miércoles, 4 de marzo de 2020

De Galileo a Einstein: La gran mentira cosmológica

La gran Mentira Cosmológica
-6/8/2019

En ámbito tradicional o católico integral, se encuentran múltiples explicaciones históricas en relación al afirmarse del modernismo. Todas obviamente interesantísimas para quien se quiera informar sobre cómo ha sido posible la actual decadencia eclesiástica. Sin embargo, debe decirse por honestidad que las reconstrucciones históricas, aun siendo exactas, son siempre insatisfactorias para quien quiera conocer las razones de algo. En efecto, si bien es necesario conocer la evolución histórica de esta pestilencia terrible, la misma historia de esta evolución, así como cualquier otra historia, por su naturaleza intrínseca, tiene la característica particular de no ser concluyente. La historia puede dar a conocer solamente que Ticio ha hecho o dicho tal cosa, pero por qué ha llegado a hacerla y a decirla, la historia no lo sabe. Para comprender el modernismo y reconstruir su historia es, por tanto, necesario indagar su esencia, lo que quiere decir comprender sus razones, es decir, su base conceptual.

Es conocida la denuncia según la cual el problema sería la exégesis protestante de las Sagradas Escrituras, que habría infectado el ambiente católico con la teoría de la historia de las redacciones. Es decir, es conocido que generalmente se atribuye la enfermedad del modernismo al historicismo de derivación marxista. El diagnóstico es indiscutiblemente exacto, pero si el problema fuera solo el historicismo, sería un problema puramente teórico, al cual se responde observando, por ejemplo, que, si todo deviene y cambia, entonces deviene y cambia también el pensamiento historicista, de manera que al final la historia de las redacciones, en devenir también ella, se reduce a ser solo una opinión cambiante como todas las opiniones, que la misma historia se encargará de superar. El pensamiento historicista no vincula a ninguna verdad, es fe; por lo cual se puede creer en él o no.

Es, por tanto, evidente que, si el problema “historia de las redacciones” fuera un problema puramente teórico, no habría encontrado un terreno donde echar raíces con tanto vigor. Pero un terreno fértil lo encontró (desagrada decirlo, dentro de la misma Iglesia). Y el terreno, donde echan raíces todos los problemas teóricos destinados a crecer y hacerse gigantes, son los hechos. Verdaderos, presuntos o imaginarios, los hechos dan a los hombres el sentido de lo concreto porque persuaden para ver en ellos la sólida realidad de la vida. Por ello, la afirmación de una teoría es posible solamente sobre la base de un hecho, siendo el hecho lo que la hace realmente creíble para los hombres. Pues bien, este hecho concreto y real, en la base del modernismo, por cuanto me consta, lo denuncia solo el señor Crombette en su libro “Galileo aveva torto o ragione?”. Todos los demás, en el ámbito católico tradicional e integral, lo evitan, no lo tratan.

Y el motivo o debe sorprender en absoluto, ya que, sobre este hecho, desgraciadamente, concuerdan no solo los modernistas sino también los católicos integrales, a partir del momento en que la Iglesia, desde el 11 de Septiembre de 1822, lo reconoció sacando del Índice el libro de Galileo. Y este hecho, como se ha comprendido ya, es la teoría heliocéntrica, notoriamente en contradicción con lo que afirman las Sagradas Escrituras y toda la Tradición de la Iglesia, al menos hasta aquella fecha. Debe decirse que, si el heliocentrismo fuera cierto, porque Pío VII lo ha legitimado, sacándolo del Índice, entonces sería imposible comprender no ya el modernismo sino el catolicismo integral, dado que sin la base de las Sagradas Escrituras y de la Tradición es el católico integral el que cae en aquel fideísmo ciego e irracional condenado siempre por la Iglesia.

No debe callarse, en efecto, que sacando el “Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo” del Índice, Pío VII – el Papa – admite que la Biblia se equivoca, se equivoca en un punto esencial como la cosmología. ¿Qué impide que pueda equivocarse también en otro lugar? ¿In fide et moribus, por ejemplo? ¿Qué prohíbe que no sea divinamente inspirada? Si el heliocentrismo es reconocido por la misma Iglesia como cierto y las Sagradas Escrituras y la Tradición se equivocan, ¿dónde se equivocan entonces los fautores de una nueva iglesia, es decir, los modernistas?

Por tanto, el 11-9-1822, Pío VII saca del Índice el libro de Galileo. Y eso, adviértase, aunque la teoría heliocéntrica no goce de ninguna prueba experimental. Cuando se tenga esta prueba experimental, en 1887, y no caerá a favor del heliocentrismo, tendrá inicio la imaginaria cosmología moderna. La así llamada ciencia se inventará de todo con tal de no admitir la única conclusión cierta del experimento con el interferómetro de Michelson y Morley de 1887, es decir, que la tierra no orbita alrededor del sol. Pero, entre tanto, en 1822, sin ninguna prueba experimental ni a favor ni en contra, se dice que existió, para mover al Papa Chiaramonti a sacar el libro de Galileo del Índice, la enorme presión de la opinión pública. Es decir, en número: 10.000 masones de 22 millones de italianos de entonces creen en el sistema heliocéntrico. Menos del 1%. Pero los 10.000 tienen diarios, libros, escuelas, cátedras universitarias, mientras que los 22 millones cuentan poco o nada, siendo casi todos analfabetos.

Lo que esto quiere decir, lo comprenderá bien el padre Matiussi, cuando denunciará el complejo de inferioridad de la jerarquía católica hacia la “cultura” del siglo y su miedo a quedar marginada. Pues bien, aquel complejo de inferioridad tiene su inicio precisamente aquí, a partir del caso Galileo. Poco importa que, en el Evangelio de San Juan apóstol, Jesús diga que el siglo no conoce el espíritu de la verdad y que ni siquiera le será enviado (Jn 14, 16-17). E importa todavía menos que la “cultura científica” no haya proporcionado jamás una sola prueba experimental de sus fantasiosas afirmaciones cosmológicas. No solo; sino que ha falsificado incluso las desfavorables. Basta la así llamada presión mediática de 10.000 hombres de 22 millones para ceder a la villanía cultural del siglo y dudar de las Sagradas Escrituras. Obviamente, sucede después que, dando las espaldas al pueblo “ignorante” y a su fe, la jerarquía hará de las Sagradas Escrituras y de la Tradición una base cultural inexorablemente ya superada por los nuevos (falsos) conocimientos.

Es aquí donde el historicismo de la “historia de las redacciones” encuentra su más sustancioso alimento. La Biblia se equivoca, se piensa. Se equivoca sin ninguna malicia engañadora, sino simplemente porque pertenece a otro tiempo histórico, en el que determinados conocimientos no estaban todavía suficientemente desarrollados. Y es precisamente esta convicción la que da inicio al ecumenismo. El modernista, persuadido ahora ya de que ha sido demostrado que las Sagradas Escrituras no son fiables por la falsa cosmología moderna, tiene el sentimiento de Dios y “quiere” que exista incluso contra y a pesar de las Sagradas Escrituras. Se alinea, por tanto, con todos aquellos que “quieren” que Dios exista: musulmanes, judíos, budistas, hinduístas, animistas, etc., convencido, obviamente, de que también los demás creyentes no creen ya en sus “libros sagrados”, exactamente como él no cree en los suyos. Si, por tanto, la Biblia se equivoca, sin culpa alguna, obviamente, téngase al menos la amabilidad de enterrar, con el Beato Pío IX, también la octogésima proposición de su Sílabo, por favor.

Así, la jerarquía se convence de que ha llegado el momento de abrirse al siglo, a pesar de la palabra de Aquel que lo ha vencido. Y, dirigiéndose al siglo, va de suyo que comience a mirar con vergüenza la fe tradicional del pueblo analfabeto. La jerarquía se abre al siglo ciertamente con circunspecta prudencia (al comienzo), pero ciertamente bebiéndose todas las patrañas de la cosmología moderna con la piadosa ingenuidad del neófito. Todavía hoy, dos siglos después de la rehabilitación de Galileo, la jerarquía ignora tranquilamente y de muestra no saber nada de la infame mentira cosmológica inventada en la logia, que hace del hombre un ser perdido en la periferia del cosmos. Es increíble: tenemos a Jesús que confirma toda la Sagrada Escritura diciendo que no puede ser anulada (Jn 10, 35), tenemos la asistencia del Espíritu Santo que nos conduce a la Verdad entera, tenemos a Aquel que ha vencido al mundo, tenemos la inteligencia de Papas como Urbano VIII, de teólogos como San Roberto Belarmino, pero esto no es suficiente para la jerarquía. Es necesario beber las mentiras del siglo y enseñarlas al pueblo. En una palabra: es necesario emanciparse del analfabetismo católico de Lourdes y de Fátima para beberse las mentiras que se han bebido los protestantes. La Iglesia Católica, desgraciadamente, parece haber olvidado, especialmente en el último siglo, que la serpiente antigua, además de ser homicida desde el principio, es también y ante todo, el padre de la mentira. Con la mentira, en efecto, ha dado inicio a su obra de corrupción: “Eritis sicut Dii”.

La gran mentira
Por un discurso de Albert Einstein, pronunciado en la universidad de Kyoto, en Japón, el 14-12-1922, sabemos sobre qué bases científicas se basa la teoría heliocéntrica. Esto es lo que dice el mayor genio del siglo XX a un público ciertamente no analfabeto:

“He llegado a creer que el movimiento de la tierra 
no pueda ser revelado por ningún experimento óptico, 
aunque la tierra gira alrededor del sol”.

Lo que traducido para nosotros, pueblo analfabeto, significa precisamente esto: aunque es imposible demostrar que la tierra gira alrededor del sol, a pesar de ello, ella ciertamente gira. El riguroso método científico galileano, por tanto, da por obtenido lo que debe demostrar, y, más aún, ateniéndonos a las mismas palabras de Einstein, da para demostrarlo lo que es incluso imposible demostrar, es decir, el heliocentrismo. ¿Pero por qué llega Einstein a semejante afirmación? Simplemente porque no puede aceptar el resultado con el interferómetro de Michelson y Morley, que no detecta el movimiento de la tierra alrededor del sol. Por consiguiente, para Einstein y la moderna cosmología, la tierra, aunque no gira alrededor del sol, debe hacerlo (de otro modo tenía razón Urbano VIII y se había equivocado Galileo). Claro, ¿no? El experimento con el interferómetro de Michelson y Morley no es admitido porque entonces las Sagradas Escrituras y la Tradición Católica no se equivocarían, mientras que deben hacerlo. Este es el mundo al que la jerarquía católica ha querido abrir la Santa Iglesia de Dios, para entrar en diálogo con él y ser admitida en él mucho tiempo antes del Concilio Vaticano II y de la Gaudium et Spes.

Pero vayamos a los hechos. Narra la historia científica que Albert Abraham Michelson (1852 – 1931), un judío alemán emigrado a los EE.UU., iba buscando las pruebas de la existencia del éter lumnífero; es decir, una materia física invisible para los ojos, que después de ciertos descubrimientos del electromagnetismo habría podido propagar la luz, dado que el vacío no existe en la naturaleza. Para este fin construyó una máquina experimental llamada interferómetro, todavía hoy en uso, que le valió el Nobel de 1907. Lo que la historia científica dice es que buscaba el éter aprovechando el movimiento de la tierra alrededor del sol, cuya velocidad teórica, calculada en base a la longitud de la órbita terrestre y del tiempo empleado en realizarla (un año), debía ser necesariamente de 30 km por segundo. Lo que calla es que se tropezó con otra cosa. 
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