domingo, 10 de abril de 2022

Santa Semana de Pasión. Por Juan Cruz

Por Juan Cruz 
 10/4/2022 

Con el Domingo de Ramos, con la entrada triunfal de Nuestro Señor en Jerusalén, triunfal, sí, pero como todo en Él repleta de infinita humildad simbolizada por la pequeña borriquilla en la que iba montado, comienza la Semana de Pasión, la Semana Santa, los días más importantes del calendario litúrgico católico y de nuestra Santa Fe.


Desde esta cada día más benemérita web quiero hacer a todos nuestros seguidores y católicos en general un muy serio llamamiento a recuperar el verdadero y único sentido de estos días, así como a vivirlos como Dios y la Iglesia siempre han querido y ordenado… aunque de un tiempo a esta parte esta última incluso en estos días santos desbarre no poco.

Un firme llamamiento a recuperar las prácticas piadosas de siempre en buena parte perdidas. Y, aún más, urgente llamamiento a la conversión sincera y total de una vez por todas, al cambio radical en nuestra vida. Porque no podemos caer en la hipocresía de quejarnos todos los días de cómo estamos, de lloriquear pidiendo un milagro cósmico que todo lo arregle de golpe, de señalar con el dedo a los obispos y clérigos desvariados –aunque es verdad que son una muy importante parte de los existentes–, sin imprimir en nosotros primero ese cambio radical tan necesario en nuestra alma, mente y corazón. Sólo quitándonos la viga de nuestro ojo, podremos quitar las pajas, o las vigas, de los ojos de los demás, de nuestra sociedad.

Hago este llamamiento casi con desesperación porque hace décadas que el verdadero y único sentido y prácticas de la Semana Santa, de la Semana de Pasión, se han abandonado, se han perdido, vulgarizándose, paganizándose, tergiversándose e incluso desapareciendo; en buena medida, porque gran parte, una parte muy importante de nuestros pastores, las han abandonado, pero también, porque las ovejas se han dejado dispersar. Tenemos que trabajar con ahínco para recuperar todo ello y, arma espiritual al brazo, acudir al combate sin miedo, con la convicción de que la victoria final está prometida y de que lo que se nos va a exigir es, precisamente eso: que combatamos; el éxito o el fracaso los proveerá Dios según su divino e infalible saber y entender.

La Semana Santa no es un periodo vacacional, ni tampoco para relajarnos, ni menos aún para darnos al buen vivir y mejor yantar; en absoluto, sino todo lo contrario. Tampoco para hacer turismo, y menos aún ese turismo hoy tan mal y ofensivamente llamado “religioso” que nos venden: grosero, soez, incluso irreverente. Tampoco lo es para entregarnos a un nomadeo procesional para admirar tallas o modas «penitenciales»; tampoco para dejarnos caer y contagiarnos del sentimentalismo que hoy campa por sus respetos en todo, siempre hipócrita, vulgar y erróneo.

Tenemos que adentrarnos en la Semana de Pasión, en la Semana Santa, como lo que realmente es: una apasionante semana.


Tenemos que aumentar nuestro tiempo de oración diaria, así como el dedicado a meditar sobre los hechos históricos y los espirituales. Tenemos que intensificar nuestras penitencias, especialmente ayunos y, sobre todo, el Viernes Santo: a pan y agua, como lo leen, sí, a pan y agua; por un día nada les va a pasar. Tenemos que alejar de nosotros hasta lo imposible el mundanal ruido que nos envuelve, atrapa y esclaviza. No puede faltar el Rosario diario con especial calma y devoción, pues Nuestra Madre sufrió la Pasión como ningún ser humano lo hará jamás.

Tenemos que asistir con una piedad especial a los oficios del Jueves y Viernes Santos. Tenemos que acompañar a Nuestro Señor todo el tiempo que podamos en la noche de ese Jueves al Viernes, noche de tremendo dolor y de angustia en la que vio y sufrió por todos y cada uno de nuestros pecados. Noche en la que sudó y lloró sangre. Noche de tristeza infinita al ver que todo lo que iba a sufrir no sería aprovechado por TODOS, sino sólo PRO MULTIS, o sea por muchos, pero no por todos. Noche para Él de indescriptible amargura y decepción.

Tenemos que hacer una confesión general de todos los pecados, ofensas y negligencias –ojo a estas últimas que nadie las tiene en cuenta– cometidos a lo largo de nuestra vida, para lo cual tenemos que prepararla con detalle, rogar a Dios un profundo dolor de nuestros pecados y un valiente, decidido, sincero, firme y varonil propósito de enmienda en adelante.

Y todo lo anterior, para llegar al Domingo de Resurrección, de Gloria, de Victoria, convertidos hasta el tuétano, hasta las trancas, en nuestra alma, mente y corazón. Ya está bien, no podemos esperar más para abandonar nuestra penosa y decadente vida. Tenemos que curtirnos en estos días para aprestarnos al combate espiritual personal y colectivo que se está produciendo y que se está perdiendo. Cristo no puede ser derrotado por nuestra culpa.

Vivimos tiempos recios porque lo son de apostasía; silenciosa, aparentemente inexistente, pero por eso más dañina que nunca. Tenemos que volver a vivir la Semana de Pasión apasionadamente, sin medias tintas, sin tibieza, radicalmente. Tenemos que recuperar la reciedumbre, la austeridad, la piedad y la profundidad con que siempre vivieron la Iglesia y nuestros antepasados este periodo. Hay que volver al origen que es la Pasión con toda su crudeza, con todo su dolor, con todo su sufrimiento, con toda su realidad, sin tapujos, sin sentimentalismo, sin blandenguerías, sin miedo, pero con la seguridad, más incluso que la esperanza, de que tras ella llegará la Resurrección, pero… sin adelantarla ni un minuto pues eso desvirtuaría la verdad y la esencia de la Semana Santa.


Debemos expresar en lo exterior lo que llevamos en el interior, si es que lo llevamos. Debemos destacarnos en nuestras muestras de piedad para ser ejemplo para los demás de cómo realmente debemos vivir esta apasionante semana. Pero esas muestras exteriores deben ser consecuencia de otras mayores en nuestro interior.

Debemos arrastrar con nosotros a los nuestros, en especial a los jóvenes y niños. Nada de tiempo de holganza, de no hacer nada, de vida muelle, de mentes en blanco, de perdición. Nada de ocultar a los jóvenes la realidad de esta apasionante semana para que así se vayan curtiendo también.

Quiero hacer también un llamamiento particular a obispos, sacerdotes y religiosos: basta ya de desvirtuar la Semana Santa, basta ya de relajación, de buenísmo, de bobaliconas sonrisas, de «novedades», en definitiva, de engaños. Son ustedes los pastores, los que tienen la autoridad, la obligación y por ello la responsabilidad. Dejen ya de transigir con actitudes inadecuadas, con actuaciones impropias, con predicar una falsa misericordia de todo y a todos; aprovechen esta Semana Santa para marcar un antes y un después.


A los responsables de las cofradías, quiero recordarles que esta gran tradición española de las procesiones, única en el mundo, no son un teatro, una pantomima, una atracción turística, un negocio para ustedes y su ciudad, ni una oportunidad de provocar una histeria colectiva sentimentaloide y vacua. Limpien ustedes sus cofradías de cofrades hipócritas, impenitentes, herejes y apóstatas; depuren sus estructuras; recuerden que las procesiones de hoy son las que hace siglos iniciaron nuestros antepasados como expresión sincera de su profunda fe y deseo de perdón y penitencia. No transijan con las tentaciones del mundanal ruido hoy desbocadas.

A todos: unámonos a Cristo, acompañémosle en estos días con especial intensidad, rechacemos de plano cualquier actitud por leve que sea de impiedad y más aún cualquier intento de ofensa, vivamos con Cristo esta nueva y apasionante semana que es la Semana de Pasión, la Semana Santa.

Si así lo hacemos, Dios nos lo premiará; si no, nos lo reclamará. Pidamos, por último, a Nuestra Santísima Madre, que interceda por nosotros para que logremos que la Semana Santa, sea una referencia de ahora en adelante en nuestras vidas y en el devenir de nuestra amada patria.