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domingo, 9 de diciembre de 2018

"40 años de la CONSTITUCIÓN" por Pío Moa

40 años de la Constitución
Cómo se hizo
5/12/2018


Así como el año 1976 fue el de las reformas de Fraga y de Fernández-Miranda y el 77 el de la Reforma de Suárez y las primeras elecciones de­mocráticas, el 78 lo sería de la Constitución, en torno a cuya elaboración giraría la actividad política. Para elaborarla se nombró una ponencia de siete personas de diversos partidos; a su vez, una Comisión Constitu­cional parlamentaria examinaría las propuestas de la ponencia antes de que se votara el proyecto definitivo por las Cortes y luego por referéndum, ya en diciembre. En el último tercio de 1977, la ponencia había elaborado un anteproyecto que generó mucha polémica. Los puntos en disputa se referían a la educación y la cuestión religiosa, al significado o alcance del derecho a la vida, al carácter de las autonomías, a la inclusión del término «nacionalidades», y a cuestiones menores. Un sector de la Iglesia criticaba la ausencia de toda mención de la divinidad.

A fines de enero del 78, AP celebró su congreso y afirmó en sus mítines que no votaría la Constitución si esta mantenía el punto de las nacionali­dades y algunos otros. Pronto cuajó en la ponencia una alianza informal, mayoritaria, entre UCD y AP, que pareció solventar problemas como los citados, pero bajo cuerda «Suárez y Gutiérrez Mellado» optaron por «no dar esa capital batalla». Aquel pacto tácito, al frenar a la izquierda y a los separatistas, disgustó al PSOE hasta el punto de que su ponente, Peces-Barba escenificó una retirada espectacular el 6 de marzo, por discrepar sobre la libertad de enseñanza. Era un movimiento calculado para asustar a la UCD y romper la que llamaba su «mayoría mecánica» con AP, mientras Roca y Solé Tura profetizaban la catástrofe si no se satisfacían sus exigencias. La presión fue efectiva, aunque la ponencia continuó sin Peces-Barba, pues Suárez y Abril Martorell, buscando una imagen «progresista», pasaron a una alianza de hecho con los separatistas y la izquierda. Fraga lamentaba: «Los ponen­tes de UCD siguen haciendo concesiones injustificadas e innecesarias a los nacionalismos, que aprovechan bien el chantaje socialista». Aun así, Fraga pesaba mucho, por ser el más experto en Derecho constitucional: «Suárez me da su versión de la crisis y de sus posiciones constitucionales; dudo que las tenga, para él todo es negociable». El 16 de marzo terminaba la labor de la ponencia admitiendo las nacionalidades, término preñado de peligros, abanderado por el comunista Solé, el nacionalista Roca y el ucedeísta He­rrero de Miñón1.






* * *
El 17 de abril se publicaba el proyecto de Constitución, y el 5 de mayo la labor constitucional pasó a la Comisión Parlamentaria, que debía exa­minar y discutir el proyecto de la ponencia. Volvió la mayoría derechista: diecinueve votos de ucd y ap sobre diecisiete contrarios. En la mecánica parlamentaria, la izquierda y los nacionalistas podían discutir y hacer ad­mitir algunas de sus propuestas, pero tendrían que aceptar su minoría. Tal aceptación no ocurrió. Aprovechando una propuesta de ucd sobre posible suspensión de libertades públicas en casos excepcionales de lucha contra el terrorismo, el PSOE amenazó, el 18 de mayo, con abandonar la Comisión, afirmando, por boca de Guerra, que iba a ser «la Constitución más reac­cionaria de Europa, obra de UCD y AP». Ello crearía un nuevo escándalo y suponía un verdadero chantaje para desarticular la mayoría de centro-derecha. Jugada arriesgada, pues Suárez podía aceptar la automarginación socialista y enfrentarla a un referéndum final como en 1976. Pero tras la dimisión de Peces-Barba de la Ponencia (luego entró en la Comisión), el PSOE conocía bien la debilidad de una UCD ideológicamente insegura y atenazada por la necesidad autoimpuesta de «vender imagen» progresista, de centro-izquierda.








Mucho mejor le iba al PSOE, cuyos políticos estaban más que satisfe­chos con los cargos logrados en las elecciones pasadas y las expectativas de controlar pronto el poder. En abril recibían el refuerzo del PSP de Tierno Galván, cuyos atribulados líderes prefirieron ahorrarse una «travesía del desierto» y se sumaron a sus rivales. La fiesta del 1 de mayo fue unitaria de los sindicatos y partidos de izquierda, con profusión de banderas rojas, también republicanas, puños en alto y tono muy marxistizado. A los pocos días, González habló de abandonar el marxismo, se levantó una polvareda, y Guerra aclaró que el partido seguía fiel a Marx. Pujol, en Cataluña, resentía la moderación y el prestigio de Tarradellas, quien expondría ideas muy irritantes para él: «No creo en lo que llaman paí­ses catalanes»; «Tenemos la obligación de hacer de España un gran país»; «Mi patria es España». Trataba de calmar los extremismos en Cataluña y de convencer a Ajuriaguerra de participar en las tareas constitucionales. El PNV exigía la inclusión de Navarra en lo que llamaba Euskadi, y el PSOE estaba de acuerdo, contra la voluntad de la mayoría de los navarros. Algunos socialistas navarros, encabezados por Víctor Manuel Arbeloa harían volverse atrás al PSOE. Tarradellas, de todas formas, terminaría fracasando en Vascongadas y en Cataluña. El semiseparatista Roca hablaba de España como «nación de naciones», un contrasentido lógico, jurídico y político: una na­ción de naciones sólo puede ser un imperio.

Se aprobaron preautonomías en Castilla-León, Extremadura y Balea­res, y luego otras más, hasta trece hasta junio del 78. El PNV exigía transferencias antes de la Constitución y las obtuvo, así como Aragón y Valencia. En esta, nutridas manifestaciones públicas rechazaban la catalanización. El intento de crear un nacionalismo caste­llano reunió en Villalar, sitio de la derrota comunera 457 años antes, a unas quince mil personas, interviniendo comunistas, PSOE y UCD –cuyo representante fue abucheado («¡menos burguesía, más autonomía!»)–. Fue sustituida la bandera del ayuntamiento por otra «republicana». Un grupo de AP con banderas nacionales fue recibido al grito de «Vosotros, fascistas, sois los terroristas», agredido físicamente y quemadas las banderas. Hubo diecisiete heridos, algunos de ellos niños.


El verano tórrido, «de horno», resultó igual de movido. El 4 de julio co­menzó en el pleno del Congreso un debate constitucional algo ficticio pese a las más de mil enmiendas, pues los artículos llegaban consensuados al margen de las Cortes, que en doce sesiones solventaron el caso. El proble­ma mayor provino del PNV, que exigía una soberanía propia conforme a la idea medieval de un, por lo demás imaginario, «pacto con la corona». Para sortear el escollo, UCD, PSOE y PNV mantuvieron infructuosas reuniones clandestinas al margen del Congreso. El Gobierno y la izquierda rehuyeron el debate sobre un orden público en rápido deterioro. Carrillo afirmó que la derecha había quemado las iglesias en los años treinta «para provocar». El día 21 se aprobaba el texto por doscientos cincuenta y ocho votos a favor, dos en contra, catorce abstenciones de AP y ausencia del PNV. Fraga votó sí. El no de Silva Muñoz levantó expectación, y él lo explicó a los me­dios, pero casi todos silenciaron sus palabras. La ETA saludaba la votación asesinando el mismo día en Madrid al general Sánchez Ramos y al teniente coronel Pérez Rodríguez.


El Gobierno, por su parte, siguió pidiendo sin éxito la admisión en la CEE, y negoció con el Vaticano para sustituir el concordato por acuerdos específicos. La masonería, ya legalizada, se rehacía. El franquismo la había encuadrado entre sus mayores enemigos, como organización conspiratoria y anticristiana, y la había desarticulado. Los socialistas denunciaron que una gira del rey por Hispanoamérica incluía a la Argentina de la Junta militar, aunque los jefes del PSOE habían visitado Moscú y colaborado a la propa­ganda internacional soviética. Se estableció definitivamente la mayoría de edad a los dieciocho años, quedaron constituidos los Consejos generales de Castilla-León y de Baleares, y el 18 de julio una multitud de veinte mil personas llenó la plaza de toros madrileña de Ventas para conmemorar el alzamiento de 1936. Los grupos más a la derecha tenían aún bastante capa­cidad de movilización aprovechando el prestigio del franquismo.



El PSOE, en cambio, ganaba disciplina y agresividad, y explotaba el acer­camiento de Suárez a González y a Carrillo para aislar a AP; la UCD, a su vez, sufría el intento de aislarlo en Cataluña por un pacto entre Conver­gencia y Unió en pro de un «centro izquierda catalán no sucursalista».Su­cursalistas llamaban a los partidarios de la unidad española. Los socialistas de Cataluña se unían oficialmente como PSC-PSOE, menos peligroso para los nacionalistas, ya que su dirección lo era en gran parte, al revés que sus bases. El PSC de Raventós en solitario habría obtenido pocos votos pero, anota Jordi Pujol, «La maniobra de los dirigentes del PSC federándose con el PSOE (…) encuadró a esos votantes (del PSOE) en un sistema de partidos catalán». La jugada, como con la Asamblea de parlamentarios catalanes -germen de asambleas parecidas en otras regiones- fragmentaba el campo de la política en España, logro clave para los nacionalistas. Sorprende la destreza de estos y la escasa agudeza de sus teóricos contrarios. Otra mo­lestia para los nacionalistas radicales era Tarradellas, contra quien gritaron en la Diada, mientras que la Asamblea de parlamentarios catalanes vetaba al presidente de la Generalidad para la redacción del futuro estatuto auto­nómico.







Las regiones más participativas fueron Baleares, Valencia, Murcia, las dos Castillas y Aragón; las más abstencionistas, Vascongadas (54,5%), Galicia (49,5%) Asturias (38,5) y Canarias (35,5). En la media nacional estaban Cataluña, Navarra, Ceuta y Melilla. Hubo más noes en Navarra (11,3%) Vascongadas (10,8), Cantabria (9,7) y Castilla la Mancha (8,71). Las regiones de menos noes fueron Galicia, Canarias y Baleares. Pese a unos resultados algo mediocres, puede decirse que la Constitución fue aceptada mayoritariamente, excepto en las Vascongadas, donde no fue aceptada ni rechazada (y si descontamos la abstención técnica habitual de un 25-30%, la abstención política propugnada por el PNV superaría poco otro 25%, por debajo del 31, 3% de síes). La abstención gallega ape­nas tuvo carácter político. Y el 12 de diciembre, por fin, el PSOE reconocía como legítima a la monarquía.


El año 1978 presenció una escalada terrorista, con intervención de un grupo nuevo, los Comandos Autónomos Anticapitalistas, escisión ácrata de la ETA. La ETA multiplicó por seis su cifra de asesinatos del año anterior, llegando a sesenta y ocho (bajo el franquismo habían sido dos en 1968, uno en 1969, ninguna en los dos años siguientes, uno en 1972, seis en 1973, diecinueve en 1974 y dieciséis en 1975). El GRAPO asesinó a seis personas, el terrorismo separatista catalán a no menos de dos, la extrema derecha a tres o cuatro, dos de ellas mediante un paquete bomba dirigido a El País. Los daños materiales fueron también cuantiosos. La atención concentrada en los cambios políticos había rebajado la eficacia policial, y Francia no ayudaba. Las izquierdas seguían admirando a la ETA, algo turbadas por­que habían pensado que, tras el franquismo, los «jóvenes patriotas vascos» abandonarían las pistolas, y les dejarían la política; así, en noviembre con­vocaron manifestaciones contra el terrorismo, no muy contundentes, en Madrid y Bilbao. El Gobierno, ayuno de verdadera política en este campo, recurrió a la «guerra sucia» con el atentado contra Cubillo o el que voló con su coche a Argala, jefe de los asesinos de Carrero Blanco y de otros asesinatos, en el quinto aniversario del magnicidio.Las reacciones ante el fin de Argala son muy ilustrativas. El PSOE conde­nó en Vascongadas el «brutal atentado». En el funeral, el cura comparó al etarra nada menos que con Cristo. El presidente del PNV, Javier Arza­llus, lo ensalzó: «Quienes entregan la vida por su pueblo merecen nuestra admiración y respeto». Otros loaban su «capacidad de análisis político», lo convertían en héroe o mártir «del pueblo vasco» que avanzaba como un «torrente arrollador», hablaban de «asesinato fascista», etc. El País, ya el diario más influyente y temido por la derecha, dio una imagen amable del terrorista, ponderando sus dotes intelectuales (pasaba por teórico marxista), «hombre culto y muy aficionado a la literatura», «de aspecto ascético y fé­rrea voluntad», poco sectario, «partidario de la solución negociada para el problema vasco», aunque también de «la lucha armada», como llamaba a los crímenes, a fin de «obligar al Gobierno a la negociación». El Gobierno parecía culpable por no negociar el «problema vasco» con la ETA que lo había creado; negociación que suponía un premio a los negociantes asesinos. El País sería el máximo impulsor de esa vía, que a aquellas alturas, ya ponía a los gobiernos a la altura de los pistoleros… en nombre de la democracia. Y solo sería abandonada muchos años más tarde en el segundo mandato de Aznar, para ser retomada a un nivel superior por Zapatero.. 


El terrorismo y actitudes tales hacia él indignaban en muchos medios, entre ellos los castrenses, que, viéndose impotentes, culpaban al Gobierno. Como ya vimos, una vasta mayoría de militares rehusaba entrar en la polí­tica y aceptaba una reforma ordenada, pero esta daba la impresión de estar yéndose de las manos a los gobernantes. El enfado se expresó durante una gira de Gutiérrez Mellado por las guarniciones, a mediados de noviembre, para explicar la Constitución. En Valencia le acogieron con hosquedad, y en Cartagena con hostilidad abierta, lo que le hizo renunciar a más visitas. Por las mismas fechas se descubrió una conjura, la Operación Galaxia, por el nombre de la cafetería madrileña donde se reunían los conspiradores, y que, al ser denunciada a tiempo, no pasó de planes de café por parte de un pequeño grupo, en el que figuraba el teniente coronel Tejero, que intenta­ría otro golpe más peligroso en 1981, y en el que estarían complicados el propio PSOE, otros partidos y la monarquía, para detener un proceso cada vez más desintegrador y amenazante.
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