“La Iglesia se rinde al poder del mundo”
En la imagen, el papa Francisco y Greta Thunberg,
símbolo de la rendición del Vaticano a la religión ecologista
¿Qué delito de odio ha cometido
para enfrentarse a esta gran acusación?
Criticar el islamismo
Tu es Petrus et super hanc petram aedificabo
ecclesiam meam el portae inferi
non praevalebunt adversus eam
(Mateo 16,13)
¿Estamos a las puertas de un nuevo cisma en la Iglesia? Esta vez no sería el poder político, sino el poder doctrinal (potentísima herramienta política, claro está) el que agita la barca de Pedro. Y puesto que historia magistra vitae, la historia es maestra de la vida, capaz de aportarnos serenidad en un tiempo tan convulso que empuja a muchos a la desesperanza, creo conveniente traer a la memoria el famoso “Cisma de occidente”, que mucho les gustaría repetir a los nuevos dueños del mundo, cada vez más interesados en domesticar a la Iglesia. Iré repasando, pues, a vuelapluma los hechos clave de aquel Cisma y buscando los paralelismos que puedan establecerse con lo que hoy está ocurriendo.
Es que viendo cómo se está laminando el “Estado de derecho” en el occidente antaño cristiano, y se están abriendo las puertas a un totalitarismo estremecedor (inquietantes han sido la creciente aceptación jurídico-social de la pederastia, firmemente instalada ya en los sistemas de enseñanza, y la pandemia como ensayo de esa nueva normalidad anunciada), no es posible pasar por alto el hecho de que no pasa en nuestra civilización occidental, nada que no haya ocurrido antes en la Iglesia: en su singular forma clerical, por supuesto.
La Iglesia es (ha sido) en efecto, una cuasi perfecta teocracia de derecho: es decir, un sistema teocrático (de derecho divino) con una seguridad jurídica que hasta tal punto fue espejo del derecho común, que no se concebía la carrera de derecho sin estudiar el Derecho canónico. Un sistema blindado contra las tentaciones de arbitrariedad de todo poder. Y es ahí donde estamos: en el debilitamiento extremo de la seguridad jurídica: primero en la Iglesia, y luego en toda la civilización occidental. Ni siquiera en los Diez Mandamientos (pilar de la seguridad jurídica de la teocracia judeocristiana) hay ya seguridad jurídica ni moral. Y ese trabajo de zapa se inició en la Iglesia.
Y ahí lo tenemos: hemos pasado del ¿Quién soy yo?… del papa, a la respuesta práctica y retadora que está dando la iglesia alemana a esa pregunta retórica sobre esa cuestión tan poco retórica. Efectivamente, tú no eres quién para juzgar sobre esta cuestión, así que nosotros haremos lo que nos dé la gana. En fin, grave crisis y gravísimo cisma. Pero no es la primera vez. Más difícil lo tuvo la Iglesia hace siete siglos.
Parece que sí, que el papa Bonifacio VIII (1294-1303) era un pederasta consumado. Y si no lo era, sus enemigos tuvieron éxito colgándole el sambenito… Con él se quedó. Convicto y confeso, dicen algunas historias. Y añaden que no le escocía para nada la conciencia. Para hacer más verosímil la imputación, afirmaban que su depravación le era tan consustancial, que solía decir que, a efectos morales, acostarse con niños era tan irrelevante como frotarse las manos. La acusación, justa o injusta, estaba bien tramada: procedía del rey de Francia.
Lo que realmente hace al caso, es que el todopoderoso rey de Francia, a la sazón Felipe IV, el Hermoso, decidió acusarle y condenarle ante los Estados Generales: la máxima instancia de poder en Francia. Y no por razones morales, ni sólo por este crimen, claro está, sino por otros aún más graves. Pero no era la moralidad del Papa lo que movía al rey a actuar contra él, sino razones de poder. El rey quería tener sometido al Papa. Lo intentó por todos los medios. Hasta llegó a movilizar un ejército ocupando parte de Italia y deteniendo al Sumo Pontífice, al que finalmente tuvo que soltar al amotinarse el pueblo de Anagni a su favor.
Sin embargo, la violencia física que había ejercido contra el papa, produjo el resultado esperado. De resultas de las heridas y del mal trato que recibió durante su detención, murió el papa a las pocas semanas. El rey de Francia le demostró al papa que, en el orden de la fuerza, era superior a él. Evidentemente Bonifacio VIII murió víctima del rey de Francia, que lo detuvo y hasta acabó con su vida a fuerza de maltratos y disgustos. Pero lo más relevante es que no lo sometió. No consiguió someterlo. Doblegó su cuerpo hasta quitarle la vida. Pero no consiguió doblegar su espíritu.
Por eso es razonable poner en cuarentena las acusaciones del rey a un papa tan íntegro en su responsabilidad de mantener a la Iglesia libre de toda dominación por los poderes del mundo. Los más temibles en aquel momento.
Acabó también el rey con su sucesor, Benedicto XI, de cuya muerte a los ocho meses de pontificado, lo único que se puede decir con certeza es que el “cui prodest” señalaba inequívocamente al rey Felipe IV. Dicen que fue el responsable de su envenenamiento… Estas cosas seguirán en la oscuridad de la historia (igual que las acusaciones contra su predecesor), porque obviamente se hacen emborronando e incluso borrando todo rastro.
Y a la tercera va la vencida. No murió en vano para Felipe IV el papa Benedicto XI, que había sido elegido en un cónclave de dos días. Por fin se le presentó al rey de Francia la ocasión de meter de lleno sus garras en el papado.
Tras la muerte, tan “oportuna”, de Benedicto XI, Felipe IV de Francia consigue que sea elegido un papa francés, Clemente V, Bertrand de Got, arzobispo de Burdeos, cuyo primer acto de gobierno es asegurarse de que también serán franceses y fieles a Francia los papas sucesivos: eligiendo para ello nueve cardenales franceses al dictado y a gusto del rey. Ni siquiera se desplaza a Roma para su coronación, que se realizará en Lyon, trasladando a AVIÑON la sede pontificia.
Si hemos de centrar la lamentable historia del Cisma de occidente, es justamente ahí donde empieza: en las maniobras que hace el rey de Francia para dominar el papado poniéndolo a sus órdenes. Empieza intentándolo con Bonifacio VIII, al que liquida físicamente en 1303. Su siguiente intento es con Benedicto XI, el sucesor de Bonifacio VIII, que muere (dicen que envenenado por orden del rey) a los ocho meses de pontificado. Y, por fin, tras esta oportuna muerte (la segunda) de un papa, y tras un cónclave de un año (el más largo hasta entonces, porque ahí estaban intrigando los representantes del rey), por fin es elegido el papa francés (sometido al rey de Francia, ¡claro está!) por el que tanto había luchado Felipe el Hermoso. Y obviamente, lo que hace este papa francés sujeto al poder del rey de Francia, lo primero que hace para afianzar este sometimiento de la Iglesia es nombrar los nueve cardenales franceses que le ha indicado el rey para asegurarse definitivamente que los sucesivos papas serían franceses sometidos al rey de Francia. Así es como está la Iglesia en cuestión de independencia, en los inicios del siglo XIV.
Alterada así la composición del colegio de electores del papa, estaba cantado que los siguientes papas iban a ser exactamente los que al rey le convinieran. Aviñón es el icono más inequívoco del sometimiento del papado al rey de Francia. Los papas bailando al son que les tocaba el rey. Para ello fue preciso un cónclave de casi un año, para dar ocasión de que se desgastasen y se fragmentasen los cardenales juramentados para impedir que saliese elegido como papa un cardenal francés. Y así fue, la elección recayó nada menos que en un amigo de la infancia de Felipe IV, que ni siquiera era cardenal. A partir de ahí, todo fue pan comido. Lo primero, el control del colegio de electores del papa. Y lo segundo fue el traslado de la sede papal a Francia (Aviñón). No cabía mayor sometimiento. El resultado evidentísimo de esa maniobra fue la media docena de papas franceses sometidos a los caprichos del rey de Francia.
Permítasenos a nosotros poner el inicio de la actualidad eclesial en el Concilio Vaticano II. Podríamos decir que, en cierto modo, se dio acceso entonces a los amotinados al puente de mando. No consiguieron totalmente que el Concilio adoptase sus postulados revolucionarios; pero no les importó, porque ellos contrapusieron a los documentos conciliares, que eran continuadores de la ortodoxia de la Iglesia, esa cosa tan sumamente elástica y arbitraria que llamaron el espíritu del Concilio. Es decir, la anarquía del perpetuo guirigay. Y de esos polvos, viene el lodazal en que estamos hoy enfangados…
Vale la pena poner el foco en esos hechos del pasado remoto y del pasado más reciente, para entender por qué estamos hoy donde estamos. Intentaré proseguir este análisis en sucesivos artículos.
*Sacerdote y colaborador de AD