Catedral de San Sebastián |
II Domingo de Pascua o de la Divina Misericordia
(Eucaristía ofrecida por el eterno descanso de las
víctimas mortales de la violencia terrorista
víctimas mortales de la violencia terrorista
y por el consuelo de sus familiares)
Muy queridos hermanos:
Hoy especialmente, quiero dirigir un saludo y un reconocimiento particular a cuantos habéis sufrido las heridas de la violencia terrorista. También deseo expresar mi agradecimiento a todos los que habéis querido acompañarles en esta Eucaristía. La fecha que hemos elegido para la celebración de esta Eucaristía por el eterno descanso de las víctimas del terrorismo, no se ha decidido al azar…
Acabamos de celebrar la Semana Santa, que lejos de concluir con el fracaso de Cristo, ha culminado
con su victoria sobre la muerte. Pues bien, hoy la Iglesia celebra el Domingo de la Octava de Pascua, en el que resuena en nosotros el triunfo de Cristo sobre la muerte: la victoria de la esperanza sobre nuestro desaliento y nuestras tristezas; la victoria de la fe sobre nuestra desconfianza y nuestros temores; la victoria del amor sobre el odio y sobre el rencor; e incluso, la victoria de la comunión con nuestros seres queridos ausentes, por encima de nuestro sentimiento de soledad y desamparo…
El Beato Juan Pablo II fue quien instituyó que en el Segundo Domingo de Pascua -que hoy celebramos- se conmemorase en la Iglesia la fiesta del “Domingo de la
Divina Misericordia”. En el origen de la intuición del Pontífice estaba una joven religiosa polaca de principios del siglo XX, que murió con tan solo 33 años de edad:
Santa Faustina Kowalska. Su vida transcurrió durante los años en los que Europa era azotada por la llamada Gran Guerra (la Primera Guerra Mundial), y falleció a las puertas de la Segunda Guerra Mundial. Su vocación religiosa parecía estar marcada por el dolor de la humanidad, hasta el punto de que su experiencia mística le llevó a ofrecerse a Dios como “víctima voluntaria” por la salvación del mundo, especialmente por tantas almas sufrientes de su tiempo y de toda la historia. Os recomiendo que os acerquéis a conocer su vida y su mensaje.
Pero más allá de los hechos históricos que puedan estar relacionados con el origen de la fiesta litúrgica que hoy celebramos, el misterio de la MISERICORDIA se presenta como el mensaje central del cristianismo: Dios es AMOR y su relación con nosotros está fundada en la MISERICORDIA. Cuando conocemos y gustamos interiormente de este misterio, el horizonte de nuestra vida se llena de esperanza. Y por el contrario, cuando ignoramos o rechazamos la misericordia de Dios, inevitablemente, somos presa de la infelicidad. Nosotros creemos firmemente que en la misericordia de
Dios el mundo encontrará la paz y el hombre, la felicidad.
Queridos hermanos que habéis sido víctimas de la violencia, permitidme compartir con vosotros unas reflexiones. Las hago con profundo respeto y consciente de que estoy entrando en un terreno sagrado, como es el sufrimiento en vuestras vidas. Soy consciente de que solo con la actitud del amor misericordioso es posible acercarse a las víctimas para ayudarles a que se levanten y reanuden su camino. La fe cristiana nos permite barruntar que donde hay sufrimiento, allí hay un ‘suelo’ sagrado; y que, por lo tanto, debemos ‘descalzarnos’ antes de entrar en él…
El misterio del mal puede tener dos efectos posibles en nosotros: El primero es el de hacernos sufrir como víctimas inocentes. Pero el segundo puede llegar a ser todavía más grave: lograr que la víctima llegue a contaminarse moral o espiritualmente con el mal que injustamente está padeciendo. En efecto, no nos extrañemos de que, después de haber padecido un daño físico ya irremediable, el Maligno pretenda incluso hacernos un profundo daño espiritual perdurable. Recuerdo unas palabras que escuché
en cierta ocasión de labios de uno de vosotros, y que han sido una auténtica lección para mi vida de sacerdote: “Han matado a mi hijo, pero no conseguirán robarme la fe en Dios, ni la esperanza de santidad”.
Este es el primer mensaje que quisiera transmitiros en el día de la Divina Misericordia: Que el sufrimiento que habéis padecido y que continuáis padeciendo, no os impida conocer y experimentar la bondad de Dios, la confianza en el prójimo y la esperanza en un futuro mejor. Sería especialmente triste que las heridas padecidas nos arrebatasen la experiencia del amor de Dios y del amor de los demás. Pido de una forma muy especial a la Virgen María, la Madre Dolorosa, que vuestro sufrimiento no os lleve nunca a cerraros al Amor, a la Fe y a la Esperanza; sino que al contrario, os permita descubrir que Jesucristo –el Crucificado y Resucitado- es el ‘amigo que nunca falla’, y el único capaz de llenar de paz nuestro corazón.
Jesús nos habla en el Evangelio de la necesidad de ‘nacer de nuevo’ para poder entrar en el Reino de los Cielos (cf. Mt 18, 1-7), y me atrevería a añadir que también para alcanzar la felicidad en esta vida. Su mensaje es absolutamente válido para todos nosotros. Nadie ha de ser ajeno a esta invitación a ‘nacer de nuevo’ que Cristo nos hace: ni los más criminales entre los criminales, ni el obispo que os habla, ni las monjas de clausura, ni ninguno de los aquí presentes…
Quizás alguno se pregunte qué camino es el que hay que recorrer para poder nacer de nuevo. Pues bien, Jesús nos dice en el Evangelio de San Juan: “En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de lo alto -el que no nazca del agua y del espíritu- no puede entrar en el Reino de los Cielos” (cf. Jn 3, 3-5). Queridos hermanos, la clave para ese nuevo nacimiento “de lo alto” que nos pide Jesús en el Evangelio es la “MISERICORDIA”. La misericordia no es otra cosa que el Amor que se prodiga en sanar las heridas de los que sufren. La misericordia es el “amor en acción”, el amor que se ‘despoja’ y se ‘arremanga’ para acercarse al misterio del dolor, llevando la esperanza de la Resurrección.
Permitidme un comentario sobre el marco en el que hoy nos encontramos: como habéis podido observar, estamos celebrando la Eucaristía en esta Catedral de San Sebastián que durante todo el mes de abril acoge la preciosa exposición sobre la vida y el carisma de la Madre Teresa de Calcuta. Pienso que el mensaje de la MISERICORDIA reflejado en la Beata Teresa de Calcuta, es uno de los iconos más bellos que la Iglesia nos puede mostrar al predicarnos el mensaje de liberación del Evangelio…
En efecto, las víctimas de la violencia terrorista están reflejadas en los pobres que Madre Teresa atendió y recogió en las calles de Calcuta. Pero las víctimas de la violencia terrorista también están reflejadas en el icono de las propias Misioneras de la Caridad, vestidas con sus saris indios, quienes olvidadas de sí mismas se convierten en ángeles de misericordia para los demás… Me explico:
-a) Por una parte, necesitamos abrirnos a la misericordia, y especialmente a la misericordia divina. O dicho de otra forma, tenemos que aprender a dejarnos amar por Dios, así como por los seres queridos que nos rodean: Solamente así podrán sanar nuestras heridas, esas heridas que la violencia terrorista ha generado en nuestros corazones… ¡Dejarse querer o dejarse amar, no es algo tan obvio ni tan fácil como podría parecer a simple vista! Cuando se ha padecido la crueldad de la violencia, con frecuencia ocurre que se sufren traumas, que dificultan la confianza en las personas del propio entorno, e incluso en el mismo ser humano.
¡Qué importante y necesaria puede llegar a ser en este camino de sanación una profunda experiencia de oración! En el Evangelio que hemos proclamado en este Domingo de la Divina Misericordia se ha narrado el episodio del Apóstol Tomás tocando las llagas de Jesús Resucitado, y sanando de esta forma su incredulidad. También nosotros necesitamos tocar a Jesús en la oración; o mejor aún, dejar que Él toque nuestras llagas, nuestras heridas, para que puedan ser sanadas.
-b) Pero, en segundo lugar, para poder acoger la misericordia que necesitamos, es preciso practicarla con los que la necesitan tanto o más que nosotros, e incluso con quienes la necesitan menos que nosotros. La mejor terapia para sanar nuestras heridas, es la práctica generosa de la misericordia con las personas que nos rodean. Ésta es una de las paradojas del mensaje de Cristo: para sanar nuestras heridas, es necesario que nos ofrezcamos como ‘sanadores’ del prójimo.
Para poder ser ‘hijos de la misericordia’, tenemos que ser ‘padres de misericordia’. Porque dando se recibe; y olvidándonos de nosotros mismos, es como llegamos a encontrarnos… ¡Ésta es la lógica y la dinámica sanadora del Evangelio!: “Bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán
misericordia” (Mt 5,7).
Mis queridos hermanos, las heridas de la violencia terrorista sólo pueden ser sanadas por el bálsamo de la misericordia, que se recibe al mismo tiempo que se da, ya que la misericordia no es otra cosa que el amor gratuito que nace de Dios y que se prodiga de modo especial en aquellos que sufren. Como dijo Juan Pablo II al inaugurar el Santuario de la Divina Misericordia en Cracovia: "Fuera de la misericordia no existe otra fuente de esperanza para el hombre" (17 de agosto de 2002).
Desde esta convicción, ‘con temblor y temor’, pero con la certeza que nos da el Evangelio de Jesús de Nazaret, me atrevo a proponeros en este Domingo de la Divina Misericordia, a todas las víctimas de la violencia que os sentís cristianos, que oréis con fe y esperanza por la conversión de quienes fueron vuestros verdugos. Será una oración heroica que contribuirá en gran medida a la sanación de vuestras heridas. Y, no lo dudéis, será una oración eficaz; si bien es cierto que siempre quedará condicionada al
misterio de la respuesta de la libertad del hombre. Aun así, nuestra fe en la misericordia de Dios, nos lleva a cultivar la confianza en el hombre y en su capacidad de regeneración. Con la ayuda de la gracia, la libertad humana es capaz de reconducirse por el camino de la verdad y del bien.
Queridos hermanos, podéis prescindir tranquilamente de las palabras que yo os he dirigido, para quedaros con estas que ahora voy a citar. Nuestro amado Juan Pablo II tenía preparada una alocución para el Domingo de la Divina Misericordia, que no pudo pronunciar, ya que falleció la víspera. Sin embargo, quiso que ese texto se leyera y publicara como su mensaje póstumo: «A la Humanidad, que a veces parece extraviada y dominada por el poder del mal, del egoísmo y del miedo, el Señor resucitado le ofrece, como don, su amor que perdona, reconcilia y suscita de nuevo la esperanza. Es un amor que convierte los corazones y da la paz. ¡Cuánta necesidad tiene el mundo de
comprender y acoger la Misericordia divina!».
¡Jesús, confío en ti, confiamos en ti!
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¡Qué importante y necesaria puede llegar a ser en este camino de sanación una profunda experiencia de oración! En el Evangelio que hemos proclamado en este Domingo de la Divina Misericordia se ha narrado el episodio del Apóstol Tomás tocando las llagas de Jesús Resucitado, y sanando de esta forma su incredulidad. También nosotros necesitamos tocar a Jesús en la oración; o mejor aún, dejar que Él toque nuestras llagas, nuestras heridas, para que puedan ser sanadas.
-b) Pero, en segundo lugar, para poder acoger la misericordia que necesitamos, es preciso practicarla con los que la necesitan tanto o más que nosotros, e incluso con quienes la necesitan menos que nosotros. La mejor terapia para sanar nuestras heridas, es la práctica generosa de la misericordia con las personas que nos rodean. Ésta es una de las paradojas del mensaje de Cristo: para sanar nuestras heridas, es necesario que nos ofrezcamos como ‘sanadores’ del prójimo.
Para poder ser ‘hijos de la misericordia’, tenemos que ser ‘padres de misericordia’. Porque dando se recibe; y olvidándonos de nosotros mismos, es como llegamos a encontrarnos… ¡Ésta es la lógica y la dinámica sanadora del Evangelio!: “Bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán
misericordia” (Mt 5,7).
Mis queridos hermanos, las heridas de la violencia terrorista sólo pueden ser sanadas por el bálsamo de la misericordia, que se recibe al mismo tiempo que se da, ya que la misericordia no es otra cosa que el amor gratuito que nace de Dios y que se prodiga de modo especial en aquellos que sufren. Como dijo Juan Pablo II al inaugurar el Santuario de la Divina Misericordia en Cracovia: "Fuera de la misericordia no existe otra fuente de esperanza para el hombre" (17 de agosto de 2002).
Desde esta convicción, ‘con temblor y temor’, pero con la certeza que nos da el Evangelio de Jesús de Nazaret, me atrevo a proponeros en este Domingo de la Divina Misericordia, a todas las víctimas de la violencia que os sentís cristianos, que oréis con fe y esperanza por la conversión de quienes fueron vuestros verdugos. Será una oración heroica que contribuirá en gran medida a la sanación de vuestras heridas. Y, no lo dudéis, será una oración eficaz; si bien es cierto que siempre quedará condicionada al
misterio de la respuesta de la libertad del hombre. Aun así, nuestra fe en la misericordia de Dios, nos lleva a cultivar la confianza en el hombre y en su capacidad de regeneración. Con la ayuda de la gracia, la libertad humana es capaz de reconducirse por el camino de la verdad y del bien.
Queridos hermanos, podéis prescindir tranquilamente de las palabras que yo os he dirigido, para quedaros con estas que ahora voy a citar. Nuestro amado Juan Pablo II tenía preparada una alocución para el Domingo de la Divina Misericordia, que no pudo pronunciar, ya que falleció la víspera. Sin embargo, quiso que ese texto se leyera y publicara como su mensaje póstumo: «A la Humanidad, que a veces parece extraviada y dominada por el poder del mal, del egoísmo y del miedo, el Señor resucitado le ofrece, como don, su amor que perdona, reconcilia y suscita de nuevo la esperanza. Es un amor que convierte los corazones y da la paz. ¡Cuánta necesidad tiene el mundo de
comprender y acoger la Misericordia divina!».
¡Jesús, confío en ti, confiamos en ti!