domingo, 18 de junio de 2023

La investigación de Gagnon sobre la masonería en el Vaticano


Asesinato en Grado 33
He aquí un libro concebido con toda la técnica literaria norteamericana para ser un éxito de ventas. Bastante bien escrito, muy ameno, con humor y con todos los trucos del libreto cinematográfico o de la novela de folletín. Uno se lo traga en breves horas esperando que ocurra lo que promete el título – lo que nunca ocurrirá – pero no importa, el “bulo” de un título con “gancho” se perdona fácilmente porque te has divertido y dices, “¡qué tonto! … esto de la infiltración masónica nunca se podría saber a ciencia cierta, tampoco la seguridad de que existió tal asesinato, o si existió tal informe que nadie ha visto. ¡Pero nos dais pié a todos para hacernos la idea más conveniente a nuestra fantasía!”.

Debemos reconocer que ningún libro es “un” libro, sino que es tantos libros como lectores tiene y, en nuestro caso, la perspectiva es desde el más rancio “tradicionalismo”, lugar que nos lleva a las provisorias conclusiones que aquí se arriesgan y que se hacen desde la comodidad y la gratitud de estar fuera de la ardidosa litis que se cuenta, lejos de los dos bandos, y con la ventaja de ser un observador lejano que se alimenta del Vetus Ordo.

Se trata de la lucha de dos bandos que recorre gran parte del siglo XX, dentro del Vaticano. Bandos que pugnan por el dominio de la gobernanza burocrática frente a unos Papas que no son “ni chicha ni limonada”. O mejor, que son a veces chicha y a veces limonada, según les inspira su accionar el temor. El temor de ser los protagonistas de un quiebre o cisma de la Iglesia, cisma que cual espada de Damocles pendió sobre sus cabezas haciéndoles correr el riesgo de cargar con el descrédito histórico y eterno de haber sido para las posteridades, y ante Dios, no el Piloto de la Barca de Pedro sino el Capitán del Titanic.

El autor entiende que este miedo – a veces pánico – es la causa de sus “santidades” (que en ningún caso quiere poner en duda), llegando estos Papas a la categoría de “mártires” por haber sido sometidos al suplicio del ecúleo, que ambas facciones accionaron desde sus puntas (aunque el autor cree que se tiraba de una sola punta). En el caso de Juan Pablo I, en esto consistiría su “especie de asesinato en grado 33”: infarto producto de una tensión brutal producida por el informe – y presión- de Mons. Gagnón y el Cardenal Benelli desde una punta y desde la otra, la violenta y estridente respuesta del masónico Cardenal Baggio bajo el paraguas de Villot (la guardia suiza escuchó los gritos), cuyas amenazas han quedado en el secreto de los muros del aposento. Se dice que lo mató el hecho de pretender enfrentar el problema, cosa que no hizo el anterior Papa (a veces optimista y otras lacrimoso), ni los dos posteriores Pontífices, los que sufrieron parecidas agonías que ameritan las canonizaciones. Sin duda es la fuga de esta encrucijada la que explicaría la renuncia de Benedicto XVI y su improbable canonización.

El autor nos recuerda que el último Papa que gobernó rodeado de “su” gente fue Pio X: tradicionalista, antimodernista y contra-revolucionario de propio convencimiento y con propia tropa. Después de ello parece ser que el tono de cada papado lo dieron quienes lo rodeaban; conservadores hasta Pio XII; una mezcla empatada con Juan XXIII; y ya marcadamente progres – y algunos masones- con los tres posconciliares. No se habla de Francisco en el libro, pero da la sensación que este será una especie de anti-PioX, es decir, modernista declarado y convencido que establece el tono de su entorno, sin muchos miramientos dada la derrota total y el repliegue de los conservadores. Para este ya los tiempos estarían maduros a fin de que se imponga el modernismo sin mayores oposiciones ni sufrimientos. Deberíamos recordarle que la revolución pare sus propios verdugos, pero allá él.

Desde allí y hasta allí, parece que los Papas elegidos fueron el resultado mistongo de las facciones que combaten entre sí en los Cónclaves. Siendo los adalides de las facciones en pugna unos convencidos de que no pueden encabezar una victoria, presionan a los cardenales electores en acuerdos que buscan en el “papábile” más la debilidad que la coincidencia ideológica. Se pesan sobre todo las posibles razones personales de amistades, compañerismos, favores adeudados y contactos comunes, que el que respondan a uno u otro bando. El asunto primordial de la lucha no se trata de quién será Papa, sino de quién podrá encaramarse para ser su Secretario de Estado o su ministro.

En la obra reseñada los dos bandos son blanquinegros: conservadores vs masones infiltrados, ni más ni menos. En el medio sobrevive una enorme legión de botarates (la falta de caridad es mía) que acumulan cursos y doctorados en el academicismo vaticano y cuyas cabecitas estragadas por la endeble filosofía y la falta de disciplina espiritual (muchas veces moral), están dispuestos a seguir el curso que lleven los más fuertes. Dispuestos al progresismo tanto como al conservadurismo según soplen los vientos. Parece ser que son siempre rescatables y utilizables por cualquiera que les sirva la papilla y asegure su “instalación”. Igualmente, para el autor, el Concilio carece de gran importancia, ya que, aunque sea un tanto ambiguo, no moverá la aguja de quienes vienen convencidos en sus bandos, pudiendo servir de “constitución” a unos o a otros. La legión de idiotas aplaudirá – con el poco entusiasmo de los mediocres – tanto su viraje a izquierda como a derecha. El conservadurismo suele no tener en cuenta el deterioro irrecuperable de la experiencia decadente.

El argumento del libro es que el bando conservador (Benelli, Staffa), durante el papado de Pablo VI, prueban y documentan que Bugnini y Baggio son masones juramentados. Puestas las pruebas en manos de Pablo VI, la grieta por las que veía entrar el humo de Satanás comenzaba a tener nombre y apellido y todas sus obras y pompas, llevaban la ratificación de su propia firma. El primer acusado era el autor del Novus Ordo que ya estaba en funcionamiento (y que era el orgullo del Papa), y el segundo era el que decidía la Consagración de los Obispos de todo el mundo desde hacía años (y seguiría muchos años más). Benelli logra que Bugnini sea desterrado y que se nombre un investigador para saber hasta dónde llegaba la infiltración, para ello propone a Gagnon, quien acepta. Baggio queda atornillado a su cargo, es protegido de Villot que juega su propia suerte junto al atacado y ya moverlos sería un terremoto de implicaciones universales al poner en tela de juicio miles de consagraciones de Obispos. La obra de ambos masones no se toca. Gagnon tarda tres años en hacer el informe, al cabo de los cuales lo presenta a PabloVI que no quiere ni verlo ¡ni tocarlo! y muere a los pocos meses. Gagnon y los conservadores sufren esta desilusión por perder la oportunidad de descabezar el bando contrario para la que han trabajado y complotado, pero vuelven al ataque con Juan Pablo I, que parece que es medio progre, pero sobre él puede tener más influencia Benelli que Villot, por viejas relaciones y por haberlo promovido en el Cónclave. El Papa Luciani, que para mostrarse bondadoso y evitar sospechas conserva a Villot y Baggio, con promesa de nombrar más tarde en su lugar a Benelli, recibe el informe y lo lee. Lo sufre horriblemente, es una camionada de estiércol, hubiera preferido mil veces ignorarlo, pero con temor y temblor cita a Baggio para arreglar cuentas. Esa tarde se reúnen, discuten fuertemente y sin ver a nadie más que a Villot al terminar la audiencia, esa noche muere Juan Pablo. Posible ¿infarto? Villot impide la autopsia, es normal, hacerlo sobre un Papa sería terrible. Lo encuentran en su cama en “pose” de santo, acostado pacíficamente con la Imitación de Cristo en las manos, no muy propio de un infarto, en fin…

Los conservadores vuelven al ataque con el Informe Gagnon ante el nuevo Papa polaco al que Benelli jugó ¡una vez más! sus cartas en el Cónclave, pero que ni bien asumió, para sorpresa de conservadores, dejó en sus cargos a Villot, Baggio y aún a Marcinkus (que ya sonaba fuerte como del equipo masón). Hasta volvió Bugnini, aunque para morir. El Papa da largas para recibir a Gagnon pero al final lo recibe, sorpresivamente le consigue la audiencia y lo lleva de la mano ¡el mismo Villot! Juan Pablo II rechaza rápidamente, sin leer y con agrio carácter las insinuaciones del informe (que parece, hablaba, además del listado de masones, del posible asunto de la P2 y el Banco Vaticano) y sale Gagnon con cajas destempladas. El golpe de estado tan esperado por los conservadores queda en la nada. Gagnon renuncia y se retira vencido a Colombia, lejos del poder. Benelli, que creyó que llegaba a la Secretaría de Estado, queda burlado y en breve muere, muy joven. Baggio sigue a todo vapor. Villot también, pero ya tiene un cáncer terminal del que morirá en breve, siendo reemplazado por su engendro, su secretario Casaroli, un sibilino de antología (“hablaba muy poco y nunca expresaba una opinión propia”).

Gagnon volverá muchos años después llamado por un nuevo conservadurismo que encabezará un antiguo progresista (piruetas de las revoluciones): el Cardenal Ratzinger que después de los pasos adelante, daba uno para atrás. Por este será nombrado “visitador” de la FSSPX, lo que es otro cuento.

La historia es el triste relato de la aventura conservadora en el posconcilio. Aquellos “mártires” que “desde dentro” lucharon por recuperar la Iglesia de Cristo y… fracasaron (aún algunos siguen, como esos soldados japoneses en una isla del pacífico que no se enteraron del fin de la guerra). Su gran sacrificio ha sido mantenerse humillados en puestos cada vez más subalternos, tragar el sapo de la Reforma Litúrgica que sabían con certeza que fuera impuesta por la masonería, soportar elegantemente el trato – mejor “maltrato”- con todos los Obispos nombrados por la masonería (probablemente no elegidos por ser masones, sino por ser los más imbéciles y venales de los que se disponía en cada sitio, que fue el consejo para la elección de Obispos dado por Napoleón a sus funcionarios luego del Concordato con la Santa “Cede”). Y por sobre todo, acompañar la decadencia, probablemente apostasía, de la Iglesia, con visibles llagas sobre sus inteligencias, sus personalidades y sus sacerdocios, por el hecho increíblemente paradójico de que ya eran ellos los “infiltrados” y los masones los miembros de número. Quizá, su mayor sufrimiento haya sido el haber tenido que ser sordos al clamor de tantas almas que se han precipitado al infierno como resultado de la apostasía de la curia, en pos de una estrategia que dejó hacer y que al final no funcionó. Pero esto último es la visión partisana de un “lefebvrista”.

Se nos hace finalmente inexplicable cómo hace el autor para mantener el humor en medio de un relato que debería helarnos la sangre.