martes, 3 de enero de 2023

Mensaje de fin de año del arzobispo Viganò

Desideratus cunctis gentibus: 
Mensaje de fin de año del arzobispo Viganò
02/01/2023

Salvum fac populum tuum, Domine, et benedic hereditati tuæ.
Et rege eos, et extolle illos usque in æternum. – Te Deum

[Salva, Señor, a tu pueblo y bendice a tu heredad. Dirígela y sostenla ahora y por siempre]

En estas últimas horas que señalan la conclusión del año, nos disponemos a participar en las funciones solemnes con que Iglesia eleva a Su Divina Majestad alabanzas de gratitud con el Te Deum.

Te Deum laudamus: te Dominum confitemur. Te alabamos, Señor. Te confesamos Señor nuestro. En el uso del plural se percibe la augusta voz de la Esposa del Cordero, adornada con los preciosos ornamentos de los Sacramentos y las joyas más valiosas de su corona real: el Santísimo Sacramento del altar, el sacrosanto Sacrificio de la Misa y el Orden Sacerdotal. Ante el Santísimo Sacramento, en pie como corresponde a quienes han vencido con Cristo en el día de la victoria, damos todos gracias a Dios por el año que llega a su fin.

Pasemos, pues, revista a todo aquello por lo que debemos dar gracias a la Santísima Trinidad.

Damos gracias a Dios Nuestro Señor por haber castigado nuestras tibiezas, nuestros silencios, nuestra inclinación a transigir, nuestras hipocresías y nuestras concesiones al espíritu del mundo y los errores de las ideologías dominantes. Lo que ha permitido que en el mundo civil prosperen quienes hoy imponen la tiranía del Nuevo Orden Mundial y que en el ámbito eclesial se impongan los que hoy excomulgan a un sacerdote provida mientras promueven escandalosamente a prelados y presbíteros corruptos y herejes, han sido nuestros pecados y faltas.

Han permitido asimismo que en el mundo civil la democracia se transforme en apostasía de las naciones y cruel matanza de los inocentes.

Que en ámbito civil de fomenten el pecado y el vicio mientras la honradez, la integridad y la moral cristianas son objeto de burla y pisoteadas, cuando no criminalizadas.

Que en el ámbito eclesiástico se persiga a los fieles y sacerdotes que piden poder profesar la Fe católica y celebrarla conforme al rito apostólico, mientras el sanedrín vaticano rinde culto a un ídolo infernal sobre el sepulcro del Príncipe de los Apóstoles.

Que en el terreno civil y el eclesiástico -significativamente aliados- se haya impuesto la marca sanitaria de la Bestia a miles de millones de personas en nombre de un delirante plan de dominio mundial de la población, utilizando como pretexto una dolencia que ha demostrado no ser mortal sino curable, cuando la prohibición de terapias adecuadas ya había causado un número de muertes suficiente para aterrorizar a las masas.

Que impunemente se haga pasar una operación planificada desde hace tiempo por la OTAN por una supuesta guerra contra un invasor a fin de destruir las economías occidentales, cuando es evidente que la crisis de Ucrania contribuye a implantar el Gran Reinicio en la misma medida que el covid 19, además de que le viene muy bien a Joe Biden para ocultar las pruebas de corrupción de su familia y la existencia de biolaboratorios ligados al Pentágono.

Que la capacidad para dejarse sobornar de los funcionarios de instituciones civiles y religiosas aumente conforme avanzan en su trayectoria profesional, y no haya entre los ciudadanos y los fieles quien exija que esos corruptos y perversos sean expulsados y perseguidos.

Estamos asistiendo a la consecuencia inevitable de una sucesión de pasos pequeños, cada uno de los cuales podía haber sido impedido con un mínimo de juicio crítico y alzando la voz, si hubiéramos protestado para hacer valer nuestros derechos, vulnerados por quienes tendrían, por el contrario, el deber de tutelarlos más que nadie. El divorcio, el aborto, la eutanasia, la sodomía, la ideología de género, el liberalismo -ya sea de derechas o de izquierdas-, la inmigración, la cultura de la cancelación, el mundialismo, la dictadura sanitaria, el ecologismo malthusiano, el ecumenismo, la sinodalidad… En cada caso, tuvimos oportunidad de denunciar los peligros que suponían, y sin embargo callábamos para que no nos tildaran de conspiracionistas, para que no nos etiquetasen de integristas, para no ser condenados al ostracismo social o eclesiástico por nuestras ideas o nuestra Fe. «Cada uno es libre de hacer lo que le plazca, con tal de que a mí también me dejen ser católico y asistir a la Misa en latín», dicen todos los que se han dejado contaminar por el pensamiento liberal. Pero precisamente esa supuesta libertad para hacer lo que venga en gana ha permitido a los manipuladores de las masas transformar a la sociedad y convertirnos en extranjeros en nuestra propia Patria, tanto en nuestra nación como en la Iglesia.

Con todo, sabíamos de sobra que los católicos debíamos combatir el proyecto liberal masónico, si hubiéramos hecho caso de las repetidas voces de alarma y las numerosas condenas por parte de los sumos pontífices. Sabemos que los liberales conceden tolerancia a todos menos a los católicos, y que su mayor enemigo es Cristo Rey de las naciones, porque donde Él reina los enemigos de Dios y del género humano están encadenados en vez de en los vértices del poder. Sabíamos muy bien que la rebelión contra Dios en lo temporal y lo espiritual no puede llevar a otra cosa que a la dictadura o la anarquía, y sin embargo dejamos que en los tribunales se pisotease la justicia y los derechos de los trabajadores en las empresas, que se impidiesen tratamientos en los hospitales, se divulgaran mentiras en los medios de prensa se corrompiera a los niños en los colegios y en los púlpitos se contradijera el Magisterio.

Quienes ocupan puestos de autoridad lo han hecho usurpando la autoridad con fines contrarios a su razón de existir. Como recién dije, nos sentimos tratados como forasteros, incluso como enemigos del Estado, o de la Iglesia en cuanto a fieles, mientras los verdaderos forasteros y los mismísimos enemigos del Estado son acogidos, honrados y obedecidos en sus delirantes proyectos humanitarios y filantrópicos. Y ante semejante operación de ingeniería social y religiosa, algunos han renunciado a combatir, o al menos se han pasado al bando de los conjurados, prefiriendo agradar a los poderosos, promover sus subversivos planes en los parlamentos, en las grandes instituciones internacionales, en las catedrales e incluso bajo la cúpula de San Pedro. Conformismo, cobardía, servilismo, con la esperanza de que la traición con la que hoy aplastan al prójimo -da igual que sea un ciudadano que pide gobernantes honrados o un feligrés que pide pastores santos- nos libre de la consiguiente aniquilación. Olvidan que la Revolución, como Saturno, devora a sus propios hijos, y que ningún cómplice de primera hora se salva del patíbulo, sea real o mediático.

El Señor es nuestro Padre, y por ser nuestro Padre nos castiga para que seamos conscientes de nuestras culpas, nos arrepintamos y cambiemos de vida. Deus, qui culpa offenderis, pœnitentia placaris, dice una oración cuaresmal; oh Dios, ofendido por nuestra culpa y aplacado por nuestra penitencia. Cuando hay culpa, cuando la majestad de Dios es ofendida, hay necesidad de castigo. Flagella tuæ iracundiæ, quæ pro peccatis nostri meremur, el azote de tu indignación, que merecemos por nuestros pecados. Como tantas veces pasó con el pueblo de Israel.

Dichoso por tanto nuestro castigo, que ya dura más de dos años y está destinado a perdurar si no nos hacemos dignos de que Dios lo levante ante nuestras manifestaciones de conversión, arrepentimiento, expiación y reparación. Dichoso este desgraciadísimo año que dejamos atrás, durante el cual la farsa pandémica se ha mostrado en su aspecto criminal revelando el mortífero proyecto de la élite mundialista, y durante el cual el despiadado cinismo de los organismos internacionales se ha manifestado en la hipócrita propaganda a favor de los gobiernos más corruptos y sometidos al Gran Reinicio, haciendo ver qué mentiras son capaces de contar quienes se niegan a reconocer el principio trascendente de la Verdad y se engañan creyendo que podrán borrar mediante el transhumanismo la obra del propio Creador, a cuya imagen y semejanza estamos hechos. Dichoso el descaro con el que los tiranos del Nuevo Orden Mundial nos han hecho ver los horrores que nos esperan si seguimos indiferentes, aguantando como si tal cosa sus sobornos sanitarios, ambientales, energéticos, económicos o belicistas. Dichosa la arrogancia de la secta bergogliana, cómplice del poder y sierva de la ideología masónica, que con su condescendía hacia los malvados y su farisaica severidad para con los buenos hace ver también a los sencillos su apostasía y les descubre la gangrena de sus vicios. Como Job, bendecimos al Señor sobre todo en los momentos de tribulación, porque en esas pruebas -aun en las más arduas y dolorosas- tenemos que ver la intervención de la Providencia, la mano amorosa de Dios que no nos abandona, y eso que hemos terminado mucho peor que el Hijo Pródigo, que acabó guardando cerdos.

Miserere nostri, Domine, miserere nostri. Fiat misericordia tua, Domine, super nos, quemadmodum speravimus in te. Ten piedad de nosotros, Señor; ten piedad. Ten piedad de tus hijos, abandonados por sus gobernantes y sus pastores. Ten piedad de quienes, precisamente porque no se dejan arrastrar por las falsas ilusiones del mundo, sino que viven de la hermosa esperanza de tu ayuda, encuentran en Ti las fuerzas para librar el buen combate, ya sea en la familia o en el trabajo, en un escaño del Parlamento, en la redacción de un periódico, en el ambón de una iglesia rural o en la celda de un convento. Ten piedad de quienes no se resignan a la instauración del infierno en la Tierra mediante el Nuevo Orden Mundial, o la no menos infernal apostasía del ecumenismo irenista.

Y si pedimos el fin de los castigos de este año de 2022, disponiéndonos a invocar con el Veni, Creator los dones del Paráclito al comienzo de 2023, hagámoslo con la confiante humildad del Hijo Pródigo: «Padre, pequé contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo» (Lc. 15,21). Hagámoslo renovando nuestra determinación de obedecer a Dios antes que a los hombres (Hch. 5,29), mientras los hombres abusan de su autoridad para ofenderlo y desobedecerle en lo temporal y lo espiritual.

El Te Deum es un himno de agradecimiento por la victoria, un canto triunfal. Pero no se trata de un triunfo humano pasajero, sino del triunfo definitivo del Hijo de Dios, que no venció a Satanás con los ejércitos angélicos sino muriendo en la Cruz, instrumento de ignominia transformado en bandera gloriosa por la Sangre del Cordero. La victoria de Cristo –Ego vici mundum, he vencido al mundo, nos garantiza Nuestro Señor (Jn.16,33– se cumple en el camino triunfal al Calvario que debe seguir en su totalidad el Cuerpo Místico hasta la passio Ecclesiae, imitando el ejemplo de su Cabeza el Divino Redentor. Si no nos incorporamos a la Pasión de Cristo, no podremos resucitar con Él y sentarnos a su derecha en la bienaventuranza del Cielo. Si no combatimos el pecado bajo los estandartes de Cristo y de la Virgen Santísima, no podremos celebrar el triunfo final sobre la Serpiente antigua y sus secuaces. Si no despertamos del sopor, y nos quedamos cruzados de brazos ante los canallas que se ceban con la Iglesia y la humanidad para borrar todo rastro de Cristo, no tendremos motivo para dar gracias a Dios con el Te Deum, porque nos habremos vuelto insensibles a sus castigos y a las numerosas amonestaciones que se digna hacernos para espolearnos a corresponderle su amor, el amor perfecto e infinito que llevó a la Segunda Persona de la Santísima Trinidad a encarnarse para redimirnos. En ese caso nos habremos hecho acreedores a la distópica pesadilla que los siervos del mundialismo masónico nos preparan desde hace años, y de la que hemos tenido un terrible anticipo en un pasado reciente.

Cantemos pues el Te Deum con corazón renovado y el propósito de testimoniar nuestra fidelidad al Señor, independientemente de cuál sea nuestra capacidad y confiados en su santo auxilio, tanto más poderoso cuanto mayor es la gravedad del asalto enemigo: In te, Domine, speravi: non confundar in æternum.

Así sea.

+Carlo Maria Viganò, arzobispo
31 de diciembre de 2022
S. Silvestri Papæ et Confessoris

(Traducido por Bruno de la Inmaculada)

 
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