martes, 17 de marzo de 2020

Con el Coronavirus llega otra ola anticlerical. La Masonería siempre ha estado detrás de la Cristofobia

San Francico el Grande en Madrid
Con el coronavirus llega otra ola de anticlericalismo
Javier Paredes 
15/3/20 
Al mismo tiempo, el virus está destapando las carencias 
de un sociedad opulenta y materialista

El coronavirus ha destapado las carencias de una sociedad materialista, opulenta y satisfecha, que comprueba que de poco valen unos recursos económicos porque se esfuman en un par de jornadas en la bolsa. Pero el coronavirus también podría poner en evidencia el peor de los males espirituales, si comprobamos en los próximos días que ya se ha pasado el tiempo de los mártires, como consecuencia de habernos instalado en la tibieza durante tantas décadas, para no llevar la contraria de un modo radical al mundo, al demonio y a la carne.

Bien al contrario, el comportamiento de las autoridades civiles y eclesiásticas durante los cuatro brotes epidémicos de cólera del siglo XIX, que se llevaron a la tumba a 800.000 españoles, demostró que de España todavía surgían los mártires.

En 1830, comenzó a avanzar desde las orillas del Ganges una epidemia a la que se le dio el nombre de “cólera morbo asiático”. Así empezó el primero de los brotes de cólera. Declinaba el reinado de Fernando VII, que falleció el 29 de septiembre de 1833, y cuando la epidemia se acercaba a los barrios de Madrid y cinco días antes de fallecer el monarca, firmó una Real Orden, por la que se creaba la Junta Superior de Sanidad de Madrid, para combatir la epidemia.

Las matanzas de frailes de 1834 
sólo fueron superados en crueldad y en falsedad 
por las de la II República 

Pero la primera disposición de Fernando VII, para atacar la epidemia del cólera, fue de carácter religioso para que se abrieran todas la iglesias de par en par, y en ella se podía leerlo siguiente: “Sin perjuicio de adoptar todas las precauciones y medidas de policía y salubridad, que ocupan mi paternal solicitud, se implore lo primero la inagotable Misericordia divina, haciendo en todas las iglesias de mis dominios por los cabildos y corporaciones eclesiásticas y civiles, rogativas públicas y civiles para que aplacado el Todopoderoso, nos libre de tan nuevo y cruel azote”.

Madrid sufrió con mayor intensidad la epidemia y en los meses que duró el cólera fallecieron en la ciudad 4.500 personas. Inmediatamente los frailes secundaron al monarca. El superior de los franciscanos de San Francisco el Grande de Madrid ordenó a sus frailes aplicar como remedio contra el cólera oraciones y penitencias, y así ordenó hacer nueve días de rogativas y letanías por los claustros del convento, “hasta que Dios Nuestro Señor nos libre de una plaga que tanto daño hace sin diferencia de clases ni personas”.

Semejantes disposiciones adoptaron los obispos y superiores religiosas en toda España. Y fueron, precisamente los frailes quienes se adelantaron y distinguieron en la atención a los coléricos, abriendo incluso las puertas de sus conventos para que se instalaran en ellos los enfermos y poder atenderlos mejor.

Mientras esto sucedía, en las logias de la Masonería, como en su día confesara Martínez de la Rosa, se decidieron exterminar a los frailes, para lo que extendieron la patraña de que habían sido ellos los que habían envenenado las fuentes de Madrid, y que esa era la causa de la elevada mortalidad en la ciudad. Y aprovechando que entre los días 17 y 18 de julio de 1834 se produjo el mayor número de muertos en Madrid, 500 el 17 y 800 el día 18, asaltaron los conventos de la capital y dieron muerte casi a un centenar de religiosos. Acontecimiento que Menéndez Pelayo calificó como “el pecado de sangre de los españoles”.

¿Estamos preparados para una era martirial 
o somos demasiado tibios hasta planteárnoslo? 

Nunca se había visto en España nada semejante a lo que sucedió los días 17 y 18 de julio de 1834 en Madrid. Manuel Revuelta ha estudiado todo lo ocurrido con detalle, con rigor y con serenidad, y este es su juicio global: «El 17 de julio no debe solamente considerarse como fecha aciaga en que tiene lugar una hecatombe de vidas humanas, que tanto abundan, por desgracia, en la historia. (…) No se trata solamente de unos frailes menos, en aquella España trágica, desposada con la muerte, que veía perder a sus hijos por la epidemia del cólera o los fusilamientos masivos en la salvaje guerra [carlista] sin cuartel. El 17 de julio es símbolo de un movimiento de oposición radical a la Iglesia, que desgarra con surco tajante la secular tradición católica de nuestro pueblo».

El convento de San Francisco junto con el Colegio Imperial de los Jesuitas (actual sede del Instituto San Isidro de Madrid) y los conventos de Santo Tomás y el de la Merced fueron los principales escenarios de un odio a la religión como nunca se había visto en la Historia de España. Los asesinos asaltaron los conventos entre blasfemias, destrozando y robando cuanto encontraban a su paso, dando mueras a Cristo y vivas a Lucifer.

Al padre Benito Carrera le acribillaron en el sótano junto con otros doce franciscanos y no fueron las únicas víctimas de San Francisco, porque otros murieron en el coro, por los claustros y hasta en la enfermería, porque ni siquiera se apiadaron de los que convalecían postrados en la cama. Concretamente, fueron 48 los asesinados en el convento de San Francisco: 24 sacerdotes, 4 coristas, 12 legos y 8 donados. Y aunque no murió esa noche, puede contarse también entre las víctimas -como ya hemos dicho- al padre general de los Franciscanos, Luis Iglesias. Todos estos acontecimientos se produjeron con la complicidad o, en el mejor de los casos, con la pasividad de las autoridades. Durante la masacre que duró muchas horas, nadie acudió en ayuda de los religiosos y tampoco se investigó lo acontecido para exigir responsabilidades.

Fernández de los Ríos ofrece una versión de la actuación de Salustiano Olózaga en estos acontecimientos con el fin de exculparle de aquellos crímenes, pero tan mal construida y llena de lugares comunes que resulta muy difícil de creer. Merece la pena contarla, aunque solo sea de manera resumida. Tras presentar la revuelta como espontánea, se pregunta Fernández de los Ríos ¿Quién había concebido la matanza o en qué conciliábulo se había preparado? Y responde que nadie busque a los instigadores, porque no los va a encontrar, ya que para Fernández de los Ríos los responsables de los asesinatos de los religiosos son los propios frailes, y lo afirma con estas palabras: «Lo que movía a las turbas en aquel día era el desquite de trescientos años de opresión monacal». Escribe a continuación que se oyeron tiros, disparados desde el interior del convento de San Francisco y eso fue lo que incitó a las turbas a matarlos a todos hasta no dejar ni uno. En estas circunstancias, dice Fernández de los Ríos que Olózaga se encontró en la Puerta del Sol con el capitán general, José Martínez San Martín, al que le pidió permiso para ir a San Francisco con su compañía de granaderos de la Milicia Nacional, y -prosigue Fernández de los Ríos- que pudo llegar hasta el convento con su tropa, porque la ordenó marchar en hilera, ya que le habían avisado desde uno de los balcones que los frailes estaban haciendo fuego desde la torre. Superado el paqueo, llegó al convento, expulsó a los revoltosos y auxilió a los frailes, e incluso se llevó consigo a uno que estaba herido para protegerle. Al día siguiente se reunió con la oficialidad de la Milicia Nacional y redactó una exposición, para que se prendiera y castigara a los culpables.

La masonería siempre ha estado detrás de la cristofobia 

Sorprendente narración, que comienza diciendo que a los frailes les mataron porque se lo merecían…, y por si se pudiera quedar corta la justificación con lo de los trescientos años de opresión monacal, no falta el lugar común del paqueo, como copiaran los asesinos socialistas y comunistas en 1936 para hacer los mismo con los religiosos. La versión de Fernández de los Ríos es la única que existe, en la que se cuenta que una fuerza armada fue en auxilio de los frailes. Son unánimes todas las versiones, las de entonces y los estudios recientes, en admitir que no fue nadie a auxiliares.

Ni siquiera el Regimiento de la Princesa defendió a los Franciscanos, y eso que entonces se encontraba acuartelado en unas estancias del propio convento de San Francisco, concretamente en el cuadro que formaba el claustro bajo principal del patio de los laureles. Por otra parte, tampoco se entiende muy bien que Olózaga llegase cuando, según Fernández de los Ríos, ya habían matado a todos. Si de verdad sentía compasión por ellos en lugar de repugnancia, como llegó a escribir meses después, si quería auxiliar a los frailes de San Francisco no se comprende que tardara tanto y que llegara cuando todos estaban muertos. Como tampoco resulta lógico que, a pesar no ir solo, sino al mando de una compañía de Nacionales, se limitara a ahuyentar a los revoltosos que había dentro, en lugar de detenerlos… En fin, son tantas las contradicciones, que para conocer la verdad es preferible resumir otra versión, la de un testigo presencial de los hechos.

El padre Francisco García fue un franciscano que falleció en Toledo el 3 de febrero de 1890 y vivió lo sucedido el 17 de julio de 1834, porque era estudiante en San Francisco. Redactó lo que él vio en diez hojas de papel de carta, que a su muerte acabaron en poder de una sobrina suya, que a su vez entregó a los franciscanos y las publicaron en 1914.

Cuenta Francisco García, que nada sucedió de repente, pues al menos desde día de San José vivían sobresaltados en San Francisco y cada noche se registraban los lugares de la iglesia -confesonarios, coro, campanario, etc.- donde alguien se pudiera esconder. El 17 de julio, como cada jueves, salieron de paseo por la mañana y fueron a la Moncloa, donde un hortelano les contó que había corrido la voz por Madrid de que los frailes habían envenenado las aguas y que, por lo tanto, corrían peligro; que había grupos compuestos de populacho y de milicianos nacionales dispuestos a asesinar a los frailes, y que les aconsejaba no regresar a San Francisco. A pesar de estas noticias y obedeciendo al maestro de novicios, regresaron y de vuelta al convento ya pudieron comprobar que el hortelano no exageraba; en el puente de Segovia se encontraron grupos de milicianos nacionales, que se dirigieron a ellos en estos términos: “Dejadlos, que van como corderos…”.

Cuando llegaron al convento encontraron muy alarmados al resto de los Franciscanos, pues ya habían llegado las noticias de los primeros asesinatos, por lo que el superior fue a pedir protección al jefe del Regimiento de la Princesa que estaba acuartelado en San Francisco, a lo que contestó que antes de que tocaran a un fraile tendrían que pasar por su cadáver y por los de sus subordinados. A las ocho de la noche cenaron y después fueron al coro para la bendición con el Santísimo Sacramento, y entonces fue cuando asaltaron el convento.

Fueron corriendo al encuentro con el jefe de los soldados allí acuartelados, en petición del socorro prometido, pero con sorpresa comprobaron que había sido relevado por otro militar. El nuevo mando les manifestó que tenía orden de no hacer resistencia a las masas amotinadas y que ni siquiera les permitían quedarse junto a ellos.

Comenzó entonces la persecución y matanza de los frailes por las distintas dependencias del convento, a la vez que saqueaban y robaban cuanto tenía algún valor. En su huida, Francisco García junto con otro condiscípulo encontraron un balcón abierto que daba a la huerta, desde donde saltaron y desde allí treparon la tapia divisoria con la finca del Duque de Medinaceli, donde se escondieron. Desde su escondite pudieron oír y hasta ver lo que estaba sucediendo, pues era noche de luna llena. Comprobaron que eran los miembros de la Milicia Nacional, no solo porque les vieron, sino también por los comentarios que hacían, entre otros este: “No hay necesidad de gastar pólvora con esta canalla; a estos tenemos seguros; cuchillada, sablazo, y ¡firme con ellos! Hasta que no quede ninguno”. Las matanzas en San Francisco acabaron a las cuatro de la mañana, que fue cuando cesaron los tiros, los gritos y los murmullos, y quedó el convento en profundo silencio.

Y al hacerse día, salieron del escondite, pero el administrador del Duque de Medinaceli en lugar de protegerles, les denunció por allanamiento de morada y les condujo ante el Celador de Barrio. Les tuvieron detenidos todo el día 18, sin tan siquiera darles un vaso de agua y fue entonces cuando se encontraron con los hermanos heridos y los cadáveres de los muertos, que los llevaron a enterrar al cementerio de San Isidro. Y al final del día permitieron que los madrileños les prestaran trajes de paisano y alimento. Y concluye diciendo Francisco García que también se presentaron falsos caritativos que, con el pretexto de proteger y acompañar a algunos frailes, luego los entregaron a las turbas y a alguno le mataron y otros volvieron mal heridos.

A la vista de las dos versiones, se ven las contradicciones de la versión de Fernández de los Ríos, y que la actuación de Olózaga en San Francisco estaba impulsada no por la compasión, sino por la repugnancia que le producían los frailes, porque la compañía de la Milicia Nacional con la que llegó Olózaga no solo no les protegió, sino que los asesinó y estuvo buscando víctimas hasta las cuatro de la mañana. Y debemos añadir una cita más de Manuel Revuelta extraída de su rigurosa investigación: «¿Cómo es posible tomar en serio la afirmación del corregidor de que no fue posible a los destacamentos de tropas enviados a la Merced impedir la repetición de aquellas horrorosas escenas? Sí les fue, en cambio, posible a los granaderos del primer regimiento de urbanos, mandados por Olózaga, apoderarse de dos talegos con medio millón que las turbas robaron en la comisaría de los Santos Lugares».

Por otra parte, la espontaneidad de lo sucedido, según la versión de Fernández de los Ríos, se cae por su peso a la vista de cómo se produjeron los hechos por muchas circunstancias, como muestra esta: no fueron unas turbas de madrileños exaltados que de repente asaltaron los conventos de Madrid, sino que eran grupos en los que había numerosos milicianos de uniforme, que de acuerdo a un plan asaltaban un convento, y cuando acababan con él iban a por el siguiente. Como sostiene Revuelta, todo indica premeditación, dirección y previo planteamiento, y prosigue este historiador: «El mismo Martínez de la Rosa en un relato posterior afirmó sin ambages que fue público y notorio que aquella catástrofe fue obra de las sociedades secretas para precipitar la revolución y arrojar del mando al partido moderado, aprovechándose del terror que difundió la aparición repentina del cólera, inventando lo del envenenamiento de las aguas como otras absurdas que inventaron en otras capitales».

Javier Paredes
Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá
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