Evidencias de la apostasía actual
Por Javier Navascues
31/7/2022
La Iglesia en cuanto cuerpo místico de Cristo es santa, pero está compuesta por hombres pecadores. Hoy en día más que hablar de crisis en la Iglesia se debería hablar de una apostasía prácticamente generalizada de las sociedades cristianas y de muchos de los miembros de la Iglesia.
Flavio Infante
Flavio Infante, católico, argentino y padre de cuatro hijos.Ha tenido el honor de colaborar en la revista Cabildo, y publica también en su propio blog, In exspectatione. En esta entrevista nos demuestra que esta apostasía es un hecho.
¿Qué entendemos por apostasía?
La apostasía, del griego “estar o ponerse” (-stasis) “aparte o lejos” (apó-) de Dios, es uno de los tres pecados contra la religión: los otros dos son el cisma y la herejía. Si el hereje, al negar una o más verdades reveladas, peca contra la virtud de la fe, y el cismático, lacerando la unidad de la Iglesia, lo hace contra la caridad, será oportuno destacar que el apóstata peca contra la esperanza. Pues el apóstata es el desesperado en sentido estricto, aquel que rehúsa voluntariamente el destino de bienaventuranza para el que fuimos creados.
En este rechazo de la salvación estriba también su distinción con el mero pecador: éste, según sea la gravedad de sus faltas, puede llegar a perder la amistad de Dios y sustraerse al influjo de la gracia habitual, pudiendo pervivir en él (aunque debilitada y en estado informe) la esperanza de los bienes eternos y esta misma esperanza informe puede llegar a impulsar su (re)conversión.
El apóstata, en cambio, se sustrae a la finalidad misma de su existencia, a la proyección última de su actus essendi que tiene por antecedente inmediato a la nada y por vocación el Todo, consumando una conversión de signo opuesto, una tensión voluntaria hacia la nada. Se trata, en definitiva, de la distinción que puede hacerse entre el pecado sic et simpliciter y el pecado contra el Espíritu Santo: éste último -en el que incurre sin atenuantes el apóstata- cierra, como es sabido, las puertas del perdón de Dios.
¿Se puede hablar con propiedad de apostasía de la Iglesia, o más bien conviene referirse a la apostasía en la Iglesia o en determinados miembros de ella?
San Pablo, en la Segunda a los Tesalonicenses, establece la cronología escatológica apostasía → manifestación del Adversario → Parusía. Queda claro que la alusión antonomástica que hace el Apóstol al crimen de apostasía (entendida aquí en sentido colectivo y no meramente personal) supone, por lo mismo, la previa propagación del Evangelio y la conversión de las gentes –de lo contrario, no podría hablarse de ulterior apostasía, que no es sino una abjuración de la fe otrora profesada, vigente en la legislación y en los hábitos de las sociedades.
Se trata del fenómeno históricamente probado de la “pleamar” y la “bajamar” del cristianismo, que ya los primitivos cristianos podían aventurar compaginando las profecías manadas de los mismos labios del Señor acerca de la expansión del Reino al modo de la semilla de mostaza, que se vuelve el más espacioso de los arbustos, y de la prevaricación última -allí cuando, a Su venida, el Hijo del hombre ya no encontrará fe sobre la tierra.
La indefectibilidad de la Iglesia y las mismas garantías dadas a este respecto por su divino Fundador acerca de la no prevalencia sobre ella de las puertas del infierno, hacen ciertamente inapropiado hablar de «apostasía de la Iglesia». Lo que sí, ¡ay!, se verifica sin atenuantes es la apostasía generalizada de las sociedades otrora cristianas y de una multitud tal de miembros de la Iglesia (y tan encumbrados en la Jerarquía), que no es en modo alguno hiperbólico hablar -hasta donde esto resulte posible- de una sustitución demoníaca, al modo de células malignas que hubiesen proliferado en el organismo de un hombre reduciéndolo a lastimoso estado y forzándolo al ejercicio de las mínimas funciones vitales como para darlo aún por vivo. Sabemos por fe que el Señor no dejará que transcurran los últimos estertores de este organismo sobrenatural y visible antes de acudir a salvar a los suyos, forasteros entre las ruinas de lo que alguna vez fue Su heredad.
San Agustín, por lo demás, comentando aquel pasaje de la Segunda a los Tesalonicenses en el que el Apóstol previene contra aquel «hijo de la perdición que se opone y se subleva contra todo aquello que se refiera a Dios y sea objeto de culto, hasta llegar a sentarse en el templo de Dios», hace una jugosa distinción semántica poco socorrida por los exegetas. Concretamente, señala cómo el tema original griego (en acusativo en el original), que fue vertido al ablativo en latín (in templo Dei), podría traducirse con mayor fidelidad en acusativo (in templum Dei) con un significado sustancialmente distinto, denotando un sentido ya no local sino cualitativo.
El obispo de Hipona recurre a un ejemplo claro: «decimos, por ejemplo, “reside en calidad de amigo” (sedet in amicum), es decir, como amigo», o con apariencia de amigo, lo que, aplicado al pasaje paulino, en una exégesis más fidedigna, daría a entender que aquel formidable adversario no vendría a consumar su sacrilegio notoriamente desde afuera, irrumpiendo con violencia en el templo de Dios, sino que obraría más bien una usurpación endógena tan eficaz como para ser tenido por muchos como auténtico depositario de la más alta dignidad eclesiástica y a la anti-Iglesia de sus compinches como a la Iglesia católica.
Santa Hidelgarda de Bingen, corroborando esta posibilidad, vio al Anticristo naciendo de las entrañas de la Iglesia. Las visiones de la beata Ana Catalina de Emmerich y, más recientemente, de Bruno Cornacchiola, confirman esta tenebrosa posibilidad, como así también las anticipaciones que, a este mismo respecto, supo hacer monseñor Fulton Sheen. La infestación modernista de la Jerarquía la especifica sin rodeos ante nuestros ojos.
¿Qué podríamos decir a aquellos que juzgan exagerado hablar de apostasía?
Hay una herramienta agrícola de asiduo uso en nuestras pampas llamada estercolera. Se trata de un chasis capaz de contener varios metros cúbicos de deyecciones recogidas en los corrales de animales, que se impulsa con un tractor con el objeto de esparcir uniformemente el estiércol -que sale por unas boquillas traseras del chasis, provistas a tal fin- en los lotes de cultivo, para abono de la tierra. Pues bien: a instancias de la apostasía galopante, la nave de Pedro se ha convertido en una auténtica y obsequiosa estercolera, ofreciendo un infatigable desparramo de detritus a la vista azorada de quienes aún guardan un resto de conciencia católica.
Usted habrá fijado, como yo, en sus retinas, aquellas estampillas conmemorativas de la hecatombe protestante emitidas por el mismísimo Estado Vaticano, con la representación de Cristo en la cruz y Lutero y Melanchton a sus pies ocupando el lugar de la Santísima Virgen y San Juan.
Casi al mismo tiempo, en Siracusa, Sicilia, se convocaba a unas jornadas de encuentro masónico-católico, con la participación confirmada de un obispo y un cardenal, y un afiche impreso para la ocasión se servía reproducir la imagen de un Cristo sosteniendo el compás de los tripuntes sobre el mundo.
La misma eficacia con la que disuelven la disciplina de los sacramentos y la teología de la gracia en una nota a pie de página de un documento oficial es la que emplean en el lenguaje de los gestos, más accesible a las masas: una nueva biblia pauperum con orientación al escándalo. Así, aquel que desecha el fanón y la muceta a cambio de paramentos más proporcionados a su genio, como la consabida nariz de payaso, recibió por aquellos mismo días entre abrazos al sheik Ahmed al Tayyeb, gran imán de Al Azhar, Egipto, que llamó repetidas veces a “crucificar a los infieles” y supo blasfemar contra la Santa Madre de Dios, afirmando que Mahoma la tiene en su harén.
Se trata, como notará, de un elenco de hechos y signos de recentísima factura recogidos sin la menor exhaustividad, y que involucran a la Jerarquía hasta su vértice. Si quisiéramos reseñar los que se han multiplicado en el término de estos últimos años no más, llenaríamos muchedumbre de páginas dignas de terror: recepción oficial y festiva a sodomitas y demás pecadores públicos y notorios en el mismo Vaticano, sufragando incluso el viaje de una yunta de lesbianas –una de ellas ataviada con grotesco bigote, producto de agresivo tratamiento hormonal- para recibir la bendición apostólica; la entronización de la estatua de Lutero en la Santa Sede, no sin las condignas alabanzas del odioso heresiarca sajón; genuflexiones que Bergoglio practica sólo ante los reos muslimes elegidos para el lavatorio de los pies del Jueves Santo, nunca jamás ante el Santísimo.
No faltó el alquiler de la Capilla Sixtina para una comilona de la firma automotriz Porsche, ni la realización de un congreso de ginecología estética en el Instituto Patrístico Agustiniano, en Roma, con posterior visita de los participantes a los jardines vaticanos. ¿Citaremos la multitud de declaraciones ofensivas contra la fe, la exhibición de crucifijos sacrílegos, el escarnio y castigo sistemático de quienes, desde el sacerdocio, se oponen a la deriva revolucionaria en acre vigor?: a este respecto, sólo cabría adjuntar un largo y tedioso etcétera. ¿Quién podrá tener por exagerado hablar de apostasía en contexto tan desvergonzado y elocuente? ¿Qué otras evidencias se necesitan para asentir a lo obvio?
Queda fuera de duda la gravedad del hecho de la apostasía y las graves consecuencias que presenta para las almas…
Así es, es un ataque a fondo al insustituible principio de autoridad, a la constitución divina de la Iglesia, una embestida al meollo mismo de la vida espiritual a la vez que una pesada hipoteca sobre las almas en orden a su destinación última. Por muy halagüeña que resulte a las conciencias maneadas por los múltiples lazos de que ha dispuesto esta secta (llamémosla genéricamente así por su carácter di-sectivo, separativo de la unidad querida por Dios), la sustitución del eterno principio de «conformidad del pensamiento con la cosa» (adaequatio intellectus ad rem) por el de «conformidad del pensamiento consigo mismo», que es su caricatura sartreana, no deja de ser estéril y falso, como lo será siempre el solipsismo.
La “autenticidad” de la crisálida que pregonan éstos ignora la eterna lección de Delfos: la conciencia de los propios límites. Hay un Autor de la naturaleza que les puso sus lindes a las cosas y que, por lo mismo, resulta el supremo Legislador y Juez: si el parámetro último no puede ser nunca el propio sujeto (ya que éste ingresa apenas en el circuito de las causas segundas, y todo cuanto somos y tenemos es participado), vano será sostener esa dudosa autarquía, voluntariamente ciega al dato de su dependencia óntica.
Se olvida que el demonio emplea siempre los mismos argumentos, idénticas persuasiones, y que el «seréis como dioses» sigue siendo musitado en los repliegues más íntimos de cada cual. Son los rugidos del león merodeador que los incautos asumen como otras tantas melodías. La apostasía, sin dudas el peor de los pecados, es el mayor de los bocados que se le concede al incansable enemigo.
¿Podría citar algún pasaje de la Sagrada Escritura que aluda expresamente a la apostasía?
Su gravedad queda suficientemente testimoniada en varios pasajes de la Epístola a los Hebreos, donde se nos exhorta: «tened cuidado, hermanos, que no haya entre vosotros un corazón tan malo e incrédulo que se aparte del Dios viviente»; «que ninguno de vosotros se endurezca por la seducción del pecado»; «es imposible, en efecto, para aquellos que una vez fueron iluminados, que gustaron del don celeste, que fueron hechos partícipes del Espíritu Santo, que saborearon las dulzuras de la palabra de Dios y las maravillas del mundo venidero, y que a pesar de todo recayeron, renovarlos segunda vez por la penitencia, ya que de nuevo crucifican al Hijo de Dios y le declaran infame»; «porque si pecamos deliberadamente después de haber recibido el conocimiento de la verdad, ya no queda sacrificio alguno por los pecados, sino una terrible expectación y el ardor vindicativo del fuego que consumirá a los rebeldes».
Vale tanto para las sociedades como para las almas descristianizadas aquella terrible lección que nos comunicó el Señor: sus postrimerías serán peores que sus comienzos. Pues el tiempo, que es la ocasión de la que carecen los ángeles caídos, es mancillado en toda su extensión por el alma del apóstata, que ya no cumple actos sobrenaturalmente meritorios aun cuando pueda obrar uno o numerosos bienes parciales.
Así, de nada le sirven al filántropo sus esmeros altruistas: Prometeo no figura en el catálogo de los santos. El apóstata, además de esta disociación de acto y mérito, pretende arrebatarle a Dios la potestad de juzgar, arrogándose el juicio último sobre sí mismo (ejemplos de esto Lutero y Judas: el primero por la presunción de salvarse sin esfuerzo, el segundo por la desesperación de salvarse). El apóstata anticipa en esta vida (a no darse el milagro moral de su conversión, más asombrosa que el paso de un camello por el ojo de una aguja) la irrevocabilidad de la voluntad de los réprobos apenas cruzado el umbral de la muerte.