jueves, 11 de enero de 2024

GIMÉNEZ CABALLERO: Genio de España (1932), Roma y la España antigua (1934), Antología (1927-1935). España como problema (Debate en TVE). Biografía

Ernesto Giménez Caballero
Antología (1927-1935)
ElCadenazo (7/1/2015): El miércoles 8 de enero de 1930, en la cripta del Pombo, Ramón Gómez de la Serna organizó un banquete como tributo a Ernesto Giménez Caballero. Toda la intelectualidad de Madrid estaba allí, de Salinas a Sánchez Mazas, de Bergamín a Solana o Salazar Alonso.
Allí Alberti calentó el ambiente. Antonio Espina sacó amenazante una pequeña pistola de madera y Ramiro Ledesma le respondió con palabras más agresivas y una auténtica.
Ernesto djo que los poetas siempre habían adelantado a los políticos en su devenir, y que eso era una manifestación simbólica de una futura guerra civil.
(18/1/1934)
Hispania: El primer sentido unitario, coherente y participador del mundo civilizado, sabemos que España lo recibe de Roma. La historia auténtica de España comienza en su contacto con lo romano. Hasta la llegada de la cultura de Roma a España, nuestro país, más que historia tuvo prehistoria en el sentido de que su vida fue tribal, de islotes, étnicos y antagónicos, con invasiones parciales, pasajeras y poco profundas de otros pueblos.
España, puede decirse que aparece ante el mundo antiguo en el siglo III antes de Cristo. Cuando los Escipiones vienen a contender con los africanos cartagineses en el levante ibérico. (Primera lucha delo romano contra lo oriental, desarrollada en nuestra patria.) La España anterior a esa fecha fue la legendaria Iberia, de vagos nombres sin límites: Estrinusis, Ofiusa, Tarsis...
En el Paleolítico inferior, España es Africa: el norte africano y el sur hispánico forman como un bloque y un conjunto. En el Paleolítico superior, invasiones nórdicas por la ruta pirenaica escinden nuestra península en compartimentos plurirraciales. En el Neolítico, se forman los primeros núcleos de pueblos sin gran nexo entre sí, dependientes cada uno de diversos círculos culturales y prehistóricos.
Durante la Edad del Bronce España es una especie de América virgen en el mundo antiguo: es el Eldorado de la minería, de los males preciosos: Almería, Huelva, Algarve, Asturias, son como potosíes que atraen al mundo mediterráneo. Y que provocan –en la Edad del Hierro– las invasiones de fenicios, griegos y cartagineses. España fue para esos emigrantes rapaces en busca del cobro y de la plata lo que California sería para el oro, o Méjico para el petróleo. Las huellas de lo fenicio, lo griego y lo cartaginés en nuestro país fueron de factorías. Si entonces, además de monedas y algunos objetos culturales, hubiesen existido latas de conservas y de gasolina, y utensilios mecánicos de explotación, es lo que encontraríamos hoy entre las ruinas de los establecimientos cartagineses, griegos y fenicios, por el breve litoral hispánico que explotaron. España fue, para ellos, una explotación: un litoral con hinterland, donde hacer fortuna y regresar a sus pueblos como indianos.
El nombre de España se lo debemos a Roma: Hispania. El nombre y el primer sentido nacional. Si puede llamarse así ese instinto de independencia «nativa», frente al invasor que ya se había iniciado contra el cartaginés en Sagunto y que se desarrollaría enérgicamente en las primeras etapas de la colonización romana entre nosotros. Sabido es lo que el término de «Numancia» significa en la historia de España: el primer grito de personalidad colectiva, la primera efeméride nacionalista. Así como Viriato: el primer insurgente o guerrillero nacional.
Andando el tiempo, Napoleón, heredero del sentido romano en el mundo del siglo XIX –nuevo César– encontraría en una Zaragoza y en un Empecinado, las herencias numantinas y viriateñas de España.
El contacto de España con lo romano fue un contacto más que al principio. Roma acude a España a proseguir sus luchas particulares contra el cartaginés: a arrebatarle sus factorías ibéricas y a explotarlas. Pero después Roma se funde a España: la funda, la crea. Roma es la paternidad de España. Se diría que Roma llegó como para abusar de la pobre, bella, indefensa España. Pero que terminó por unirse a ella en sacro matrimonio. Por eso dieron hijos al mundo, que honraron sus bodas, universalmente.
César –el divino César– fatigó a España con sus correrías personales, en pos de la hermosa Andalucía. Como luego Mañara, también procedente de Italia, en el Renacimiento, las diaria con sus aventuras.
Pero España salió, al fin, triunfante de César, y don Juan salió inmortal.
España se puebla de fecundidad romana. España se matroniza. Y alcanza: unidad, sentido, alma, nombre, sucesión: Hispania.
No nos interesa en este trabajo nuestro reseñar lo que Roma dió a España, cultural y políticamente. Sino lo que apaña da a Roma en el mundo antiguo. Nos interesa el índice espiritual de lo español ante la Roma cesárea e imperial de la antigüedad.
España ofrece al Imperio romano cinco césares españoles. Y España ofrece al genio de Roma un haz de poetas máximo. Andalucía fue la tierra de España que antes fundió su alma con la de Roma. (Luego el litoral tarraconense. Luego Lusitania. Las más tardías tierras de romanización: el noroeste Galaico y la Cantabria dura, breñuda y misteriosa).
La República romana había dividido a España (197 a. de C.) en dos departamentos: el citerior y elulterior, separados por el Saltus castulonensis, la sierra de Cazlona.
Augusto fraccionó la España ulterior en dos provincias: Lusitania y Bética. A la Bética –provincia la más pacífica y fusionada– se la hizo provincia «senatorial», a diferencia de otras más peligrosas que cayeron bajo la adscripción directa del imperio, de la mano militar. Cada provincia romana estaba dividida en «civitates» y «conventus» –circunscripciones administrativas.
La Bética (Andalucía) tuvo cuatro conventos: Cádiz, Córdoba, Ecija y Sevilla. Cádiz poseía una tradición fenicia, un pasado prerromano. Sevilla, un recuerdo tartesio y milenario. Pero el carácter nuevo, central, capitalicio de la Andalucía romana, lo recibió Córdoba. Córdoba sería la ciudad imperial por excelencia en la historia de España hasta que Toledo le arrancara un día ese título bajo el catolicismo.
Ya sé que Tarragona y Mérida tuvieron un prestigio oficial mayor que el cordobés, en la España romana. Pero Córdoba tuvo el sentido imperial que luego se desarrollaría espléndidamente en la Córdoba árabe del Califato. Por eso, hoy Córdoba tiene para mí todavía un perfume superior al de Sevilla y al de otra cualquier ciudad andaluza. Un perfume que sólo yo lo abandono para aspirar el de Toledo. De Córdoba salieron de los mejores hombres (héroes) de España. Césares, Filósofos, Poetas, Capitanes, Toreros: ¡aroma imperial cordobés!
Césares como Trajano y Adriano. Filósofos como Séneca, Averroes y Maimónides. Poetas como Lucano, Juan de Mena y Góngora. Capitanes como el grande Gonzalo, el de Córdoba. Toreros como Lagartijo, Frascuelo y el Guerra (El torero durante el siglo XIX y el actual siglo es quien hereda la tipicidad heroica en forma popular y de fiesta).
Abandonada y olvidada –hoy– Córdoba guarda sin embargo ese reflejo soberbio e imperioso. En sus patios romanos se percibe –aún– bajo el cielo azul ese reflejo. «Patios cercados de columnas de mármol, enlosados y con fuentes y flores. Las abejas y las avispas zumban y animan el patio durante el día. El ruiseñor le da música por la noche», decía el gran cordobés Juan Valera, de aquellos patios.
«Córdoba no tiene el ambiente sutil y voluptuosidad que se respira en Sevilla; hay en ella una nota de severidad, de sobriedad, de ascetismo, que es lo que domina en las casas. La línea negra de la lejana serranía está siempre a la vista. En el Quijote hay mucho de Córdoba; lo hay en la elegante sobriedad y en el fondo de melancolía resignada que allí se muestran.» Fondo de «melancolía resignada». Así ve Azorín, exactamente, a Córdoba: «Yo no le encuentro a esa ciudad tan árabe como dicen. Me parece bastante castellana y hasta un tanto romana, no sólo en su tradición, sino en su actualidad», confirma Pío Baroja, con su aguda visión de climas espirituales.
De Córdoba la romana saldrían, en el mundo antiguo, dos grandes césares: Trajano y Adriano. Los dos Sénecas. Y Lucano el Poeta.
Los dos Césares cordobeses: De los cinco emperadores que España diera a Roma –Galba, Trajano, Adriano, Máximo, Teodosio–dos fueron cordobeses: los más famosos y grandes.
No existe en nuestra literatura, en nuestra historiografía, ningún estudio concluyente y fino sobre estos emperadores (Trajano fue recordado en un bello libro por Ramón de Basterra, raro poeta y augur, del que hablaremos en su punto). Trajano (98-117) fue el primer emperador procedente de las provincias. Se conserva su efigie en un Manual de la gliptoteca de Munich. Rostro enérgico, generoso. franco, viril. De nariz y boca llenas de robustez y expresividad. Su temperamento cuentan que respondió a esa efigie. Bajo su régimen Roma llega al máximo de su expansión, de su elasticidad imperial.
Trajano fue para la Roma cesárea, algo así como Carlos para la Roma católica. Si el Católico ofreció a Roma una América bárbara para cristianizar, Trajano la ofreció otra región intacha de romanismo: la Danubiana, la región dácica, lo que luego se llamarían los Balkanes.
Creador de una nueva «romanía» (Rumanía), fue el cordobés Trajano: poblándola con italianos y españoles. Trajano escribió –a estilo de César– su campaña. Y Roma le recordó para siempre en esa columna de su foro que aún se yergue con gracia de ciprés de Córdoba, en pleno corazón de la ciudad eterna. Trajano designó como sucesor a su paisano Adriano, quien rigió el imperio desde el año 117 al 138.
Adriano, a semejanza de un Felipe II, fue el conservador de los límites imperiales llegando hasta cercar con empalizadas de leño y con muros de piedra las lindes donde la «pax romana desmit».
Adriano fue el emperador culto, viajero, con sentido catolicista y universo del régimen, con un espíritu de absolutismo ilustrado. Se dejó la barba a la griega, en admiración de la filosofía ática. Cobró un vehemente entusiasmo por Atenas, que enriqueció con cuanto pudo. Aún se conservan las ruinas, en Atenas, de la gran Biblioteca Adriánica. Adriano fue –en lo político– lo que Séneca en lo filosófico: un ensanchamiento de lo nacional hacia lo universal, de lo romano hacia lo humano.
Este Emperador cordobés aún pervive en Roma por testimonios como el Panteón, gran idea universalista hecha arquitectura. Y unificó el derecho civil romano con el famoso «edictum perpetuum». Y entre los despojos de su villa Tívoli (arquitectónicos y recuerdos de todos sus viajes), se adivina la anchura de aquel alma hispánica, que supo abrazar el mundo antiguo con pasión de amante andaluz.
Teodosio (346-395): Otro español surge emperador, cuando el imperio de Roma va a tocar a su fin:.Si Trajano el cordobés fue el último conquistador, y el cordobés Adriano el máximo conservador de lo conquistado, Teodosio –nacido en la castellana Coca– representó el supremo esfuerzo de Roma por la unidad antes de que se derrumbase definitivamente. Teodosio fue el finalizador del Imperio romano. Bajo él, por vez última, vibran en unidad los lindes imperiales desde Escocia hasta Mesopotamia. Teodosio había logrado contener las invasiones de los bárbaros con el sistema de los «foedesati». Había podido vencer a los insurgentes y separatistas, como Máximo, el otro emperador español, a quien Teodosio aniquiló en Aquileya. Venció a otro insurrecto, Eugenio, y al franco Arbogosto. Logrando una pacificación y unificación, que sólo duraron hasta la muerte de nuestro Teodosio en Milán. Teodosio repartió el Imperio entre sus hijos. A uno, el Oriente: a Arcadio. Y al otro, el Occidente: Honora. Oriente y Occidente no volverían a unirse. El Imperio de Oriente duró hasta 1453, en que los turcos entraron en Bizancio, en Constantinopla. El de Occidente desapareció en el siglo V, bajo aquellos bárbaros que Teodosio supo contener. El español Teodosio fue el último gran campeón de Roma en el mundo antiguo.
Ernesto Giménez Caballero
Biografía (1899-1988)
Ideólogo, político y profesor español, nacido en Madrid el 2 de agosto de 1899, en una familia industrial por parte de padre y de propietarios agrícolas por parte de madre. Su padre (nacido circunstancialmente en La Habana y fallecido en 1935), Ernesto Giménez, había sabido construir una próspero negocio de artes gráficas a partir de una humilde imprenta (en la calle Huertas de Madrid, en la casa donde se cree vivió Cervantes): en los años veinte ya había adquirido una fábrica de papel en Cegama (Guipuzcoa) y talleres de manipulados, y la familia había pasado a vivir al mismo edificio de la Plaza de las Cortes donde lo hacía el millonario Juan March y tendría su sede Acción Española en 1931. El padre impresor hizo seguir a su primogénito cursos prácticos de artes gráficas mientras estudiaba el bachillerato en el Instituto de San Isidro, que no sirvieron para que perpetuase el negocio familiar, pero sí para acercarle al terreno editorial y literario. En 1919 Giménez Caballero se licenció en Letras en la Universidad de Madrid y continuó sus estudios para graduarse en Filosofía. Fue compañero de curso de Javier Zubiri y llegó a colaborar en la revista Filosofía y Letras, que habían promovido estudiantes ligeramente mayores, como Pedro Sáinz Rodríguez o Vicente Aleixandre. Fue Américo Castro el profesor con el que mantuvo más relación mientras fue estudiante, y fue Castro quien facilitó al recién licenciado un puesto en la Universidad de Estrasburgo, como profesor de Lengua y Literatura, ciudad en la que vivió durante el curso 1920-21.
Vuelto a España ingresó en la milicia para cumplir el servicio militar: le destinaron a Marruecos, donde acababa de producirse «el desastre de Annual». Tras dieciocho meses en el ejército escribió el libroNotas marruecas de un soldado (1923): él mismo lo compuso como tipógrafo en la imprenta de su padre y, nada más aparecer, en marzo de 1923, se agotó en dos semanas y convirtió de repente a su autor en un escritor serio y famoso. El ejército acusó a Giménez Caballero por desacato, y fue arrestado en una prisión militar de Madrid mientras se decidía la petición del fiscal, una condena de dieciocho años. Tras el pronunciamiento militar de septiembre de 1923, y por mediación del propio general Primo de Rivera, acabó siendo absuelto, pudiendo reintegrarse durante el curso 1923-24 a la plaza de profesor que le conservaban en Estrasburgo. En 1929 escribió que había vuelto entonces a Europa «como una misión patriótica, para lograr la levadura, el 'fermento' europeo que pudiera rejuvenecer a España»: pero en esta segunda estancia europea quedó desencantado del pensamiento germánico, que a raudales comenzaba a importar la Revista de Occidente de Ortega, y rechazó aquel «culto ariánico» que condenaba a los intelectuales españoles a la imitación y el seguidismo.

Pero la estancia en Estrasburgo no fue estéril: allí conoció a una italiana, Edith Sironi, hermana del cónsul de Italia e hija de un físico famoso, con la que se casó en Madrid el 4 de mayo de 1925. Esta relación fue determinante en su progresivo acercamiento a Roma y a Italia. Publicó por entonces varios ensayos y reseñas en Revista de Occidente (donde agradece a Ortega «aceptarle aun no siendo hijo de un vikingo») y El Sol (estos recogidos en 1927 en un libro singular, Carteles, que firmó con el pseudónimo Gecé y publicó Espasa-Calpe).
Colaboró desde su primer número (junio de 1926) en la Revista de las Españas, que publicaba La Unión Ibero-Americana en Madrid (y se imprimía en la imprenta familiar). La revista buscaba estrechar las relaciones entre los pueblos hermanos de España, Portugal y las Naciones americanas. Allí mantuvo como sección estable una «Revista Literaria», luego desdoblada en dos, la «Revista Literaria Ibérica» y la «Revista Literaria Americana» (de la que se encargó Guillermo de Torre y más tarde Benjamín Jarnés).
La relación con Guillermo de Torre (que en 1925, tras abandonar el ultraísmo, había publicado su famoso libro Literaturas europeas de vanguardia, que popularizó los conceptos de «Vanguardia» y «vanguardismo») dio como resultado la aparición el 1º de enero de 1927 de La Gaceta Literaria, la revista cuya «criatura fue llamada Generación del 27». Giménez Caballero dirigía esta publicación quincenal, que tenía a Guillermo de Torre por subdirector (hasta que las desavenencias determinaron su marcha a la Argentina en agosto de 1927, donde se casó con la pintora Norah Borges, hermana de Jorge Luis). A Guillermo de Torre le sustituyó César Muñoz Arconada, a través del cual conocería ese mismo 1927 a Ramiro Ledesma Ramos:
«César Muñoz Arconada que, al marchar Guillermo de Torre a Buenos Aires, quedó de Secretario un tiempo, al principio se sintió fascista y me ayudó a traducir En torno al casticismo de Italia, título unamunesco que puse a la obra de Curzio Malaparte, y que llevaba como Prólogo mi Manifiesto del 15 de febrero de 1929. Libro que publicaría Rafael Caro Raggio, el cuñado de Baroja, tras leerlo y aprobarlo el gran don Pío. Arconada fue el que me presentaría a Ramiro Ledesma Ramos, su vecino de Cuatro Caminos, calle de Santa Juliana, 6, y empleado de correos y estudiante de Filosofía y Matemáticas. Pero Arconada, en su pobreza y lirismo y sus amores románticos por Greta Garbo, derivaría al comunismo, con pureza y humildad.» [Md 78]
Fue Ortega quien abrió el primer número de La Gaceta Literaria, «Sobre un periódico de las letras»,revista que en sólo unos meses iba a convertirse en referencia de las vanguardias y contó con una nómina impresionante de colaboradores: Antonio Espina, Benjamín Jarnés, José Moreno Villa, Melchor Fernández Almagro, Amado Alonso, Luis Buñuel, Salvador Dalí, Jorge Guillén, José Bergamín, Federico García Lorca, Rafael Alberti, Pedro Salinas, Pablo Neruda, Gabriela Mistral, Rosa Chacel, Vicente Aleixandre, Gerardo Diego, Ramiro Ledesma Ramos, Juan Aparicio, Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, Menéndez Pidal, Américo Castro, Gregorio Marañón, Luis de Araquistain, Max Aub, Corpus Barga... [De Unamuno, exiliado en Francia, sólo se publicó una carta sobre Góngora, en el número 11, aunque se le dedicó un número extraordinario el 15 de marzo de 1930.]
«El primer gran trueno lo provocó nuestro Editorial Madrid, meridiano intelectual de Hispanoamérica (15 de abril de 1927), escrito por Guillermo de Torre, rechazando el galicismo de latinoamérica. La revista Martín Fierro, que creo dirigía Jorge Luis Borges, futuro cuñado de Guillermo, arremetió contra nosotros seguido por bastantes escritores, y luego otras publicaciones hispanoamericanas. Duró mucho aquella tormenta.» [Md 63]
Giménez Caballero procuraba desde La Gaceta potenciar el iberismo que anhelaba, organizando en diciembre de 1927 una exposición del libro catalán en Madrid, y a principios de 1928 otra del libro portugués. Por esos meses se aprecia en La Gaceta un incremento de la presencia de asuntos que tienen que ver con Italia: el 15 de febrero aparece una entrevista de Giménez Caballero con Marinetti, que visitaba Madrid, el 15 de marzo se combinan en una misma página los reportajes de dos corresponsales: «El fascismo y los escritores italianos» y «El comunismo y los escritores rusos». Dos meses después vuelve Giménez Caballero a Italia, en una visita decisiva para la evolución de su pensamiento político: en los dos números de agosto de 1928 publicó esa etapa italiana, luego recogida en el libro Circuito imperial (1929).
En 1928 fundó el primer Cine-Club de España. Allí se estrenó el primer film surrealista: Un chien andalou de Buñuel y Dalí. Giménez Caballero realizó la película Esencia de la Verbena, con Ramón Gómez de la Serna como actor y un Noticiario del almuerzo ofrecido en Canarias 41 –hoy 45–, sede deLa Gaceta y de la imprenta familiar, en el que reunió a representantes de las tres generaciones del 98, del 15 y del 27 para filmarlas luego en la azotea.
Giménez Caballero no sólo promovía el nuevo arte, sino que hizo sus pinitos en él, practicando de creador en Yo, inspector de alcantarillas (1928), doscientas páginas que mezclan versos libres y relatos: «más que el surrealismo reveló un influjo freudiano muy de moda en 1927 pero sirviéndome de él, al relatar, con delicada y alta literatura, lo que profesores y psiquiatras tenían y siguen teniendo al alcance de sus diarias experiencias.» [Md 67]
La Gaceta abordó la edición de libros, promovió exposiciones, organizó banquetes y abrió La Galería. «La Galería era un establecimiento en la calle Miguel Moya, 4 (plaza del Callao madrileña) cuyos socios capitalistas fueron Sangróniz, Ignacio Olague y Manuel Conde. Desde allí lancé tres fabulosos negocios para un inmediato porvenir: la Arquitectura funcional y rascaciélica, el Mueble metálico y la Artesanía española. Pero la revolución republicana malogró La Galeríapues mis socios no estaban para tal contingencia. Y hubo que traspasarla a un restorán de nombre Or-kom-pom. Pero tenía tal predestinación a la fama que en ese local se compuso la letra del Himno de Falange, ya que la música en el órgano de la iglesia de Cegama, ya que Juanito Tellería, su autor, estaba vinculado, como sus hermanos, a nuestra Papelera.» [Md 74]
«La Gaceta fue la precursora del Vanguardismo en la Literatura, Arte y Política. Una política que por dos años resultó unitiva y espiritual y desde 1930 divergente, pues la juventud se fue politizando. Y de La Gaceta saldrían los inspiradores del comunismo y del fascismo en España.» [Md 66]
A finales de 1929 La Gaceta Literaria pasó a depender del grupo CIAP, «que preparaba la otra revolución, la del berenguerismo y la República, con dinero hebraico», el del banquero Bauer: el monárquico Pedro Sáinz Rodríguez fue impuesto como co-director. Al proclamarse en 1931 la República las posiciones políticas de Giménez Caballero, su defensa del fascismo, el ser miembro fundador de La Conquista del Estado, determinaron que sus colaboradores le fuesen dejando solo, y aunque La Gacetase mantuvo hasta 1932, Giménez Caballero tuvo que escribir en solitario seis números (112, 115, 117, 119, 121 y 122) que llevan como subtíitulo El Robinsón literario de España.
Ernesto Giménez Caballero, «el D'Annunzio español», «el primer fascista español» (honor o deshonor que algunos atribuyen a Rafael Sánchez Mazas), mantuvo una gran admiración por los judíos, en particular por los judíos hispanoparlantes, por los sefarditas. En La Gaceta Literaria mantuvo una constante atención por lo sefardita, rechazando el antisemitismo (en el que se mantenía por ejemplo Pío Baroja). Incluso Primo de Rivera le envió a una gira por los Balcanes para pronunciar conferencias a las comunidades sefardíes.
En 1931 aparece como uno de los firmantes del manifiesto inicial de La conquista del Estado, donde fue colaborador activo hasta que Ramiro Ledesma Ramos decidió apartarle de su movimiento político. En 1932 publica Genio de España (exaltaciones a una resurrección nacional. Y del mundo). En marzo de 1933 es uno de los impulsores de El Fascio, publica La nueva catolicidad (teoría general sobre el fascismo en España), en octubre de 1933 participa en la fundación de Falange Española y desde diciembre colabora en la revista F. E.
En 1935 obtuvo la cátedra de Literatura del Instituto Cardenal Cisneros de Madrid: «Yo había hablado dos veces con don Miguel [de Unamuno], en la Cacharrería del Ateneo, mientras hacía pajaritas y apretaba bolitas de pan. Pero ya no le torné a contemplar, admirar y agradecer hasta mi oposición a cátedra de Literatura en el Cisneros de Madrid. Era el presidente. 1935. Y además, lo era de una Liga Antifascista de los Derechos del Hombre, y yo alternaba la oposición con el I Congreso de Falange, llevando la pistola en la cartera al Instituto de San Isidro, donde opositábamos 300 para esa cátedra. Sobre don Miguel llovieron las más altas presiones hasta de Alcalá Zamora para que no me votara. Unamuno decidió la oposición levantándose y exclamando: "Voto a Giménez Caballero, que sabe más que todos."» (Retratos españoles, págs. 98-99).
Al estallar la guerra se hallaba en Madrid, distanciado de Falange y de José Antonio. En noviembre de 1936, vía Italia, logró llegar a Salamanca, donde Franco le confió, a las órdenes del general Millán Astray, la organización de la propaganda. Con dinero procedente del negocio familiar y la colaboración de antiguos camaradas, como Juan Aparicio, pudo organizar el núcleo de lo que sería la eficiente estructura de la propaganda del bando que acabaría por ganar la guerra. En Pamplona, tras el cursillo correspondiente, se convirtió en alférez provisional.
En abril de 1937 colaboró activamente en «la Unificación», redactando incluso (si hemos de creerle) el decreto firmado por Franco, por el que el Caudillo se convertía en jefe único del partido único, resultado de la conjunción de los falangistas-jonsistas con los requetés: Falange Española Tradicionalista de las JONS, organización de cuyo secretariado pasó a formar parte.
Al terminar la guerra volvió a desempeñar su cátedra en Madrid, actividad que simultaneaba con los cargos de consejero nacional del Movimiento, procurador en Cortes y consejero de Educación, pero su influencia en la política ya había declinado, sin duda por su peculiar estilo y extravagancia, aunque mantuvo una notable prolijidad literaria.
A finales de 1941, en plena guerra mundial, protagonizó uno de los episodios más surrealistas de la política europea, recogido por extenso en sus Memorias de un dictador (1979). Había acudido a Weimar, invitado al Europaische Schrisfsteller Vereinigung (23-26 octubre 1941), presidido por el ministro Goebbels. El hispanista Arturo Farinelli le presentó a Magda, la esposa de Goebbels, «una mujer maravillosa que me impresionó desde el primer instante», a la que sondeó sobre sus planes. Se trataba de «catolizar a Hitler» y lograr la paz mediante un matrimonio. Para navidades ya estaba de vuelta en Berlín, tras haber consultado su plan con Franco y con el Vaticano. «Dos días antes de Nochebuena, Goebbels me invitó a cenar en su hogar, con su esposa y sus hijos.» Giménez Caballero había llevado como regaló al lugarteniente de Hitler un capote: «Antes de sentarnos a la mesa, durante los aperitivos, enseñé al pequeño y cojito Jerarca del Propagandismo germánico a manejar el capote, el modo de ceñirlo para el paseillo y de veroniquearlo. Y a los niños les monté un Belén junto a la chimenea. Magda estaba radiante y conmovida.» Tras la cena quedó a solas con la esposa, y al poco tuvo ocasión de presentarle su acabado plan:
«Guardó un breve silencio que yo acogí para encarecer la urgente reanudación de la estirpe hispano-austriaca, que traería el armisticio a Europa, con un enlace tradicional y revolucionario. –Y ¿cuál sería la candidata a emperatriz? –Sólo podría ser una. En la línea de princesas hispanas como Ingunda y Brunequilda y Gelesvinta y Eugenia... Sólo una, por su limpieza de sangre, por su profunda fe católica, y, sobre todo, porque arrastraría a todas las juventudes españolas: ¡la hermana de José Antonio Primo de Rivera!... Nada respondió Magda. De pronto, sus ojos se humedecieron. Y tomó mis manos y las estrechó. Y, en voz muy baja, me dijo así: –Su visión es extraordinaria... Su misión también... Y además, audaz, valiente y concreta... Calló de nuevo para proseguir: –Mi marido está encantado con usted. Y el Führer desea conocerle. Yo les hablé de esto que ahora vuelve a proponerme de esta manera ya concreta y certeramente personificada. Y que sería posible... –¿Sería posible? ¿Sería posible? ¡Magda!... –Sería posible... si Hitler no tuviera un balazo en un genital, de la primera guerra... que le ha invalidado para siempre... Imposible, gran amigo, imposible. ¡No habría continuidad de estirpe!... –¿Y Eva Braun? –Un piadoso enmascaramiento para la galería... Me levanté. Tomé sus manos. –Entonces, ¿adiós para siempre, Magda? –¿Y por qué para siempre?– Y depositó sus manos sobre mis labios y luego los suyos.» [Md 173-175]
Coincidiendo con el declinar político de la Falange y el ascenso de la tecnocracia desarrollista del Opus Dei, en 1957 es nombrado agregado cultural en Paraguay y Brasil y a partir de 1958 ejerce como Embajador de España en Paraguay, hasta su jubilación en 1969. Recibió dos veces el Premio Nacional de Literatura. En 1985 obtuvo con su libro Retratos españoles (bastante parecidos) el Premio Espejo de España (ex aequo con Emilio Romero), concedido por un jurado compuesto por Manuel Fraga Iribarne, teniente general Díez Alegría, Ramón Garriga Alemany, José Manuel Lara Hernández y Rafael Borrás Betriu. Ernesto Giménez Caballero falleció en Madrid en 1988.