Independencia
Agustina de Aragón, heroína del sitio de Zaragoza
por los soldados de la Revolución francesa
29 agosto 2021
Todos los años, en torno a la conmemoración del levantamiento del pueblo madrileño, allá por 1808, contra el invasor francés, nos toca escuchar un montón de necedades y paparruchas. Algunos zoquetes pintan a los gabachos como portadores de las luces de la Ilustración, frente a un pueblo sumido en las tinieblas del oscurantismo (pero las luces que traía aquella chusma consistían, básicamente, en asesinar patriotas a mansalva, violar mujeres y rapiñar todo nuestro patrimonio). Y luego está nuestra sempiterna derecha fofita, que trata de fijar en aquellos hechos heroicos el nacimiento de la ‘nación’ española entendida al sentido liberal (que es la noción más venenosa y más dañina jamás inventada, causa de muchas de las calamidades que afligen a España); y que presenta la ‘independencia’ lograda contra el invasor como una proclamación de ‘soberanía’, entendida también al modo liberal (que es la segunda noción más venenosa y dañina jamás inventada, madre de todos los ‘empoderamientos’ y todas las ‘autodeterminaciones’ destructivas de la naturaleza humana y de los pueblos).
Pero lo cierto es que en la Guerra de la Independencia, los españoles lucharon hasta la muerte –como leemos en el famoso bando de Móstoles– «por el rey y por la patria», armándose contra «unos pérfidos» que nos querían imponer su «pesado yugo». A aquellos españoles de entonces no los movía el afán de reformas y nuevas Constituciones, sino el amor por su patria, por sus tradiciones y su religión, profanadas por los invasores. No eran, como la caricatura pretende, amantes de las ‘cadenas’, si por cadenas entendemos el sometimiento ciego a un tirano, sino personas conscientes de que sólo en la defensa de las instituciones tradicionales que los invasores pretendían erradicar se cifraba la supervivencia de su ser histórico. Y se levantaron para defenderse contra el ‘pesado yugo’ de la Revolución francesa, que so capa de una administración más eficaz y moderna pretendía imponer una cochambre de ideas homogeneizadoras y laicistas totalmente contrarias a la idiosincrasia española, que no sólo no consideraba que la religión católica fuese enemiga de su libertad, sino que la tenía como la más segura garantía frente a los abusos y tentaciones despóticas de sus gobernantes.
En la francesada, levantados contra la dominación extranjera, hallamos a grandes de España, miembros de las jerarquías eclesiásticas, militares patriotas y multitud de gentes de extracción popular, artesanos y pastores, campesinos y curas trabucaires, procedentes de todas las regiones de España, incluidas también Cataluña y los señoríos vascos, donde la resistencia contra el invasor adquirió proporciones épicas. Cuando esta insurrección se formalice, a través de las Juntas locales, los patriotas de la Junta de Vizcaya harán este llamamiento: «Españoles: somos hermanos, un mismo espíritu nos anima a todos. Aragoneses, valencianos, catalanes, andaluces, gallegos, leoneses, castellanos, olvidad por un momento estos mismos nombres de eterna armonía y no os llaméis sino españoles. Recibid como prueba incontrastable del espíritu que nos anima, los holocaustos que ofrecen a la libertad española los Eguías, los Mendizábales, los Echevarrías y otros infinitos vascongados».
Esa «eterna armonía» entre los pueblos de España, esta clara conciencia de pertenencia a una comunidad política –fundada en el reconocimiento de las leyes e instituciones propias de cada pueblo– fue la que hizo posible la insurrección, en medio del vacío de poder generado por el exilio del rey. Sólo en un momento posterior, tras la convocatoria de Cortes Generales en Cádiz, la habilidad de un minoritario sector liberal lograría adquirir una relevancia que en principio no poseía, hasta conseguir que unas Cortes convocadas para ratificar la legitimidad de las antiguas instituciones se transformaran en unas cortes constituyentes que auspiciarían un cambio hacia un régimen nuevo que destruyó la tradición política española y fue causa de los males que hoy seguimos padeciendo, cada vez más enconados, que han quebrado la «eterna armonía» de los pueblos de España. Fue entonces, a través de la Constitución de 1812, cuando se introdujo el veneno que iba a destruirnos, mediante la infiltración de las corrientes ideológicas que habían sido combatidas con las armas durante los años anteriores. Así, infectadas por aquel veneno, se empezaron a disgregar y descomponer las Españas, hasta llegar a la situación presente, en que aragoneses, valencianos, catalanes, andaluces, gallegos, leoneses y castellanos hemos dejado de ser hermanos animados por un mismo espíritu.
Publicado en XL Semanal.