viernes, 2 de diciembre de 2022

Los cardenales Cupich, Gregory y Tobin son indignos de celebrar la Misa. Por Mons. Carlo Maria Viganò

Viganò: Los cardenales Cupich, Gregory y Tobin 
son indignos de celebrar la Misa
-11/07/2021


Viriliter agite, et confortetur cor vestrum.
Animaos y confortad vuestro corazón.
Sal. 30,25

LifeSiteNews: ¿Qué le parece el apoyo del papa Francisco al padre James Martin?

Monseñor Viganò: La ideología LGBT+ y la de género que ésta presupone como postulado constituyen un peligro mortal para toda nuestra sociedad, para la familia, la persona humana y evidentemente para la Iglesia, porque disuelven la estructura social, las relaciones interpersonales y el concepto mismo de la realidad biológica de los sexos, que se transforma arbitrariamente según la variable y dudosa percepción subjetiva de la propia persona basada en el género. Muchos no se dan cuenta del caos que acarreará no sólo en las costumbres sociales y en las familias, sino también en lo religioso porque reconocer el movimiento LGBT llevará irremediablemente a quienes tienen eso que llaman disforia de género a exigir que se les acepte en parroquias y comunidades. Ejemplo emblemático de ello sería el caso de un hombre que fuera ordenado sacerdote y en un momento dado llegase a reconocerse como mujer: ¿tendremos que prepararnos para la posibilidad de que un transexual o un travestido diga Misa? ¿Y cómo reconciliar la persistente existencia del cromosoma masculino –del cual depende indiscutiblemente el sacramento del Orden Sacerdotal– con una persona que tiene aspecto de mujer? ¿Qué habría que pensar de una monja que creyendo ser varón pidiera ser transferida a un convento masculino, y tal vez que hasta se le confiriesen órdenes sagradas? Este delirio, cuyas consecuencias son absurdas y alarmantes en el terreno de lo civil, de aplicarse al religioso asestarían un golpe mortal al ya torturado cuerpo de la Iglesia.

Hay que tener en cuenta las razones que han llevado a personajes como James Martin SJ a disfrutar tanta notoriedad y visibilidad en el ámbito eclesiástico y aun en las instituciones romanas, al punto de ser nombrado asesor del Dicasterio para las Comunicaciones y de haber recibido hace poco una carta manuscrita de Bergoglio. Su ostentoso compromiso en apoyo del movimiento pansexualista supone la aprobación preventiva y acrítica de una infinita variedad de perversiones sexuales. Esa apriorística adhesión no es el deplorable exceso de un jesuita aislado; es el acto planificado de una vanguardia ideológica que ya ha demostrado ser ingobernable y capaz de orientar el propio magisterio de Bergoglio y su corte pontificia.

La ideología LGBT es el nuevo paradigma moral de la religión mundialista de lo indefinido , y tiene una clara matriz gnóstica y luciferina. La ausencia de dogmas revelados sobrenaturalmente es la premisa de un superdogma posthumano en el que la Fe se pervierte para que llegue a aceptar incondicionalmente toda clase de herejía y depravación, la Esperanza se diluye en la absurda pretensión de una salvación garantizada hic et nunc y la Caridad se corrompe y convierte en una solidaridad horizontal desprovista de su razón última, que está en Dios. El activismo del jesuita Martin prefigura el irisado apostolado de la Era de Acuario, la religión del Anticristo y el culto a ídolos y demonios, empezando por la asquerosa Pachamama.

Por ese motivo, la indecente y escandalosa aprobación bergogliana de las aberrantes provocaciones de James Martin no es sino un paso más por un camino que emprendió con su famoso ¿Quién soy yo para juzgar?, en plena coherencia con la línea rupturista de su pontificado. Se trata de un gesto suicida por el que los dirigentes de la Iglesia se rinden incondicionalmente a la anticristiana ideología del mundialismo y entregan todo el rebaño de Cristo como rehén al Enemigo, abdicando de sus funciones pastorales y revelando lo que realmente son: mercenarios y traidores. Asistimos escandalizados a la transición del «argue, obsecra, increpa, insta opportune importune» –«insta a tiempo y a destiempo, reprende, censura, exhorta con toda longanimidad y doctrina» (2 Tim. 4,2) – al «loquimini nobis placentia»– «habladnos de cosas agradables » (Is. 30,10).

No tiene, pues, nada de sorprendente que James Martin goce de tanto aprecio en las altas esferas vaticanas, lo cual en virtud de los métodos vigentes desde el Concilio deja rienda suelta a los más exaltados exponentes de las corrientes progresistas para después adoptar la dialéctica de Hegel con la tesis de la moral natural y católica, la antítesis de las desviaciones doctrinales y la síntesis de un nuevo magisterio acorde con los tiempos.

Esta forma de proceder, que a algunos podría parecerles una prudente puesta al día ante la mentalidad secularizada de nuestros tiempos, trasluce no obstante una traición de proporciones colosales a las enseñanzas de Cristo y la ley impresa en el corazón del hombre por su Creador. Una licencia mayor ante el vicio, ampliamente deseada y promovida por la anticristiana ideología dominante de hoy, no legitima en modo alguno esta dejación por parte de la Jerarquía del mandato que recibieron del Señor, como tampoco autoriza adulterios que apuntan exclusivamente a aceptar el espíritu del mundo y la corrupción de las costumbres. Al contrario, cuanto más fomenta la ideología dominante la desaparición de los principios inmutables de la moral cristiana, más tienen los pastores el deber de corroborar sin vacilación lo que Dios les mandó predicar.

Me parece, por tanto, totalmente inmoral ante Dios y ante el honor de la Iglesia, un grave escándalo para los fieles y una lamentable dejación por parte de sacerdotes y confesores que se conceda tribuna a un jesuita que no basa el éxito personal en la debida acción pastoral tendiente a la conversión espiritual de homosexuales en lo que respecta a la moral, sino en la vana promesa de una alteración de la doctrina católica que haría legítima una conducta pecaminosa y otorga dignidad de interlocutor al movimiento LGTB. La mera utilización de este acrónimo, que acepta que algunos se acepten mecánicamente en una concreta perversión antinatural, pone de manifiesto la actitud servil de James Martin y sus colaboradores a las exigencias del lobby pansexual, cosa que la Iglesia no puede aceptar ni legitimar en modo alguno.

En todo caso, si un amplio sector del clero está tan impaciente por que la Jerarquía apruebe las exigencias de la ideología LGTB+, ello es claramente fruto de un condenable conflicto de intereses y una crisis moral y disciplinar de mucho calado.

¿Es posible cambiar las enseñanzas de la Iglesia en lo que se refiere a las uniones homosexuales, sobre todo teniendo en cuenta que el papa Francisco ha dado públicamente su sello de aprobación a uniones civiles que estaban condenadas por documentos magisteriales de la Santa Sede?

Hay que dejar claro que las conductas que contravienen el Sexto Mandamiento del Decálogo, en particular los desórdenes sexuales que ofenden al Creador en cuanto a la distinción natural de los sexos y la finalidad procreativa del acto sexual, no son pasibles de actualización, ni siquiera bajo la presión de lobbies o de leyes inicuas promulgadas por las autoridades civiles.

También es preciso denunciar la mentalidad hedonista y pansexualista que subyace a la ideología hoy dominante, según la cual el ejercicio de la sexualidad no está intrínsecamente ordenado a la procreación y puede tener por única finalidad la satisfacción descontrolada de las pasiones. Esta mentalidad repugna al orden natural dispuesto por el Creador, en el cual el acto sexual sólo es lícito en la unión de los esposos bendecida por el Sacramento y abierta a la concepción. Es evidente que, teniendo en cuenta que para empezar la naturaleza no permite la procreación entre dos hombres o entre dos mujeres, toda actividad sexual entre personas del mismo sexo es intrínsecamente desordenada y no tiene la menor justificación.

Las uniones civiles no son otra cosa que la legitimación de una concubinato en el que la pareja no asume los deberes y responsabilidades inherentes a la institución natural del matrimonio. Si las autoridades civiles aprueban esas uniones, cometen un abuso de autoridad, la cual les fue conferida por la Providencia dentro de los muy precisos límites del bien común, y sin perjudicar en ningún momento la salud de las almas por la que vela la Iglesia con autoridad maternal. Pero si las autoridades eclesiásticas ratifican esas uniones, a la traición al mandato recibido de Dios se añade la perversión de los fines dispuestos por el Creador. Esto hace nula de hecho toda forma, aun implícita, de aprobación oficial de conductas pecaminosas y escandalosas.

En EE.UU. hay muchos obispos que firman en apoyo del lobby LGTB y respaldan esa orientación, y otros –como el cardenal Cupich– insinúan que las parejas homosexuales pueden recibir la Sagrada Comunión. ¿Qué les diría a los católicos que están perplejos ante semejantes declaraciones?

El pseudomagisterio de los últimos años, y en particular el de Amoris laetitiae en lo referente a administración de los Sacramentos a notorios convivientes y divorciados vueltos a casar, ha abierto una brecha en una parte del Magisterio en la que ni siquiera después del Concilio habían logrado los novadores demoler sistemáticamente. No tiene nada de extraño que, incluso en la tremenda gravedad de la situación, que una vez que se administra la Comunión a quienes están en pecado mortal, tan desafortunada decisión se haya extendido en beneficio de quienes no están en condiciones de contraer legítimas nupcias al no ser una pareja formada por un hombre y una mujer. Pero bien mirado, esta actitud heterodoxa es propia también de políticos que en su labor de gobierno y su desempeño de cara a la sociedad contravienen públicamente las enseñanzas de la Iglesia y faltan al compromiso de coherencia que asumieron en el Bautismo y la Confirmación. Por otro lado, los llamados católicos adultos, que a los ojos de Dios no han hecho otra cosa que rebelarse contra su santa Ley, son objeto de amplia aprobación por parte de obispos que son más rebeldes todavía –como Cupich, Tobin, Gregory y sus secuaces– mientras que los pastores fieles al ministerio que les encomendó el Señor no sólo reconocen la situación de pecado público de esos, sino que no quieren agravarla profanando el Santísimo Sacramento.

¿Cuál es la enseñanza esencial e inmutable de la Iglesia con respecto a la homosexualidad?

La Iglesia, fiel a las enseñanzas de su Cabeza, es Madre, no madrastra. No consiente a sus hijos en las debilidades y en la inclinación al pecado; los amonesta, exhorta y castiga con sanciones curativas a fin de dirigir a cada alma encaminándola hacia el fin por el cual fue creada, es decir, la eterna bienaventuranza. Toda alma es deseada y amada por Dios, y ha sido rescatada por el Redentor en la Cruz, que derramó su Sangre por ella. Cujus una stilla salvum facere totum mundum quit ab omni scelere. En el Adoro Te devote que compuso el Doctor Común, una sola gota de la preciosísima Sangre de Cristo tiene capacidad para salvar a todo el género humano de la totalidad de sus pecados.

La enseñanza inmutable de la Iglesia es sencilla y de una claridad diáfana, y está dirigida al amor a Dios y al prójimo por amor a Dios. No se impone como una cruel castración de las tendencias e inclinaciones de la persona que irracionalmente defiende su legitimidad, sino como un desarrollo armonioso y amoroso de la persona en dirección al único fin que puede satisfacerla plenamente y que se corresponde con la esencia íntima de su naturaleza. El hombre ha sido creado para amar, adorar y servir a Dios, y alcanzar de ese modo la eterna bienaventuranza en la gloria del Paraíso.

Hacerle creer que si satisface instintos corrompidos fruto del pecado original y sus pecados personales puede realizarse apartado de Dios y en contra de Él es un engaño culpable y una gravísima responsabilidad que pesa sobre quienes abusan de su posición de pastores para confundir y despeñar a las ovejas.

Por el contrario, es necesario hacerles ver con paciencia y una firme orientación espiritual que todo ser humano tiene un destino sobrenatural y un camino de sufrimientos y sacrificios que sirven para curtirlo y hacerlo digno de su premio celestial. Sin calvario no hay resurrección, y sin combate no hay victoria. Así es con toda alma redimida por Nuestro Señor: sea casado, célibe, sacerdote, laico, hombre, mujer, niño o anciano. Todos participamos por igual en la batalla contra la propia naturaleza corrompida por el pecado original; quien administra dinero tiene que combatir la tentación del latrocinio; el casado, la de traicionar a su esposa; quien vive en castidad, las tentaciones contra la pureza; quien disfruta de la buena mesa, la de la gula; y quien es objeto de público aplauso la tentación del orgullo.

Así pues, con humildad y confianza en la Gracia de Dios, y recurriendo a la intercesión de la bienaventurada Virgen María, toda persona a la que el Señor pone a prueba –incluso en la dolorosa situación de la homosexualidad– tiene que comprender que combatiendo el pecado es como se conquista un puesto en la eternidad, se consigue que la Pasión de Cristo no fuera en vano y se hace resplandecer la misericordia de Dios hacia sus criaturas, a las que Él ayuda en el momento de la tentación. Pero no con la engañosa aprobación de inclinaciones al mal, sino señalando al destino glorioso que nos aguarda a cada uno: la participación en la Cena de las Bodas del Cordero vistiendo las vestiduras reales que nos tiene preparadas.

Que la Gracia, recuperada por la absolución sacramental y el alimento celestial de la Sagrada Eucaristía, Pan de los ángeles y prenda de gloria venidera, nos asistan en esta peregrinación en la Tierra.

+ Carlo Maria Viganò, arzobispo
3 de julio de 2021

San Ireneo, obispo y mártir

(Traducido por Bruno de la Inmaculada. Artículo original)

 
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