jueves, 26 de noviembre de 2020

La decadencia de la Fe en España. Entrevista de Javier Navascués al historiador Fernando Paz

La decadencia de la Fe en España
7/5/2020 


El insigne Marcelino Menéndez Pelayo afirmaba:
«España, evangelizadora de la mitad del orbe; España martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio…; ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad; no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los arévacos y de los vectores o de los reyes de taifas.»

Y nosotros nos podemos preguntar hoy en día: ¿Qué queda de la España católica y de las buenas costumbres? Prácticamente nada. Tan sólo un pequeño porcentaje de creyentes que resisten fieles a la Tradición de la Iglesia tratando de vivir en coherencia con el Evangelio.

Fernando Paz es historiador, profesor y escritor. Atesora una amplia trayectoria en los medios de comunicación defendiendo con valentía y convicción los grandes ideales de España frente a sus feroces enemigos. En esta entrevista analiza el proceso de demolición de la fe en España en las últimas décadas.

¿Qué medios ha utilizado la ingeniería social en España para descristianizarla casi por completo en los últimos 50 años?
Para transformar una sociedad con la profundidad con la que lo ha sido la española, primero hay que cambiar las mentalidades. Y eso se consigue a través de lo que se conoce como la “batalla de las ideas”, batalla que el progresismo ha vencido por incomparecencia del adversario. 

Lo que ocurre ahora en España viene sucediendo en Europa desde hace dos siglos; un agudo proceso de secularización en unas cinco décadas, desde los años sesenta hasta nuestros días. Ese proceso actúa sobre el conjunto de la población, pero muy particularmente sobre las mujeres y los jóvenes. La juventud, que siempre ha sido sinónimo de generosidad, de valor, de curiosidad, ha cambiado el heroísmo por el hedonismo. 

A los jóvenes de hoy los han educado los adultos. A muchos de ellos sólo les mueve el placer, el éxito y la codicia; pero no olvidemos que quienes les hemos parido hemos sido nosotros. Ellos son nuestra obra, no lo olvidemos. Cuando denunciamos la situación de la juventud no debemos perder de vista que nos estamos condenando a nosotros mismos, pues lo merecemos. 

En cuanto a la mujer, la han sacado del hogar por las buenas o por las malas, y generalmente más bien por estas últimas. Hoy es muy difícil sobrevivir si el hombre y la mujer no trabajan, de modo que han convertido en necesidad lo que antes era un objetivo ideológico. La mujer, hoy, no puede elegir trabajar o no trabajar: está obligada a hacerlo.

Para conseguir estos impresionantes resultados se ha bregado con intensidad y muy a largo plazo, con mucha paciencia y con la vista fija en el horizonte. No olvidemos que la española era la sociedad más católica de Europa hace 50 años. La transformación se ha producido a través de la educación y de las leyes, pero sobre todo de la corrupción de las costumbres, que ha venido decisivamente impulsada desde el ámbito cultural. La deserción de la Iglesia ha hecho el resto.

Una democracia liberal, que concede derechos al mal, ha sido clave en esta paganización de nuestra patria…
La democracia liberal no es la causa, sino más bien el efecto, del relativismo, cuyo origen podemos situar en Lutero y la reforma protestante. No olvidemos que, en definitiva, la democracia liberal no es más que la arquitectura política del capitalismo, ese orden de cosas basado en la codicia (que sigue siendo un pecado).

Ese tipo de sistemas crea primero una ficción igualitarista, de acuerdo a la cual todos tenemos los mismos derechos; es lógico, por cuanto ya no hay ni bien ni mal, ni verdad ni falsedad, ni belleza ni fealdad, sólo puntos de vista. El relativismo es una contradicción en sí mismo; de su afirmación se deriva su negación. Pues al sostener que no hay ninguna verdad, ya está estableciendo una. La consecuencia, en una segunda fase, es que un sistema relativista no puede tolerar a quien sostenga verdad alguna, particularmente si esta es de carácter absoluto: Dios.

Esto, hoy, en España es muy visible. Lo que vivimos en Occidente -pero de forma más aguda y sorprendente en España- es una gigantesca apostasía. Los antiguos paganos rechazaban a Cristo porque no le conocían; los apóstatas actuales le rechazan porque le conocen. En aquellos no había odio, sino ignorancia; en estos hay mucho de ignorancia, pero aún más de odio.

¿El PP, que en sus orígenes se le presuponía una cierta afinidad al sentir católico, ha traicionado estos grandes ideales?
El PP no ha traicionado ningún principio católico por el simple hecho de que sólo se puede traicionar a aquello en lo que se cree, o a aquello a lo que se pertenece. La base social que vota al PP en buena medida sí sostiene los principios de defensa de la vida y, en general, se muestra reticente ante la ingeniería social, el matrimonio gay o el aborto; pero el partido no. El PP se ha mostrado como un partido no ya partidario de la ingeniería social, sino entusiasta de ella.

Lo que sucede es que en nuestros días se ha producido una completa disociación entre la moral y la política; la gente vota por las opciones políticas sin tener en cuenta las cuestiones morales. No nos engañemos, las encuestas del CIS y los resultados electorales son diáfanos a este respecto: nadie deja de votar a un partido por cuestiones como, pongamos por caso, el aborto. De manera que oponerse al matrimonio gay, al aborto, o a las leyes LGTB no se traduce en un solo voto. Y del mismo modo, apoyarlos tampoco resta apoyo electoral. La mayor parte del apoyo perdido en estos años por el PP ha ido a parar a Ciudadanos y en menor medida a la abstención, pero en modo alguno a otras opciones políticas pro-vida.

¿Cuál ha sido el papel de los medios de comunicación en este proceso de derribo de la fe?
Ha sido esencial. El sistema se sostiene sobre una casta política, una casta financiera y otra mediática. Sin los medios de comunicación, nada se podría haber hecho. La opinión pública se construye con sorprendente facilidad, y la construyen quienes tienen los medios para ello. Funciona de un modo que no deja de maravillarme, consiguiendo que mucha gente, al tiempo que repite consignas, esté persuadida de que sus opiniones son realmente suyas.

La educación y las leyes han sido básicas porque se veían complementadas mediante una propaganda eficacísima. En ese sentido, las películas y las series de televisión han sido demoledoras, proponiendo modelos sociales invertidos a los que rodeaba de las más excelsas virtudes. Los medios han oficiado de ministerio de propaganda. El resultado ha sido devastador.

Una baza particularmente importante ha sido la de la sátira. Todo lo referente al hecho religioso –y muy particularmente, claro, a la fe cristiana-, a la autoridad o a la patria, ha sido objeto de la ridiculización pública durante décadas. Este es un aspecto sobre el que nunca se insistirá lo suficiente: no hay nada tan corrosivo como el humor. El resultado de las campañas de ridiculización es la deshumanización: la ridiculización deshumaniza. Una vez deshumanizado, el objeto ya está listo para ser aniquilado. Y nadie moverá un dedo por defenderlo. Mejor que nadie lo resumieron los revolucionarios franceses que escribieron en los muros de una iglesia en el París en el 68: “os enterraremos a carcajadas”. 

Háblenos de los ataques contra la familia, célula básica de la sociedad…
El objetivo es la destrucción de la familia. Todo lo que emprenden tiene ese propósito. ¿Por qué? Según la ideología hegemónica, en la familia se incuban las ideas y creencias que impiden la felicidad del individuo. La idea de Dios, de la patria, de la propiedad o la idea misma de autoridad, son el resultado de la educación patriarcal. Por eso, la batalla en la que hoy nos debatimos es la de la supresión de los derechos del varón. El varón es la imagen de Dios y de la autoridad; erosionando su figura se difumina la de Dios y todo sentido de autoridad.

La familia es una institución con milenios de historia. De modo que el asalto a esta se efectúa hoy mediante paulatinas menguas de la autoridad de la figura paterna. A tal efecto, los poderes públicos han hecho lo posible por facilitar las rupturas de las familias; han aumentado –en parte debido a los avances tecnológicos- las familias monoparentales, casi siempre constituidas por madre e hijo, en las que está ausente el padre. Han permitido y alentado el llamado matrimonio gay, que a base de inflacionar el concepto de matrimonio lo desprovee de valor.

Han introducido la desconfianza entre hombres y mujeres en el matrimonio y las relaciones de pareja en general, fomentando las denuncias y judicializando dichas relaciones; tergiversado la realidad culpando al varón en exclusiva de la violencia doméstica; ideologizándola, primero, al llamarla “violencia de género” y, después, eliminando una parte de la realidad que muestra cómo el hombre también es víctima de esa violencia. Hoy, en la sociedad occidental, particularmente en la española, asistimos a una verdadera satanización del varón. 

¿Por último háblenos de la deserción de la Iglesia y su importancia en este proceso de paganización de la sociedad?
No cabe la menor duda de que el repliegue de la Iglesia ha contribuido extraordinariamente a la transformación de la sociedad. En la Iglesia se ha instalado la idea de que sus problemas están en relación con su falta de sintonía con el mundo. Que hoy se produce una desconexión entre ambos es algo evidente; ahora bien, ¿significa eso que la Iglesia debe parecerse, debe imitar, debe asemejarse a la sociedad actual?

En realidad, la tentación de parecerse al mundo es una de las más peligrosas. Casi tanto como la de recibir el reconocimiento de los poderosos del mundo. La modernización, además, se ha demostrado letal para aquellas confesiones que la han adoptado. Se trata, por supuesto, de una cuestión de convicción, pero incluso en el plano práctico. ¿Es que las sectas que han ordenado obispas lesbianas han ganado fieles? Antes al contrario, los han perdido a chorros.

Con la cuestión del celibato ha sucedido lo mismo. La crisis vocacional ha incidido aún con más fuerza entre muchas de aquellas religiones en las que a sus sacerdotes les está permitido casarse. Quizá deberíamos acordar que el mundo actual no rechaza el cristianismo por lo que parece, sino por lo que es. La modernidad está siendo causa de ese repliegue al que me refería al principio. En los últimos tiempos se habla de renunciar a convertir a fieles de otras religiones; el actual pontífice incluso ha descalificado el proselitismo en el nombre del ecumenismo. 

Pero un ecumenismo que sitúa en el mismo plano a todas las religiones priva de sentido al catolicismo; si todas las religiones tienen el mismo valor, entonces el sacrificio de Cristo ha sido vano, pues tanto da creer en él como en el Bhagavad Gita. Y, por supuesto, los misioneros que se han sacrificado durante dos mil años en realidad han estado perdiendo el tiempo y, lo que es peor, no pocos de ellos, la vida, muchas veces en medio de atroces sufrimientos.

Afirmar la igualdad de todas las religiones es un disparate herético, pues Cristo nos dijo que “nadie va a la Padre sino a través de Mí”. El desconcierto civilizatorio que sufrimos parece haber impregnado a la Iglesia en estos ultimísimos tiempos.