sábado, 26 de septiembre de 2020

Beato Carlos de Habsburgo, emperador de Austria. La santidad en medio de la I Guerra Mundial


La santidad en medio de la Primera Guerra Mundial
Beato Carlos de Habsburgo, emperador de Austria
26 septiembre, 2020

Los liberales ingleses, los nacionalistas italianos, los serbios, los prusianos, los bolcheviques rusos y una infinidad de grupos sin conexión aparente compartían la creencia de que el mundo sería un lugar mejor una vez hubiera caído el malvado Imperio austrohúngaro. Pocos repararon en las bondades de un régimen multiétnico, respetuoso con las minorías étnicas y garante de la alta cultura europea hasta que fue demasiado tarde.

Stefan Zweig lo definió de forma tan nítida como solía: «La gente vivía bien, la vida era fácil y despreocupada en aquella vieja Viena, y los alemanes del norte miraban con cierto enojo y desdén a sus vecinos del Danubio que, en vez de ser “eficientes” y mantener un riguroso orden, disfrutábamos de la vida, comíamos bien, nos deleitamos con el teatro y las fiestas y, además, hacíamos una música excelente». Lo que cubrió el vacío a corto plazo de aquel imperio con alma de músico fue el caos y el conflicto en Europa oriental…

Las alimañas cayeron raudas sobre el cadáver del imperio Habsburgo sin tiempo de hacer siquiera una autopsia. En medio de la tragedia quedó Austria, resignada a ser de pronto una provincia más alemana, y sobre todo el último emperador, Carlos I, un hombre que llegó al trono a mediados de la Primera Guerra Mundial y prefirió la paz para el país antes que conservar la corona a costa de sangre en las calles.

El 21 de noviembre de 1916 falleció Francisco José I, el gran patriarca de las monarquías europeas, a los 86 años. Su imperio se encontraba inmerso en la Primera Guerra Mundial, cercado por sus enemigos y, ante todo, por su gran aliado. La Alemania de Guillermo II cada vez se molestaba menos en disimular su desconfianza hacia el Ejército austriaco y sus deseos de derrumbar la doble corona austrohúngara. Solo la presencia del imponente Francisco José parecía separar al Imperio Habsburgo de las garras alemanas.

Fallecido dos años antes Francisco Fernando de Austria, un archiduque poco o nada popular, asumió la corona imperial otro de los sobrinos nietos de Francisco José. Carlos de Habsburgo-Lorena y Sajonia, de 29 años, era un hombre alto, atractivo, sensible, disciplinado y, ante todo, radiante de humanidad. El poeta Anatole France, ganador del Nobel, diría de él que fue «el único hombre honesto que surgiría durante todo esta guerra, pero era un santo y nadie lo escuchó».

Carlos de Habsburgo-Lorena no solo era el único líder de los países beligerantes que había recibido una formación militar profesional, sino también el que se mostró más compasivo con sus tropas. En el frente italiano, donde ejerció como comandante de un cuerpo del Ejército Imperial y Real, se mostró en contra de aquellos planes que pudieran costar una cantidad elevada de muertos y se ganó el afecto de sus tropas al visitar posiciones avanzadas en contra de las precauciones del estado mayor. Cuenta el historiador Richard Bassett en el libro «Por Dios y por el káiser» (Desperta Ferro, 2018) que en cierta ocasión un edecán trató de impedirle trasladarse a las trincheras, pues tenía órdenes de no poner en riesgo la vida del heredero. El archiduque se detuvo, sonrió y siguió adelante como si nada: «Sin embargo, creo que deberíamos continuar».

Cuando alcanzó la Corona, Carlos I encaminó sus esfuerzos en lograr recomponer militarmente su imperio y en alcanzar un final a aquella contienda que tantas vidas estaba costando. El hambre campaba por las calles del imperio y el goteo de heridos era insostenible, de Praga a Viena el riesgo de colapso se podía palpar. Ninguno de sus predecesores se había tenido que enfrentar simultaneamente a Inglaterra, Francia y Rusia de la mano de un imperio, el alemán, empeñado en convertir Austria en un satélite.

De ahí que Carlos prescindiera de la pompa que rodeaba a la coronación de todos los Habsburgo y no dudara en viajar al frente italiano a reivindicar la independencia del ejército austrohúngaro respecto al alemán.

El alto mando alemán vió en la actitud del nuevo emperador una amenaza a sus planes. Le pusieran bajo vigilancia y trabajaron en menoscabar su autoridad en todos los frentes. El bando Aliado tampoco se mostró entusiasmado ante la llegada de un nuevo monarca: uno de los objetivos de la guerra, según su propaganda, era acabar con la «prisión de nacionalidades» que era supuestamente el Imperio austrohúngaro. Esa era una prioridad que no iba a cambiar estuviera un Emperador u otro a su cabeza de Viena.

Optimista por naturaleza, Carlos no desistió a pesar de todo en sus intentos de alcanzar, con permiso de los alemanes, un acuerdo de paz por vía de Francia, tan agotada como Austria. No obstante, el entendimiento fue imposible debido al compromiso francés con Italia, que se rompía los cuernos en ese momento con los austriacos en los Alpes, y al hecho de que distintos actores del conflicto habían entrado en una fase radical de victoria o muerte.

Alemania, camino de una dictadura militar, inició en enero de 1917 una guerra submarina a gran escala contra barcos de todas las nacionalidades que, como advirtió Carlos, habría de causar más pronto que tarde la entrada de EE.UU. en la contienda.

Nadie en Berlín hizo caso a las protestas de Carlos, ni siquiera cuando este se opuso por completo a que se enviara al líder bolchevique Vladimir Ylich Lenin desde Suiza a Rusia para agitar los ánimos revolucionarios. El monarca Habsburgo no era partidario de abrir una puerta tan peligrosa para toda la realeza. Y tampoco lo era de usar armas químicas, como lo hicieron la mayoría de los ejércitos en esta guerra, lo cual resultó indiferente al alto mando alemán al autorizar que también los austriacos la emplearan. Cada semana que fue avanzado la contienda resultó más evidente que los Habsburgo no entraban en los planes de futuro alemanes.

El plan O alemán preveía la ocupación militar de Bohemia, y luego del resto de Austria, en caso de que Carlos sacara a su país de la guerra. Una vez acabada la guera contra Inglaterra y Francia, la anexión austriaca también era ineludible.

En este sentido, fueron los propios alemanes quienes impidieron al Imperio austrohúngaro derrotar definitivamente a Italia, aunque estuvo en su mano, pues en el fondo necesitaban que parte de las tropas Habsburgo siguieran ocupadas y sin capacidad de defenderse de su pérfido aliado.

El último Emperador Habsburgo estuvo, asimismo, demasiado ocupado por problemas locales, tales como el hambre, las revueltas sociales y los estallidos de nacionalistas eslavos, cabreados con los planes germanos y entusiasmados con el «sagrado» derecho a la autodeterminación que defendía el presidente estadounidense Wilson, como para poder defenderse de las intromisiones alemanas.

La postrera publicación de los detalles de las negociaciones entre Francia y los Habsburgo, que habían ofrecido más de lo debido a cambio de la paz, colocaron a Carlos I en una posición muy comprometida con los alemanes. En una reunión de urgencia con el káiser, el último emperador Habsburgo se vio obligado en el último año de la guerra a aceptar que su imperio quedara tras el conflicto rebajado a un estatus como el de Baviera dentro del Imperio alemán, esto es, un territorio subordinado a la gran potencia germánica.

Carlos nunca estuvo dispuesto a cumplir con esta demanda, pero ya para esas fechas sabía que la victoria de su bando era imposible y más valía mantenerle otro rato la sonrisa al káiser que oponerse a sus designios.

En el otoño de 1918, con el imperio en avanzado proceso de descomposición interna, se produjo la extraña imagen de ver aún en el frente italiano a un ejército luchando por un país que ya no existía. Con Austria levantada, Hungría invocando a sus tropas, Chequia reconocida como una nación independiente y otros eslavos camino de la libertad, el imperio Habsburgo finalizó su andadura milenaria.

Un oficial de caballería de aquel imperio extinto, el pintor Kokoschka, recordó al mundo las pocas razones que había para celebrar la caída del gigante:

«El imperio de los Habsburgo, gobernado por el viejo emperador según el espíritu ilustrado de José II, no era un Estado ideal. Sin embargo, antes de la Primera Guerra Mundial, los juicios sumarios, la caza de brujas, la tortura, las ejecuciones públicas, las sentencias de muerte secretas, los campos de concentración, las deportaciones y las confiscaciones eran desconocidas allí; también lo eran el trabajo esclavo -Austria no tenía colonias- y el trabajo infantil. El antisemitismo era un delito punible».

El Emperador Carlos tuvo en su mano la posibilidad de, al menos, poner a buen recaudo la autoridad de su dinastía en Viena. Prefirió la paz. El Monarca hizo oídos sordos al ofrecimiento de un ejército de 80.000 soldados de ocupar la capital en cumplimiento de los compromisos irrompibles del Ejército Imperial y Real con los Habsburgo.

En respuesta de quienes le pedían que diera un golpe sobre la mesa, Carlos publicó el 11 de noviembre de 1918 el punto final a su dinastía en la declaración:

«No he dudado en restaurar la vida constitucional y he abierto a los pueblos el camino de su desarrollo como Estados independientes. Tan lleno como siempre por una firme devoción por todos mis pueblos, no deseo oponerme con mi propia persona al libre gobierno. Admito por adelantado las decisiones que pueda tomar la Austria alemana sobre su futura conformación. Renuncio a toda participación en asuntos de Estado […] la felicidad de mis pueblos ha sido desde el principio el objeto de mis ardientes deseos. Solo una paz interior puede curar las heridas de esta guerra».

El gobierno suizo acogió en el exilio al Emperador con la condición de que se abstuviese de cualquier actividad que pudiese comprometer al país. No cumplió exactamente con esta condición, pues hasta en dos ocasiones trató de volver al trono en Hungría, donde le quedaba una amplia masa de partidarios. Falleció en 1922 en la isla de Madeira. Su hijo Otto mantuvo viva la llama de los valores Habsburgo y mostró su desprecio por el movimiento nazi, antitésis de lo que había representado su monarquía. Otto solía presumir de que, aunque austriaco de nacimiento, a Hitler no se le había permitido entrar en el Ejército Imperial y Real. Los bávaros habían sido menos exigentes…

Hitler, por su parte, siempre consideró a este imperio que defendía a los judíos y la diversidad nacional en su territorio como un estorbo para sus planes nacionalistas. En 1938, el III Reich engulló como un provincia más a Austria y acusó a los Habsburgo de haber hundido en la decadencia a este pueblo. Se le suelen atribuir al dictador unas infames palabras, en realidad pronunciadas por el político británico Anthony Eden, descalificando con simpleza todos los siglos de historia y glorias imperiales: «¿Qué es Austria? Cinco Habsburgo y cien judíos».

Carlos I fue beatificado en Roma el 3 de octubre de 2004, por el Papa Juan Pablo II, como reconocimiento a su devoción y a sus tentativas para promover la paz.