Por una democracia franquista
11-12-2018
Que la democracia viene del franquismo y fue refrendada así en referéndum por abrumadora mayoría popular, solo puede ser ignorado por la falsificación sistemática de la historia ocurrida a continuación de dicho referéndum, que ha llevado a contraponer franquismo y democracia. Cuando hablamos de democracia franquista nos referimos a la necesidad de reconocer sus orígenes y la necesidad histórica del régimen que salvó la integridad de la nación y los fundamentos de su cultura, entre otras cosas.
Ya he explicado cómo el Vaticano II vació intelectual e ideológicamente al franquismo, iniciando un período de descomposición del mismo en sus “familias” o partidos. Otro elemento que hacía inviable su continuidad era la vejez de Franco, un elemento arbitral y orientador insustituible en aquel régimen, que por ello mismo quedaba como un régimen de excepción: ni era posible sustituir a Franco ni a la ideología católica anterior por algo equivalente. Por consiguiente no quedaba otra opción que cierta homologación con los países de Europa occidental.
Aquella salida tropezaba con serios inconvenientes. Desde luego, la oposición a Franco siempre había sido hasta ferozmente antidemocrática, lo que no le impedía enarbolar banderas de libertades políticas y demás, mientras que los más o menos adeptos al régimen carecían de pensamiento democrático y no eran capaces de analizar lo que había supuesto históricamente el franquismo. Por consiguiente, la transición se planteó en general desde un punto de vista meramente práctico o técnico, sin ninguna concepción de fondo sobre la democracia o la posición de España.
Torcuato Fernández Miranda salvaba, al menos en principio, el respeto al régimen anterior, pero Suárez, sujeto intelectualmente vacuo, la enfocó contra él con apoyo de unos democristianos que seguían las normas igualmente oportunistas del Vaticano II (hostilidad a Franco, diálogo con los marxistas, apoyo a separatistas, etc.). Su concepción de la democracia era la de un banquete de amigotes en el que se repartieran poderes y dineros, enfoque generador de corrupción y supeditación de los intereses generales del país a los de partido, y cuyas consecuencias estamos palpando.
Otro elemento perturbador era la presión internacional, que quería tutelar el proceso, y hacia la que los transicionistas mostraban un respeto supersticioso, hijo de de su inanidad. Pues, como he recordado en varios libros y prácticamente en exclusiva, los países de Europa occidental debían sus democracias (que funcionaban de modos distintos en cada país) al ejército useño e indirectamente a Stalin, mientras que España carecía de aquellas deudas, tan condicionantes y agobiantes. Precisamente, y gracias al franquismo, España podría presentarse como modelo, como democracia no impuesta desde fuera, sino como fruto de una evolución propia. Pero los políticos de la transición adoptaron la postura de alumnos reverentes y acomplejados hacia “Europa”, pidiendo permiso de “entrada”. Uno de sus efectos fue la renuncia progresiva a una política internacional propia, simbolizada y más que simbolizada en Gibraltar (otro tema sobre el que los analistas pasan sobre ascuas).
Por democracia franquista debemos entender un régimen en primer lugar respetuoso con la historia anterior, que debe explicarse contra el Himalaya de falsedades que hemos venido soportando durante cuarenta años. En segundo lugar, debe desarrollarse un pensamiento democrático, que he esbozado en “La guerra civil y los problemas de la democracia en España. Y en tercer lugar, debe suponer un cambio de fondo en todas las políticas disgregadoras y satelizantes actuales. Una política que continúe lo esencial del franquismo: integridad nacional, independencia exterior y despliegue cultural con especial atención a los países de habla hispana.
Dicho de otro modo: el franquismo no fue democrático –era imposible después de la experiencia republicana y frentepopulista–, pero la democracia debe ser franquista.