sábado, 26 de septiembre de 2015

REFUGIADOS: Merkel, Orbán y la piedad peligrosa. EUROPA decadente, como ROMA en el siglo IV, acoge a los Bárbaros que destruirán nuestra civilización cristiana, de acuerdo con la estrategia masónica del Nuevo Orden Mundial (1967)

Javier Olivera Ravasi: Europa o como queramos llamar a este cálido ámbito de derechos y libertades, de bienestar económico y social, está roído por dentro y amenazado por fuera. Ni sabe, ni puede, ni quiere, y quizá ni debe defenderse. Vivimos la absurda paradoja de compadecer a los bárbaros, incluso de aplaudirlos, y al mismo tiempo pretender que siga intacta nuestra cómoda forma de vida.

Texto cuasi-profético de Arturo Pérez-Reverte, conocido autor de la saga del “Capitán Alatriste". Archivarlo y meditarlo -sugiero- especialmente a quienes viven en lo que alguna vez fue la Europa cristiana. 

VALENTE DEJÓ ENTRAR A LOS GODOS QUE, DOS AÑOS 
MÁS TARDE, DERROTARÍAN AL EMPERADOR
Medios de comunicación y casi todo el espectro político parecen haberse aliado para hacerle sentir culpable -a usted, personalmente- del drama de los refugiados y prepararle así para una avalancha humana que no puede dejar de cambiar nuestra civilización para siempre.
Carlos Esteban (18/9/2015: Haría falta tener un corazón de piedra para no conmoverse ante esos cientos, miles de rostros desesperados aguardando al otro lado de la frontera. 
A un lado, la civilización opulenta, sofisticada y decadente; al otro, una marea humana, un pueblo que huye de una guerra terrible y espera encontrar asilo. 
Los líderes discuten y sopesan, y además de las consideraciones de piedad que no pueden dejar indiferente a una sociedad cristiana, les mueve una motivación muy diferente para abrir las puertas y dejar entrar a los fugitivos en masa: dinero. Una polis moderna y civilizada supone un coste enorme, el sistema necesita una ingente generación de riqueza y la riqueza ya disfrutada ha llevado a que las familias no tengan hijos, o no los tengan en proporción suficiente. Los recién llegados serán los brazos que la civilización necesita, los futuros ciudadanos que sostendrán el imperio.
¿He dicho imperio? Sí, porque lo que acabo de escribir es un resumen de la situación en que se encontró el emperador romano Valente en el 376 de nuestra era cuando los godos, derrotados por los hunos, suplicaban desde la otra orilla del Danubio ser acogidos por el Imperio Romano dentro de su limes. Lo cuenta Gibbon, y no me acusen de aguafiestas si les adelanto el final de esa aventura, que es, al fin, nuestra historia: Valente dejó entrar a los godos que, dos años más tarde, en Adrianópolis, habrían de derrotar al emperador, dándole muerte en el campo de batalla. El imperio no habría de sobrevivirle más de un siglo.
De ayer a hoy
Hoy la civilización europea, la UE, se enfrenta a un dilema parecido y, por volver al principio, es difícil que el propio nombre derefugiados, por no hablar del chaparrón constante de historias lacrimógenas y fotografías impactantes que los medios hacen llover sobre nosotros, no nos mueva a la compasión y, con ella, a abrir las puertas a la avalancha y a la desaparición de nuesta civilización.
La demografía es destino, Europa Occidental tiene unas tasas de fertilidad muy por debajo de la tasa de remplazo necesaria para mantener los números e incluso por debajo del punto de no retorno, y el número de personas que viven en países con unas condiciones de vida bastante peor que la nuestra no para de crecer y se reproducen a ritmos que multiplican el nuestro. Según la empresa líder mundial en demoscopia Gallup, habría en el mundo 640 millones de personas dispuestas a emigrar al primer mundo -el nuestro- si se presenta la oportunidad. 
¿Dramático? Quizá. Pero repasemos antes algunos datos, aunque solo sea para contrapesar un tanto la incesante propaganda de los eternos bienpensantes. Empecemos por el principio, por quiénes son y por qué llegan de golpe estas masas de refugiados. La versión oficial, la que se nos repite machaconamente desde todos los medios y redes sociales, es que se trata de familias que huyen de los horrores de la guerra civil en Siria, de hogares destrozados por los bombardeos, y no piden otra cosa que lo que la palabra indica, un refugio.
Los interrogantes de la crisis
Y empiezan a surgir los interrogantes. La guerra civil, fruto de un levantamiento de islamistas rebeldes financiado por Estados Unidos y otros países occidentales, especialmente Francia, se prolonga desde 2012. ¿Por qué llegan justo ahora los refugiados, en masa, como un ejército perfectamente coordinado? Buena parte de los medios y los políticos presionan para que se inicien los ataques contra el Estado Islámico, alegando que es de sus expolios de los que huyen estos migrantes. Sin embargo, el Estado Islámico es en parte consecuencia del debilitamiento del régimen sirio y ha nutrido parcialmente sus filas con esos mismos rebeldes sirios armados por Occidente y en cuyo auxilio bombardeó Francia posiciones del ejército de Bashar Al Assad. ¿A nadie le sorprende que los buenos pasen a ser los malos en tan poco tiempo, que se bombardee en contra y a favor del mismo bando en la misma guerra en cuestión de meses?
Lo segundo que habría que poner en cuestión es el mismo nombre de refugiados, término sobre el que se insiste de modo un tanto sospechoso. Según datos de ACNUR, la agencia de las Naciones Unidas para los refugiados, entre los recién llegados habría solo un 12% de mujeres y un 13% de niños, los demás serían varones adultos, en su mayoría -como se aprecia en todas las fotos de grandes grupos- jóvenes en edad militar. Es costumbre en la emigración económica que un miembro de la familia, por lo común el padre, emigre para buscar fortuna y, una vez instalado y con empleo, mande llamar a los suyos o les envíe regularmente dinero. Pero se supone que no es este el caso, que se trata de escapar del horror, de huir de una muerte del todo probable. ¿Es, en ese caso, lógico dejar atrás a la mujer y a los hijos para ponerse a salvo? ¿No es lo natural lo contrario?
Por otra parte, no hace falta ser muy ducho en geografía para saber que Alemania no tiene frontera con Siria, país rodeado de un puñado de naciones en paz que, además, comparten en buena medida su cultura, idioma y/o religión y en las que sería más fácil tanto integrarse como aguardar a un cese de las hostilidades. Lejos de ello, nuestros refugiados se embarcan en un arriesgado periplo a través de varias fronteras de países en paz para alcanzar el próspero corazón de la Unión Europea. 
Un caso paradigmático es el del padre de Aylán o Alan Kurdi, el niño sirio cuyo cuerpo ahogado se convirtió misteriosamente enmotivo de vergüenza para Europa por no abrir de par en par las fronteras a los recién llegados. Digo miseriosamente porque, como ha señalado José Javier Esparza en una esclarecedora tribuna (Refugiados: cosas que todos saben y nadie osa decir), recibirlos sin restricciones no haría más que multiplicar los naufragios como el que costó la vida al pequeño. También porque la historia inicial se ha ido viniendo abajo, dato a dato, hasta quedar en algo tan poco propicio a los intereses de los altermundistas que movería a risa si no hubiera tenido tan luctuosas consecuencias: el señor Kurdi no huía de la guerra, que llevaba tres años viviendo en Turquía; no era un desesperado, sino que tenía casa, trabajo y una posición relativamente estable y algunos miles de euros en efectivo; y, por último, lejos de ser una víctima del cruel corazón de los líderes europeos parece haber sido quien pilotaba la balsa en la que se ahogó su familia, a la que dejó irresponsablemente sin un triste chaleco salvavidas y, a decir de los parientes de algunos ahogados, cobraba a sus desesperados compatriotas por llevarles a Europa. Una joya.
Por último, sirios. Según la propia ACNUR, solo ligeramente más de la mitad del primer contingente de refugiados procedería de Siria, menos aún en las oleadas posteriores, completando el cupo afganos, eritreos, iraquíes, senegaleses, kosovares, macedonios y media docena más de nacionalidades.
De Merkel a Orban
En los inicios de la crisis, Angela Merkel tuvo lo que solo se puede describir como un arrebato maternal y anunció que Alemania recibiría con los brazos abiertos a los refugiados. Naturalmente, los incentivos funcionan y en la aldea global en la que, gracias a la tecnología móvil e internet cualquiera en cualquier lugar puede enterarse al minuto de lo que pasa al otro lado del mundo, el número de refugiados tocando a las puertas de Europa -y de naufragios con víctimas, como era previsible- se multiplicó de inmediato, forzando a Alemania a dar marcha atrás y anunciar el cierre -control temporal, como quieran llamarlo- de sus fronteras.
Pero las peores consecuencias de la irresponsabilidad adolescente de las autoridades comunitarias recayeron sobre Hungría, en cuya frontera se acumulan los refugiados y cuyo presidente, Viktor Orbán, se ha convertido en el malo de esta película. Alegando la perogrullesca razón de que Hungría quiere seguir siendo húngara, que "la protección de las fronteras externas es una condición imprescindible para asegurar la libre circulación dentro de Europa" y que es "alarmante que la cultura cristiana europea no sea casi capaz de mantener Europa dentro de su propio sistema de valores cristianos", Orbán ha avisado a los refugiados que no admitirá su entrada en el país y que detendrá y juzgará a quienes allanen ilegalmente el territorio húngaro. En realidad son más los países que han tomado medidas similares, desde la República Checa a la misma Alemania, pasando por Dinamarca y Austria, pero solo Orbán se ha atrevido a explicar sus motivos y solo Orbán se ha convertido en el Hitler del mes, blanco de la ira buenista y de la censura de sus propios socios comunitarios, que ya han amenazado con sanciones a Hungría.
Pero Orbán bien podría estar salvando la civilización europea. O intentándolo, porque cada día veo menos probable que nos hagamos dignos de mantener lo que tenemos. Lejos de ser un dictador, en una era en la que se venera la democracia como sagrada, Orbán y su partido Fidesz tiene una supermayoría en el Parlamento y un respaldo popular o mayor en sus iniciativas de cierre de las fronteras. 
La actual cultura presentista e infantilizada de Occidente, con la capacidad de atención de un niño hiperactivo y la memoria de aquel pececito que acompañaba al padre de Nemo es la película de Disney, es fácil blanco para los intereses que promueven entusiastamente la acogida y que podrían incluso estar detrás de su organización.
Europa, ahíta de prosperidad y deseosa de likes en su Facebook colectivo, parece dar por sentada su riqueza, su relativa paz social, sus libertades y su seguridad jurídica, cuando todo ello es fruto de milenios de esfuerzos, de ensayo y error, hijos de una cultura y una forma concreta de ver el mundo. Suponer -como ha hecho recientemente el Bundesbank- que los recién llegados de una cultura diametralmente distinta van a sustituir a los europeos que no quisimos engendrar, como si los seres humanos fuéramos piezas de Lego perfectamente intercambiables, excede la ingenuidad tolerable. Que los pueblos que ocupan otros en número suficiente y a los que incluso se les anima a mantener su cultura no son el mejor ingrediente para la paz social es ya una evidencia en cientos de barrios ingleses, en ciudades enteras de Suecia -como Malmö- o en las banlieues de París. 
¿Cui bono?
¿Quién sale ganando de esta invasión? No es difícil arriesgar una lista:
Arabia Saudí, que como líder del sunismo mundial acelera la islamización incruenta de Occidente, aumentando su influencia en Europa.
Turquía, que se deshace de incómodos y costosos refugiados, se venga de una UE que le ha cerrado en varias ocasiones las puertas y consigue el mismo objetivo de expansión del islam suní que Arabia, aumentando su influencia.
La izquierda radical altermundista, que no disimula en absoluto su odio por las raíces cristianas de Europa al punto de haber entrado en una alianza táctica antinatura con los islamistas y que espera beneficiarse del voto de los migrantes una vez obtenida la nacionalidad.
Las grandes empresas multinacionales, que obtienen una mano de obra abundante, barata y dócil, poco ducha en sus derechos laborales y dispuesta a trabajar en casi cualquier condición.
Los eurócratas de Bruselas y sus aliados, que esperan que estos flujos de población foránea diluyan el sentimiento nacional de los ciudadanos de la UE y debilite sus lazos de lealtad con sus compatriotas, haciendo inevitable la conversión de la Unión en un supraestado.
¿Quién pierde? 
Usted y, sobre todo, sus hijos y los hijos de sus hijos, que verán perdida la civilización que construyeron sus padres.
Quieren hacerle sentir culpable, están consiguiendo que se sienta culpable, y es enfermizamente injusto. Sí, lo de los refugiados es una tragedia. Sí, es un imperativo moral ayudar al que sufre y, sí, es de justicia que quienes han provocado el mal paguen sus culpas. 
Pero no es en absoluto probable que lo hagan, usted no es culpable y abrir las puertas a todos los que quieran entrar en nuestros países no va a ayudar a nadie y, a la larga, perjudicará a todos. La diversidad exagerada trae infinidad de males que cualquiera puede ver con sus propios ojos si se libra de las anteojeras de lo políticamente correcto y la propaganda incesante. No es nada nuevo, y en Siria, en la India, en Líbano y otras docenas de países donde coexisten pueblos diferentes con distintas narrativas culturales pueden explicarle hasta qué punto es un mantra estúpido y suicida ese de que "la diversidad es nuestra fuerza".
Europa puede creer que ha superado credos y tribus, o que sus presupuestos culturales son obvios y razonables, pero los pueblos que arriban a nuestras fronteras no piensan igual y si vienen todos los que van a intentarlo, la última palabra será la suya.
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