Monseñor Viganò habla de la Ciudad de Dios
y la Ciudad del Diablo en la cultura contemporánea
18/11/2022
Beatus populus, cujus Dominus Deus ejus. Dichoso el pueblo cuyo Dios es el Señor (Sal. 143,15)
En un mundo que ha hecho de la democracia el valor en que se funda y de la revolución su principio ideológico es difícil hacer entender cómo vivían nuestros antepasados antes de que la Masonería decidiese derrocar los reinos itálicos con los levantamientos del Risorgimento y las revueltas organizadas por los carbonarios y otras sociedades secretas. Y es más difícil todavía entender para los que vivimos en un mundo secularizado en el que hasta la religión es profanada por sus ministros que hasta hace apenas dos siglos era lo más normal vivir en una sociedad profundamente cristiana en la que Fe inspiraba todos los aspectos de la vida diaria, desde los actos oficiales hasta los detalles normales de la vida familiar. Casi dos siglos y medio nos separan de ese mundo, y durante ese tiempo han tenido lugar sucesivamente la ocupación de nuestro país por franceses y austriacos, las guerras de independencia, la revolución de 1848, la ocupación de los estados de la Iglesia, la unidad de Italia, la Primera Guerra Mundial, el fascismo, la Segunda Guerra Mundial, la guerra civil, la proclamación de la República, el Sesenta y ocho, el Concilio, el terrorismo, Manos Limpias, la Unión Europea, la guerra de la OTAN. la farsa psicopandémica y la crisis de Ucrania. En poco más de dos siglos los italianos hemos asistido a más acontecimientos de los que pudieron ver y conocer nuestros bisabuelos como súbditos de los Borbones, el Papa o el Duque de Módena.
Esta caótica sucesión de regímenes, ideologías, violencia y pérdida progresiva de libertades, autonomía e identidad ha estado jalonada por etapas cuyos arquitectos han denominado revoluciones: desde la Francesa -revolución por antonomasia-, pasando por la primera, segunda, tercera y aun la cuarta revolución industrial teorizada por Klaus Schwab. Cada una de ellas caracterizada por conquistas en los terrenos técnico, tecnológico y científico que han tenido consecuencias muy señaladas en la vida de las personas: desde verse obligadas a emigrar al norte con vistas a realizar sus aspiraciones de trabajar en las fábricas tras abandonar marcharse del campo, a tener que abandonar la propia familia y las propias tradiciones para vivir en el anonimato de una barriada periférica y trabajar de operador telefónico o repartir comidas a domicilio en una moto. Siglos de una vida marcacompasada por los ritmos de la naturaleza, jalonada por las festividades religiosas y actos familiares y sociales, distinguidos por la estabilidad y afianzados por vínculos de parentesco, de amistad y laborales han sido sustituido por turnos en cadenas de montaje, horarios de oficina, desplazamientos diarios al trabajo, almuerzos fuera de casa, apartamentos estrechos, platos precocinados a domicilio, familias nucleares, ancianos que viven en residencias separados de su familia, e hijos dispersos estudiando con el programa Erasmus. Es curioso que quienes tanto se preocupan de la sostenibilidad sean precisamente los que han destruido el mundo antiguo a escala humana, esencialmente regulado en la naturaleza por el cuerpo y en la religión por el espíritu -es decir, por la Tradición-, para explotar a bajo costo a los trabajadores, sacar el máximo provecho a grandes explotaciones agropecuarias gestionadas hasta en base al mero mantenimiento, explotar a los menores de edad y las mujeres en el trabajo, aprovechar la fuerza del vapor para aumentar la producción en serie, aprovechar la electricidad, la energía atómica… explotarlo y aprovecharlo todo. Y así ganar más, aumentar las propias riquezas, reducir el costo de la mano de obra y suprimir garantías y protecciones a los trabajadores. ¡Qué mentalidad más mercantilista! ¡Qué usura más vergonzosa! En todo se busca una fuente de lucro, una oportunidad de ganar dinero, de obtener provecho!
Se dirá que a lo largo de los siglos XIX y XX los italianos han estado animados por grandes ideales. Con el desencanto de quien observa las ruinas del progreso tras la caída de tantas ideologías, podemos responder que la retórica actual se diferencia únicamente del pequeño vigía lombardo1 y de la gesta de Ciro Menotti2 en que ha cambiado el pretexto del que se valen para legitimar los cambios impuestos. Antes se apoyaban en ideales como la Patria y la liberación de los tiranos (que no eran realmente tiranos); más tarde fueron la lucha de clases y el liberarse de la opresión capitalista (aunque más tarde se abrazaron ideales consumistas); luego vinieron ideales como la honradez y el liberarse de políticos corruptos; y por último ideales ambientalistas y el deber de reducir la cantidad de seres humanos sobre el planeta, que algunos han decidido por su cuenta lograr por medio de epidemias, carestías y guerras. El Risorgimento y la Gran Guerra eran pretextos, porque disimulaban la verdadera intención de la Masonería, que era acabar con las monarquías católicas y debilitar a la Iglesia, con la desamortización de los bienes de ésta y aquéllas. Fueron también pretextos la democracia y las ideas republicanas, porque ocultaban el plan de manipulación de la masas para hacerles creer que podrían decidir su propio destino; fueron pretextos los del Sesenta y ocho, cuyos ideales de liberarse de todo principio trascendente condujeron a la legalización del divorcio, el aborto y el concubinato, además de la corrupción de los jóvenes y la disolución de la familia. Como también fueron pretextos aquellos con los que el Concilio impuso una nueva misa que nadie había pedido, un nuevo catecismo cuando nadie quería cambiar el existente, y nuevos sacerdotes secularizados y descuidados de los que nadie sentía necesidad. Ha sido también un pretexto la farsa pandémica, como se está viendo ya en los medios de difusión oficiales, después de dos años de decirlo sin que nadie nos hiciera caso. Y son pretextos también la crisis de Ucrania, las sanciones a Rusia, la emergencia energética, la transición ecológica y la moneda electrónica.
Tenemos, como vemos, dos mundos: uno tradicional y otro revolucionario. Pero con estos dos mundos -¡no nos hagamos ilusiones!- no nos referimos a la transición de un modelo caducado a otro que responde mejor a las exigencias de la modernidad. Son dos realidades contextuales, contemporáneas y contrapuestas que a lo largo de la historia siempre han señalado la discriminación entre el bien y el mal, entre los hijos de la Luz y los de las tinieblas, entre la Civitas Dei y la Civitas Diaboli. Dos realidades que no distinguen necesariamente por sus fronteras ni por formas determinadas de gobierno, sino por compartir un concepto teológico del mundo. Dos bandos como los representados en los Ejercicios espirituales de San Ignacio, en la meditación de las dos banderas: «Será aquí ver un gran campo (…) adonde el sumo capitán general de los buenos es Cristo Nuestro Señor; otro campo en región de Babilonia, donde el caudillo de los enemigos es Lucifer» (136, 4º día).
En la Ciudad de Dios, ese compartir abarca todos los aspectos de la vida conforme al orden cristiano, y el poder espiritual y el temporal, en una colaboración armoniosa y jerárquicamente estructurada, guardan coherencia con la profesión de la Fe y la moral enseñadas por Cristo y salvaguardadas por la Iglesia. Es un orden en el que las autoridades civiles expresan la potestad de Cristo Rey y la eclesiástica de Cristo Pontífice, recapitulando todas las cosas en Cristo Principio y Fin, Alfa y Omega. En este sentido, la Ciudad de Dios es el modelo en el que se inspira la sociedad cristiana, y excluye por tanto el concepto, en sí blasfemo, de la laicidad del Estado y la idea de que la Iglesia pueda aspirar a la secularización de las autoridades o reconocer derechos al error. En la Civitas Dei reina el cosmos, el orden divino que el Señor ha sintetizado magistralmente en el Padrenuestro: adveniat regnum tuum; fiat voluntas tua, sicut in cœlo et in terra. Hágase tu voluntad, así en el Cielo como en la Tierra. El Cielo es, pues, modelo para la Tierra, la Jerusalén celestial es el modelo de la sociedad cristiana, el cual se realiza haciendo que Cristo reine, que venga su Reino. Es la sociedad de quienes aman a Dios hasta el punto de menospreciarse a sí mismos.
Los ciudadanos de la Civitas Diaboli están por el contrario unidos por la revolución, en la que se ejerce el poder por la fuerza y toda autoridad carece de límites. No se sujeta a ningún precepto moral ni se ejerce en nombre de Dios, sino del Enemigo. Reinan –es un decir– el caos, el desorden, una confusión infernal sintetizada en el luciferino clamor de Non serviam, no serviré, y en el satánico precepto de »haz lo que te dé la gana». En esta sociedad tiránica y anárquica imperan simultáneamente la subversión de la justicia mediante leyes inicuas, la del bien común por medio de normas que oprimen al pueblo y la rebelión contra Dios por el fomento del vicio, el pecado y la blasfemia. Todo en busca del propio provecho, a costa de pisotear al prójimo; todo por una motivación de poder, dinero y placer. Y donde impera el caos impera Satanás, rebelde por antonomasia, inspiración de los principios de la Revolución desde el jardín del Edén, el mentiroso, el homicida. El Estado que se inspira en la Civitas Diaboli no es laico; es irreligioso, anticlerical, impío y anticristiano. Oprime mediante un poder que se basa en el miedo, el terror, en la coacción y la fuerza, en la capacidad de criminalizar a los buenos y exaltar a los malos, en el engaño y la mentira. En la Ciudad del Diablo la autoridad eclesiástica y civil es eclipsada por los subversivos que la ejercen contra los fines con que se instituyó: la iglesia en las sombras y el estado en las sombras en el ámbito de la política. La sociedad de los que se aman a sí mismos hasta el punto de menospreciar a Dios.
Los que estamos congregados aquí en la jornada nacional Liberi in Veritate vemos que pertenecemos idealmente a la Civitas Dei, pero esa ciudadanía no encuentra una realidad concreta en la que actuar, en la que contribuir al bien común que como católicos nos gustaría promover tanto en la Iglesia como en la política. Es como si tuviéramos el pasaporte de una nación cuya ubicación en el mapa desconocemos, pero del que todavía encontramos rastros ya en Hungría, ya en Polonia, ya en Brasil, o incluso en Rusia, e inesperadamente en muchos exiliados como nosotros, que saben de sobra de lo que hablamos, y que al igual que nosotros se sienten en cierta forma extranjeros. Y cuando oímos al congresista demócrata estadounidense Jamie Raskin declarar que Rusia es un país ortodoxo con valores tradicionales y por eso EE.UU. tiene que destruirlo cueste lo que cueste (aquí), nos sentimos espiritualmente ligados al pueblo ruso, en vista de la común persecución de que somos objeto por parte de los enemigos de Dios.
La misma sensación de ser ajenos a la Iglesia por la manera en que se manifiesta hoy, eclipsada por una jerarquía corrupta y sometida también a la Ciudad del Diablo, nos hace sentir en cierto modo exiliados también como católicos, desterrados de la ciudad por rígidos, acomodados, retrógrados; porque somos incapaces de aceptar como algo normal que un papa escandalice con herejías, actos idolátricos, provocaciones, excesos y mentiras , humillando a la Iglesia de Cristo y burlándose de cardenales y obispos conservadores que expresan tímidamente su desacuerdo; por la indocilidad que manifestamos al negarnos la vía cómoda; por la sensación de abandono de los hijos por parte del padre; por el dolor de ver cómo nos dan piedras y escorpiones quienes debían alimentarnos con panes y peces. Buscamos un sacerdote y nos encontramos con un gris funcionario de partido. Buscamos una palabra de aliento y nos responden con desprecio, y eso cuando no se desentienden totalmente de nosotros. Dirigimos la mirada a lo que era la Iglesia y no nos resignamos a aceptar lo que ha terminado por ser por culpa de nuestro silencio y de nuestro erróneo concepto de la obediencia.
Pero la iglesia militante en la Tierra no es la Civitas Dei, porque como todas las realidades espirituales inmersas en el fluir del tiempo acoge a personas débiles y manchadas por el pecado, buenas y malas. Hasta la eternidad no se podrá separar el trigo de la cizaña, el uno para ser recogido en el granero y la otra para arrojarla al fuego.
No confundamos tampoco la Ciudad de Dios con el Estado confesional, que congrega a ciudadanos buenos y malos, a honrados y delincuentes. Ni osemos confundir la Iglesia terrena con la Ciudad del Diablo si ejerce su autoridad imitando el modelo de virtudes del Gobierno. Seamos hijos de la Iglesia y súbditos de la nación en que la Providencia dispuso que naciéramos.
¿Cómo podemos entonces reconocer la Civitas Dei y la del Diablo?
La Ciudad de Dios debemos construirla nosotros; mejor dicho: debemos inspirarnos en ella para reconstruir, con sensatez y humildad, una sociedad que restituya a Nuestro Señor la corona y el cetro que le pertenecen y que dos siglos de revolución le han sustraído. Sea cuál sea la forma de gobierno, todo católico tiene como ciudadano el deber de impregnar todos los ámbitos de la sociedad civil con la Fe y la moral cristianas, orientadas al bien común, a la gloria de Dios y a la salvación de las almas. Todo bautizado tiene un deber análogo, que debe procurar que en todos los ámbitos de la vida religiosa (la oración, la Misa, los sacramentos, las obras de caridad, la formación cristiana de los hijos…) no se sigan las modas ni la rerum novarum cupiditas, el ansia de novedades, sino que se conserve intacto lo que el Señor enseñó a los Apóstoles y lo que la Santa Iglesia custodia en su integridad a través de los siglos. Los vientos novedosos son efectivamente el signo distintivo de la revolución, tanto en el mundo civil como en el eclesiástico. Y para que Cristo vuelva a ser Rey de nuestra nación, es necesario ante todo que cada uno de nosotros dé testimonio coherente de la Fe que profesa; que confirme en los hechos su adhesión a los principios de la religión, sobre todo en lo que se refiere a la familia, la educación de los hijos y la conducta de vida.
La Ciudad del Diablo es fácil de identificar, y una vez identificada hay que combatirla valerosamente, porque está en guerra con la Ciudad de Dios y no vacilará en emplear cualquier medio para debilitarnos, corrompernos y hacernos sucumbir. En el Foro Económico Mundial, la ONU y las diversas fundaciones filantrópicas de matriz masónica, junto a los gobiernos y organizaciones y organizaciones internacionales que las apoyan, entre las que se cuenta la iglesia bergogliana con numerosos infiltrados en todos los dicasterios centrales y periféricos, son la realización en la Tierra la civitas diaboli, cuyos ciudadanos no disimulan su mortífera ideología y su voluntad de hacer borrón y cuenta nueva y subvertir lo que queda de la Civilización Cristiana para imponer su inhumana forma de vida y hacer desaparecer todo rastro de bien no sólo en el comportamiento social, sino también en el pensamiento de las personas. Es preciso sacar a Cristo de las mentes, después de haberlo arrancado de los corazones. Las mentes tienen que estar conectadas con la inteligencia artificial para crear un ser en el que la imagen y semejanza de Dios estén monstruosamente deformadas. Tenedlo bien presente: no puede haber la menor tregua entre las dos ciudades, porque son y siempre serán enemigas juradas, como enemigos son Nuestro Señor y Satanás. Pero al mismo tiempo, en la guerra sin cuartel que libran la victoria será inexorablemente nuestra, porque Cristo ya ha vencido definitivamente a Satanás en el madero de la Cruz. Lo que nos espera es sólo la última fase del enfrentamiento, cuyo resultado es segurísimo porque se funda en la promesa del Salvador: portæ inferi non prævalebunt.
Estos son, pues, los objetivos que como laicos tenéis la obligación y el honor de tener que traducir en una realidad social y política: promover la Realeza social de Cristo conforme al modelo de la Ciudad de Dios y al orden que quiere el Señor y combatir la acción mundialista, última y tremenda legión de la Ciudad del Diablo, mediante formación, denuncia y boicot. Porque si bien es cierto que con la ayuda de la oración podemos alcanzar numerosas gracias de la Divina Majestad, no es menos cierto que como católicos somos igualmente somos una cantidad suficiente –al menos en Italia– para dar una señal clara e inequívoca a las empresas, grupos financieros y centros de gestión de información que viven de los clientes que los eligen. Si dejamos de adquirir productos de multinacionales mundialistas, de empresas alineadas con el sistema, y dejamos de ver programas de televisión y participar en plataformas sociales que no respetan nuestra religión, obligaremos a muchos a desandar lo andado y dificultaremos la acción de propaganda del Nuevo Orden Mundial, las mentiras de los medios mayoritarios de prensa y las falsedades sobre la crisis de Ucrania.
Rechacemos, pues, frontalmente los falsos dogmas de la ideología LGBTQ, la inclusividad, la ideología de género, el calentamiento global, la crisis energética y la eugenesia transhumanista. Y procuremos ante todo proporcionar una visión de conjunto de la acción subversiva de la Civitas Diaboli, haciendo ver la coherencia de esas iniciativas individuales con el plan global, con los medios que dicho plan pretende adoptar y los verdaderos e inconfesables fines que persigue.
Termino saludando a los organizadores de este acto y dándoles las gracias por haberme brindado la oportunidad de dirigirles a los presentes este mensaje. Las numerosas muestras de adhesión a esta jornada de formación nos ayudan a entender que las tropas están formando en filas y que muchas almas sedientas de Dios están dispuestas a luchar y comprometerse a garantizar un futuro tranquilo a sus hijos y detener esta insensata carrera a la perdición.
†Carlo Maria Viganò, arzobispo
1 El pequeño vigía lombardo es un cuento que forma parte de la serie Corazón, de Edmondo de Amicis, que trata de un niño que subido a un árbol divisa a los soldados austriacos y ayuda así a los italianos, acción que le cuesta la vida.
2 Ciro Menotti, revolucionario miembro de la Carbonería, es otro héroe (en este caso real) de la resistencia italiana contra los austríacos y figura importante e idealizada del Risorgimento.
Traducido por Bruno de la Inmaculada. Artículo original
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