ACEPRENSA
Ignacio Aréchaga
(28/1/14)
Con el lacónico anuncio de que ya no compartía su “vida en común” con Valérie Trierweiler, el presidente francés François Hollande ha pasado página en un asunto sentimental, que ha descentrado también su vida política. Por su parte, la ex primera dama ha reanudado su actividad pública, con un viaje a la India como madrina de una organización humanitaria, bálsamo moderno para los males del amor. Pero antes ha pasado por una profunda decepción, que ha exigido incluso estancia en una clínica de reposo. Las filtraciones dicen que se ha sentido traicionada, ridiculizada ante todo el país por la infidelidad de Hollande con la actriz Julie Gayet.
Es fácil comprender su amargura. Pero cuando una es primera dama solo en virtud de la afinidad sentimental con el presidente, no hay por qué excluir un final abrupto de este tipo. En la vida hay diversos modos de arreglo amoroso entre una mujer y un hombre, ya sea el presidente o el último votante. Y cuando se elige una fórmula, no hay que extrañarse de que no tenga las características de las otras. Si se evita el compromiso matrimonial, se acepta que esa unión va a estar gobernada solo por los sentimientos. Hay quien piensa que esto da más autenticidad a la relación, pero siempre será a expensas de la estabilidad.
Lo ilógico es excluir el compromiso matrimonial, y luego sentirse defraudada porque el otro no se siente obligado a la fidelidad y a la permanencia que se espera de él. No puede hablarse de traición cuando no se ha asumido un compromiso público y declarado. No se puede contar con que la relación se mantendrá incólume, cuando ninguno de los dos se compromete de por vida. No se puede excluir que otra mujer pase a ocupar el puesto de primera dama en el corazón del hombre, si el puesto se adjudica solo por preferencia sentimental, sin orden de llegada.
La propia Valérie Trierweiler sucedió en 2007 a Ségolène Royal, madre de los cuatro hijos de Hollande, y es vox populi en Francia que su relación comenzó antes de la separación. Ahora es ella la desplazada. Quizá por eso tampoco ha suscitado mucha simpatía, incluso entre las francesas.
Más allá del vodevil del Elíseo, el episodio confirma que la revolución sexual ha dejado a las mujeres en inferioridad de condiciones emocionales frente a los hombres. Tal como ha explicado la socióloga Eva Illouz en Por qué duele el amor, en la medida en que el amor y la sexualidad aparecen cada vez más desvinculados de referentes morales o sociales, la elección de pareja es más libre e insegura. El ideal romántico de la afinidad sentimental ha desplazado al compromiso institucional. En el nuevo mercado de relaciones de pareja, los hombres huyen del compromiso: es mejor dejar la elección abierta, por si surge una opción mejor. En cambio, las mujeres, en la mayoría de los casos, muestran más disposición a comprometerse, y cuando no encuentran una actitud recíproca en la otra parte, la búsqueda y preservación del amor da origen a frustraciones.
Frente a la trampa de la inseguridad, está la decisión de hacer y mantener las promesas. El que se casa asume el compromiso de que esa mujer será su primera y única dama en lo sucesivo. Y viceversa. Los que no se hacen promesas seguramente desean también que su relación dure, pero nada garantiza que no esté al albur de sus humores y emociones contradictorias. “Sin estar atados al cumplimiento de las promesas –decía Hannah Arendt– no seríamos nunca capaces de lograr el grado de identidad y continuidad que conjuntamente producen la ‘persona’ acerca de la cual se puede contar una historia”. Quizá por eso ni Hollande ni Valérie Trierweiler van a pasar a la historia.