JUAN MANUEL DE PRADA (3/2/14): Entre los tópicos más estúpidos y enquistados en la mentalidad contemporánea se cuenta considerar que los casi mil años que transcurren entre la caída de Roma y la pérdida de Constantinopla fueron un periodo oscuro en la historia de la humanidad. Tópico tan simplista que solo puede haber sido lanzado por mentes desquiciadas, o bien animadas por el odio (si es que ambas cosas no son la misma); y solo puede haber prendido en mentes arrasadas por la propaganda. Cuando lo cierto es que la Edad Media llegaría a albergar una forma de civilización como quizá no se haya dado en ninguna otra época, que alcanzaría su apogeo en el siglo XIII y auspiciaría las más nobles creaciones del genio humano.
La misma denominación de Edad Media se trata, en realidad, de un sinsentido. Tomada en su acepción literal, tal denominación presupone una división tripartita de la Historia: por un lado la Antigüedad clásica, por otro la Modernidad, y entre ambas una edad de tinieblas que seguiría a los siglos de luz que fueron los de la Antigüedad clásica y que precede a los siglos de plenitud y progreso indefinido que son los modernos. Por supuesto, esta denominación de 'Edad Media', tan esquemática y grosera, no es inocente; fue impuesta por los humanistas, en quienes se mezclaban prejuicios religiosos y dudosos criterios estéticos, para enseguida prender en los ambientes reformistas, a los que convenía una caracterización siniestra de la época medieval para justificar su rebelión. Luego proseguirían esta tarea de demolición los filósofos ilustrados y, de un modo diverso, los románticos, cuyo gusto por las épocas pretéritas no era sino licencia para construir una Edad Media tergiversada que, si bien redescubrió la tradición caballeresca o la poesía de los trovadores, sirvió a su exaltación del vitalismo, la autonomía personal y los nacionalismos.
Existe una explicación -digámoslo así- psicológica que ayuda a entender la aversión que los apóstoles de la modernidad tienen por la Edad Media. El hombre medieval tenía un sentido de la filiación que el hombre moderno desdeña. En la Edad Media, el legado del pasado se juzgaba respetable; en la Edad Moderna, el hombre cree incuestionablemente en el progreso indefinido, y para ello necesita descalificar el pasado. Así se entiende, por ejemplo, la beligerancia iconoclasta de los humanistas del Renacimiento contra el arte gótico, que tildaban de bárbaro; también el odio hacia las instituciones políticas y asociativas creadas durante la Edad Media, que adquirirá gran virulencia durante la época de la monarquía absolutista, para alcanzar cotas delirantes con el liberalismo; o, por referirnos a una época más reciente, el desprestigio al que se somete al más potente intelectual que la sangre europea haya dado al mundo, santo Tomás de Aquino, y a su método filosófico. Y es que a la mala conciencia de nuestro mundo envilecido le conviene que no se sepan muchas cosas que ocurrieron durante la Edad Media: el reparto de la tierra entre muchos (a diferencia de lo que ocurre hoy con el reparto de la riqueza), el auge de gremios e industrias cooperativas, la existencia de monarcas que defendían a sus súbditos frente a la nobleza (a diferencia de lo que ocurre en nuestra época, en la que los gobiernos son zascandiles del capitalismo financiero que estruja y vampiriza a la 'ciudadanía', que es como ahora se llama el pueblo reducido a masa amorfa que ha renunciado a sus prerrogativas humanas, a la vez que se refocila en el disfrute de sus 'derechos', que ahora ya solo son de cintura para abajo, pues los otros salen muy caros al Estado).
Todos los tópicos acumulados contra la Edad Media se intensifican en el caso español, por haberse constituido nuestra nación histórica sobre la asunción de una identidad religiosa y en combate con la invasión musulmana. Los promotores de la leyenda negra pintaron enseguida unos reinos cristianos bárbaros y crueles, frente a una España musulmana refinada y sensible que nunca existió. Pero, extrañamente, esta visión desquiciada llegaría a prender en la propia conciencia española, tan magistralmente descrita por el poeta Joaquín Bartrina: «Oyendo hablar a un hombre fácil es / acertar donde vio la luz del sol: / si habla bien de Inglaterra, será inglés; / si os habla mal de Prusia, es un francés; / y si habla mal de España... es español». Y como la conciencia de España se labra precisamente en estos siglos que denominamos Edad Media, los españoles nos pusimos a denostarla, como pobrecitos lacayos de la propaganda. En el pecado llevamos las múltiples penitencias.