viernes, 4 de octubre de 2019

El Vaticano y Galileo hoy. suplico a mis pastores que no vuelvan a cometer el error que cometieron con Galileo

El Vaticano y Galileo hoy
Carlos Esteban 
26-9-19

Si, en asuntos que no admiten pruebas empíricas en el marco de un experimento controlado, nos fiásemos ciegamente del ‘consenso científico’ y considerásemos ‘perverso’ (palabras de Francisco) disentir, quizá aún estaríamos rigiéndonos por el sistema ptolomaico, creyendo la tierra el centro del universo.

Fue el error de la jerarquía eclesiástica de la época, un error que todos los enemigos de la Iglesia recuerdan pero que pocos entienden, el Caso Galileo. Lo habitual es presentarlo a grandes trazos como un conflicto entre la Fe y la Ciencia, así, con mayúsculas. Pero quizá el propio hecho de que sea tan recurrente debería llevar a las mentes más despiertas a plantearse algunas preguntas. Si la Iglesia es contraria a la Ciencia, en general, ¿por qué el ejemplo empleado es siempre el mismo? Debería de haber miles entre los que elegir.

Y no solo no los hay, sino que en esa ocasión fue la Ciencia -es decir, el ‘estamento científico’- el que usó el poder de la época, la Iglesia, para una ‘vendetta’ particular contra quien se oponía al famoso ‘consenso’. Y conviene añadir que Galileo fracasó: el muy devoto hijo de la Iglesia, Galileo Galilei, no consiguió probar sus aseveraciones -correctas unas, falsas otras- sobre un modelo que el sacerdote polaco Copérnico publicaría con el ‘Nihil Obstat’ con solo presentarlo como una hipótesis.

Ah, por cierto: Galileo no murió en la hoguera, sino en un mullido lecho, tras haber recibido los sacramentos, en el ‘palazzo’ de un cardenal amigo suyo. Pero no es esa la cuestión.

Ahora les pido que imaginen esto. Empezaré por lo obvio, por lo que todos sabemos: el poder quiere poder. Si no se le opone un contrapoder, lo quiere todo. Ahora, en nuestra era, existe por primera vez la posibilidad de que ese ‘todo’ sea real, gracias a la globalización y a la tecnología. Basta comparar lo que podía controlar de la vida privada de sus súbditos un tirano de la antigüedad con el intrusismo que permite la tecnología a un líder impecablemente democrático de nuestro siglo. Pienso en todo lo que sabe de usted el gobierno (o las grandes empresas, tanto da) y las mil formas que tiene de controlarle que serían sencillamente impensables en otros siglos.

Vuelvo: imaginen. Imaginen que se les ofrece a los poderosos de este mundo un pretexto creíble para ejercer el poder más allá de sus sueños más locos; una amenaza tan universal que no tenga que considerar las fronteras, y tan catastrófica que justifique cualquier recorte de nuestras libertades, el control más minucioso de nuestra vida privada, incluso un descenso en nuestra calidad de vida. Algo que amenace a todo el planeta, que ponga en peligro la supervivencia de la especie, pero que, de algún modo, se pueda conjurar si nos ponemos completamente en sus manos, que les deje como salvadores de la humanidad y último recurso. ¿Quién podría quejarse de dejar de tener hijos, si está en juego el futuro de la especie? ¿Quién protestará por comer insectos y no volver a probar la carne, o por no poder viajar, o por deshacerse del coche y hacinarse en el transporte público, cuando es el planeta entero el que está en juego?

Imaginen que esta terrible amenaza de que les hablamos es una explicación para cualquier mal que pueda imaginar: machismo, disparidad de género, migraciones masivas, criminalidad, terrorismo… Lo explica todo, se le puede achacar cualquier cosa sin riesgo.

Porque -sigan imaginando- esa amenaza está respaldada por la Ciencia. Es tan alto el prestigio de esa palabra -no sin motivo-, que olvidamos que quienes hacen ciencia están, parafraseando a Shakespeare, alimentados con la misma comida y heridos por las mismas armas, víctimas de las mismas enfermedades y curados por los mismos medios, tienen calor en verano y frío en invierno, como el común. Y, sobre todo, sujetos a las mismas motivaciones que el resto de los mortales: deseos de medrar y prosperar, necesidad de fondos para investigar, miedo a sufrir el ostracismo de sus iguales, vanidad, ambición, temor.

Cualquier investigador hoy sabe perfectamente que nadie va a financiar ni promocionar un estudio que vaya contra la verdad oficial. Es más: sabe que, de hacerlo, se verá tratado como un apestado en su profesión, por sus propios colegas. Porque da igual si se trata del principal financiador de la Ciencia -el Estado y sus filiales- o de las grandes empresas, que tampoco van a arriesgar: todos apoyan el mismo discurso.

Sigan imaginando. Igual que a esta amenaza se le puede achacar cualquier fenómeno indeseable, también es probada por cualquier fenómeno indeseable, sin que importe que se traten de cosas aparentemente contradictorias: que haya huracanes o no los haya, que haga frío o calor, que llueva o no llueva.

Porque esa es otro rasgo esencial de la amenaza de que hablamos: es vaga. Es casi inasible. Sabemos que puede provocar efectos terribles pero, como en el Evangelio, no sabemos el día ni la hora. Uno debe centrarse en la amenaza en general, no en los detalles, sobre los que no existe precisamente el cacareado ‘consenso’. De hecho, cada vez que algunos de los profetas de este nuevo milenarismo ha hecho una profecía concreta y verificable, ha resultado no meramente equivocado, sino ridiculizado por la realidad.

No se han extinguido los osos polares, al revés; no ha desaparecido Barcelona bajo las aguas y el Paso del Noroeste sigue sin estar abierto todo el año; el Polo Norte y el Polo Sur siguen cubiertos de hielo y aún es desaconsejable prescindir del abrigo en invierno. Porque hablamos, como seguramente habrán imaginado, del Cambio Climático, marca registrada, el mayor fraude de nuestro tiempo.

¿Fraude? ¿Soy, acaso, un peligroso ‘negacionista’? No exactamente. De hecho, no sé una palabra de climatología; sé tan poco, casi, como Greta Thunberg, con la diferencia de que a mí no me invitan a hablar en Davos o ante los delegados de las Naciones Unidas.

Pero sí sé cosas, algunas de las cuales he dejado entrever ya. Sé que la ciencia no avanza por ‘consensos’, sino desafiando los consensos; que solo se da por ciencia segura la que puede predecir y se puede replicar. Si digo que todo cuerpo sumergido en un fluido experimenta un empuje vertical y hacia arriba igual al peso de fluido desalojado es porque cualquiera puede comprobarlo en cualquier momento y lugar. Y sé que el presidente de la Academia de Ciencias francesa de su tiempo, una ‘eminencia’, llegó a negarse a mirar por un microscopio porque eso de los gérmenes no podía existir, y punto; era ciencia aceptada.

Sé que hay una posibilidad de que, según el dichoso ‘consenso’, en unos cien años suba la temperatura media del planeta uno o dos grados, algo que ha pasado ya en épocas históricas, y que si hoy podría ser desastroso, difícilmente lo sería tanto como tomar las medidas a las que urge Greta con tan inocente vehemencia, que supondría un brutal empobrecimiento, con hambrunas ciertas.

Porque lo que también sé es que las energías renovables existen fundamentalmente porque se las subvenciona fortísimamente, y que ni de lejos podrían sustituir a los combustibles fósiles, descartada la creación masiva de centrales nucleares (ni se plantea). Es decir, que hacer caso a los catastrofistas supondría provocar una catástrofe segura para evitar una posible.

Y es que -y en esto están también de acuerdo los ‘calentólogos’- nada que no sea una reducción drástica podría revertir el apocalipsis sustancialmente. Es decir, que toda esa ‘acción por el clima’ apenas serviría para retrasar lo peor en unas pocas décadas.

Sé que una verdad científica no necesita esta coacción, esta amenaza, esta propaganda continua, o este recurrir incluso al expediente simbólico de la infancia -¿puede haber expediente más desvergonzadamente sentimental y anticientífico- para corroborar sus tesis. Si se tratase de una amenaza mundial realmente innegable e inminente no estarían los líderes de todo el mundo escuchando a una niña de 16 años.

No abogo por la negación, sino por el escepticismo, por un verdadero espíritu científico y una cabeza fría. Y, en lo que se refiere a la Iglesia de Cristo, suplico a mis pastores que no vuelvan a cometer el error que cometieron con Galileo.
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