lunes, 16 de marzo de 2020

El destino de Juan Carlos… y la Transición: Fraga, Torcuato, Suárez, González, Carrillo

El destino de Juan Carlos… 
y de otros héroes de la transición 
16-3-2020

En La transición de cristal señalé el hecho llamativo de que los autores de un proceso que se ha pintado a diestra y siniestra como ejemplar y maravilloso (“la mejor época de España”, dicen los golfos del ABC) hayan terminado tan mal: Fraga, Torcuato, Suárez, González, Carrillo y Juan Carlos.

El mejor de todos fue sin duda Torcuato Fernández Miranda, que diseñó la única transición consistente, mediante reforma desde la legitimidad del franquismo, y la asentó en la votación de las Cortes, y en un sólido referéndum, desafiando la huelga general y el boicot de los rupturistas. Cometió el error de creer que Suárez, a quien le había dado todo, políticamente hablando, seguiría su política. Error del que no fue culpable, pues nadie puede prever el futuro, y menos el de sus sucesores. Enemistado con Suárez, se negó a votar una Constitución que ya llevaba dentro varias bombas de relojería, falleció enseguida y su criatura ni se molestó en asistir a su funeral.

De Fraga decía que “fue sobresaliente en la primera época de la transición, y precisamente el ser sobresaliente le valió el quedar relegado y contemplar cómo sus esfuerzos y avances en la reforma abonaban, desvirtuados, el campo a otros”. Su poco fondo político le empujó a traicionarse a sí mismo imitando a Suárez, para quedar relegado a político regional, con una línea cada vez más proseparatista.

Suárez fue un politiquillo de tres al cuarto, sin la menor talla de estadista, que tuvo la suerte de heredar una sociedad próspera, pacífica y reconciliada, sobre la cual emprendió maniobras peligrosas que condujeron a la destrucción de su partido, la UCD, al mayor impulso al terrorismo y al separatismo, hasta provocar la intentona del 23-f, de la cual fue máximo culpable, cosa que nunca se dice. Tuvo que dimitir en vísperas de la intentona, entre los denuestos de todo el mundo. Sus desgracias personales suscitaron luego una simpatía sentimental hacia él. Cuando murió, algunas encuestas en nuestra desastrosa universidad demostraron que casi ningún joven recordaba medianamente quién era o qué había hecho. Y sigue ocultándose o desvirtuándose lo que realmente hizo, a cambio de lo cual su nombre estropea el de un aeropuerto.

No menciono a Leopoldo Calvo Sotelo, servil anglómano que no logró recomponer su partido, ni frenar el terrorismo ni las tensiones disgregadoras ni la crisis económica. No sabemos si habría alcanzado algún logro en esos campos, porque afortunadamente pasó enseguida a la historia.
Felipe González llegó anulando la victoria histórica de España en relación con Gibraltar, proclamó a través de su lugarteniente Guerra la muerte de Motesquieu, es decir, la liquidación progresiva de la democracia, amparó una corrupción generalizada desde la confiscación de Matesa, practicó el terrorismo de gobierno, dejó tres millones de parados. Y se libró de la cárcel por muy poco. Probablemente porque chantajeó con sacar a la luz las vergüenzas del monarca y provocar una crisis de todo el régimen parecida de otro modo a la que había llevado al 23-F.

El caso de Carrillo es diferente: vio cómo, siendo su partido el único que había luchado realmente contra el franquismo, los frutos le eran birlados limpiamente por un PSOE que no había hecho nada reseñable, y había sido protegido desde antes de la transición por el propio régimen de Franco. Tuvo que aceptar la bandera, la monarquía, la economía de mercado y unas normas que su propia ideología detestaba. Su PCE entraba en crisis creciente conforme se fortalecía el PSOE, muy ayudado desde todos los ángulos, incluida la extrema derecha alemana. Terminó siendo excluido de su partido en 1985. No vio, como hubiera deseado, el fusilamiento de Franco y sí, en cambio, el derrumbe del bloque comunista. Y sin embargo no dejó de tener un fin triunfal: en su 90 cumpleaños representantes de casi todos los partidos, los medios y el propio rey, y le dieron además la satisfacción de la retirada nocturna de la estatua de Franco en Madrid: algo era algo, a cambio del fusilamiento. La farsa y esperpento a que habían llevado la democracia aquellos políticos. Y Carrillo murió en “olor de santidad democrática”. Recuerdo que una cretina de la COPE me llamó para que opinase, y al recordar algunas verdades, la muy zorra me cortó, sin aviso, por lo que tardé e unos minutos en darme cuenta de que hablaba para nadie.

En cuanto a Juan Carlos, rebautizado agudamente “Campechano I” por Jiménez Losantos — a quien había intentado echar de la COPE– es especial. Cuando escribí el libro seguía siendo rey. Había congeniado mucho con Suárez porque eran muy parecidos: simpáticos y hábiles en el trato personal, pero frívolos, incultos, sin mucho sentido del estado ni de la historia, aunque algo más por parte de Juan Carlos, que llegó a asustarse de los rumbos que Suárez imponía al estado, motivo real del 23-f. Hombre económicamente corrupto y dado a las relaciones adulterinas, perjudicó gravemente el prestigio de la monarquía. Se llevó luego bien con Felipe González, no tan bien con Aznar, y terminó firmando su propia ilegitimidad con la ley de memoria histórica, de cuyo alcance real no se dio o no quiso darse cuenta. 

Dicha ley, típicamente totalitaria y que para más inri proclama como “víctimas democráticas” a los chekistas y asesinos del Frente popular y de la ETA, pretende revertir lo que no lograron cuando la reforma de Torcuato. Su sentido viene a ser la deslegitimación radical del franquismo, por lo que la monarquía, que lo debe todo a Franco, queda a su vez deslegitimada. Viene a ser un golpe de estado encubierto, hecho del que casi nadie ha querido darse cuenta. Desde entonces la monarquía tiene una carga de ilegitimidad, cuyas consecuencias se van viendo progresivamente hasta el actual golpe de estado permanente en que vive la nación. La doble corrupción económica y sexual de Juan Carlos le está castigando con la amenaza de su amante Corinna de llevarlo a los tribunales por amenazas; y su hijo ha necesitado distanciarse abiertamente de su padre por la misma razón. Que sigue sin ser suficiente, pues, como recuerdan muy justamente Podemos y muchos otros, e implícitamente el doctor, ¡la monarquía viene de Franco! Una democracia esperpéntica.

Uno puede preguntarse cómo con políticos tan endebles, digámoslo así, el país no se ha hundido ya. La respuesta es que todos ellos han contado con la herencia del franquismo, que todavía resiste. Y sobre la que deberá reconstruirse la democracia y la nación, porque no podrá hacerse sobre otra base.
Leo algunas objeciones a la transición señalando que “se reforma lo que se quiere conservar” y en cambio se acabó por completo con el régimen anterior, por lo que la reforma habría sido un fraude desde el comienzo. Nada más lejos de la realidad. 

El franquismo no fue un régimen de partido único, sino de cuatro partidos unidos por un cierto catolicismo y la autoridad de Franco, pero el Vaticano II lo privó de cohesión y de futuro. A la muerte de Franco, ¿quiénes podrían mantener aquel régimen? ¿Los carlistas? ¿Los falangistas? ¿Los monárquicos, muchos de los cuales siempre habían conspirado contra él? ¿El episcopado, que apoyaba a sus enemigos, incluidos comunistas y etarras? Basta plantear la cuestión en sus términos reales para entender la enorme habilidad y sentido histórico de la gran reforma de Torcuato. Lo que era preciso conservar era la legitimidad del franquismo como base de la democracia. Pero ni Franco tuvo la culpa de que Juan Carlos le saliera tan campechano ni Torcuato de que Suárez resultase otro campechano o de que más adelante Aznar se ciscase en un régimen al que le debían todo. Hoy vivimos bajo un nuevo frente popular sin haber aprendido nada del anterior, las cosas son así y solo pueden cambiarse a partir de su realidad.

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