jueves, 12 de noviembre de 2020

La naturaleza del proceso revolucionario chileno

La naturaleza del proceso revolucionario chileno
Agustín Laje 
 6/11/2020 

Por su práctica identificación con el proceso revolucionario español, o mejor decir antiespañol, les ofrecemos este excelente análisis del proceso revolucionario chileno.


“Se trata siempre de volverle objetivamente la vida imposible, de propagar la inquietud, la duda y el recelo, de hacer, en la modesta medida de los medios de cada uno, todo el mal posible”. Esto se lee en una de las páginas de Tesis sobre el Partido Imaginario de Tiqqun, un librito que en el 2016 adquirí en Chile. Conocía a Tiqqun por Francia, pero me sorprendió verlo en la capital chilena. Los ejemplares descansaban sobre mantas en la vereda y costaban apenas un dólar. No se trataba del dinero sino de la revolución. Los vendedores no eran vendedores sino militantes: unos cinco sujetos con aspecto neo-hippie ofrecían a viva voz este y otros panfletos por el estilo. Se veían a sí mismos como la vanguardia del “Partido Imaginario” de Tiqqun.

Chile es un país políticamente fascinante. Sus divisiones políticas son probablemente más significativas que en la mayoría de los países americanos. El legado de Pinochet dejó una derecha que por varios años fue bastante fuerte. Tenía para mostrar, pues, un innegable éxito económico. Para un argentino de derecha como yo, era ciertamente una rareza encontrar una avenida llamada “11 de Septiembre” o una “Fundación Augusto Pinochet”. No menos raro era escuchar políticos asumir ser de “derechas”, de manera pública, sin mayores inconvenientes. Los think tanks chilenos, además, montaban estructuras sorprendentes. Hace más de una década me engañé a mí mismo, creyendo que la sociedad chilena era, en términos generales, “una sociedad de derechas”.


Pero muy pronto conocí otro Chile. El Chile de los diputados comunistas, de las revueltas estudiantiles, de la insurrección mapuche. En Argentina el PC es un hazmerreír, la política estudiantil es poco más que un juego, y no conocemos el terrorismo indígena. Por cierto, también conocí el Chile anarquista, de quienes no ocupan ningún asiento del sistema pero que ocupan con determinación el espacio público con distintas intervenciones (graffitis, happenings, puestas en escena, destrozos). El mismo año que encontré a Tiqqun en las calles de Santiago, en Punta Arenas, bien al sur del país, en un colegio al que fui a dar una conferencia, los alumnos me comentaron que días atrás habían estado ahí mismo Boric y Jackson, dos diputados de izquierda. Los alumnos, de dieciséis años, ya hablaban de Gramsci. Ahí fue que terminé de entender que en Chile no sólo había una derecha fuerte (que, en rigor, cada día parecía más débil) sino también una izquierda que revestía una forma muy distinta a la izquierda de mi país (jerárquica, estatizada y, sobre todo, peronizada).

Entender lo que sucede hoy en Chile es entender estos procesos históricos y la naturaleza de la revolución en curso. Para la centro-derecha tecnocrática esto es casi un imposible, porque ella concibe la historia simplemente como una sucesión de gráficos y números en los que la salud del tejido social, cultural y político equivale a la salud de las cuentas. La sociedad deviene en una enorme calculadora y su naturaleza se concibe en clave macro-económica. Pero la revolución en curso desprecia las cantidades, no entiende de adiciones y sustracciones, y de ninguna manera es macro sino micro: en términos de Félix Guattari, que en los ’90 ya deambulaba en Chile y contribuía a reorganizar el izquierdismo chileno, es “molecular”.

Desde luego que en Chile ha intervenido Venezuela y que incluso se han detenido a miembros de las FARC operando en el país. Todo eso es cierto y ya lo sabemos, pero no alcanza para explicar lo que actualmente ocurre. En Chile ha emergido un poder de negación nunca antes visto, que ha mantenido su potencia a lo largo de todo un año. Semejante negatividad, semejante energía revolucionaria, ha sido producida con enorme paciencia, ha sido trabajada de manera incansable por lo que es, probablemente, la izquierda más avispada del continente.


No exagero. El socialismo del Siglo XXI no lo inventó un coronel venezolano, sino un político chileno, y no en el nuevo milenio, sino en 1970. La estrategia de penetrar las instituciones democráticas y republicanas para acabar con ellas desde adentro, que hoy vinculamos al chavismo, es, en honor a la verdad, allendismo puro y duro. Salvador Allende y no Hugo Chávez. La diferencia, en todo caso, fue de tiempo. La derecha acabó militarmente a tiempo con Allende y la izquierda. Lo mismo ocurrió en tantos otros países, como el mío. Pero la izquierda chilena no fue derrotada políticamente y se preparó, desde entonces, para cambiar el terreno de juego. El modelo castrista de revolución armada nunca funcionó; el modelo entrista-molar de Allende fue detectado a tiempo; y aparece entonces el modelo cultural-molecular del que hoy, Chile, como hace cincuenta años con Allende, también podría convertirse en el primer caso de consumación indudablemente revolucionaria a partir de estrategias renovadas.

La tradición culturalista del marxismo, que empieza decididamente con Gramsci, llega a Ernesto Laclau y Chantal Mouffe en forma de posmarxismo. Gramsci ha sido cuidadosamente leído y difundido por la izquierda chilena. Laclau brindó numerosas conferencias en el país andino y ofreció, junto con Mouffe, un clásico en esta materia: Hegemonía y estrategia socialista. Mouffe, por cierto, ha formado a cuadros del Frente Amplio y visita a menudo Chile, ofreciendo conferencias en las principales universidades. De esta tradición de pensamiento político, la izquierda entiende que la identidad de los sujetos que harán la revolución no está predefinida, no es siquiera esencial, sino que debe ser construida. Nada de clase obrera como mesías de la historia; nada de lucha de clases como forma de la revolución. La izquierda debe curarse de esa patología política llamada economicismo (que la derecha nunca deja de padecer) y abrirse a la multiplicidad de antagonismos: hombres/mujeres, heterosexuales/homosexuales, adultos/niños, sanos/enfermos, cuerdos/locos, blancos/negros, nacionales/inmigrantes, colonizadores/indígenas, humanos/animales, y tantos etcéteras como se quieran.

El modelo es “cultural” precisamente en el sentido de que desplaza la sustancia del antagonismo de lo económico-material a lo cultural-inmaterial. Las demandas económicas no desaparecen, desde luego, pero ceden protagonismo a luchas por significados, formas de vida, interpretaciones, deseos. De ahí que hoy resulte más familiar la palabra “opresión” que la palabra “explotación”. Pero además, el modelo es “molecular”, porque los antagonismos descienden a la vida de todos los días, a las relaciones personales, a la propia experiencia de la intimidad. La politización total de la vida —un ethos ciertamente totalitario— configura vidas agonísticas, atravesadas por conflictos y luchas permanentes contra la totalidad: luchas moleculares. Guattari en La revolución molecular ha enseñado a la izquierda que hay que “romper con la división tradicional entre los grandes grupos sociales y los problemas individuales, familiares, escolares, profesionales, etc.”. Tiqqun es concluyente: “Todo es político”.


La naturaleza de la revolución en curso es más molecular que hegemónica. En esto reside su enorme originalidad respecto a otras izquierdas exitosas. Que se entienda: la hegemonía es el proceso político por medio del cual distintos sujetos se articulan a partir de la construcción de equivalencias (homosexuales-mujeres-indígenas-socialistas, por ejemplo, se configuran en algo más que ellos mismos). Cuando las equivalencias se condensan en torno al nombre de un líder que aspira a significar al pueblo mismo, ahí tenemos populismo (Laclau). Esto es el kirchnerismo, por ejemplo. Pero la lógica molecular es distinta. No aspira a ninguna conducción; no aspira a la conformación de identidades políticas agregadas más o menos estables. Al contrario: su fuerza reside en la multiplicidad inconexa que se amontona en el ataque y se dispersa a continuación, para repetir el proceso una y otra vez. La solidaridad orgánica de la hegemonía es mera yuxtaposición en el modelo molecular: una molécula al lado de la otra, sin hacer de ellas algo más grande que ellas mismas.

La negatividad, en todo caso, es la fuerza que atrae a las moléculas entre sí. Feministas, homosexuales, anarquistas, comunistas, estudiantes, indigenistas, inmigrantes, anti-especistas… no aspiran a ser el Pueblo como en el populismo, ni aspiran a formar una identidad que trascienda sus particularidades como en la estrategia socialista de Mouffe y Laclau, sino que simplemente se encuentran entre sí en la negación radical de Chile, de su sociedad, sus instituciones, sus tradiciones, su historia. De aquí que una “nueva constitución”, en rigor, se vea paradójicamente más como final que como inicio. Lo importante no es lo que puede empezar, sino lo que debe terminar. La izquierda, es bien sabido, gusta más de destruir que de construir. Y, en efecto, para esto último jamás ha servido.

La centro-derecha tecnocrática pensaba que gobernaba el país simplemente porque el modelo económico no sufría grandes alteraciones cuando la centro-izquierda se hacía con el poder. Lo que aquélla jamás entendió es que lo único que gobernaba era la economía, cuyo control ya ha sido sustraído no por los “hacedores de números” sino por los “hacedores de palabras”, como los llamaba Robert Nozick. Tantos gráficos, tantas plantillas de Excel, para nada. El relato finalmente mató al dato. La forma de ver el mundo se desentendió de la forma de consumir en el mundo. No alcanzó con el televisor siempre más amplio y brillante, ni con el teléfono celular siempre más rápido y ligero. La ideología del centro comercial no tuvo nada que hacer frente a las marchas estudiantiles, las insurrecciones indígenas, los himnos feministas y los happenings posporno del LGBT. O quizás más cierto sea decir que la forma de consumir en el mundo se puso, inclusive, al servicio de la forma de ver el mundo: los centros comerciales también vendieron revolución (recuerdo las camisetas de H&M con estampados feministas del Costanera Center), cuyo éxito político es directamente proporcional a su condición de mercancía.


Entiendo la frustración de Alexis López Tapia, intelectual chileno que analiza la revolución molecular en su país y se lamenta de que la centro-derecha liberal jamás haya visto venir todo esto. Guattari ya se regocijaba al respecto en Líneas de fuga: los tecnócratas liberales, dice aquél, “para intentar hacer frente a las mutaciones sociales que algún día podrían hundirlos, se esfuerzan en hacer concesiones sobre cierto número de asuntos que no cuestionan los fundamentos esenciales de los poderes capitalísticos”. Así, “se sienten «modernos» contra una derecha y una izquierda que conducen una parte no despreciable del electorado”. En consecuencia, Guattari se frota las manos porque ve que eso que hoy podemos llamar “derechita cobarde” se vuelve contra su propio electorado mientras cree poder controlar los antagonismos moleculares que se forman contra ella. Pero ese control en verdad es concesión, mimesis, confusión, identificación. Verbigracia: la paparruchada del “feminismo liberal” y los liberales que apoyaron la agenda de género como refuerzo de la “libertad individual”, mientras seguían hablando del viejo Marx y de Keynes; los cobardes que dieron la espalda a la historia y a los presos militares porque le concedieron a la izquierda el monopolio sobre el pasado.

Lo molecular es lo inaprensible. Como el Partido Imaginario de Tiqqun: está en todas partes, pero no se lo puede ver, no se lo quiere ver. No hay líderes, no hay jerarquías, no hay representantes ni representados, no hay procedimientos formales ni estratificaciones. No hay nadie con quien negociar, ni a nadie a quien derrocar. No hay siquiera voluntad general: en tal sentido, no hay nadie a quien convencer. El comunismo que Marx describió como “fantasma” era demasiado tangible como para ser tal cosa. La revolución molecular penetra tan fácilmente en la centro-derecha —a diferencia de los viejos modelos izquierdistas— por ser aquélla verdaderamente fantasmagórica. Ella impone su agenda, sus categorías, su lenguaje y sus poses. Ella sabe muy bien que no hay que llegar al gobierno para hacerse del poder, sino más bien hacerse del poder para gobernar (aun cuando otros, como Piñera, fantasean que manejan el timón).


Lo que vive hoy Chile es el fruto de un proceso histórico de décadas. Desde la derecha podemos buscar chivos expiatorios para explicar lo sucedido: Nicolás Maduro, el Foro de Sao Paulo, el Grupo de Puebla, Diosdado Cabello, etcétera. Pero la autocrítica no sólo es más honesta, sino también políticamente más inteligente. Entregar los valores, la historia, el arte, el cine, los medios de comunicación, y, en una palabra, la cultura y sus instituciones a la izquierda, ha significado un precio muy alto que es el que ahora se está pagando. La economía, finalmente, no era todo; la cultura terminó asaltando sus dominios y al parecer nadie dará la vida por los indicadores macroeconómicos, por más claros que ellos pretendan ser.

Doy cierre a estas líneas pensando en ese grupo de militantes que vendían a un dólar los libritos de Tiqqun en una vereda céntrica de Santiago, hace cuatro años ya. Reviso nuevamente el texto, lo ojeo: “El Partido Imaginario reivindica la totalidad de lo que en pensamientos, palabras o actos conspira por la destrucción del orden presente. El desastre es su obra”. Continúo: “su forma es la de una hostilidad sin objeto preciso, la de un odio fundamental que surge desde la interioridad más insondable”. Poco más adelante: “no funda su causa sobre nada, pero esta nada es la Nada que sabemos idéntica al Ser”. Es ciertamente en calco del ethos y del modus operandi de la revolución en curso. Hay mucha gente que ha preparado molecularmente lo que hoy se vive en Chile.

Para la Gaceta de la Iberoesfera