miércoles, 4 de septiembre de 2019

Las pateras del Danubio, ahora en el Mediterráneo. Cien años después de que los visigodos cruzaran el Danubio, sus nietos, junto con el diluvio de bárbaros que siguió cayendo incesante sobre un Imperio impotente e inconsciente, rebanaron los últimos gaznates romanos

Las pateras del Danubio
23-8-2019
¡A las armas, a las armas! ¡Ha llegado el día de la ira!

Antes de desplomarse de su caballo, exhausto tras cruzar el gran río, el ermitaño apuntó hacia el sol naciente para avisar al centinela romano de la llegada de la horda huna. Así concluyó Arthur Conan Doyle su relato sobre la irrupción de los hunos en la frontera oriental del Imperio a finales del siglo IV.
No debieron de ser cualquier cosa aquellos hunos, pues en el año 376 los visigodos, no precisamente una tertulia de ancianas asustadizas, ante la visión de aquellos frutos de la cópula entre las brujas de Escitia y los espíritus infernales, corrieron espantados a implorar a Valente, emperador de Constantinopla, su permiso para instalarse dentro de la seguridad de sus fronteras, al otro lado del Danubio.

Con el aliento huno en sus nucas, los atribulados godos prometieron ser obedientes, someterse al Imperio y hasta convertirse al cristianismo. Tras alguna deliberación, los senadores constantinopolitanos consideraron que algún beneficio podrían sacar de ello las arcas del Imperio, así que acordaron franquearles la frontera acuática y ordenar a las guarniciones que no solamente permitieran el paso de sus frágiles embarcaciones, sino que pusieran todos los medios necesarios para que consiguieran cruzar sanos y salvos las caudalosas aguas que les separaban del paraíso. Pero la avaricia y la concupiscencia son viejas compañeras de los hombres. Algunos romanos aprovecharon la penosa marcha de los godos para ofrecerles alimentos podridos a precios imposibles, lo que les obligó a malvender sus pertenencias para no morir de hambre. Tras perder muebles, monturas y siervos, tuvieron que prostituir a sus mujeres e hijos, e incluso venderlos, pues prefirieron verlos esclavos pero vivos que libres pero muertos.

El rencor hacia quienes se suponían sus protectores se acumuló hasta que llegó la ocasión de estallar. Y sólo dos años después de cruzar el río, los visigodos se enfrentaron al ejército imperial frente a los muros de Adrianópolis. Tan grandes fueron la impericia de los romanos y la furia de los godos, que hasta el emperador Valente desapareció en la masacre, descuartizado o abrasado. Aquélla fue la mayor catástrofe militar romana desde la batalla de Cannas, seiscientos años atrás.

Aunque sólo unos pocos agoreros lograban verlo, el deslizamiento de Roma hacia el precipicio se aceleraba cada día. Pero el mal era bastante más profundo que la derrota en una batalla, la inaplicación de las leyes por magistrados corruptos o la administración cada vez más fragmentada en dispendiosas provincias. Porque, despreciando las austeras virtudes de sus mayores, los opulentos romanos del siglo IV preferían dedicarse a los placeres de la mesa y el lecho. Siempre sedientos de novedades, les atraía más el ruido que el estudio y el cuidado del cuerpo que el de la mente. Acostumbrados a una larga y próspera paz, ya no les interesaba la disciplina de las legiones, la vida de los campamentos, el ejercicio con armas que pesaban el doble para que el día de la batalla los soldados romanos volaran… En aquellos días sus copas pesaban más que sus espadas; y muchos se cortaron los dedos de la mano hábil para librarse de la milicia.

Indiferentes a los asuntos públicos, los romanos dedicaron su tiempo a juegos y perfumes y trasladaron del senado al circo la sede de la república. Las mujeres evitaron la molestia de los hijos, limitadores de los placeres, con lo que Roma se despobló de romanos. La felicidad de los ciudadanos pasó a depender del resultado de las carreras de cuádrigas, y el teatro, vieja escuela de virtudes, cedió su sitio a farsas licenciosas, musiquillas afeminadas y espectáculos pomposos. Y los que se alejaron de ello, encerraron en los claustros su resignación.

Por eso prefirieron que de las cosas de la milicia se ocuparan los recién llegados. Para ponérselo fácil, se rebajó la estatura mínima y se relajaron la disciplina y los ejercicios, lo que condujo a que los soldados extranjeros se preocuparan menos de sus funciones que de su atavío. Carentes de apego por Roma y de respeto por sus leyes, inspiraban terror a los ciudadanos del Imperio mientras temblaban ante la presencia de los enemigos. Además, muchos de ellos no tardaron en demostrar que, por encima de juramentos y obligaciones, tenían fidelidades de sangre superiores a las legales. En no pocas ocasiones mantuvieron tratos con el enemigo, favorecieron sus movimientos o facilitaron su retirada. Y sus compatriotas cambiaron los arados por lanzas y se aprestaron a vengar pasadas injurias.

De este modo, exactamente cien años después de que los visigodos cruzaran el Danubio, sus nietos, junto con el diluvio de bárbaros que siguió cayendo incesante sobre un Imperio impotente e inconsciente, rebanaron los últimos gaznates romanos. Y en aquel 476 la historia pasó página para adentrarse en los diez largos siglos de Edad Media.

El historiador que más atención dedicó a aquellos trascendentales momentos de la historia de la Humanidad fue el inglés Edward Gibbon, cuyas palabras escritas hace algo más de dos siglos se pierden en el vacío de la Europa de hoy:

El más experto hombre de Estado de Europa nunca se ha visto obligado a considerar la oportunidad o el peligro de admitir o rechazar a una innumerable multitud de bárbaros que, movidos por el hambre y la desesperación, solicitan un lugar donde establecerse en los territorios de una nación civilizada (…) Esta horrible revolución puede aplicarse con utilidad para ilustrar la época presente. Es deber de un patriota preferir y promover el interés exclusivo y la gloria de su país natal, pero un filósofo puede permitirse tener puntos de vista más amplios y considerar a Europa como una gran república cuyos diversos habitantes han conseguido niveles similares de educación y cultura. El equilibrio de poder seguirá fluctuando y la prosperidad de nuestro reino o el vecino puede pasar por momentos de auge o decadencia; pero estos acontecimientos parciales no pueden dañar en esencia nuestro general estado de bienestar, el sistema de artes, leyes y costumbres que distinguen por encima del resto de la Humanidad a los europeos y sus colonias. Las naciones salvajes del globo constituyen el enemigo común de la sociedad civilizada y podríamos preguntarnos, con inquieta curiosidad, si Europa sigue amenazada por la repetición de las calamidades que oprimieron a los ejércitos e instituciones de Roma. Tal vez estas mismas reflexiones ilustren la caída de aquel poderoso imperio y expliquen las causas probables de la seguridad presente (...) Esta seguridad aparente no debería llevarnos a olvidar que pueden surgir nuevos enemigos y peligros desconocidos de algún pueblo oscuro, apenas visible en el mapa del mundo. También los árabes o sarracenos, que extendieron sus conquistas desde la India hasta España, languidecían en la pobreza y el desprecio hasta que Mahoma infundió en aquellos cuerpos el alma del entusiasmo.

Y hace menos de un siglo Ortega y Gasset abrió su Rebelión de las masas con el siguiente deseo de unidad europea: Ha sido el realismo histórico quien me ha enseñado a ver que la unidad de Europa como sociedad no es un ideal, sino un hecho de muy vieja cotidianeidad. Ahora bien, una vez que se ha visto esto, la probabilidad de un Estado general europeo se impone necesariamente. La ocasión que lleve súbitamente a término el proceso puede ser cualquiera: por ejemplo, la coleta de un chino que asome por los Urales o bien una sacudida del gran magma islámico.

Parece una ley cósmica que, en los tiempos de grandes peligros, las élites dirigentes no suelan estar a la altura. Probablemente porque la existencia de grandes peligros es la consecuencia de un largo proceso de caída de las élites. Nuestros días son buena prueba de ello, tanto en España como en el conjunto de Europa: a cualquier espíritu despierto tiene que llamarle forzosamente la atención la desproporción entre la enormidad de nuestros problemas y la pequeñez de nuestros dirigentes.

–¡A las armas, a las armas! ¡Ha llegado el día de la ira!
El romano, mirando hacia el horizonte a través del río, distinguió una sombra inmensa que avanzaba lentamente por la llanura
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