El suicidio de Occidente: el libro de Raúl González Zorrilla
imprescindible para conocer el mundo que viene (
En contra del multiculturalismo)
28 mayo 2022
Raúl González Zorrilla.- Hay palabras que viven instaladas en una bonanza que se les presupone y que permanecen cómodamente aposentadas en este prestigio convenciéndonos de que lo que significan y transmiten es algo absolutamente beneficioso para los seres humanos. Uno de estos vocablos tan bien acreditados es el de “multiculturalismo”, concepto que la Real Academia Española de la Lengua define como la “convivencia de diversas culturas” y que, popularmente, se ha querido entender, equivocadamente, como un fenómeno que permite la “convivencia ‘positiva’ de diversas culturas”.
En 2002, el antropólogo español Mikel Azurmendi, por aquel entonces presidente del Foro de la Inmigración, levantó una gran tormenta política y cultural al declarar públicamente que la multiculturalidad encerraba, sobre todo, valores negativos, y que muy pocas cosas buenas se habían derivado de la misma. Rápidamente, pseudoprogresistas de todo pelaje, izquierdistas de salón, “expertos” en las más diversas disciplinas y políticos de las más variadas ideologías se apresuraron a denunciar estas afirmaciones contra la corrección política, a poner de manifiesto estentóreamente su disconformidad con el autor de Estampas de El Ejido y a exigir, incluso, la dimisión de éste porque, en opinión de todos estos presuntos especialistas en todo, oponerse al multiculturalismo es lo mismo que cometer un acto intolerable de racismo o de falta de respeto hacia otras culturas.
Pero la realidad es tozuda y el multiculturalismo, utilizado como ariete tanto por el totalitarismo islamista como por el totalitarismo de extrema izquierda, se reafirma una vez sí y otra también como algo profundamente contraproducente y negativo para el desarrollo de la convivencia en nuestras sociedades. Lo auténticamente enriquecedor para cualquier comunidad es el mestizaje, la mezcla, el cruce de individuos, la mixtura de orígenes y la coexistencia pacífica de hombres y mujeres procedentes de los más variados lugares. Pero el multiculturalismo es algo absolutamente opuesto a esta emulsión cultural, a este cóctel convivencial o al asimilacionismo o integracionismo que abanderan países como Estados Unidos.
El multiculturalismo, como ese organismo desquiciado y neocomunista que es la ONU, defiende la armonía entre las culturas, dando a entender, erróneamente, que éstas son todas igualmente respetables desde un punto de vista ético y permitiendo de este modo que cada una de ellas, independientemente de sus características, de su desarrollo y de su evolución, perviva junto a las otras en un proceso paralelo que no es ni de anexión ni de rechazo, sino que, generalmente, es de alejamiento, de extrañeza y de exotismo.
En este sentido, el multiculturalismo es el que ha propiciado que en capitales como Londres o París vivan ciudadanos de los más diversos países, de las más variadas culturales y de distintas tradiciones religiosas, pero que en demasiadas ocasiones éstos habiten en estas capitales, o en tantas otras de la Unión Europea, en ámbitos cerrados al control democrático, en territorios opacos a nuestras leyes y en periferias remisas a nuestras más elementales normas de ciudadanía.
El multiculturalismo no alienta las fusiones culturales sino que alimenta la fisión de éstas en cotos deslavazados y desconectados entre sí, y es el principio político, social y cultural que permite, por ejemplo, que en los principales Estados democráticos europeos se esté produciendo un día sí y otro también, afrentas gravísimas a los derechos humanos más elementales, ataques sexistas, acometidas homofóbicas, apologías de múltiples ideologías totalitarias y conductas terroristas que embisten directamente contra los pilares sobre los que se asienta nuestro sistema de libertades.
Avalado por el planteamiento perverso de que “todas las ideas son iguales” y de que “todas las tradiciones y culturas merecen el mismo respeto”, el multiculturalismo, envuelto en ritos religiosos medievales, en violentas costumbres ancestrales o en hábitos éticamente indecentes, ha permitido que en extensas áreas de algunas de las principales capitales de la Unión Europea se haya suspendido, de facto, el Estado de derecho.
Quienes nos mostramos contrarios al multiculturalismo defendemos que la recepción en nuestras ciudades y naciones de individuos con diferentes tradiciones ideológicas, culturales y religiosas debe hacerse con el máximo respeto hacia las creencias privadas de los recién llegados pero que, además, debe hacerse con el respeto máximo por parte de todos a unas leyes y normas básicas, que son la esencia de lo que definimos como “Occidente”, y que han de aplicarse a todos por igual, que han de ser de obligado y común cumplimiento y que no pueden hacer ninguna excepción dependiendo del origen cultural de cada individuo. Todo ciudadano, independientemente de dónde provenga, de la lengua que hable, del bagaje cultural de que disponga o de la religión que profese, es una aportación enriquecedora para nuestra comunidad, pero, por ello mismo, todos los individuos debemos respetar y acatar, por encima de cualquier otro, los valores fundamentales de nuestra civilización.
La Tercera Guerra Mundial consiste en esto
Resulta demasiado habitual que políticos, intelectuales y personalidades públicas afirmen demagógicamente que toda crítica realizada al islam es exagerada, provocadora y fuera de tono, y que es necesario mantener con esta religión el mismo trato que en la mayor parte de Occidente se mantiene con otras creencias religiosas, especialmente, por su gran expansión, con el cristianismo. No es cierto. La religión islámica merece ser sometida a férreos análisis críticos, pero, además, las instituciones occidentales han de prestar una atención estricta y sin concesiones al hecho de que quienes profesan esta creencia no socaven, en su ejercicio, pilares fundamentales de nuestras democracias o de nuestro sistema de libertades.
Ningún ciudadano europeo critica a un musulmán, simplemente, por creer en otro Dios, por escuchar a otro profeta o por atender a unos códigos religiosos diferentes, sino que el problema se establece en el momento en el que algunos fieles musulmanes, cuando viven y trabajan en Europa, quieren extender las exigencias propias de su fe particular (excluyentes, intolerantes, fanáticas y profundamente agresivas con respecto a las mujeres, pero también en relación con otros grupos sociales) al resto de los ciudadanos y, lo que es peor, a los ordenamientos jurídicos de los países que les acogen.
Ciertamente, entre nosotros no faltan iluminados que, en base a un falso progresismo, a una torticera interpretación del multiculturalismo y a un perverso relativismo ideológico que, al final, siempre acaba confundiendo la tolerancia con la injusticia y la libertad de credo con el integrismo, defienden que el islam más radical pueda expandirse por Europa y América sin ningún tipo de control político, judicial o policial. Pero quienes abogan por este respeto petulante a las creencias de los otros (especialmente cuando los otros son musulmanes, no cuando se trata de cristianos o judíos, por ejemplo) han de entender que quienes señalamos que lo que está en juego actualmente es la supervivencia de la civilización occidental, y de los valores esenciales de ésta, frente a los continuos ataques liberticidas, sectarios y fanáticos del islamismo más radical, solamente estamos advirtiendo de algo que los propios yihadistas ya tienen asumido como el principal objetivo de su vida: la destrucción última de nuestro “pecaminoso” sistema de convivencia.
Un ejemplo. El pensamiento del islamista Mohamed Bouyeri, que el 2 de noviembre de 2004 asesinó en una calle del centro de Ámsterdam al cineasta y agitador cultural Theo Van Gogh, fue analizado por un experto en el islam que envió su informe al Tribunal que al final condenaría al criminal a cadena perpetua.
Ruud Peters, que así se llamaba el profesor encargado de analizar para los jueces las referencias ideológicas del asesino Bouyeri tomando en cuenta las cartas, las reflexiones y las anotaciones dejadas por éste, explicó en su informe que Mohamed Bouyeri había comenzado por rechazar los valores occidentales. La siguiente etapa fue su rechazo al Estado democrático y a las instituciones legales de éste. Más tarde, explica el profesor Peters, Bouyeri hizo un llamamiento a la “yihad global” en contra de la democracia. Finalmente, el criminal abogó por la violencia frente a aquellos individuos que hubieran “insultado” al islam o al profeta. Unos meses más tarde, Mohamed Bouyeri, un joven de 27 años nacido, criado y educado en Holanda, asesinó a Theo Van Gogh descerrajándole siete disparos y, posteriormente, degollándolo en medio de una calle de Ámsterdam. En el juicio, Bouyeri anunció ante el Tribunal que estudiaba su caso que no se arrepentía de nada de lo que había hecho y que, si era puesto en libertad, volvería a hacer lo mismo.
El principal freno que existe en Occidente a la lucha contra el totalitarismo islamista y, consecuentemente, contra el terrorismo yihadista, se encuentra en el interior de nuestras sociedades. Abunda entre nosotros un falso, ignorante y pretendido progresismo, patrocinado especialmente por los partidos de izquierda y las formaciones nacionalistas, que se ha convertido en un pozo ética e ideológicamente hediondo en el que preservar los valores occidentales, proteger las libertades individuales y defender la democracia tradicional es un anatema para los defensores de lo “políticamente correcto”. De este modo, y con una derecha ideológica y políticamente acomplejada ante los mitos intocables de la socialdemocracia, muy pocos entre nosotros se atreven a defender con contundencia los valores occidentales tradicionales, lo que ha abierto en Occidente el camino a una gravísima proliferación de los más variados procesos de radicalización y extremismo. El principal de ellos, aunque no el único, el islamismo.
Y es que el pensamiento débil e inerte que ese nuevo comunismo mal llamado socialdemocracia ha insuflado en Occidente en las últimas décadas ha abierto una vía fatal hacia la infantilización intelectual de nuestras sociedades, al quebranto del proyecto ilustrado y a un “todo vale” global que ha alcanzado límites de ruindad y demérito difícilmente superables. En este sentido, pretender una paridad radical de todas las ideas, presumir la nobleza de todas las opiniones y situar en un mismo plano ético a víctimas y verdugos supone arrasar los valores fundamentales de la modernidad occidental. Pero, sobre todo, y lo que es peor, implica proporcionar una carta de legitimidad absoluta a quienes, como los fanáticos islamistas, producen, alimentan y propagan proyectos de exterminio, de eliminación, de racismo, de discriminación o de aniquilación. Además, supone aceptar la aberrante idea de que quienes defienden estas opiniones bárbaras tienen tanto derecho a ser respetados como quienes desarrollan e impulsan criterios de respeto, de tolerancia y no atentatorios contra el resto de la humanidad.
Los bárbaros, los crueles, los fanáticos y los irracionales, por mucho que disfracen sus discursos de odio bajo los ropajes más o menos elegantes de la política, de la cultura o de las creencias religiosas, no pueden tener cabida entre nosotros. Y, por ello, Occidente debe lanzarse a la batalla.
Esto es, efectivamente, la Tercera Guerra Mundial.
Por este motivo, es necesario educar a nuestros jóvenes en la idea del máximo respeto a los derechos individuales de las personas y en la creencia de que éstos no pueden ser comparables a los “presuntos” derechos de una confesión religiosa, de un “pueblo”, de una raza o de una determinada clase social.
Es necesario apoyar sin fisuras, tanto dentro de nuestros respectivos países como allí donde sea necesario, la lucha policial y militar más firme contra los procesos de radicalización y contra los movimientos totalitarios, tengan éstos el carácter que tengan.
Es necesario que los atentados terroristas sean juzgados como actos de genocidio; es necesario agravar las penas y castigos para quienes los cometen y, sobre todo, es necesario entender que es preciso legislar primero, y aplicar las leyes después, de tal modo que quienes buscan acabar con nuestra libertad y nuestra seguridad no se beneficie de ellas.
Es necesario asumir que Occidente está en guerra contra el totalitarismo islamista que se alimenta en los gobiernos lejanos de Irán o de Arabia Saudí, pero que también se sustenta en las mezquitas que nos son próximas, en las ayudas sociales que pagamos todos y que han alimentado durante años a decenas de terroristas islamistas que posteriormente han viajado a Siria o Irak a hacer su mortífera “guerra santa” y en los millonarios presupuestos públicos que legitiman un “multiculturalismo” vacuo que solamente demuestra una gravísima falta de confianza en nuestro sistema de convivencia y en las normas que protegen nuestros derechos y libertades.
Es necesario interiorizar que Occidente es, en esencia, la forma más y mejor elaborada de civilización que ha creado el ser humano y que, nuestro sistema de convivencia en libertad, por su capacidad para respetar todas las ideas y creencias, y por su apuesta sin fisuras por el libre pensamiento y la libertad de expresión, ha alcanzado los niveles más altos de desarrollo, progreso y bienestar. Y es necesario hacer saber al mundo que desde ahora mismo haremos todo lo necesario para defender este bagaje que nos hace grandes, fuertes y mejores.
El Shock de Occidente. Raúl González Zorrilla
Ediciones La Tribuna del País Vasco
Comprar en Amazon:
PRÓLOGO (PINCHE AQUÍ)
CAPÍTULO 1 (PINCHE AQUÍ)
CAPÍTULO 2 (PINCHE AQUÍ)
CAPÍTULO 3 (PINCHE AQUÍ)
CAPÍTULO 4 (PINCHE AQUÍ)
CAPÍTULO 5 (PINCHE AQUÍ)
CAPÍTULO 6 (PINCHE AQUÍ)
CAPÍTULO 8 (PINCHE AQUÍ)
CAPÍTULO 9 (PINCHE AQUÍ)