«Eyes wide shut»: cierra los ojos, cierra los oídos,
cierra la boca, cierra el cerebro (los cuatro monos)
6 ABRIL 2021
Como suele suceder en tantos ámbitos de la vida, y en tantas contingencias de la existencia tanto personal como comunitaria, la pandemia más-falsa-que-Judas se podría describir perfectamente con muy pocas palabras ―5 concretamente―, echando mano de la enorme sabiduría condensada en frases más o menos estereotipadas. En nuestro caso, la frase es: «Cierre por liquidación de existencias», aunque lo más acertado sería decir «PARA liquidación de existencias».
Es una frase tomada del ámbito comercial, cuando un negocio, ante una quiebra inminente, se dispone a malvender a precio de saldo su stock, pero no me digan que ―humor negro aparte― esas cinco palabras son de una claridad meridiana para desenmascarar el horror luciferino de esta guerra contra la humanidad.
Nos quieren liquidar, así de claro, y así de cruel… Para eso nos cierran, para hacer una purga dantesca, para poner en almoneda a 7000 y pico millones de corderillos, de existencias que están siendo yuguladas sin que apenas unos cuantos ejemplares se atrevan a desertar de los apriscos.
«Cierre» ―«Lockdown», para decirlo con la jerga pútrida de los demoníacos gerifaltes que ustedes saben―, que no solamente afecta a los negocios, a las empresas, a los bares, a los teatros, a los recintos deportivos, a los parques, a regiones enteras ― en su versión perimetral― … en general, a todos aquellos ámbitos de la vida cotidiana donde la gente se relaja, disfruta, y succiona unas fanegas de felicidad ―los transportes públicos donde vas al curro de donde sacas el dinero para pagar los impuestos que mantienen a los gerifaltes, esos no se cierran―.
Como digo, los cierres afectan prácticamente a todos los ámbitos de nuestra existencia, y esto me recordó desde un principio la historia oriental de los tres monos, esas tres figurillas de primates donde uno se tapa los ojos, otro se tapa los oídos, y otro se tapa la boca.
Supongo que no hace falta que les diga lo que estoy intentando metaforizar con estos tapamientos, con estos cierres de bocas, oídos y ojos, pero a esta tríada tan mona yo le añadiría un cuarto mono: una figura en la que un macaco se tapa el cerebro.
Al hilo de estos cierres, no puedo evitar recordar «Eyes wide shut» ―«Ojos bien cerrados»―, el título de la película póstuma de Stanley Kubrick ―que va de SECTAS y máscaras, oiga―: Pues eso, y también oídos bien cerrados, y boca bien cerrada, y cerebro bien cerrado…
Sí, corderillos en flor: el Nuevo Orden Mundial ha creado tal borreguerío, tal monstruo ovejuno, tan apocalíptico rebaño, que los corderillos no quieren ver la verdad, no quieren oír la verdad, no quieren decir la verdad, no quieren pensar para evitarse descubrir la verdad. No estoy diciendo que no puedan verla, porque ―como decía aquel pensador tan citado en «Expediente X»― la verdad está ahí fuera, clara y prístina, tan grande como una catedral, tan majestuoso como un Himalaya, tan evidente que es completamente imposible que alguien no la pueda ver, aunque se posea el coeficiente intelectual de un «australopithecus», o la cultura de un búfalo.
La verdad está ahí fuera, y aquí dentro, y en las fosas abisales, en los picachos nevados, en los bulevares concurridos, en los claustros de los monasterios, en los tugurios lumpen, en las cátedras aterciopeladas, en el silencio y en el clamor, en el día y en la noche, en la soledad y en la masa, en los centros comerciales, en las fábricas… La verdad gigantesca y clara sopla en el viento, rumorea en el mar, se abre paso incluso hasta en la conciencia del borrego cum laude, y cae como un alud atronador sobre nuestras bocas, nuestros ojos, nuestros oídos y nuestros cerebros…
Imposible no verla, imposible no ver que estamos ante el mayor trampantojo de la historia de la humanidad, ante una plandemia más falsa que una bóveda encamonada, más falsa que Judas… Somos patéticos extras en un circo colosal, en un teatro inmundo donde la acción se representa con fuego real, con sangre espesa, con vacunas Nosferatu.
Ni siquiera el descomunal Himalaya de mentiras que pastan los corderillos es capaz de oscurecer la impresionante claridad de la verdad, que señala con dedo acusador el enorme cúmulo de falsías, de disfraces, de kobardes, de tomaduras de pelo, de traidores, de asesinos, que están protagonizando un genocidio para el que no encontrarán perdón.
Todo es falso, todo es un engaño, un embuste, una tremenda colección de gazapos, una sucesión inacabable de patrañas, protagonizadas por un elenco de personajes cooptados por el mismísimo Averno: falsos doctores que matan en vez de sanar; falsos abogados que se tragan todas la ruedas de molino; falsos periodistas que lamen el culo de sus amos; falsos españoles a los que no les queda ni una pizca de los tercios de Flandes en su corrupto genoma; falsos seres humanos, que se arrodillan para poner el cuello con alegría ante la guillotina que sube y baja; falsos seres humanos, incapaces de defender su vida, su libertad, su dignidad y sus derechos; falsos virus, que todavía nadie ha conseguido aislar ni purificar; falsas pruebas PCR, tan creíbles como una escopeta de feria; falsos hospitales colapsados, falsas alarmas, falsas leyes.
―Y no, los únicos que no escalan este impúdico Himalaya de falsedades son los políticos, ya que estos son falsos por su misma naturaleza, y no han hecho otra cosa sino engañar a lo largo de su pérfida historia―.
Sin embargo, de esta galería de perversidades, la que más destaca, la que ocupa sin lugar a dudas el número uno, la que está en un inaccesible Everest es la de los falsos doctores, sin duda ninguna los culpables de todo este horror genocida y liberticida.
Falsos doctores que ya vienen denunciados incluso en la misma Biblia, donde aparecen repetidas veces, en especial en el segundo capítulo de la segunda carta de Pedro. Descubrí este texto ―y decidí escribir este artículo― mediante una amiga llamada Ana, la cual, a pesar de haber estado a un paso de la apostasía, a los pocos días de que empezara la plandemia se plantó en medio del salón de su casa y gritó a Dios que le diera una respuesta que pudiera explicar lo que estaba pasando. Nada más hubo lanzado su petición, vio una Biblia en un estante colocado frente a ella. Cuando la abrió al azar encontró como por milagro el texto de la carta de Pedro:
1 Pero hubo también falsos profetas en el pueblo, así como entre vosotros habrá falsos doctores, que introducirán furtivamente sectarismos perniciosos, y llegando a renegar del Señor que los rescató, atraerán sobre ellos una pronta ruina.
2 Muchos los seguirán en sus disoluciones, y por causa de ellos el camino de la verdad será calumniado.
3 Y por avaricia harán tráfico de vosotros, valiéndose de razones inventadas: ellos, cuya condenación ya de antiguo no está ociosa y cuya ruina no se duerme.
[…] 15 dejando el camino derecho, se han extraviado para seguir el camino de Balaam, hijo de Beor, que amó el salario de la iniquidad…
[…] 17 Estos tales son fuentes sin agua, nubes impelidas por un huracán. A ellos está reservada la lobreguez de las tinieblas.
Naturalmente, en ese mismo momento abrió los ojos, abrió los oídos, y se echó a la calle para decir la verdad…¡Ah: y se convirtió!