy en boga en Buenos Aires por 1810 y que transcribe Carlos Ibarguren en su reciente obra "Las sociedades literarias y la revolución argentina", son las siguientes estrofas: “Nuestro Rey Fernando / tendrá en nuestros pechos / su solio sagrado / con amor eterno: / por Rey lo juramos, / lo que cumpliremos / con demostraciones / de vasallos tiernos. / Mas si con perfidia / el Corso sangriento / a nuestro monarca / le usurpara el cetro, / muro inexpugnable / en unión seremos / para no admitir / su tirano imperio. / Si la dinastía / del Borbón excelso / llega a recaer / en José primero: / nosotros unidos / con heroico esfuerzo / no hemos de adoptar / su intruso gobierno”.
Levantados los pueblos en favor de la Monarquía Católica, sobrevienen más tarde las querellas con las Cortes de Cádiz, empeñadas en despojar a la Corona, en beneficio de las Cortes, de las facultades regias que en aquel entonces no podía ejercer Fernando VII por encontrarse prisionero del corso emperador; y la actuación de las logias masónicas que rapidísimamente se desenvuelven; y la llegada
de “voluntarios” extranjeros a América apoyados por sus Gobiernos—como aquella legión inglesa, compuesta de veinte mil hombres, preciadísimo núcleo de las tropas de Bolívar —; y el familiarizarse con la idea de la independencia absoluta, tan fácil de propagar; y el desgobierno de la Metrópoli; y, por último, la traición de Riego en 1820 que, al sublevar en Cabezas de San Juan las tropas que debían salir para vencer la revuelta americana y al restaurar la Constitución de Cádiz, trajo consigo la instauración del régimen liberal y democrático que, a su vez, al dedicarse acto seguido a humillar al Rey y a perseguir a la Iglesia, incrementó la impopularidad de España en América, motivando que inmensas regiones aún fieles, como Méjico y todo Centroamérica, deseosas de salvaguardar los intereses de la Religión y del Trono, rompieran definitivamente los lazos que las unían con el Gobierno de Madrid.
De dos maneras contribuyó el liberalismo de la Península a la pérdida de las Américas, afirma el escritor mejicano José MaríaRoa Bárcena: “difundiendo en las masas los gérmenes del filosofismo y anarquía que encerraban las leyes de las Cortes de Cádiz… y haciendo al mismo tiempo que los elementos conservadores se agrupasen en torno del estandarte de la independencia, para guardar las instituciones y costumbres cuya desaparición se creía segura, si se prolongaba nuestra dependencia de la Me trópoli”.
Es interesante anotar en este lugar la intervención que Inglaterra ha tenido en otros momentos decisivos de nuestra historia. Así, en la batalla de Extremoz, que decidió, en el reinado de Felipe IV, la separación de Portugal, nueve mil españoles combatieron contra un ejército anglo-portugués de diecisiete mil combatientes, de los que once mil eran ingleses. Más tarde, en la guerra de “sucesión”, Inglaterra, que viene como aliada del Archiduque, se apropia de Gibraltar, y en el siglo XIX, después de intervenir en favor de la desmembración de nuestro Imperio, envía a la Península un Cuerpo de Ejército que lucha contra Don Carlos y en favor de la Monarquía constitucional. En la batalla de Oriamendi fueron vencidos los ingleses por los carlistas y en el cementerio del Monte Urgul de San Sebastián aún se leen las lápidas de los oficiales ingleses muertos en la acción citada.
En muchos aspectos cabe afirmar que la guerra de la Independencia americana guarda grandes analogías con nuestras guerras carlistas. Iniciadas cuando España se entregaba con todas sus energías a luchar contra las huestes napoleónicas, durante mucho tiempo fueron exclusivamente sostenidas entre americanos, impotente la Metrópoli para dirigir sus miradas a otro objetivo que no fuera vencer al francés invasor. Muchos de los primeros en sublevarse en América, de haber vivido en España, hubieran sido fieles soldados de Don Carlos. Los más sanos elementos del separatismo catalán y vasco los ha originado la pérdida de los ideales carlistas tras haber sido vencidos en tres guerras civiles y el envenenamiento producido por cincuenta años de amodorramiento deparado por la Restauración liberal y democrática implantada por Cánovas. Son muchos los nacionalistas que tenían detrás de sí un padre y varios abuelos carlistas, no siendo raro encontrar en los años que pre c e d i e ron a nuestro Movimiento Nacional, hogares separatistas en que aún se conservaba como sagrada reliquia de familia la boina roja del abuelo o del tío muerto en las filas de Don Carlos defendiendo la causa de la Religión y de España, o alguna litografía representando a Don Carlos en la majestad de su
edad madura, con su varonil y bien cuidada barba y su popular y enorme perro a los pies. La desesperación morbosa y desintegradora de los vencidos que desesperanzados abandonaban el carlismo, en España tardó ochenta años en manifestarse; en América fue cuestión de meses.
Así como la matanza de frailes, perpetrada por el populacho juguete de las logias, y tolerada por el Gobierno, en julio de 1834, dio nuevos cruzados a la causa de Don Carlos, la noticia de la nueva expulsión de los jesuitas y la abolición del Santo Oficio decretadas por las Cortes nacidas de la sublevación de Riego lanzan al pueblo mejicano a la revuelta por Dios, por la Patria y poel Rey y a ofrecer la Corona Imperial de Méjico al sojuzgado Fernando VII.
Morillo, general de Fernando VII, era volteriano, en tanto que Bolívar en 1827 había de escribir: “La unión del incensario con la Espada de la Ley es la verdadera arca de la alianza”. El general español La Serna, el vencido en Ayacucho, era liberal y enemigo acérrimo del general Pezuela, virrey del Perú, enemistad que más tarde llega a alcanzar caracteres de guerra intestina entre los generales La Serna y Olañeta, entusiasta este último de la Monarquía absoluta, con la consiguiente división en las tropas españolas escindidas en liberales y realistas. Son las tropas que manda España a sofocar los conatos de independencia las que más laboran contra la Patria. “La masonería —ha escrito el Conde de Cheste, hijo del virrey Pezuela— que en Lima y Perú Alto no se conocía, la propagaron los llegados de Es p a ñ a”. Si la causa de la Metrópoli se mantiene pujante durante algunos años se debe “a las valientes tropas del país”, y en modo alguno a los militares enviados de España, indisciplinados y despreciadores de los elementos criollos.

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