domingo, 30 de enero de 2022

Causas de la apostasía actual y soluciones. Por Javier Navascues

Causas de la apostasía actual y soluciones
 30/1/2022 

Flavio Infante, católico, argentino y padre de cuatro hijos.Ha tenido el honor de colaborar en la revista Cabildo, y publica también en su propio blog, In exspectatione. En esta segunda parte de la entrevista nos muestra las causas filosóficas de la apostasía actual en las sociedades otrora cristianas y en determinados miembros de la Iglesia y las posibles soluciones.

¿Cuáles son las causas filosóficas de la apostasía actual?

Se puede abordar una múltiple causalidad convergente, pero me detendré en una de carácter lo bastante universal como para aglutinar la variedad de las causas ulteriores, incluyendo la documentable infiltración enemiga: el progresivo desfallecimiento de la inteligencia a instancias de esa enfermedad del espíritu que los estudiosos motejaron como «nominalismo», y que ha sido para la civilización cristiana, desde el lejano siglo XIV, lo que la sofística fue para Grecia.

S

e trata de aquella negación del datum primordial y de la intelección del ser, que en Gorgias pudo sintetizarse en la fórmula “nada existe y, aunque algo exista, es incognoscible y, si pudiera conocerse, sería inexpresable e incomunicable”. De ahí a la supresión de la metafísica y a la negación de los primeros principios de la razón no media la menor distancia: es todo uno. El disolvente del escepticismo tiene el agravante, en los tiempos cristianos, de atacar los motivos de credibilidad y los preambula fidei: teniendo un mismo objeto que la sofística, va mucho más lejos, ya que con la razón arrastra a la misma fe por ser ésta una virtud eminentemente intelectual.

La difusión de la peste del nominalismo no se agotó hasta nuestros días…

Así es. La “deconstrucción” de todo lo que sea objeto de conocimiento y el tan celebrado “pensamiento débil” -aquel que se jacta de su parcialismo y de su talante invertebrado- son la última floración de aquel trágico viraje espiritual.

[A propósito del tema, y en línea con ese apetito de lo deleznable que encarna con tanta unción el modernismo, acabo de leer en un autor modernísimo acerca de la improbable «conexión que obviamente existe entre el «pensamiento débil» y la «debilidad» del Dios «kenótico» (vaciado), tal como el apóstol Pablo presenta al Dios del cristianismo, que «se despojó de su rango» y se presentó en nuestra tierra «como uno de tantos» (…) Es el Dios sin grandeza, humanizado en la debilidad de un modesto galileo». Los subrayados son míos. Nótese la arbitrariedad asociativa que se asienta nomás al comenzar: el “pensamiento débil”, aunque estos zopencos finjan desconocerlo, se infatúa en su misma debilidad. Todo lo contrario del Dios que se anonadó sin por eso perder su grandeza, como con solapada blasfemia afirma este autorcillo.]

Lo mismo vale al posar la vista sobre el hoy oficialmente reivindicado Lutero, de quien no podemos olvidar cuánto haya bebido de Ockham antes de emprender su faena vandálica contra la cristiandad. La inconsecuencia en la que incurre el desnortado hereje al consagrar el falso principio del libre examen al tiempo que niega el libre albedrío (no podemos, según él, sino pecar, hagamos lo que hagamos, pues nuestra naturaleza está dañada in toto) ilustra, a más del ataque frontal contra el logos propio de esta camarilla de incendiarios, la terrible desarticulación que le atribuyen a la naturaleza humana, oponiendo irreductiblemente la voluntad esclava a la razón libre. A la luz de los siglos transcurridos, podemos justipreciar cuán oportuna fue la fundación del Tribunal de la Santa Inquisición que, sujetando entonces a cátaros y albigenses, logró al menos retrasar en varios siglos esta vasta obra disolvente, permitiendo la supervivencia de una civilización de bautizados y la salvación del mayor número.

Del morbo nominalista, entonces, se siguen todos los dislates en que incurrieron los fundadores y continuadores de la filosofía moderna. Como lo sintetizó felizmente Alberto Caturelli a propósito de aquella «locura furiosa de los trascendentales» que Frank-Duquesne atribuía a Satanás como impulsor: si «el ser se manifiesta como cosa (res), como uno (unum), como algo (aliquid), como verdad (verum) y como bueno (bonum), la locura furiosa del Negador y de sus esclavos en el tiempo histórico hacen de la cosa real, apariencia fenoménica; de lo uno, multiplicidad indefinida, ”hechos atómicos”; de lo algo, un término vacío, puesto que no existe la unidad; de la verdad, la no-verdad como ausencia de todo predicado con contenido de verdad objetiva y, por lo tanto, nada; de lo bueno, la conveniencia subjetiva». He aquí, perfectamente reconocibles y en apretado ramillete, las premisas postuladas por las más variadas escuelas modernas.


Se trata, en el fondo, de la oposición -vigente hasta el día del Juicio- de las célebres “dos ciudades” de San Agustín, fundadas por dos amores opuestos sin punto de concordia.

Es la puja entre la gnosis buena y la mala, que informa toda la historia desde Adán según lo expone el padre Meinvielle en su «De la cábala al progresismo», y que obliga en conciencia –hablando en pascaliano- a una “apuesta”, pero a una apuesta que no se funda en lo fortuito ni en meras corazonadas sino en lo que resulta evidente para la luz de la inteligencia y en sus derivaciones necesarias.

Y se trata, en fin, del avance dramático del partido cainita en los últimos cinco siglos, en que se pasó de la ruptura protestante a la revolución cultural (Ilustración) y de ésta a la revolución política, y que luego de permear suficientemente a las masas con el corrosivo que hasta entonces había afectado sólo a las élites, intentó exitosamente el asalto a la Iglesia al final de un asedio tan prolongado como eficaz. Con el cinismo propio de los que celebran como victoria a su traición, el último concilio fue llamado por uno de sus participantes más conspicuos «1789 en la Iglesia».

Lo que sobrevino ya lo conocemos: el transitorio pero penosísimo triunfo del “principio de inmanencia” y la antropolatría implícita y operante en las encíclicas, en el catecismo, en la liturgia “reformada”, en todo aquello en lo que posó sus garras la funesta secta modernista. No hace falta aclarar que esta antropolatría supone la falaz justificación del egotismo a través de la universalización de su punto de partida, del mismo modo que el igualitarismo marxista no hace más que afirmar el individualismo del mayor número.

¿Cuáles serían los principales baluartes de resistencia a esta apostasía generalizada?

Como siempre a lo largo de la historia, la oración y los sacramentos. Pero como la secta modernista no dejó reducto sin hollar ni fuente de la gracia sin emponzoñar, será menester molestarse en recorrer los kilómetros necesarios para acudir a la Misa de siempre mientras esto sea posible.

Hablo, a mi despecho, en primera persona: no contando más que con la posibilidad de una única Misa tridentina al mes, acudo los tres restantes domingos a la única Misa novus ordo de mi diócesis que incluye canto gregoriano, en la que se reza el canon romano todo en latín aunque en voz alta, y en la que se recibe la comunión exclusivamente de rodillas.

Lo hago para comulgar y acompañar al Señor en la desolación de una misa aun así protestantizada en la que, no obstante, confío que Él se hace realmente presente como víctima. Ésta ha sido, hasta aquí, mi opción personal en lo que a la presente crisis atañe: otros desaconsejan de todo punto la asistencia a la Misa nueva, procurando suplir al precepto dominical -cuando no sea posible la asistencia a Misa tradicional- con diversas prácticas piadosas, en especial con el rezo del Santo Rosario. Otros, en fin, exigen que la Misa tradicional no sea celebrada una cum las potestades modernistas. Están quienes declaran válida, aunque ilícita a la Misa nueva; están quienes la hacen de todo punto inválida.

Más aún que en el suceso de la herejía, creo que la gravedad de la crisis se manifiesta en el carácter recíprocamente inconciliable de las variadas respuestas prudenciales al problema litúrgico –siempre, se entiende, de parte de quienes entienden servir a la Tradición. Esto hubiera sido impensable dos o tres generaciones atrás, con la vigencia de hecho del Misal Romano codificado en Trento. Si en el paciente y laborioso trabajo de demolición hubo un hito, un salto avante comparable al de esos personajes rabelesianos capaces de hundir una ciudad con una simple expectoración, ése ha sido la ruptura litúrgica de Paulo VI.


La devoción a la Virgen Santísima, como señal de predestinación que es, no puede no constituir otro firme baluarte contra la apostasía general, y de primer orden. Y la amistad de los santos que ya gozan de la gloria se añade sin dudas a ese vademécum del católico ante una crisis que reclama condigna respuesta.

¿Cómo debemos actuar los seglares ante la confusión y falta de referencias de santidad?

Entiendo que debemos rechazar como a peste todas las novedades que pretenden alterar el depósito de la fe, aquellas “fábulas y cuentos de viejas” que dice el Apóstol. Porque estas novedades no son sino viejos errores remozados. Quod semper, quod ubique, quod ab omnibus: tal, en el conocido adagio de san Vicente de Lérins, el criterio que debemos aplicar para discernir la ortodoxia de una proposición tocante a la fe.

Lo que supone, en concomitancia, denunciar y combatir abiertamente los errores que se difunden desde el púlpito y la cátedra –libertad de la que no gozan los clérigos no inficionados por el virus modernista, a quienes, si osaran acusar públicamente todas las traiciones bogantes, no tardaría en llegarles la suspensión, la condena al hambre o al ostracismo a instancias de la consabida misericordia. Otra decisión que urge tomar es la negativa al sostén económico de los sacerdotes y los episcopados que promueven la impiedad: que el quinto precepto de la Iglesia se aplique exclusivamente a socorrer a aquellos curas que, por ser fieles a Cristo, sufren las tribulaciones de la hora.

Y a quienes tenemos hijos por criar –valga lo mismo para quienes ejerzan la enseñanza-, cumpla transmitirles francamente el amor a la verdad y el odio al error. Lo dijo en insuperable fórmula Nicolás Gómez Dávila: educar no es transmitir recetas, sino repugnancias y fervores.

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