viernes, 25 de octubre de 2019

Los obispos actuales y Franco: Oportunismo, traición e ingratitud. El cardenal Tarancón dice en sus memorias que Pablo VI en 1975 habla con elogio del Caudillo y le dijo estas palabras: «Franco ha hecho mucho bien a España y le ha proporcionado un desarrollo extraordinario y una época larguísima de paz. Franco merece un final glorioso y un recuerdo lleno de gratitud»

Los obispos y Franco
Oportunismo, traición e ingratitud
24 octubre, 2019
Recogemos el artículo publicado por Criterio en el día en que se está procediendo a la profanación del cadáver del General Franco. Por el sacerdote Gabriel Calvo Zarraute.
1. Introducción
«Qualis vita finis ita», como es la vida es la muerte reza el antiguo adagio latino. «Quise vivir y morir como católico. En el nombre de Cristo me honro y ha sido mi voluntad constante ser hijo fiel de la Iglesia, en cuyo seno voy a morir” (Testamento de Francisco Franco).
Quien se expresaba así personalmente, no podía menos de plasmar esa fe que se hace vida en el ordenamiento político de su gobierno. Ley de Principios Fundamentales del Movimiento del 18 de mayo de 1958, n.2: «La nación española considera como timbre de honor el acatamiento de la Ley de Dios, según la doctrina de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, única verdadera y fe inseparable de la conciencia nacional que inspirará su legislación». Concordato de 1953, art. 1 y 2: «La Religión Católica, Apostólica y Romana, sigue siendo la única de la nación española y gozará de los derechos y prerrogativas que le corresponden en conformidad con la Ley divina y el Derecho Canónico. El Estado Español reconoce a la Iglesia Católica el carácter de sociedad perfecta y le garantiza el libre y pleno ejercicio de su poder espiritual y de su jurisdicción, así como el libre y público ejercicio del culto». Recordemos que Pío XII otorgó la medalla de la Orden de Cristo, máxima distinción pontificia, a Franco ese mismo 1953 debido a que el desarrollo y posterior redacción de los acuerdos Iglesia-Estado habían sido realmente modélicos.

2. Martirio y Cruzada, no guerra civil
El léxico historiográfico, debido a la hegemonía de las corrientes de pensamiento marxista, tiende a deformar la verdad, es decir, la realidad o, dicho de otro modo, la Historia misma. Ocurre, por ejemplo, con la aplicación del término «Reforma» utilizado para referirse a Lutero y su obra. Hablando con rigor, reforma significa volver a su forma original algo que ha sido parcialmente desposeído de ella, es decir, deformado. Sin embargo, en este punto, lo único que Lutero consiguió fue deformar el dogma, la liturgia, la moral y las instituciones de la Iglesia hasta el punto de que cualquier parecido con el Evangelio -al que pretendía retornar-, resulte pura coincidencia, cuando no simple ficción. Por este motivo el término correcto no es el de reforma, sino el de revolución, como mutación violenta, rupturista y heterogénea de lo existente por una realidad completamente distinta. Con el término Contrarreforma, -en sentido peyorativo de matiz reaccionario e involucionista- utilizado para referirse a la respuesta católica a la revolución religiosa y política del protestantismo, ocurre exactamente lo mismo, introduciendo además un matiz de temporalidad que no resiste el análisis histórico de los hechos contundentes. La verdadera Reforma de la Iglesia había comenzado en la España de los Reyes Católicos y Cisneros, mucho antes de que Lutero gozara de su «iluminación de la torre».

Lo mismo sucede con la guerra de 1936. Don Marcelino Olaechea, obispo de Pamplona, fue el primero en usar el término «cruzada», en su carta pastoral del 23 de agosto de 1936: «No es una guerra la que se está librando; es una cruzada, y la Iglesia, no puede menos de poner cuanto tiene a favor de los cruzados». El obispo de Salamanca, Pla y Deniel, dirá el 30 de septiembre de 1936: «Ya no se trata de una guerra civil, sino de una cruzada por la religión, por la Patria y la civilización». Posteriormente, en su carta pastoral Las dos ciudades, decía: «La lucha actual reviste, sí, la forma externa de una guerra civil, pero en realidad es una cruzada. Fue una sublevación, pero no para perturbar, sino para restablecer el orden. Lucha a favor del orden contra la anarquía, a favor de la implantación de un gobierno jerárquico contra el disolvente comunismo, a favor de la defensa de la civilización cristiana y de sus fundamentos: religión, patria y familia contra los sin Dios y contra Dios, los sin patria».

El cardenal Gomá, el 23 de noviembre del mismo año: «Si la contienda actual parece como una guerra puramente civil, en el fondo debe reconocerse en ella un espíritu de verdadera cruzada en pro de la religión católica». En 1958, el ya cardenal Plá y Deniel, Arzobispo de Toledo, Primado de España y presidente de la Conferencia de Metropolitanos, lo que equivaldría en nuestros días a la Conferencia Episcopal, decía: «La Iglesia no hubiera bendecido un mero pronunciamiento militar, ni a un bando de una guerra civil. Bendijo, sí, una Cruzada».

Repasando los martirios de los 4.184 sacerdotes diocesanos sacrificados en la zona sometida bajo el terror rojo, junto con 2.365 religiosos, 283 religiosas, 13 obispos y cientos de miles de militantes y fieles católicos. Por no hablar de la destrucción de 20.000 templos y monasterios, junto a un ingente patrimonio cultural acumulado durante siglos en los archivos catedralicios, seminarios, bibliotecas, universidades, colegios, parroquias, pinturas, imágenes, etc. En riguroso estudio científico, es decir, atendiendo a las fuentes primarias que son las fieles transmisoras de la objetividad de los hechos, -se puede afirmar sin ningún complejo política y eclesiásticamente correcto-, que realmente Franco en España, salvó a la Iglesia Católica del exterminio. Es decir, de la mayor persecución que ha conocido en los veinte siglos de su historia, mayor incluso que las sufridas durante tres siglos por el Imperio Romano. Tampoco olvidemos la derogación de Franco de todas las leyes laicistas de la Segunda República como la del divorcio, la enseñanza religiosa, el aborto (1938), culto público y un largo etcétera.

Cuando la Conferencia Episcopal Española utiliza la expresión «mártires españoles del siglo XX», no deja de ser un eufemismo cruel, injusto y enteramente falso. Las víctimas no se produjeron en la totalidad del territorio nacional, sino solamente en el sometido bajo dominio del Frente Popular. Además, los martirios no se produjeron a lo largo de todo el siglo XX, sino que primero amenazaron con producirse durante la brutal quema de iglesias y conventos en Madrid, el 11 de mayo de 1931, al mes escaso de la proclamación de la Segunda República, y ante la absoluta pasividad imperada por el gobierno, de las fuerzas de orden público.

La persecución religiosa se desató con toda su virulencia extrema desde octubre de 1934 con la revolución de Asturias, proyectada por el PSOE y los separatistas de la Esquerra Republicana como una guerra civil ante las elecciones ganadas democráticamente por el centro-derecha (CEDA y Partido Radical) en noviembre de 1933, y concluyeron con la rendición del bando republicano el 1 de abril de 1939. Uno de los últimos asesinados fue Mons. Anselmo Polanco, obispo de Teruel, junto con su secretario, el 7 de febrero de ese mismo año. El mayor número de sacerdotes masacrados en los primeros meses de la guerra (el 90% desde julio a diciembre de 1936) y el posterior descenso de martirios en los meses y años sucesivos no obedece:
A un cambio de mentalidad por parte del Frente Popular, fruto de un arrepentimiento sincero o de mero oportunismo político.
Tampoco se debió a un descenso del sectarismo y del mesianismo político a causa del mayor control de las milicias populares por parte del ejército y el gobierno de la República.
Ni a un deseo de rehacer la maltrecha imagen internacional dada por el gobierno republicano, desbordado desde la calle por los violentos milicianos anticatólicos del PSOE-UGT, CNT-FAI, PCE y Esquerra Republicana.

Se debió a que matemáticamente ya no quedaban más sujetos (enemigos de clase según el dogma marxista) a los que liquidar. Así de sencillo.

«Los mártires no tienen nada que ver con los bandos de la Guerra Civil, han sido asesinados única y exclusivamente por su fe», esto decía la nota publicada por la oficina para las Causas de los Santos de la Conferencia Episcopal Española, lo cual habrá hecho revolverse en su tumba a los que vivieron aquella persecución. Sin embargo, la verdad histórica completa, íntegra y no parcial, es que los mártires fueron asesinados única y exclusivamente por un de los bandos de la contienda, el denominado como Frente Popular, formado básicamente por socialistas, comunistas y anarquistas no por carlistas y falangistas que sí defendieron a la Iglesia. Y no se les eliminó por error o por casualidad, sino con un plan perfectamente premeditado y trazado sistemáticamente, se les exterminó allá donde se pudo.

La Carta Colectiva del episcopado español a los obispos de todo el mundo con motivo de la guerra, dejaba muy claro por qué luchaban unos y otros: «El levantamiento cívico-militar ha tenido en el fondo de la conciencia popular un doble arraigo: el del sentido patriótico, que ha visto en él la única manera de levantar a España y evitar su ruina definitiva; y el sentido religioso, que lo consideró como la fuerza que debía reducir a la impotencia a los enemigos de Dios, y como la garantía de la continuidad de su fe y de la práctica de su religión. [Y esos «enemigos de Dios» tenían nombre, apellidos y una afiliación política bien concreta que actualmente continua vigente]. “Enjuiciando globalmente los excesos de la revolución comunista española, afirmamos que en la historia de los pueblos occidentales no se conoce un fenómeno igual de vesania colectiva, ni un cúmulo semejante, producido en pocas semanas, de atentados cometidos contra los derechos fundamentales de Dios, de la sociedad y de la persona humana».

Es una contradicción irracional que la historiografía eclesiástica denomine la última gran persecución del Imperio romano contra los cristianos como «los mártires de Diocleciano» y ahora no se quiera reconocer a los mártires del Frente Popular o de la Segunda República como si no tuvieran nada que ver con ella.

Caso aparte merecen los 14 sacerdotes vascos asesinados por el bando nacional porque no lo fueron por odio a la fe, «in odium fidei», sino por motivos políticos, es decir motivados por su nacionalismo. Los obispos de Vitoria y Pamplona, desde el primer momento, y coincidiendo con el criterio de la Santa Sede, condenaron la colaboración de los nacionalistas vascos con el gobierno republicano, enemigo declarado de la Religión. Por consiguiente, por nacionalista que sea, a ningún obispo vasco se le ocurriría jamás abrir su proceso de beatificación, sencillamente porque no reúne ese requisito esencial para su tramitación. Cabe recordar, por otra parte, los 54 sacerdotes que fueron asesinados por las izquierdas en Vascongadas por motivos estrictamente religiosos, no políticos, y a los que el clero nacionalista silencia sistemáticamente. Además, Franco en cuanto fue informado de estos lamentables sucesos los cortó de forma tajante y castigó severamente a los mandos y soldados implicados en esos asesinatos.

Ante el hecho de la guerra, que no podía evitar, la Jerarquía no pudo elegir y «no podía ser indiferente», dice la Carta Colectiva de los obispos de 1937. «De una parte, se iba a la eliminación de religión católica. De otra, garantía máxima en la práctica de la religión». El 1 de julio de 1937 los obispos españoles que no habían sido martirizados ni se encontraban fuera de España (como el cardenal Vidal y Barraquer, de Tarragona, Don Mateo Múgica, de Vitoria y Don Pedro Segura, expulsado del país por la República) firman la Carta Colectiva dirigida al episcopado católico de todo el orbe. Su motivo es explicar los sucesos de España ante la campaña de manipulación mundial desatada por varios católicos franceses, entre los que destacan los escritores George Bernanos y Jacques Maritain, mentor de Pablo VI. La opinión católica española y la jerarquía se adhieren con entusiasmo al Movimiento Nacional, considerado como verdadera Cruzada, aunque sin caer en triunfalismos, como recordará el cardenal Gomá en 1937 con su carta pastoral sobre el sentido penitencial de la guerra: La Cuaresma de España. En donde explica que la guerra es hija del pecado.

Las distinciones entre Cruzada o Guerra Civil carecen de sentido histórico. Los papas, obispos y fieles -con mayor o menor asimilación como ocurre con todo lo humano- que la vivieron, creyeron firmemente que la Guerra Civil era toda una Cruzada en defensa de la fe en el sentido más plenamente religioso del término. El sentir de la Iglesia tiene su formulación más autorizada en los papas. Pío XI, el 14 de septiembre de 1936 en una alocución a un grupo de refugiados españoles en Castelgandolfo envía su bendición «a cuantos se han propuesto la difícil tarea de restaurar los derechos de Dios y de la religión».

El mismo Pío XII, al terminar la guerra, envía su mensaje de congratulación «por el don de la paz y de la victoria con que Dios se ha dignado coronar el heroísmo cristiano en vuestra fe y caridad, probados en tantos y tan generosos sufrimientos. España, nación católica y evangelizadora, ha dado a los prosélitos del ateísmo materialista de nuestro siglo la prueba más excelsa de que por encima de todo están los valores eternos de la religión y del espíritu. Frente a la persecución religiosa, destructora de la sociedad, el pueblo español se alzó decidido en defensa de los ideales de la fe y de la civilización cristiana y supo resistir el empuje de los que engañados con lo que creían un ideal humanitario de exaltación del humilde, en realidad no luchaban sino en provecho del ateísmo. Este es el primordial significado de vuestra victoria» (Radiomensaje, 16 de abril de 1939).

3. Después de la guerra. El franquismo
En el estado de ánimo compartido por la jerarquía y la inmensa mayoría de los fieles, el Caudillo suscita un sentimiento unánime de gratitud, admiración, confianza y cariño familiar. Unanimidad que se manifiesta por tres hechos:
Personas adversas o cuanto menos discrepantes, expresaron más que nadie, y no una sola vez, su calurosa adhesión al régimen encarnado por Franco: por ejemplo, el cardenal Vidal y Barraquer, el abad de Monserat, Escarré y hasta finales de los sesenta el muy franquista cardenal Tarancón.
Algunos, a quienes la opinión pública tiene por adictos, nunca se manifestaron como tales y no por oposición, sino por inserción en un clima familiar que no necesitaba declaraciones exaltadas, como el cardenal Don Marcelo, Don José Guerra Campos o Don Jose Mª García Lahiguera.
Cuando en los años setenta llegó un tiempo de oportunistas y siniestras maniobras para el cambio político, ningún obispo diocesano eludió el proclamar su estimación positiva de la persona de Franco y su régimen. Lo cual se constata claramente en las más que elogiosas predicaciones de la práctica totalidad del episcopado español a la muerte del Caudillo.

La magnitud del fenómeno se agiganta si se atiende a las manifestaciones emitidas acerca de Franco por los papas y obispos: por su contenido, unanimidad y persistencia difícilmente se hallaría nada comparable en relación con ninguna otra persona en los últimos siglos. Van mucho más allá de unas muestras de cortesía o de respeto debido a toda autoridad. No significan identificación con la parte opinable de una política. Pero tampoco se limitaban a apreciar buenas intenciones. Se alababa juntamente con la ejemplaridad personal, la voluntad de servir a la Iglesia y la decisión de proyectar en la vida pública su condición de cristiano y la Ley de Dios proclamada por el Magisterio eclesiástico. Las innumerables manifestaciones las resumiremos en estas dos. Una del Papa Juan XXIII al Vicario Apostólico de Fernando Poo, en 1960: «Franco da leyes católicas, ayuda a la Iglesia, es buen católico, ¿qué más se puede pedir?» La otra es del cardenal Bueno Monreal, arzobispo de Sevilla, en 1961, dicha mirando a los sectores progresistas de la opinión europea:

«La Iglesia respeta y ha respetado siempre la legítima potestad civil, como San Pablo nos mandaba respetar incluso a los emperadores paganos. Pero cuando la Iglesia encuentra un gobernante de profundo sentido cristiano, de honestidad acrisolada en su vida individual, familiar y pública -que con justa y eficaz rectitud favorece su misión espiritual, al tiempo que con total entrega, prudencia y fortaleza trata de conducir a la Patria por los caminos de la justicia, del orden, de la paz y de su grandeza histórica-, que nadie se sorprenda de que la Iglesia bendiga, no solamente en el plano de la concordia, sino con afectuosidad de madre, a ese hijo que, elevado a la suprema jerarquía, trata honesta y dignamente de servir a Dios y a la Patria. Ese es precisamente nuestro caso». Estas palabras fueron pronunciadas durante el acto público de inauguración del seminario de Sevilla, malvendido después y transformado en la sede de la Junta de Andalucía.

Ese mismo año Franco también inauguró el nuevo seminario mayor de Burgos -vendido también por la diócesis y hoy convertido en un hotel de lujo- y en su discurso dio las cifras que su Gobierno había invertido como ayuda a las edificaciones de la Iglesia. Baste como botón de muestra, que desde 1939 a 1959 se habían construido en España de nueva planta, o reconstruido después de las destrucciones de la barbarie roja, o notablemente ampliado, 66 seminarios. Las cantidades invertidas en los edificios de la Iglesia ascendían a 3.106.718.251 de pesetas. Pero el Caudillo no se ufanaba de esto, pues todo le parecía poco para Dios y su Iglesia, por eso concluyó su discurso diciendo: «Este es el granito de arena de nuestro régimen a la causa de Dios» (Pensamiento político de Franco, Madrid 1964, 260).

Es constante, hasta la muerte, el reconocimiento del fervor cristiano y la ejemplaridad en su vida privada, de los que informa secretamente a Roma, desde el principio, el cardenal Gomá. Poco a poco, se conocerán prácticas muy significativas, por ser reservadas: santo rosario y misa diarios, gran piedad eucarística, charlas cuaresmales, ejercicios espirituales anuales. En una Europa secularizada, a Franco se le contempla como el gobernante católico por excelencia, identificado con la fe del pueblo y muy diferente de los hombres públicos del despotismo ilustrado, que halagan al pueblo despreciando su fe.

4. Pablo VI y el «caso Añoveros»
Ha de tenerse muy presente la manifiesta desafección de Pablo VI a Franco y a su régimen. De hecho, él dio en 1964 la orden de paralizar todos los procesos de beatificación de los mártires de la Cruzada, orden que después no sólo sería revocada sino apoyada decididamente por Juan Pablo II, que conocía por experiencia personal, las sangrientas garras de la tiranía marxista. Se filtró en la prensa española que en los días de la elección de Pablo VI, un ministro lo lamentó ante Franco y éste cortó inmediatamente la conversación con estas palabras: «Ya no es el cardenal Montini, sino el Papa Pablo VI y todos le debemos obediencia». El cardenal Tarancón recoge en sus memorias (Confesiones, PPC, Madrid 2005, 846 y 852), el viaje que hizo a Roma con respecto al último proceso de Burgos contra asesinos de la ETA y la agitación que se ocasionó. Era el 2 de octubre de 1975. El cardenal dice que Pablo VI habla con elogio del Caudillo y le dijo estas palabras: «Franco ha hecho mucho bien a España y le ha proporcionado un desarrollo extraordinario y una época larguísima de paz. Franco merece un final glorioso y un recuerdo lleno de gratitud».

En el incidente gubernamental con el obispo Antonio Añoveros -que fuera capellán de los requetés durante la Cruzada-, en 1974, el cardenal Tarancón atribuirá a Franco («a quien sinceramente queríamos y admirábamos») la solución pacífica del caso. El detonante había sido la orden del obispo a sus sacerdotes de leer un domingo en la homilía de todas las misas una carta pastoral marcadamente nacionalista. El mismo Añoveros, pocos meses antes, al surgir una situación conflictiva en torno a unos sacerdotes complicados en la violencia de ETA había propuesto a la Conferencia Episcopal una gestión ante el Jefe del Estado, manifestando que tenía una «gran confianza en su genialidad, serenidad, eficacia y ponderación».

En los últimos diez años del franquismo, permaneciendo intacto el juicio de la jerarquía, algunos sectores eclesiásticos, promotores del cambio político, envolvieron a la persona de Franco en silencios y veladuras. La actitud de Franco no varió: «Todo cuanto hemos hecho y seguiremos haciendo en servicio de la Iglesia, lo hacemos de acuerdo con lo que nuestra conciencia cristiana nos dicta, sin buscar el aplauso, ni siquiera el agradecimiento» (Mensaje de fin de año, diciembre de 1972).

5. Preparando la Transición
Éste es, sin lugar a duda, el período más siniestro de la historia de la Iglesia en España desde el siglo XV, pues la inexorabilidad del tiempo demuestra serenamente el enorme error del compromiso temporal de la Iglesia con un orden político despojado de todo principio moral -la ley natural-, al basarse en el puro positivismo jurídico que instaura el totalitarismo democrático. Es decir, la dictadura de una mayoría ideologizada, envilecida y manipulada por el relativismo sembrado por doquier por unos medios de adoctrinamiento de masas abiertamente anticatólicos y un sistema educativo sectario que no deja de atacar y ridiculizar constantemente los valores morales cristianos. El cardenal Don Marcelo lo advirtió en una carta pastoral con motivo del referéndum para la Constitución de 1978 en continuidad con las enseñanzas pontificias. «Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia» (Juan Pablo II, Veritatis Splendor, 1993, n. 101). «La democracia no puede mitificarse convirtiéndose en un sustituto de la moralidad» (Juan Pablo II, Evangelium Vitae, 1995, n. 70). «Una sana democracia fundada sobre los inmutables principios de la ley natural y de las verdades reveladas será resueltamente contraria a aquella corrupción que atribuye a la legislación del Estado un poder sin freno y sin límites y que hace del régimen democrático un puro sistema de absolutismo» (Pío XII, Radiomensaje, 1944).

El sector dominante de la Iglesia en España, encabezado por el cardenal Tarancón y respaldado por el Vaticano en la persona visible del secretario de Estado, el cardenal Casaroli, ejerció la mayor influencia corrosiva dentro del Régimen. Esto ocurrió así porque, al ser la Iglesia el pilar fundamental del franquismo, como régimen confesionalmente católico, por lo tanto, su defección infligía a éste un daño que ni de lejos podían causarle todos los movimientos, partidos o sindicatos antifranquistas juntos. Por cierto, muchos antiguos comunistas como Ramón Tamames, han expuesto cómo el grueso de la minoritaria oposición antifranquista no era democrático.

Es más, el relativo auge de esos partidos en los años sesenta, en especial de los comunistas y la ETA, debió mucho a la protección eclesial. Ésta se hacía en nombre de un diálogo con el marxismo que benefició enormemente a éste y perjudicó de forma muy grave a la Iglesia. El motivo se debía a una lectura sesgada y deformadora, entre otras, de la encíclica Ecclesiam Suam, texto programático del Papa Pablo VI. Esta manipulación ha sido definida por Benedicto XVI como «La ideología del diálogo», que no busca la conversión a la fe católica del interlocutor sino falsas componendas sincretistas en nombre de una abstracta fraternidad irenista. Un órgano señero de esta nueva y revolucionaria línea fue la revista «cristiana» (por decir algo), Cuadernos para el diálogo, en la que llegó a leerse el deseo de que el Gulag soviético se hubiera tragado definitivamente a Solzhenytsin, por no hablar de aquel famoso número del boletín informativo de la Acción Católica con la foto de Ché Guevarra en su portada, toda una declaración de principios. Ni que decir tiene que la Acción Católica, en la que militaban varios cientos de miles de afiliados, sufrió una demoledora desbandada de sus miembros desapareciendo en la práctica totalidad de las diócesis hasta el día de hoy. Había algo extremadamente majadero, inane y turbio en aquella línea tan desmoralizadora para millones de católicos, uno de los cuales era el propio Franco, que contemplaba con profundo dolor y enorme perplejidad la conducta suicida de la Iglesia en España que se avergonzaba de sus mártires y glorificaba a sus verdugos y apóstatas.

Para definir las nuevas posiciones políticas de la Iglesia se reunió la Asamblea Conjunta de Obispos y sacerdotes en 1971, donde culminó la escenificación de una ruptura con el régimen, al que descalificaban como contrario a los derechos humanos y a la justicia social. La sinceridad de esa declaración viene medida por el apoyo de ese mismo clero a partidos tan respetuosos con los derechos humanos y la justicia como el PCE y la ETA. Incluso en una moción muy votada se descalificó rotundamente la Iglesia martirial: «Pedimos perdón porque nosotros no supimos a su tiempo ser verdaderos ministros de reconciliación en el seno de nuestro pueblo, dividido por una guerra entre hermanos».

Desprecio inimaginable a las víctimas: los miles de mártires que murieron perdonando, se equivocaron. Y Franco junto con todos los que se habían jugado la vida combatiendo para salvar a la Iglesia, directa y físicamente, del exterminio, eran colocados al mismo nivel que los exterminadores. En realidad, a un nivel inferior, por cuanto los acusaban de despreciar los derechos humanos. De hecho, pedían perdón a quienes habían pretendido erradicar el catolicismo de la faz de España. En la Asamblea Conjunta junto a las reivindicaciones políticas se mezclaron otras de carácter marcadamente protestante y liberal (modernista) como la abolición del celibato eclesiástico, la apología soez de los métodos anticonceptivos, la glorificación del divorcio, la defensa más absurda y descabellada del sacerdocio femenino, etc. Al final la Asamblea se cerró con un acuerdo tácito de silencio entre obispos y sacerdotes, no obstante, ya en adelante muchos de ellos la siguieron como hoja de ruta.

El nuncio de la Santa Sede en España, Dadaglio, en sólo cuatro años (1964-1968), nombró 53 obispos. Más de la mitad de ellos auxiliares, como un modo de sortear el Concordato de 1953, considerado modélico por el Vaticano, al no aceptar Franco la renuncia al privilegio de la presentación de los obispos residenciales de las diócesis. Privilegio que databa de los Reyes Católicos por concesión del Papa Alejandro VI y que fue uno de los motivos que propició la ejemplar reforma de la Iglesia en España. Lo que impidió la entrada en España del protestantismo y produjo la gran floración de santos, sabios, místicos y apóstoles del siglo XVI que propiciaron la mayor gesta evangelizadora de la Historia en el continente americano. Como el tiempo ha venido confirmando, la elección de esos obispos obedeció más a motivos políticos (simple animadversión al régimen) que pastorales (fidelidad doctrinal y santidad de vida). Salvo escasísimas y honrosas excepciones, esa generación de obispos ha sido la más nefasta, con creces, para la Iglesia en España desde el tiempo anterior a la reforma del clero por los Reyes Católicos a finales del siglo XV.

Franco no era cesaropapista, con la conservación de este privilegio no pretendía manipular, presionar o dirigir a la Iglesia como una marioneta legitimadora de su voluntad. No se creía un monarca absoluto de la Ilustración. El general tenía muy claro, por su profunda vida de fe, que el régimen nacido de la Cruzada en defensa de la Religión tenía como vocación servir a la Iglesia en todo lo que le fuera posible, como muestra su legislación y la colaboración en todos los órdenes, y no servirse de la Iglesia. Franco tan sólo pensaba en impedir la llegada, más que de obispos progresistas -que entonces eran prácticamente inexistentes-, de prelados nacionalistas o cercanos a los separatistas que pudieran salir de un clero vasco y catalán cada vez más simpatizante de su ideología y más desnortado a causa de la profunda crisis posconciliar. No es coincidencia que hoy en día las dos regiones más secularizadas de España sean aquellas en las que el nacionalismo campa a sus anchas desde hace décadas y al cual la jerarquía sirve lacayunamente.

6. Vender la primogenitura por un plato de lentejas
Esta deplorable actitud episcopal ha colaborado poderosamente a la llegada del ultralaicismo actual. Una de esas razones fue el pánico a que la Iglesia tuviera que pagar una factura muy cara al caer el régimen, y el cálculo erróneo de que la oposición de izquierdas iba a jugar entonces un papel determinante por lo que convenía congraciarse (y contagiarse) con ella. No dudo de la buena voluntad de muchos obispos, sin embargo, hemos de reconocer su error monumental al pensar que la ideología marxista había dejado de ser lo que siempre había sido, pues «aunque la mona se vista de seda, mona se queda». Y es que las cosas son como son y no como a nosotros nos gustaría que fuesen. De este modo, las cortes franquistas se suicidaron y la práctica totalidad de los ministros franquistas transformaron o mejor dicho deformaron («de la ley a la ley» -Torcuato Miranda-), el régimen nacido del 18 de julio de 1936, en la democracia liberal actual, y la oposición izquierdista tuvo muy poco peso (el PSOE no había sido nunca oposición real, menos aún el PCE). La factura pagada por la Iglesia ha sido, en efecto, muy alta y a cambio de nada. Rectifico, a cambio de la crucecita de la Declaración de la Renta, por la que los obispos han abandonado en manos de los enemigos de la Iglesia la cruz más grande que existe en el mundo, la de Abadía del Valle de los Caídos.

Ahora, los herederos ideológicos del Frente Popular, apoyándose en la ilegítima Ley de Memoria Histórica, van a profanar el cadáver Franco; mañana, con esa misma ley inicua, atacarán los cadáveres de los obispos que apoyaron al general que salvó a la Iglesia de la mayor masacre de su historia y durante cuarenta años no dejó de auxiliarla. Ahora se asalta una basílica pontificia, ¿mañana?… El 5 de octubre de 1938, después de que Gran Bretaña y Francia se plegaran cobardemente ante las pretensiones expansionistas de Adolf Hitler con el pacto de Munich, Winston Churchill tomó la palabra en el parlamento británico (satisfecho por pensar que así evitaba la guerra), para exponer las consecuencias: «Os dieron a elegir entre el deshonor y la guerra, elegisteis el deshonor y ahora tendréis la guerra».

7. Palabras de los obispos españoles a la muerte de Francisco Franco

Monseñor Franco Cascón, Obispo de Tenerife
«Francisco Franco fue elegido por Dios para, en medio del desorden y las actividades contra la Patria y la Religión, dirigir una Cruzada -que no guerra civil- e instaurar de nuevo los dos valores supremos: Dios y la Patria. Dios le protegía en vida contra sus enemigos, le dirigió y le ayudó durante la Cruzada, por lo cual es necesario pensar seriamente que el Caudillo de los españoles fue un hombre providencial, de los pocos que Dios elige para que rijan los destinos del mundo con paz y sabiduría. Fue hombre y un gobernante profundamente cristiano y, si a los gobernantes se les puede tachar de muchas cosas, a Franco nadie le puede acusar de inmoralidad, ya que su vida fue un continuo servicio a Dios y a la Iglesia e incluso, en los últimos momentos de su vida al escribir su testamento político, se manifestó como un profundo creyente de la Iglesia Católica, con la que cumplió plenamente en los días de su vida. Francisco Franco ha sido uno de los hombres más preclaros de las últimas generaciones, ya que ha profundizado hondamente en el conocimiento de lo que es España, lo que significa ser español y de qué y de quiénes son los enemigos de Dios, la Religión Católica y la Patria».

Cardenal Tarancón, Arzobispo de Madrid
«En esta hora nos sentimos todos acongojados ante la desaparición de esta figura auténticamente histórica. Nos sentimos, sobre todo, doloridos ante la muerte de alguien a quien sinceramente queríamos y admirábamos. Hay lágrimas en muchos ojos y yo quiero que mis primeras palabras de obispo sean para recordar a todos, a la luz de nuestra fe cristiana, que los muertos no mueren del todo… Y este amor de Dios de Franco es el que yo sí puedo elogiar en esta hora. Cada hombre tiene distintas maneras de amar. La del gobernante es la entrega total, incansable, llena a veces de errores inevitables, incomprendida casi siempre, al servicio de la comunidad nacional. Creo que nadie dudará en reconocer aquí conmigo la absoluta entrega, la obsesión diría, con la que Francisco Franco se entregó a trabajar por España, por el engrandecimiento material y espiritual de nuestro país, con olvido incluso de su propia vida. Ha muerto uniendo los nombres de Dios y de España. Gozoso porque moría en el seno de la Iglesia, de la que siempre ha sido hijo fiel. Si todos cumplimos con nuestro deber, con la entrega con que lo cumplió Francisco Franco, nuestro país no debe temer por el futuro».

Cardenal González Martín, Arzobispo de Toledo
«Ante ese cadáver han desfilado tantos que necesariamente han tenido que ser pocos, en comparación con los muchos más que hubieran querido poder hacerlo para dar testimonio de su amor al padre de la Patria, que con tan perseverante desvelo se entregó a su servicio. Brille la luz del agradecimiento por el inmenso legado de realidades positivas que nos deja ese hombre excepcional. Esa gratitud que está expresando el pueblo y que le debemos todos, la sociedad civil y la iglesia, la juventud y los adultos, la justicia social, a la que quiso servir Francisco Franco y sin la cual la libertad es una quimera, nos habla de la necesidad de Dios en nuestras vidas. Recordar y agradecer no será nunca inmovilismo rechazable, sino fidelidad estimulante».

Cardenal Jubany, Arzobispo de Barcelona
«Nosotros somos testigos de las múltiples manifestaciones de los sentimientos religiosos del ilustre difunto. Hemos constatado su gran espíritu patriótico y hemos admirado su total dedicación al servicio de España».

Cardenal Bueno Monreal, Arzobispo de Sevilla
«Es muy natural que la nación entera, y con ella nuestra ciudad, se sienta sacudida por este fallecimiento y que todos nosotros, como ciudadanos españoles, llenemos los templos, primero para orar por el alma de Francisco Franco, cuya persona ha estado tan vinculada a todas las nuestras, y luego para implorar a Dios una asistencia especial sobre nuestro pueblo».

Monseñor Hervás, Obispo de Almería
«Francisco Franco, Jefe del Estado Español, cumplida su peregrinación temporal e histórica, ha sido llamado la presencia de Dios. Él ha marcado con huella profunda una época de la vida nacional. La vida del Jefe del Estado se ha consumido día a día en el difícil y siempre penoso quehacer del trabajo, sin regateos y entrega su pueblo. Él ha sido también miembro de la comunidad cristiana, de esta Iglesia, a la vez santa y pecadora, de la que en su testamento escrito al se confiesa hijo fiel y en cuyo seno ha querido vivir y morir acogido al amparo de la benigna misericordia del Señor».

Ilmo. Blázquez, Administrador Apostólico de Ávila.
«Nuestra oración confiada en verdad, se hace más fácil cuando acudimos a la justicia misericordiosa de Dios, con el aval de una vida claramente religiosa, como ha sido la de Francisco Franco. ¿Cómo no ha de sernos grato recordar ante el Señor que este hijo suyo que le confesó sin temor ante los hombres? ¡Cuántas veces en su palabra encontró el pueblo español el recuerdo explícito de Dios, de su Providencia, de la confianza en su ayuda, de la seguridad de su auxilio en momentos decisivos! Su vida de hombre público consagrado al servicio de la Patria, su vida personal ha llevado siempre el signo de un comportamiento de sincero creyente».

Monseñor Fernández, Obispo de Badajoz
«¡Francisco Franco ha muerto! No es función de nuestra misión pastoral dibujaros, con los gruesos trazos que merecería, el perfil sobrehumano de su figura: la del soldado invicto, espejo de las mejores virtudes castrenses, la del estadista, timonel taumaturgo de la nave de la Patria, siempre segura en sus manos; la del político que estructura instituciones de cara al futuro, hoy ya presente, con el macizo programa que permita a su pueblo el logro de los más nobles ideales. Volviendo nuestra mirada a la ejecutoria religiosa de Francisco Franco, podemos proclamar sin ambages que ha sabido cumplir con entrega total, en un momento memorable de su vida, justamente la mitad de su camino al frente de la nación, ante la nutrida representación de la Jerarquía Eclesiástica española, tuvo la valentía de hacer una pública y personal confesión, con lágrimas en los ojos, que a su vez suponía un compromiso formal de futuro: «No quiero presentarme ante Dios, cuando me llame, con las manos vacías». Proclamemos que el Caudillo, a estas horas, no se habrá encontrado con Dios presentado la ineficacia o esterilidad servicio a su pueblo: se habrá presentado ante el Señor con las manos muy llenas».

Monseñor Echeverría, Obispo de Barbastro
«“Los ángeles velan en guardia por si el óbito se produce y el Jefe del Estado nos deja”», decía nuestro señor Alcalde en un reciente artículo de prensa. Nuestro Jefe de Estado nos ha dejado y ya nadie vela en guardia por él. Él vela guardia por nosotros».

Monseñor Añoveros, Obispo de Bilbao
«A lo largo de estos últimos cuarenta años, su figura se nos ha hecho familiar. Su actividad ha influido decisivamente en la esfera de nuestra vida social, familiar y personal. Hemos quedado todos envueltos en una misma historia, de la que él ha sido protagonista excepcional. Es justo que hoy, como cristianos, como Iglesia reunida en oración, le demos fraternalmente acogida. Francisco Franco es, sin duda, un hombre para la historia y es también, y, sobre todo, un hombre para Dios. Al recordar ahora la trayectoria de su vida, en permanente dedicación a sus ideales, con su arriesgada vocación militar al servicio de la Patria, desde su juventud, con su entrega a las dificilísimas tareas de gobierno supremo, en casi cuarenta años, nos hacemos más conscientes de la vocación particular y propia que tenemos los cristianos en la comunidad política».

Monseñor García de la Sierra, Arzobispo de Burgos
«Nunca puso límites a las horas de trabajo, ni de día ni de noche. El Sagrario de su capilla sabe de las horas de la noche -mientras los demás dormíamos confiados- pasadas en prolongada vela cuando los problemas de la Patria exigían a su fe la inspiración del cielo. Pero, sobre todo, Francisco Franco ha sido un hombre que ha vivido de una fe profunda y sincera. Nacido en un hogar cristiano, su madre, de honda raigambre cristiana, fue comunicando a sus hijos la reciedumbre de su fe. Y aquella fe, que recibió de Dios en el seno de su familia, fue creciendo y madurando hasta constituir la ayuda y el baluarte firme de su vida. Para Franco la fe es el don más grande que el Señor ha concedido a los pueblos, a las familias, a los individuos. Él siempre creyó que la misión histórica de España era defender esta fe, por eso considero que todos los materialismos ateos eran ya, por naturaleza, enemigos de la Patria».

Monseñor Dorado, Obispo de Cádiz-Ceuta.
«Nuestra esperanza en la misericordia con que Dios acogerá en su seno el alma de su siervo Francisco, se une en esta hora al recuerdo del hombre que dio testimonio de ejemplar vida familiar, de abnegado cumplimiento del deber, dedicación y laboriosidad infatigables al servicio de la Patria, de arraigada religiosidad, de paciencia en el sufrimiento de sus enfermedades, de aceptación de una larga y terrible agonía y tantos otros rasgos de su vida personal, pero además, al hacer memoria de su figura, se nos aparece su persona fundida indisociablemente en el hombre de Estado, en el hombre que ha vivido para cumplir el designio político de construir en su país el orden que había concebido».

Monseñor Hervás y Benet, Obispo de Ciudad Real
«El luto nacional que guardamos no es tanto el fruto de una disposición legal, cuanto al espontáneo y común sentir de nuestro pueblo, que ha ido siguiendo atenta y ansiosamente, día día, y noche tras noche, la dolorosa enfermedad del Jefe del Estado, como si se tratara de una persona entrañablemente familiar. La figura de Francisco Franco ha entrado ya en la historia, encarnando en su persona más de medio siglo de la historia de España».

Monseñor Mansilla, Obispo de Ciudad Rodrigo
«España entera está de luto porque ha perdido un valeroso soldado que supo no solo ganar una guerra, sino forjar la paz y hacer posible la convivencia entre los españoles. Ha perdido un ejemplar gobernante y estadista que logró para nuestro pueblo metas de prosperidad y bienestar material, nunca alcanzadas, y un ferviente cristiano que hizo de su vida un constante servicio de entrega y de fidelidad a Dios y a la Patria. Por todo ello, merece nuestro entrañable afecto, nuestro reconocimiento sincero y, ahora y siempre, nuestra gratitud. Nos consta que el Generalísimo Franco oía diariamente la Misa y se alimentaba de la Sagrada Comunión, de dónde sacaba fuerzas y energías para poder cumplir fielmente sus deberes de hombre de Estado».

Monseñor Cirarda, Obispo de Córdoba
«Inmensas fueron las cargas que el Señor puso sobre quien ha sido nuestro Jefe de Estado. Muchos y grandes son los hitos de su obra histórica. Desde joven tuvo responsabilidades superiores a lo normal. En años de juventud, como solía decir él mismo recordando su rápida carrera militar, que le hizo el más joven general de nuestro ejército. Luego los acontecimientos que llevaron a ser el Caudillo en una larga guerra civil. España ha cambiado su faz en estos últimos cuarenta años: se han universalizado la instrucción y la cultura, se ha elevado el nivel de vida de las gentes, nuestras leyes sociales se han transformado, nuestras costumbres son otras en muchos órdenes, la vida misma de la Iglesia sufrido cambios profundos. Que Dios juzgue con bondad a su servidor y reciba toda su vida con sus virtudes hogareñas y su entrega el trabajo».

Monseñor Llopis, Obispo de Coria-Cáceres
«Estoy seguro de que todos nos movemos ante la tumba de Franco, no solo con admiración y respeto, si no también por fervores patrióticos exaltados. La Patria llora, no siente el vacío de autoridades, pero si la orfandad de quien desgastó su vida por ella. Mirad, Señor, cómo llora España porque acaba de perder a quien le dio la paz, la tranquilidad, el progreso, la tecnificación, la elevación del nivel de vida, la industrialización y lo que para muchos es más grato; que imprimió en su vida y supo transmitirnos un acendrado ejemplo de vivir en el seno de la Iglesia Católica y morir con la bendición de Dios. Si estuviéramos fuera del templo y en un acto extralitúrgico, podría yo hacerme eco de su talento político y de sus dotes de insigne estadista, pero ante el altar de Dios y en un acto de sufragio, lo que vale es todo un pueblo que se siente dolorido y apenado, y por eso reza implorando, confiadamente, la infinita misericordia de Dios sobre el Caudillo que acaba de perder».

Monseñor González Moralejo, Obispo de Huelva
«Estoy seguro de que Francisco Franco, cristiano, creyente, iluminado, cada vez va más de cerca por la luz de la fe, habrá recordado estas palabras dichas por San Pablo: Ninguno de vosotros vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo. Las rememorará, no solo para evocar de nuevo la entrega que de su vida hizo tantas veces al servicio de su país, sino para saborear en todo su valor el sentido cristiano de la vida y de la muerte… ¿Cómo no vamos a mirar ahora, con profundo respeto, con reconocimiento sincero y desapasionado, su persona y su obra?»

Monseñor Guerra Campos, Obispo de Cuenca
«Esta mañana he estado cinco horas de pie en un rincón próximo al cuerpo yacente de Francisco Franco, viendo pasar a mi lado el desfile prieto, inacabable, de un pueblo que, para verle un instante, soporta horas de espera. Casi he tocado su emoción, sus lágrimas, sus llantos. He admirado, como otros muchos testigos, la impresionante participación de los jóvenes. Por primera vez en la vida, hemos comprobado muchos, cómo el homenaje respetuoso de un pueblo a su gobernante tenía la misma vibración conmovedora de un duelo familiar. El mensaje póstumo de Francisco Franco es emocionadamente aleccionador. Espléndida profesión de fe en Cristo y en la Iglesia. Una manifestación de finura evangélica, según las bienaventuranzas; finura en el perdón; finura en el agradecimiento. Unos consejos de gobernante cristiano para la gran familia cristiana que es, gracias a Dios, la sociedad civil española. Y una muestra de generosidad, propia de un verdadero padre de la Patria, transfiriendo el afecto y el apoyo populares que le rodearon a quien le sucede en la Jefatura del Estado».

Monseñor Malla Call, Obispo de Lérida
«Esta catedral hace veinte años, más en concreto, la víspera de San Miguel de 1955, cobijó en su ámbito la figura, ya histórica, de Francisco Franco. No es humillante para el Jefe del Estado, que Dios nos ha dado en la tierra, elevar a Dios una plegaria de perdón por su alma. El mensaje póstumo, cuya lectura emocionada por el presidente del Gobierno ayer escuchamos, nos recordaba el alto ideal que se había propuesto alcanzar el Jefe de Estado, cuya consecución nos urgía, y para el cual indudablemente había trabajado sin descanso. Descanse en paz quien tanto se esforzó en conseguirnos un futuro más bello».

Monseñor Buxarrais, Obispo de Málaga
«Iluminados por la Palabra de Dios, quiero referirme al hombre cuya muerte nos ha congregado alrededor del altar y en la presencia de Cristo. Quiero referirme concretamente a las palabras de su último mensaje a los españoles, emocionadamente leído por el presidente del Gobierno ayer frente a las cámaras de televisión. Sus palabras de perdón e invitación a seguir el camino de una convivencia pacífica son todo un programa de acción para los que continuaremos tejiendo la historia».

Monseñor Úbeda, Obispo de Mallorca
«Un gran hombre, un estadista insigne, un soldado sin tacha, ha muerto. Durante casi cuarenta años ha ostentado la representación de la nación, la ha regido y ha presidido su evidente crecimiento en tantos aspectos. Francisco Franco ha sido un creyente en Jesucristo y en su Iglesia. Su religiosidad, hasta su devoción diría, son bien conocidas de todos. Él ha vivido la Eucaristía. Ha comido el Pan que es el Cuerpo de Cristo. Francisco Franco ha sido también un apasionado del servicio a su país. Su generosidad, no solo en el dar de lo suyo, sino también en el dar su vida por España, es proverbial desde sus primeros tiempos de joven soldado en África, hasta los últimos días de su cruel enfermedad. Tomó decisiones con admirable dedicación y con serena decisión. Él mismo nos invita, con sus últimas palabras, y hoy con su nuevo vivir, a mirar el futuro de España con esperanza y con serena decisión de mejorarlo entre todos».

Monseñor Moncadas, Obispo de Menorca
«Casi medio siglo ha llenado la personalidad de la actividad pública de Francisco Franco. Pero los hombres no son eternos. Nuestro Jefe de Estado ha desaparecido de nuestra vista. Sus ojos no ven ya la luz de este mundo. Cuesta acepar el escándalo de la muerte. Nuestra nación está triste, está de luto».

Monseñor Araujo, Obispo de El Ferrol-Mondoñedo
«Por encima de cualquier discrepancia y de las limitaciones propias de la condición humana, creo poder afirmar que Francisco Franco nos ha dado a todos los españoles, y a los cristianos de un modo especial, algunas lecciones sobre las que deberíamos reflexionar y que aparecen sintetizadas en su testamento espiritual. Una lección de amor a nuestra Patria, que él supo traducir en un constante servicio, con una entrega, una lealtad y un tesón que todos debemos agradecer y aprender. Él trabajó por conseguir una Patria unidad, unidad que ninguna debemos identificar con uniformidad».

Monseñor Temiño, Obispo de Orense
«Hemos perdido una figura excepcional. Durante casi cuarenta años ha dirigido en el plano supremo los designios de España. Esto ha hecho gravitar sobre sus hombros una responsabilidad asombrosa ante Dios, y ante la sociedad. Sin embargo, y por lo mismo, los méritos contraídos ante Dios y la sociedad, son también impresionantes. Sería injusto silenciar, en esta ocasión, sus grandes y excepcionales merecimientos para con la Iglesia y para con el pueblo español. Es una grave obligación reconocer la paz, no corriente entre nosotros, el profundo bienestar, el impresionante progreso que nos ha proporcionado durante este prolongado periodo de nuestra historia».

Monseñor Cardenal, Obispo de Osma-Soria
«No seríamos justos si en el marco de esta asamblea eucarística no diéramos testimonio de la profesión de fe y religiosidad que, en el discurrir de toda su vida, dio nuestro Jefe de Estado, Francisco Franco. Tampoco es decir nada nuevo, ni que pueda tener sabor o tufillo de sacristía. La novedad estaría en no darnos por aludidos».

Monseñor Díaz Merchán, presidente de la Conferencia Episcopal
«El Generalísimo nos ha dejado y ocupa desde ahora un puesto indiscutible en nuestra historia patria. Tan largo periodo de años al frente de la Jefatura del Estado y en circunstancias tan difíciles como las que atravesó España en este periodo histórico, han ofrecido a Francisco Franco abundantes ocasiones para ejercitar, con la ayuda de la gracia divina, la generosidad de su entrega personal al servicio de los españoles. En estos momentos, al mismo tiempo que agradecemos a Dios los beneficios recibidos por medio de nuestro Jefe de Estado, pedimos también misericordia y perdón por los pecados que, como todo ser humano, haya podido cometer en su dilatada vida».

Monseñor Méndez, Arzobispo de Pamplona
«Francisco Franco, grano de trigo que ha caído en la tierra. Francisco Franco, grano de trigo que se pudre en la tierra. Pero nuestra oración tendrá que hacer también, junto con sus obras buenas, a través de su vida, tendrá que hacer, amadísimos hermanos, que ese grano de trigo que cae en la tierra y se pudre, se convierte en la mejor espiga de España. En la mejor espiga cargada de paz, de justicia, de verdad y de amor».

Monseñor Del Val Gallo, Obispo de Santander
«Porque Francisco Franco a través de su existencia y sobre todo en sus casi cuarenta años de estadista, dio señales de personal esfuerzo por mantenerse en la fe cristiana. Es del dominio público cómo el Jefe del Estado hacía oración y participaba en los sacramentos de la Iglesia. Se sabe que al menos hacía ejercicios espirituales para reflexionar sobre las exigencias del Evangelio en su vida. Es también conocida su sensibilidad personal por mantener, en los momentos de crisis, la comunión con la Iglesia».

Monseñor Suquía, Arzobispo de Santiago
«El acontecimiento que nos reúne hoy en la basílica compostelana me recuerda a mí, y sin duda a muchos de vosotros, la última visita realizada por nuestro Jefe del Estado al Apóstol, en la aún cercana fecha del pasado ocho de septiembre. Acompañado de su esposa, entró en la Catedral por la puerta de la Azabachería, atravesó el crucero con paso bastante firme, una vez en el presbiterio se postró sobre el sepulcro de Santiago oró largo tiempo, más tiempo del que yo le había visto orar en otras circunstancias semejantes. Después de la oración, subió al camarín para dar un largo y ancho abrazo al Apóstol, descendió la escalinata con dificultad, ahora apoyándose con fuerza en el brazo que yo le ofrecí. Al llegar al centro del presbiterio, me dio efusivamente las gracias con los ojos humedecidos y descendió del presbiterio a la nave. De pronto, se inclinó brusca y profundamente hacia la derecha, como si fuera caer, alguien creyó que había tropezado en el rizo de la alfombra, pero yo más bien pensé que había sido por la fuerte emoción del momento. Rendido por el esfuerzo de toda una vida entregada al servicio de España, nuestro Jefe de Estado ha muerto».

Monseñor Cases, Obispo de Segorbe-Castellón
«El mundo entero ha sentido la sacudida ante la muerte de Francisco Franco. ¡Cuánto elogio, cuánto agradecimiento a Franco en España hoy! La trayectoria cristiana de Francisco Franco nos recuerda que, a la hora de la verdad, lo que cuenta no es haber sido grande a los ojos de los hombres, sino a los ojos de Dios. Lo que importa es servir, cada cual en el lugar en donde le ha tocado vivir. Francisco Franco ha servido a la Patria con responsabilidad y seriedad».

Monseñor Álvarez Martínez, Obispo de Tarazona
«Ha muerto Francisco Franco, hijo de Dios y servidor de la Patria. Como cristiano practicante, devoto de la Eucaristía y de la Santísima Virgen, ha muerto en la fe después de una prolongada enfermedad, llevada con signo indeclinable de resignación cristiana, y está ya en las manos de Dios. Como servidor de la nación, por encima de opciones siempre perceptibles, son dignas del máximo respeto su dedicación plena y su abnegación al servicio de la Patria, no solo desde el ejercicio de la Jefatura del Estado, sino desde otros cargos de la máxima responsabilidad, actitudes estas fundamentales que merecen no solo nuestra admiración, sino también nuestro reconocimiento y gratitud. La Iglesia española, que se ha visto asistida por su ayuda, también lo recuerda con gratitud y respeto».

Monseñor Palenzuela, Obispo de Segovia
«Ha muerto el Jefe del Estado Español, Francisco Franco. La dedicación del hombre a su misión y su larga y dolorosa lucha con la muerte, suscitan en todos un profundo respeto, nadie puede dejar de reconocer la señalada significación del fallecido Jefe del Estado, para el curso de la historia de nuestra Patria. Durante casi cuarenta años, y en una época que se caracteriza por transformaciones y cambios de todo orden, algunos de los más profundos y rápidos de la historia humana, el General Franco ha dirigido los destinos de la nación. Nada de lo que ha sucedido en este país durante estos largos años, puede entenderse sin alguna referencia a la obra militar y política de Franco. El Jefe del Estado, enteramente fiel a sus convicciones, ha dedicado toda su vida a las muy duras tareas de la guerra y del gobierno».

Monseñor Cerviño, Administrador Apostólico de Tuy-Vigo
«Es en estas horas luctuosas, confiamos en que Cristo hará partícipe de su gloria a Francisco Franco, el hombre creyente que miró los acontecimientos sabiendo que todo era conducido por la mano de la Providencia, aunque no cejara en poner los medios conducentes a lograr su objetivo de engrandecer a su pueblo. El hombre creyente que se manifestó y vivió como católico, con honestidad y limpieza de conductas ejemplares, con lealtad y total entrega a su Patria. El hombre creyente que quiso acertar en la aplicación de los principios cristianos a su actuación de gobernante. La vida de Francisco Franco fue como una antorcha, que se ha ido quemando lentamente a un servicio constante, abnegado y total para hacer de España una comunidad nacional unida. Y esa es la lección de su vida y el testamento que nos legó y que, como cristianos y ciudadanos, tenemos la grave obligación de recoger».

Monseñor Iguacen, Obispo de Teruel
«Pedimos para el que ha sido nuestro Jefe de Estado el descanso eterno, la luz perpetua, la paz inalterable. El descanso de Dios, después de una vida apretada de trabajos, de preocupaciones y responsabilidad tremendas. A la luz de Dios que le introduzca en la verdad plena, a él, que tanto se esforzó por encontrar caminos nuevos para un pueblo que le confió su destino. La paz de Dios, esa paz que el mundo no puede dar. Pidamos por nuestra amada España, la Patria que él tanto amó y a la que él sirvió con total entrega dedicación».

Monseñor García La Higuera, Arzobispo de Valencia
«Franco era un hombre pendiente siempre de Dios. Pendiente siempre de la fe que anidaba en su alma, en la que nunca jamás hubo crisis. Con referencia a las crisis, que tenía que contemplar en este tiempo -y que todos lamentamos- siempre se expresaba con acertado diagnóstico, como de médico espiritual, diciendo: «Eso, eso, es crisis de fe». ¡Qué verdad, qué verdad! Era un hombre de fe. Era siempre optimista. España era para él el contenido de una tradición de fe. Tenía siempre fe en Dios. Cómo me gozaba yo cuando en cualquier conversación salían las frases: «Si Dios quiere», «No sé lo que haría Dios en este caso», «Probablemente Dios decidirá». Siempre Dios. ¿Recordáis los mensajes de fin de año? -este año ya no lo oiremos-. Siempre a final o en medio, cuando ocurría la ocasión oportunísima -era acertado en todo- salía a relucir su fe en Dios. Era un hombre de fe. Pero no de fe de relumbrón. Fe que se basaba en obras. En resumen, en mi concepto, tiene estas tres virtudes: ser hombre de fe, entregado a obras de caridad, en favor de todos, pues a todos amaba. Hombre de humildad. A esa fe y a esa humildad le llevaba en gran deseo. El hombre que es de fe, aunque esté levantado sobre el pedestal del triunfo, todo lo que venido de Dios».

Monseñor Delicado, Arzobispo de Valladolid
«¡Ha muerto el Caudillo! Estábamos tan acostumbrados a su presencia y a su capitanía, que este acontecimiento se ha convertido para todos en una conmoción, que se ha ido haciendo patente a lo largo de su prolongada agonía y, en cierto sentido, en un interrogante y una interpelación para todo el país. Desde que me ordené sacerdote, hace 25 años, he venido rezando, a diario, la colecta «Et fámulos» en la que pedíamos, como nos recomienda la Sagrada Escritura, por los que gobiernan, por el Jefe del Estado».

Monseñor Peralta, Obispo de Vitoria
«Franco sacó a España de sus momentos difíciles, de la atonía que se había apoderado de nuestra nación. Franco nos libra de la conflagración universal; Franco encauzó nuestro desarrollo. La figura de Franco en la historia permanecerá siempre grande. Ha sido un Jefe de Estado cristiano y católico cien por cien. Para encontrar otro de su talla en estos órdenes, habría que remontarse a los Reyes Católicos, a Carlos I o a Felipe II. Su muerte, con su testamento espiritual, nos ha emocionado. Su fe se puso de manifiesto en toda su vida, lo mismo política que particular. La pudimos comprobar muchísimas veces, ya que en sus discursos apelaba siempre a Dios, cimiento de toda su obra. Su legislación en todo momento estuvo orientada dentro de la ley de Dios. Yo fui testigo de la delicadeza con que Franco ha tratado siempre la Iglesia. La ha ayudado y favorecido. Cuando los obispos teníamos alguna dificultad con la Administración, acudíamos a él, que la resolvía siempre a favor de la Iglesia. La quería por encima de todo partido. Yo mantuve algunas largas conversaciones con el caudillo y siempre me supo animar a que los alaveses fuesen buenos cristianos. Mostró en todo momento su estimación hacía nuestros sacerdotes. Su vida fue siempre honesta y familiar».

Monseñor Cantero, Obispo de Zaragoza
«En esta hora dolorosa de la muerte de nuestro Jefe del Estado, Francisco Franco, que cierra una época y abre otra nueva en la historia de España contemporánea, os dirijo esta carta con el ruego y la esperanza de que vuestra conciencia moral responda a las exigencias actuales de la fe cristiana y de la ciudadanía española. Franco ha muerto bajo el manto de la Virgen del Pilar, con la fe firme y sencilla del centurión del Evangelio, con la entrega total y apasionada de su vida al servicio de España, pidiendo perdón y perdonando a todos sus hermanos. Como cristianos y como españoles, ante el ejemplo de su vida y su muerte, correspondamos con nuestra oración, con nuestra concordia y con nuestra esperanza, al mensaje de paz y unidad fraterna que, en los mismos umbrales de su muerte, Francisco Franco ha legado, con un abrazo de despedida a todas las generaciones españolas, a saber: nuestro esfuerzo permanente y esperanzado para alcanzar la justicia social y la cultura para todos los hombres de España».

INFOVATICANA.
42 comentarios en “Los obispos y Franco: Oportunismo, traición e ingratitud”
Imprime esta entrada