¿Guerra justa?
26 de Junio de 2014
El apoyo del Papa Pío XII al complot para asesinar a Hitler no deja de sorprender. ¿Cómo es posible que el Papa se declare contra la guerra y luego apoye un atentado, acto en sí mismo violento? ¿No desentona con el magisterio de la Iglesia? La respuesta hay que buscarla en la visión de la Iglesia sobre la guerra justa.
En realidad, el término guerra justa no es totalmente adecuado. La Iglesia habla más bien de legítima defensa. Y la legítima defensa, en el caso de los gobernantes, no es sólo una opción, sino que se convierte en un deber. Un deber que puede implicar el uso de la fuerza militar para detener la mano del agresor de todo un pueblo. Aquí es donde se complica la cuestión.
El Catecismo de la Iglesia católica, publicado en 1992, pone cuatro condiciones para que un Estado pueda acogerse al derecho-deber de legítima defensa:
- «Que el daño causado por el agresor a la nación o a la comunidad de las naciones sea duradero, grave y cierto».
- «Que todos los demás medios para poner fin a la agresión hayan resultado impracticables o ineficaces».
- «Que se reúnan las condiciones serias de éxito».
- «Que el empleo de las armas no entrañe males y desórdenes más graves que el mal que se pretende eliminar. El poder de los medios modernos de destrucción obliga a una prudencia extrema en la apreciación de esta condición».
El principal redactor del Catecismo de la Iglesia católica fue el cardenal Joseph Ratzinger, quien reconoció la dificultad del argumento en una entrevista concedida en 2001, cuando la guerra de los Estados Unidos contra el terrorismo en Afganistán había entrado en su segundo mes.
El cardenal, que luego sería Papa Benedicto XVI, reconoció que, en la redacción del Catecismo, los dos temas de mayor debate fueron la pena de muerte y la guerra justa. «Según toda la gran tradición cristiana, en un mundo marcado por el pecado» –afirmaba el Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe–, en ocasiones es necesario reconocer el deber de la legítima defensa con el recurso a las armas. «Digamos, por ejemplo, que un padre de familia que ve agredidos a los suyos tiene el deber de hacer lo posible para defender a la familia, la vida de las personas a él confiadas, incluso eventualmente con una violencia proporcionada».
Ahora bien, sin negar ninguno de los principios de la legítima defensa expuestos por el Catecismo, el cardenal Ratzinger consideraba que «la tradición cristiana sobre este punto ha elaborado respuestas que deben ser actualizadas, teniendo en cuenta las nuevas posibilidades de destrucción, de los nuevos peligros». Y añadió: «Provocar, por ejemplo, con una bomba atómica la destrucción de la Humanidad puede tal vez incluso excluir toda defensa. Por lo tanto, hay que actualizarlas, pero diría que no se puede excluir totalmente a priori toda necesidad, incluso moral, de una defensa de personas y valores con los medios adecuados, contra agresores injustos».
Experiencias como la intervención armada en Irak, en las décadas de los noventa y del dos mil, muestran, sin embargo, que en las actuales circunstancias cada vez es más difícil poder recurrir, de manera ética, a la legítima defensa o guerra justa. En la invasión de Irak que comenzó George W. Bush el 20 de marzo de 2003, la Santa Sede denunció que no se aplicaron ninguna de las condiciones requeridas para justificar la legítima defensa o guerra justa. Por otro lado, en tiempos de armas de destrucción masiva, las condiciones de la legítima defensa cada vez son más difíciles de aplicar, pues el ataque es siempre desproporcionado. Motivo por el cual el cardenal Ratzinger pedía seguir profundizando en esta reflexión, siguiendo el ejemplo que dieron los dos grandes Pontífices de las dos Guerras Mundiales. A la luz de las armas de destrucción química y masiva hoy disponibles, la frase pronunciada por Pío XII en vísperas de la Segunda Guerra Mundial se hace aún más profética: «Nada se pierde con la paz; todo puede perderse con la guerra».