sábado, 21 de noviembre de 2020

¡FRANCO! Estadista. 20-N-2020, por PÍO MOA

¡FRANCO! Estadista 
Por Pío Moa 
20-N-2020


En su faceta de político también descuella Franco por la magnitud de los obstáculos y enemigos que afrontó y venció, y por el balance de sus acciones. De cualquier modo que se valoren, permanecen hechos evidentes: triunfó en la reconstrucción del país en muy arduas circunstancias, bajo la casi fatal atracción de la guerra mundial, sufriendo luego el maquis y el aislamiento, y siempre con la hostilidad euroccidental, los auxilios externos a la subversión comunista y terrorista y, en la última etapa, la defección de la Iglesia. Tales pruebas ni siquiera habría osado arrostrarlas un líder corriente, al igual que no habría aceptado continuar la lucha después del desastroso comienzo de la guerra civil. Salta a la vista su gran superioridad sobre los políticos republicanos: Azaña ha sido encomiado hasta las nubes –con perfecta falta de sentido crítico– como contrafigura del Caudillo, pero realmente fue uno de los principales causantes de la ruina de la democracia o lo que tuvo de democracia la república. Hoy recibe menos incienso. Y siendo el republicano de izquierda más lúcido, sus devastadores juicios sobre sus correligionarios clarifican mejor que muchos estudios la realidad de aquella república. De los políticos anteriores solo puede aproximarse a Franco el fundador del régimen de la Restauración, Cánovas, que superó los peores males del siglo XIX y aseguró una estabilidad y progreso modestos pero continuados. En el confuso y violento siglo XIX es difícil encontrar políticos de gran talla, aunque hubiera algunos respetables.

No sobra la comparación con otros estadistas de la Europa de posguerra. Hay bastante consenso en señalar como los más sobresalientes a Konrad Adenauer, Alcide De Gasperi, Clement Attlee y Charles De Gaulle, justamente celebrados por haber reconstruido, traído prosperidad y en varios casos democratizado sus países. Pero estos, pese a sus méritos, poco habrían alcanzado sin el cuantioso auxilio económico y el paraguas atómico de Usa frente al bloque soviético: tutela amistosa pero también humillante para unos países antaño dominadores. Franco, en cambio, sufrió hostigamiento político y medidas de intención brutal contra la economía española, y obró con una dosis mayor de soberanía e independencia con respecto a Usa.


Dentro de las condiciones dichas, el laborista Attlee, primer ministro entre 1945 y 1951, impulsó el estado de bienestar en Reino Unido y aplicó una vasta política de nacionalizaciones (hasta el 20% de la industria) y racionamiento. Política con algún parecido a la de España por entonces, si bien más exitosa, tanto por partir de un nivel técnico e industrial superior como por haber sido el máximo beneficiario de la ayuda useña y no soportar hostilidad exterior. El democristiano Adenauer ensayó desde 1949 una economía mucho más liberal y eficaz que la inglesa, promovida por su ministro Ludwig Erhard. El “milagro alemán” de los años 50 convertiría al país en la mayor potencia económica europea. En menor grado cabe atribuir algo parecido al también democristiano De Gasperi en Italia. De Gaulle tuvo que abandonar el poder en 1946 para recuperarlo doce años más tarde mediante un semigolpe de estado bajo amenaza de guerra civil por las disensiones derivadas de la guerra de Argelia. Fundó la V República francesa, que sigue en pie, y trató de sacudirse la protección useña y convertir a Francia en el poder directivo de la CEE, con vistas a hacer de esta una superpotencia independiente, equivalente a Usa y a la URSS. Con tal programa estrechó lazos con Alemania, rechazó la adhesión de Inglaterra, por considerarla el caballo de Troya de Washington, se dotó de armamento nuclear, expulsó las bases useñas y salió del aparato militar de la OTAN. Su gran designio falló parcialmente porque su país carecía de base suficiente para sostenerlo. Francia disfrutó de prosperidad bajo su mandato, lo cual no impidió que cayera al borde del caos y el enfrentamiento civil en la “revolución de mayo del 68”. Al año siguiente De Gaulle dimitió al no sentirse respaldado por una mayoría de compatriotas.


Conflicto mayor para Holanda, Inglaterra, Francia, Bélgica y Portugal durante las dos-tres décadas siguientes a la guerra fue la pérdida de sus imperios coloniales, casi siempre desairada y a veces funesta. Attlee hubo de abandonar la India entre violentos desplazamientos, semejantes en número a los de alemanes al terminar la guerra mundial, con un balance de hasta un millón de muertos; también salió de Palestina bajo los golpes recibidos de los independentistas israelíes; y fracasó en sus programas de desarrollo de las colonias africanas, así como en su intervención en la guerra civil griega. Bastante peor le fue a Francia, vencida en la costosa guerra de Indochina y luego desgarrada internamente por la de Argelia, que llevó al colapso a la IV República. Luego De Gaulle aceptó la derrota y una retirada sumamente penosa para los colonos franceses y los argelinos colaboradores, masacrados a menudo. Argelia había sido considerada parte de Francia, y no una colonia. Italia fue despojada de sus colonias por los vencedores de la guerra mundial. Holanda salió malparada de Indonesia, y Bélgica del Congo; Portugal retuvo sus colonias más tiempo, pero en ellas se fraguó el golpe militar de 1974. La política descolonizadora española acarreó muchos menos costes y, salvo incidentes menores, transcurrió con bastante más orden que las anteriores.


No suena absurdo, entonces, comparar a Franco con los estadistas más descollantes de su tiempo, incluso por encima de ellos si ponderamos los retos encarados. Cuando falleció, en 1975, el nivel de los gobernantes europeos había descendido. Francia estaba presidida por Giscard d´Estaing, político corrupto y protector de la ETA, que pretendía orientar la transición española (y así lo aceptó en parte Juan Carlos, dándole trato privilegiado en la ceremonia de su coronación). El inglés Harold Wilson, laborista como Attlee, reforzaba las medidas socializantes, mientras el desempleo crecía con rapidez y proseguía la guerra civil larvada en el Ulster. En Alemania el socialdemócrata Helmut Schmidt propulsaba una mayor integración económica y política de la CEE, así como la Ostpolitik de Willy Brandt, su predecesor en la cancillería hasta 1974, cuando dimitió por el caso Guillaume, un alto asesor personal suyo que espiaba para Alemania Oriental. La Ostpolitik daba por consolidados indefinidamente los sistemas comunistas y, por “realismo”, procuraba avenirse con ellos. En la transición española, la socialdemocracia alemana apostaría por revitalizar el PSOE. A Italia, sumida en una honda crisis económica y política, la gobernaba el democristiano Aldo Moro, partidario de vastos acuerdos, incluso de un gobierno “solidario” de concentración con el Partido Comunista. Tres años después lo asesinarían las Brigadas Rojas.


Cuestión aparte en estas comparaciones es la de la democracia. El gobierno de Franco no provino de elecciones, como sí lo fueron los demás; y tampoco pretendió otra cosa, de acuerdo con su crítica al sistema demoliberal. Así, cabría entender al franquismo como un residuo de la crisis de los años 20 y 30, cuando el liberalismo, incapaz de superar la crisis económica y de contener el auge comunista, dio paso a gobiernos fascistas o autoritarios. Después, solo la intervención militar useña permitió imponer, reponer o salvar, y luego proteger, a las democracias en Europa. Es decir, ni esos países ni sus gobernantes debían sus democracias a sí mismos, sino a un poder militar exterior, que por otra parte contribuyó a la pérdida harto calamitosa de sus imperios coloniales. En cuanto a España, habiéndose zafado de las convulsiones del resto del continente y no deber nada a Usa, no tenía por qué seguir el mismo camino. Aquí, la república había sido una democracia un tanto deforme y destruida por la subversión izquierdo-separatista, experiencia concluyente en opinión de los nacionales: la democracia liberal, funcionara mejor o peor en otros países, no servía para España.


Franco y muchos más creían preciso, por tanto, ensayar un tipo de convivencia social superadora del liberalismo y el comunismo. Algunos de los suyos, en cambio, entendían el franquismo como una situación anormal y transitoria, necesaria ante una crisis histórica profunda, pero que antes o después debería volver a una “normalidad” democrática. Así venían a pensar los generales y políticos partidarios de Don Juan, por ejemplo. Pero Franco atribuía a aquel tipo de monarquía los males pasados, cuya vuelta haría estériles los sacrificios de la guerra. El alzamiento de 1936 no se había hecho por la monarquía ni por la democracia, sino por un concepto más amplio y básico de la nación española, de la cultura y de la libertad personal. Finalmente, habían sido él y los suyos quienes habían derrotado a la revolución y sorteado la guerra mundial, y no estaban dispuestos a que unos “espabilados” serviles a gobiernos ajenos les arrebatasen el fruto de la victoria.

Por lo demás, los nacionales rechazaban enérgicamente el supuesto derecho de cualquier país extranjero a dictar a España su forma de gobierno. Este rechazo podría usarse para justificar una tiranía impuesta por el terror, pero ese no fue ciertamente el caso. Aparte expresiones de descontento comunes a todos los países y sistemas (piove, porco Governo!), el sustento popular a Franco se expresó de muchos modos, también en la impotencia contraria para movilizar al pueblo; y no sufrió prisión demócrata alguno. Datos que conviene repetir, por lo reveladores y tan a menudo negados.


Pese a no proceder de elecciones populares, el Caudillo estaba seguro de la legitimidad de su régimen, refrendado en varios referéndums y que, al igual que las democracias, procedía de una guerra. Suele distinguirse entre legitimidad de origen y de ejercicio, y habiendo sido él y los suyos — no los casi inexistentes demócratas ni los muy minoritarios monárquicos—quienes habían salvado a la sociedad de la revolución, la legitimidad de origen parecía clara (a menos que se estimara normal y democrático al Frente Popular, idea demostrativa de la calidad del criterio democrático de quienes la sostienen). Luego, los vencedores habían reconstruido y llevado el país al mayor bienestar material y social en al menos dos siglos, lo que le otorgaba máxima legitimidad de ejercicio. Mas, paradójicamente, sus éxitos iban creando condiciones para una evolución hacia la antes denigrada democracia liberal, mientras el franquismo se vaciaba ideológicamente.


Esta evolución última debió de ser muy dolorosa para Franco, y es difícil decir si terminó por aceptarla. Testimonios como el de Vernon Walters, sugieren que daba por hecha una democratización, al menos parcial, lo que parece corroborado por la nula alusión al Movimiento en su testamento político. No obstante, José Utrera Molina, que fue ministro de la Vivienda y secretario general del Movimiento, le expuso su impresión de que Juan Carlos pensaba romper la continuidad del régimen: “Franco cambió súbitamente de expresión (…) y con notorio enfado exclamó: “Eso no es cierto, y es muy grave lo que usted me dice (…) Sé que cuando yo muera todo será distinto, pero existen juramentos que obligan y principios que han de permanecer (…) España no podrá regresar a la fragmentación y a la discordia” (J. Utrera Molina, Sin cambiar de bandera, Barcelona 1990, p 208-9)

En su testamento insiste sobre todo en la unidad nacional.