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viernes, 6 de junio de 2014

Foro Hispánico AntiMasónico-Alex Vidal-Cuadras: "Reforma política del régimen español de las Autonomías" (1382)




Esta noche hemos acudido a la tercera convocatoria de la Asociación Reconversión para reflexionar juntos sobre España y os agradezco vuestra presencia. Lamento decir que nada ha sucedido en el último medio año que nos tonifique el ánimo.Avanza imparable el deterioro de las instituciones y órganos constitucionales. Parlamentos, partidos, sindicatos, CCAA, TC, CGPJ, justicia ordinaria, administración estatal, administración municipal. Nada funciona satisfactoriamente. El Estado, que ha de resolver los problemas de los ciudadanos se ha transformado en un problema en sí mismo. Sus gastos superan cada año escandalosamente a sus ingresos, pese a las fuertes subidas de impuestos y se arrastran por los tribunales 1600 casos de corrupción. Nunca ha sido mayor la desafección de los ciudadanos hacia la clase gobernante.

Por tanto, una crisis institucional y constitucional muy honda, que se superpone a la económica dificultando aún más su superación. Las dos crisis están interrelacionadas. ¿Por qué fracasan las Naciones? Por las deficiencias de sus instituciones. El Gobierno afirma que el Estado de las Autonomías ha sido un éxito y atribuye la aflicción que padecemos a la crisis financiera internacional. Pero los españoles saben que el Estado de las Autonomías se ha revelado un desastre y que un Gobierno que vive de espaldas a la realidad difícilmente podrá enfrentarse a ella.

Si repasamos nuestra agitada historia constitucional, comprobaremos que ninguna de nuestras Constituciones fue muy duradera. Ninguna fue reformada, sino sustituida por otra nueva mediante procesos rupturistas, revolucionarios y en ocasiones violentos. La estabilidad constitucional de España desde 1812 ha sido mínima.

Cuando han durado, como la de 1876 o la de 1978, la actual, no ha sido tanto por su calidad jurídica y su encaje con la sociedad y sus necesidades, sino por el trenzado de intereses de la clase dirigente que se beneficiaba del sistema establecido. Esta es la situación presente, que ha mitificada la Carta Magna como fruto de una Transición ejemplar. Se trata, por desgracia, de un espejismo, al igual que el llamado milagro de la década 1997-2007. No era auténtica prosperidad lo que protagonizamos durante los dos Gobiernos de Aznar y el primer trienio de Zapatero, sino un crecimiento especulativo forjado sobre un endeudamiento público y privado suicidas. Ha llegado la hora de enfrentarse a la verdad porque la verdad siempre acaba imponiéndose.

No hay nadie serio en España que no crea que hay partes de la Constitución, y muy especialmente el Título VIII, que han de ser significativamente reformadas. La contestación contra la organización territorial del Estado ha tomado la calle y los editoriales. El panorama es descorazonador: despilfarro, abundancia de gastos prescindibles, multiplicación de asalariados públicos innecesarios, inversiones disparatadas y atribución frecuente de responsabilidades técnicamente sofisticadas a personajillos carentes de cualificación. La empresa pública de capital riesgo de Andalucía tuvo como director financiero a un señor que confesó ante el juez que jamás había oído hablar del capital-riesgo antes de su nombramiento. Esta es la fotografía de la España de las Autonomías para nuestra vergüenza puertas adentro y descrédito puertas afuera.

¿De qué opciones disponemos? 

-Vuelta al centralismo con descentralización administrativa y respeto a los hechos diferenciales culturales y lingüísticos por parte del Estado.

-O lo mismo, pero con un estatus especial para Cataluña. País Vasco y Galicia, aunque con competencias mucho menores. 

No descartemos una reordenación del sistema actual para corregir sus peores defectos mediante una reforma constitucional de alcance limitado incluyendo un tratamiento aparte para las tres Comunidades de mayor implantación del nacionalismo. Los separatistas, por su lado, se pronuncian sin recato por la independencia de Cataluña y el País Vasco y la liquidación de España. Y, por supuesto, están los sosegados cuya posición es no hacer nada. No quiero dejar de mencionar a los que creen en la magia de las palabras, que defienden el Estado federal. Nadie propone un plan sólido y coherente que reúna el máximo de apoyos en la ciudadanía. El menú nos ofrece, pues, inmovilismo, reformismo pacato, rupturismo en uno u otro sentido o nominalismo estéril.

Quizá recordéis el Informe sobre una posible reforma de la Constitución elaborado por el Consejo de Estado en 2006 a petición del Gobierno de entonces, prolijo y docto documento que reposa en un cajón. El Ejecutivo le pidió al alto órgano consultivo que se pronunciase sobre el número y delimitación territorial de las CCAA, sobre el cierre del proceso autonómico, sobre la configuración y el papel del del Senado, sobre la integración de España en la UE y sobre la igualdad de género en la sucesión a la Corona. No se abordaron los problemas sustanciales del modelo y aquello quedó en nada.

Ahora se vuelve a hablar de reformas. Numerosas plataformas cívicas, foros de debate, expertos, hacen planteamientos, algunos estimables, pero los grandes partidos hacen oídos sordos.

Los dos grandes partidos no aceptarán un cambio en el statu quo que les quite poder e influencia. Su ceguera es tal que no aciertan a leer las encuestas, a las que son tan aficionados. Su apoyo electoral se desploma imparablemente. El desenlace será caótico e imprevisible y muy probablemente traumático. La prudencia más elemental aconseja controlarlo mediante una decidida reforma. Esa es nuestra posición. Si no se reforma a tiempo, los acontecimientos se saldrán de madre y el coste de volver a la estabilidad y al orden será mucho mayor.

El Gobierno hace reformas, sin duda, las pensiones, el mercado laboral, la sanidad, la educación, pero apenas nada en relación a la estructura territorial y a la arquitectura institucional del Estado más allá del parcheo de las vías de agua más obvias.

Los ciudadanos están hartos de abusos y de la proliferación de políticos lucrándose del presupuesto. Constitucionalistas y administrativistas solventes señalan que el Título VIII ha dejado de ser operativo, que existe una superposición caótica de normas estatales y autonómicas que genera confusión y desgobierno, que las sentencias del TC interpretando leyes o anulándolas, no se cumplen, y los que no las cumplen se vanaglorian públicamente de ello sin que nadie les ponga en vereda, que las leyes del Estado no se aplican y que el Estado carece de competencias efectivas para asegurar la unidad política y económica de España.

Es innegable, a estas alturas del desarrollo del Estado de las Autonomías, que el Título VIII de la Constitución es un artefacto infumable de preceptos técnicamente defectuosos reunidos sin método ni un análisis previo serio de sus consecuencias.

Hay tres padres de la Constitución vivos de los siete que formaron la famosa Ponencia. Sólo uno de los siete, ya fallecido, reconoció la necesidad de una reforma “no menor” de la Carta Magna, Gabriel Cisneros. Los tres que quedan deberían pedir perdón en vez de ir por ahí pontificando y recibiendo homenajes.

Las mayorías absolutas de uno de los dos grandes partidos o mayorías estables de éstos con partidos nacionalistas todavía no echados al monte han ido aguantando en el pasado a trancas y barrancas un sistema defectuoso. Pero ahora, con los nacionalistas en el independentismo agresivo y subversivo, seis millones de parados, el sistema bancario contra las cuerdas y las perspectivas de un Congreso de los Diputados fragmentado e inmanejable a partir de 2015, se dan las condiciones para la debacle final. Se nos recomienda paciencia, sosiego y discreción, cuando lo que necesitamos y pedimos es acción, coraje y ambición, liderazgo en suma.

El error originario fue reproducir en la Transición el de la II República: la desconstitucionalización de la estructura territorial. Los Estatutos de Autonomía son a la vez leyes del Estado y normas básicas de las CCAA dotadas de enorme rigidez. Tienen vocación constituyente y se basan en exceso en el pactismo y la bilateralidad. Para evitar el conflicto creado por el hecho de que los Estatutos determinen las competencias del Estado se optó en 1932, y en 1978 se reiteró la misma equivocación, por dejar en la indefinición y la ambigüedad la estructura territorial, las competencias y el número y configuración de las CCAA. Se dejó a la voluntad de las provincias el agruparse en CCAA y elaborar sus Estatutos. Ese desliz lo hemos pagado muy caro. Error de gran alcance, técnico y político. El Estatuto de Nuria se redactó antes que la Constitución de la República y después hubo que encajarlo. De ahí la imprecisión y la renuncia del Estado a definir de antemano la estructura territorial. En 1978 se siguió un camino que ya se había probado negativo en el pasado. Dejar abierto uno de los elementos clave del Estado y de su funcionamiento, con los nacionalistas acechando siempre, fue un desenfoque de considerable magnitud.

En la Constitución no encontraremos un diseño acabado de la organización territorial del Estado ni una explicación lógica al hecho de que La Rioja, Cantabria, Asturias, pequeñas Comunidades uniprovinciales, reproduzcan miméticamente la estructura del Estado con Consejerías, Gobierno, Parlamento, Direcciones Generales... ¿Por qué? El culpable es el principio dispositivo, versión atemperada del derecho de autodeterminación. Este principio letal produjo el número y la delimitación territorial irracional de las CCAA que conocemos. Todas organizadas igual, todas siguiendo siempre el modelo del Estatuto catalán. El principio dispositivo, esa herramienta filosa tan torpemente manejada por políticos nacionalistas o por barones locales de los dos grandes partidos nacionales.

La diferencia entre la aplicación del principio dispositivo en la II República y en la España surgida de la Transición es que los políticos republicanos que lo impulsaron creían que sólo se aplicaría a unas pocas Comunidades y los de la Transición lo generalizaron lanzando de inmediato las preautonomías en un proceso de abajo arriba que enseguida adquirió vida propia. Todo se forjó mediante una negociación política con el Estado de los aspirantes a disfrutar de una Comunidad Autónoma. Faltó una visión de conjunto, un estudio previo riguroso. Fue lamentablemente un proceso manejado por políticos profesionales, no por profesionales del Derecho Público.

Hubo un intento de poner orden en aquella jungla que empezaba a crecer salvajemente: la Comisión de expertos presidida por el Profesor García de Enterría en 1981 y creada por Leopoldo Calvo-Sotelo y Felipe González, que advirtieron que el proceso podía descarrilar en el futuro. La Comisión presentó su informe. Si se hubieran seguido sus recomendaciones hoy no estaríamos como estamos. Pero la sentencia del TC de 5 de agosto de 1983 echó abajo la plasmación normativa de sus conclusiones, la tristemente célebre LOAPA. El Tribunal dijo que el único intérprete de la Constitución era él y que una ley del Estado no se podía arrogar esta facultad. A partir de este momento la suerte quedó echada y el desbarajuste fue inevitable. Después vinieron otros pactos autonómicos entre PP y PSOE, pero el principio dispositivo estaba desatado y sus efectos nocivos culminaron en los Estatutos de segunda generación, el de la Comunidad Valenciana (impulsado frívolamente por el PP), el Plan Ibarretxe (rechazado por las Cortes), pero que sentó un precedente procedimental letal al ser admitido a trámite por el Congreso, el catalán de 2006, el andaluz, y así sucesivamente. España tomaba forma a golpes de escoplos autonómicos inconexos, ansiosos del máximo techo competencial y de pavonearse como mini-Estados.

La imposición de obligaciones al legislador estatal, los derechos históricos invocados por Comunidades no forales, la pormenorización de las competencias para arrinconar al Estado, la bilateralidad, la ampliación exagerada de órganos estatutarios, las tablas de derechos y libertades fundamentales distintas para cada territorio, todos ellos elementos distorsionadores del espíritu de la Constitución y de su concepción de España como una nación única y unida de ciudadanos libres e iguales. La sentencia del TC sobre el Estatuto catalán puso de relieve que el principio dispositivo había llegado a su agotamiento y que la Constitución puede que sea imprecisa y defectuosa, pero no es infinitamente elástica.

Lo que los nacionalistas catalanes nos vinieron a decir tras la sentencia del TC sobre su aberrante Estatuto fue que si no queríamos desbordar la Constitución mirando hacia otro lado mientras se la vulneraba, reclamarían el derecho de autodeterminación puro y duro para proclamar la independencia. No se puede vocear de manera más descarada un chantaje político.

La rigidez de los Estatutos como normas singulares crea problemas adicionales. Así, derechos sociales que se pueden costear o no según la situación económica, quedan consagrados y petrificados. Derecho a una segunda opinión médica, gratuidad de los libros de texto, subsidio mínimo de subsistencia, asistencia geriátrica especializada, provisiones contenidas en el estatuto de Andalucía. Órganos de utilidad dudosa, Consejo Consultivo, Consejo Audiovisual, Tribunal de la Competencia, Consejo de Justicia, Defensor del Pueblo, televisión pública autonómica, perfectamente prescindibles, pero de difícil eliminación sin una reforma estatutaria. El legislador estatal, por supuesto, no está vinculado por las tablas de derechos autonómicos o por competencias que le corresponden de acuerdo con la Constitución, pero el conflicto está servido.

Deténgamonos un instante en los derechos históricos. Si se lee el preámbulo de los Estatutos de segunda generación, se observa que muchas Comunidades se empeñan en ser “nacionalidades” dotadas de personalidad diferenciada de carácter histórico y cultural y extraer de estos rasgos diferenciales el fundamento jurídico de su autonomía política, cuando ésta emana únicamente de la Constitución. Largas y líricas parrafadas cuya lectura resulta a la vez conmovedora y patética, como si ser españoles no fuese más que suficiente para poner el pie con seguridad y orgullo en el mundo.

¿Cuál ha de ser la estrategia para poner orden en este desmadre autonómico? 

Pues una reforma de la Ley de leyes que redistribuya competencias, limite atribuciones e impida la reproducción de estructuras estatales, y adaptación subsiguiente de los Estatutos al nuevo marco constitucional.
Ni siquiera un partido con mayoría absoluta amplia lo tiene fácil sin aliados por la exigencia de mayoría de tres quintos, 210 diputados, para aplicar el artículo 167 de la Constitución, por no mencionar la resistencia airada de las élites locales y del entramado de intereses creado en torno al poder autonómico a lo largo de estos últimos treinta años que se desataría huracanada. Incluso yendo al extremo se podría pensar, como mencionaba al principio de esta intervención, en el regreso a la forma tradicional del Estado en España desde 1812. Un Estado unitario políticamente centralizado con intensa descentralización administrativa y respeto a las peculiaridades culturales, históricas y lingüísticas. Aquí necesitaríamos modificar el Título I (artículo 2) con lo que el procedimiento de reforma sería aún más laborioso. Los inmovilistas objetan, además, que el sentimiento autonómico y de adhesión ciudadana a su Autonomía está muy enraizado tras tres décadas y es por tanto irreversible.


Ante estas consideraciones, que tienen su sentido, me permito señalar que si los separatistas tienen su programa máximo de liquidación de la Nación y a todo el mundo le parece muy democrático y se les halaga, financia y jalea, habrá que estudiar las razones por las que los que propugnan una organización del Estado que ha sido la vigente en España durante un siglo y medio, con breves y fracasados paréntesis de descentralización política, son estigmatizados y arrojados al fuego eterno del extremismo antidemocrático. Francia, Portugal, Suecia, Finlandia, Polonia, ¿no son democráticas? La única forma de saber lo que quiere la sociedad española sería articular una opción electoral que incorporase a su programa esta propuesta de reforma radical de la Constitución en dirección centralizadora y ver qué dicen las urnas. Por otra parte, si los sentimientos autonómicos están muy arraigados tras treinta años, más debería estarlo la adhesión emocional a España después de cinco siglos de convivencia bajo un poder político unificado, una misma religión, una lengua común y tantas empresas colectivas que han cambiado la faz del orbe.

En cualquier caso, lo que hay que tener frente al fracaso político, organizativo, funcional y financiero del Estado de las Autonomías es una estrategia, más o menos radical, más o menos ambiciosa, más o menos gradualista, pero un plan. La pasividad resulta desesperante. Vistas las dificultades obvias de la reforma constitucional, agravada o no, se podría optar por reformar los Estatutos eliminando de los mismos tablas de derechos fundamentales, la existencia obligatoria de organismos e instituciones prescindibles, las interferencias con las competencias exclusivas del Estado, las obligaciones al legislador estatal y todo aquello que contribuya a la burocratización y a la excesiva densidad organizativa de las Administraciones autonómicas. También resulta recomendable la fusión de Autonomías para eliminar las uniprovinciales sin tamaño crítico suficiente, salvo Navarra por evidentes razones políticas e históricas. 
Las opciones existen. La única opción que no se debe contemplar es la inacción.

Como apuntaba al principio de mi intervención, algunos propugnan, desde cierta izquierda, el Estado Federal, sin explicar bien lo que pretenden, como si esta denominación tuviese por sí misma poderes taumatúrgicos. En primer lugar, las federaciones unen lo antes desunido. Entidades territoriales y políticas separadas deciden voluntariamente juntarse cediendo soberanía y poder a la federación. En España llevamos quinientos años navegando en el mismo barco. No parece natural volver a preguntar a los españoles si desean ser lo que son. Responde a una concepción adanista y constructivista muy propia de la izquierda. La experiencia de la I República no anima a volver a intentarlo. Si lo que se busca es estabilidad y uniformidad, la uniformidad en competencias ya la tenemos y las lacras de inestabilidad, gasto disparado y disfuncionalidad que padecemos no las arreglará una nueva etiqueta. La uniformidad federal, ¿implicaría eliminar los regímenes forales vasco y navarro, que han sobrevivido al Estado liberal del XIX, a las guerras carlistas, a las dos Repúblicas y que en Álava y Navarra subsistieron incluso durante el franquismo? En cuanto a los separatistas catalanes, el mero hecho de llamar federal al Estado, ¿los amansaría milagrosamente? En cuanto al imaginativo “federalismo asimétrico”, que es lo mismo que el círculo cuadrado, ¿qué aporta que no estemos ya sufriendo y en qué lo alivia? En fin, ganas de hablar y de aumentar la confusión.

Y si renunciamos por demasiado ardua o políticamente irrealizable a la reforma constitucional y de los estatutos, se puede hacer bastante con legislación ordinaria si se tiene la mayoría absoluta, como es el caso del actual Gobierno.Hagamos la lista. Ley de Reforma de la Administración Local, Ley de Educación, Ley de Emprendedores, Ley de Unidad de Mercado. Están todas anunciadas. Esperemos que vean pronto la luz. Lo extraño es que no se aprobasen en los dos primeros Consejos de Ministros de enero de 2012. A ir a clase sin los deberes hechos y a tomarse lo urgente con parsimonia algunos lo llaman prudencia y administración de los tiempos. Son concepciones de la vida y de la política singulares y probablemente buenas para la presión arterial del que las practica, dudo que los sean para España.

No seremos nosotros, los que estamos esta noche en esta sala, los que neguemos que los hechos diferenciales están ahí. La lengua, la organización territorial interna, el derecho foral, la financiación. Ninguno de ellos es exclusivo de ninguna Comunidad. En este contexto, la pretensión, incluida en el Estatuto de 2006 de Cataluña, de restituir las veguerías, extinguidas hace trescientos años, es simplemente grotesca. Las provincias han existido dos siglos y están muy implantadas en la cultura política y administrativa española, así como las Diputaciones. La crisis ha impedido este disparate y además el TC ha dejado claro que la provincia no puede ser eliminada.

En el terreno de la fiscalidad, la LOFCA establece un Régimen Común. Los regímenes de Convenio y de Concierto en Navarra y el País Vasco existen por previsión constitucional. Cataluña no puede de manera compatible con la Constitución aspirar a un régimen de concierto. Los argumentos del IEA son peregrinos, tanto los económicos como los jurídicos y no se sostienen. Madrid y la Comunidad Valenciana podrían decir lo mismo en relación a las “singularidades” de la economía catalana y Madrid contribuye más que Cataluña a la solidaridad. Las cifras de la balanza fiscal catalana son muy discutidas y encierran muchos trucos de contabilidad creativa. La pretensión de los nacionalistas de obtener un sistema de concierto mediante una ley estatal pactada bilateralmente ni encaja en el ordenamiento constitucional ni sería tolerada por las demás CCAA. Su generalización acabaría con la Hacienda estatal, transformaría España en una confederación, paso previo a su desaparición como Estado y como Nación. El Estatuto de 2006 acepta el régimen común y la LOFCA, pero inopinadamente ahora reclaman el concierto. Como no pueden obtener lo que quieren, que es la independencia sin darle ese nombre, se lanzan a la huída hacia delante del separatismo. Ha llegado la hora de ponerlos en su sitio. El Gobierno juega a la negociación y a la espera de que la situación se enfríe. En la negociación, todo lo que obtengan lo utilizarán contra España y si llevan más de un siglo en lo mismo, no se sabe porqué ahora deberían calmarse.

Y qué decir del galimatías de las competencias. En la UE, en la que trabajo hace catorce años, la distribución competencial está clarísima. Se rige por el método Monnet. Los Tratados atribuyen unas competencias a la Unión. Todas las que la Unión no tiene atribuidas son de los Estados Miembros. Si hay dudas o conflicto, el Tribunal de Justicia dictamina. Los principios de supremacía y carácter vinculante de la legislación comunitaria, de proporcionalidad y de subsidiariedad completan el cuadro y proporcionan una guía segura. En la Constitución española de 1931 o en la Ley Fundamental de la República federal alemana, la distribución de competencias tampoco es ambigua. Queda claro lo que le corresponde a la federación, a los länder y lo que los länder pueden hacer por delegación de la federación. Tampoco hay imprecisión sobre lo que son competencias legislativas y de ejecución.

En la CE de 1978 aparece un lío monumental. No se sabe cuáles son las competencias exclusivas del Estado ni cuáles las de las Comunidades ni cuales son de desarrollo legislativo o de ejecución. El artículo 150.2 acaba de enredar todo. El tipo de competencias, legislativa, de desarrollo legislativo en el marco de la legislación básica del Estado o de ejecución, son definidas en los Estatutos y no en la CE. El TC se ha visto obligado a resolver numerosos conflictos de competencias y no se puede decir que su labor haya sido brillante. Si a eso se unen las sentencias interpretativas, la confusión se multiplica. Al final, las competencias de desarrollo legislativo se han desgajado de la legislación básica del Estado y las CCAA han legislado por su cuenta o han incluido la del Estado en la suya para expulsarla del ordenamiento de su Comunidad. El TC ha distinguido entre competencias legislativas exclusivas y ejecutivas exclusivas, competencias exclusivas que en realidad no lo son, exclusivas plenas y parciales, competencias exclusivas de colaboración, competencias compartidas, concurrentes, propias y delegadas, de supervisión, de intervención, de sustitución, subordinadas, subrogatorias, asimétricas, ímplícitas, instrumentales, horizontales, transversales… Ninguno de estos conceptos aparece en la Constitución.

En este contexto selvático, el Estatuto catalán de 2006 intentó definir el alcance de la legislación básica del Estado en su artículo 111. Afortunadamente, este precepto fue anulado por el TC.

Otro defecto de nuestro modelo autonómico radica en el deterioro del principio de jerarquía normativa. El TC ha transformado prácticamente todas las competencias exclusivas en concurrentes, con lo que si hay contradicción entre la normativa estatal y la autonómica o invasión de competencias por una u otra instancia, el conflicto se produce automáticamente. Los tribunales ordinarios no pueden inaplicar la ley, sino que deben plantar la cuestión de inconstitucionalidad con lo que se alargan los contenciosos y leyes inconstitucionales pueden ir causando efectos durante años. Tampoco resulta beneficiosa la parlamentarización patológica del nivel puramente administrativo en las asambleas autonómicas ni la repetición de leyes estatales ni el abuso de los decretos-leyes. La demonización de las leyes estatales de armonización del artículo 150.3 de la CE que hizo en su dá el TC excluye la armonización preventiva. Hay que probar que se ha producido una desarmonización de consecuencias graves para que el estado pueda actuar. En otras palabras, no es posible legislar hasta que el daño está hecho. Es asimismo de lamentar que no secontemple la posibilidad de que el legislador estatal supla la inactividad legislativa de las CCAA en ámbitos en los que es perentoriamente necesario dictar normas.

Se habla mucho y airadamente sobre el tamaño desmesurado del Estado autonómico. En principio, las transferencias de competencias del Estado a las CCAA deberían ser presupuestariamente neutrales. Se transfiere el personal y los recursos materiales y financieros y no hay coste adicional, o, en todo caso, muy moderado. Ha sido lo contrario.

El Estado ha mantenido sus estructuras centrales, las CCAA han incrementado desaforadamente el tamaño de su propia administración y se ha mantenido la administración periférica del Estado en las CCAA. 

La cifra, tantas veces repetida, de asalariados públicos es bastante elocuente: 700.000 en 1977  y 3.200.000 en 2010.

En un sistema federal, la ejecución de las leyes federales corresponde a los estados federados y no existe una presencia permanente del Gobierno federal en los mismos. En los sistemas centralistas, la Administración del Estado cuenta con un representante en cada demarcación territorial con sus correspondientes servicios y delegaciones ministeriales. En España, en vez de utilizar el modelo alemán o el que se implantó en la II República, se creó la delegación del Gobierno en la CA y los Subdelegados en las provincias. Este híbrido de sistema centralista y federal sale carísimo.

Esta "presencia" del Estado en las CCAA obedece a razones políticas derivadas de la existencia de Comunidades dominadas por los nacionalismos separatistas. También a una cierta desconfianza hacia las Autonomías, que pueden ser de color político distinto al Gobierno. Como siempre, el partidismo por encima del sentido de Estado. Se hace patente la necesidad de despolitizar la Administración. Volviendo al ejemplo del Director Financiero de la empresa de capital-riesgo de la Junta de Andalucía, si este trabajo estuviera a cargo de un funcionario de carrera debidamente cualificado, no se hubiera podido nombrar a un inepto por afinidad política.

La desarticulación administrativa que existe en España entre la Administración central y la regional no tiene parangón en Europa en otros Estados federales. Paradójicamente, la función de alta inspección o vigilancia no se ejerce.

En cuanto a las CCAA tenían muy fácil no crear estructuras periféricas en las provincias si se hubieran apoyado en lasDiputaciones provinciales. No lo hicieron así y a sus estructuras centrales añadieron bien poblados apéndices periféricos a nivel provincial en contra de la recomendación de la Comisión de expertos formada en 1981.

La organización de la Administración Local es a la vez intra y extracomunitaria. En algunos Estatutos, Cataluña y Andalucía por ejemplo, la regulación del ámbito municipal es tan intensa y detallada que el conflicto con el legislador estatal es casi inevitable.

También es objeto de críticas continuas la multiplicación de organismos de derecho público y privado a nivel autonómico y municipal. Empresas públicas, Agencias, Fundaciones, muchas de ellas innecesarias. Entre los órganos consultivos encontramos Comisiones Jurídicas-Asesoras, remedos del Consejo de Estado, Consejos Consultivos, imitaciones del TC y Consejos de Justicia, versiones a pequeña escala del CGPJ. Se trata de reproducir la estructura del Estado en cada Autonomía, lo que es políticamente perturbador, financieramente oneroso y administrativamente ineficiente. Por eso, el proyecto separatista de Artur Mas está empeñado en crear "estructuras de Estado".

En el capítulo de los órganos reguladores de determinados mercados, la especialización sectorial sirve para compensar la extensión territorial por lo que en las CCAA carecen de sentido. Es interesante destacar el caso de los Consejos Audiovisuales. En Cataluña y Andalucía son estatutarios. Su objetivo es regular el ámbito de los medios de comunicación de manera independiente del Gobierno. Ahora bien, si, como sucede en Cataluña y Andalucía, forman parte del mismo medios audiovisulaes públicos, su sentido se pierde por completo.

Existe un acuerdo perfectamente consolidado entre los expertos y la ciudadanía en general sobre la necesidad y urgencia de reducir drásticamente el número de organismos públicos autonómicos y municipales y su tipología.

Nuestra Administración en sus tres niveles ha crecido de manera enloquecida a lo largo de los años, sobre todo en el nivel autonómico. Ahora con la crisis se suprime algún ente, se fusionan otros pocos, se ajustan plantillas en otros, pero sin un plan de conjunto ni un diseño riguroso y coherente. Soportamos del orden de 4.000 entidades de todo tipo externas a la Administración propiamente dicha, de las que se han suprimido apenas un centenar. Este plan debía estar hecho ya con anterioridad a las elecciones de 2011 y aplicarlo desde la toma de posesión del Gobierno. Asombra la imprevisión cuando la gravedad de la situación se conocía y nadie ignoraba que la cifra de déficit anunciada por el Gobierno Zapatero para 2011 era una pura ensoñación.

Otra de las consecuencias negativas del Estado autonómico es eldeterioro de la unidad de mercado. Cada Comunidad ha establecido reglas que condicionan la actividad ecconómica y en cada una de ellas las industrias, los comercios, los profesionales y los autónomos necesitan satisfacer requisitos distintos para establecerse y desarrollar sus proyectos. El número de interlocutores administrativos de un empresario se multiplica en territorio español complicándole absurdamente la vida.

Un caso flagrante es la fiesta de los toros, valioso patrimonio nacional. La Generalitat de Cataluña ha prohibido las corridas en su territorio, con grave daño a un sector de gran relevancia económica sin que el Estado aparentemente pueda corregir este desaguisado.

Tenemos diferentes normativas y diferentes prácticas aplicativas con el consiguiente incremento de coste para las empresas.

En Europa se avanza paradójicamente en la dirección contraria, la de la supresión de barreras a las libertades de circulación y la de la armonización, pero, como ya he mencionado, la facultad del Estado de dictar leyes de armonización sufrió un duro golpe tras la sentencia del TC sobre la LOAPA en 1983.

A pesar de la normativa comunitaria sobre eliminación de barreras que obstaculicen la plena realización de las libertades de establecimiento y prestación de servicios, las CCAA se las han arreglado para reintroducir una diversificación e instauración de regímenes de autorización en determinados sectores, notoramiente el del comercio.

El Gobierno ha anunciado una ley de unidad de mercado que no acaba de ver la luz. Otro ejemplo de medidas que deberían haber estado preparadas con anterioridad y puestas en marcha desde el minuto uno de la actual legislatura.

La crisis ha provocado, entre otros cambios en la percepción pública de nuestro sistema político, nuestro sistema financiero y nuestro modelo económico, la evidencia de que el Estado de las Autonomías no funciona correctamente y que es imprescindible una seria revisión de su concepción y de su estructura. Esta dolorosa realidad ha estallado ante los ojos de los españoles con motivo de la ofensiva separatista en Cataluña desencadenada por los partidos nacionalistas a lo largo del último año y de la constatación de que el tinglado autonómico es el principal obstáculo a la reducción del gasto público a niveles aceptables.

Las razones por las que hemos seguido durante tres décadas un camino equivocado sin que en ningún momento los sucesivos Gobiernos centrales hayan tomado las disposiciones necesarias para corregirlo no son a estas alturas de nuestra experiencia difíciles de entender, y la comprensión es el primer paso hacia la rectificación. El Estado de las Autonomías se puso en marcha bajo la ilusión de que la descentralización política y el pleno reconocimiento de los hechos diferenciales eran parte consustancial de la democracia, de que los nacionalistas catalanes y vascos se acomodarían lealmente a una profunda transformación del Estado acometida para satisfacerles y de que este esfuerzo de aproximación de la administración a los administrados se traduciría en mayores cotas de eficiencia y prosperidad. 

Mientras los nacionalistas fingieron aceptar las reglas de juego y la nueva arquitectura institucional y política se iba construyendo, la clase política, feliz por la gran cantidad de oportunidades de poder y de puestos que abrían los nuevos tiempos, se entregó con entusiasmo a la empresa autonómica cerrando los ojos a todos los avisos de peligro. Después, culminadas ya las transferencias al máximo permitido por la Constitución, la década de vino y rosas 1997-2007 proporcionó los recursos para el gran salto adelante que trajo los Estatutos de segunda generación y la elevación del coste del sistema hasta extremos inasumibles. 

El estallido de las burbujas inmobiliaria y financiera ha pinchado también la burbuja estatal y ahora todas las expectativas despertadas por nuestro original y polícromo Estado de las Autonomías han quedado rotas. España está endeudada hasta las cejas, fuerzas de tremenda agresividad que desprecian la legalidad trabajan abiertamente para su liquidación y hemos debilitado hasta tal punto la conciencia nacional que no disponemos de la energía necesaria para levantarnos del suelo tras la caída.

Frente al fracaso clamoroso del Estado autonómico, distintas voces proponen variadas soluciones en una mezcla decepcionante de arbitrismo e improvisación. Yendo de un extremo al otro, están los que propugnan:

1. Reconstrucción del Estado unitario descentralizado administrativamente y supresión de las Autonomías
2. Lo mismo, pero con un estatus especial para Cataluña, País Vasco y Galicia, eso sí, con menores competencias que las actuales
3. Estado federal
4. No cambiar nada 
5. Secesión de sus Comunidades del resto de España para erigir nuevos estados independientes

Este conjunto de proyectos, enunciados sin el debido rigor ni acompañados de un análisis profundo de su viabilidad, generan una gran confusión y siembran el desconcierto entre los ciudadanos. Sin embargo, la gente tiene claro que así no podemos continuar y que se requiere una reforma seria de la organización territorial del Estado.

Quiero destacar una curiosa asimetría en esta polémica ruidosa y atropellada. Mientras los separatistas enuncian y desarrollan su programa máximo de fragmentación de España y de vulneración flagrante de la Constitución sin que nadie en los dos grandes partidos nacionales les ponga en su sitio, la opción de volver a una centralización política eliminando la autonomía regional, es denostada por prácticamente todo el arco parlamentario y los que se atreven a sugerir esta vía, que ha sido, por cierto, la tradicional en nuestro país durante casi la totalidad del siglo XIX y una apreciable parte del XX, reciben las descalificaciones más severas y son acusados de antidemocráticos. Hay que rebelarse contra semejante injusticia porque tanto derecho tienen los separatistas a defender sus destructivas ideas como los unitaristas a trabajar por las suyas que, a diferencia de sus opuestas, encajan perfectamente en los usos democráticos de muchos países avanzados.

De todo lo que he expuesto se desprenden tres conclusiones evidentes: 

a) El Estado de las Autonomías ha llegado a un punto de coste e ineficiencia que lo hace políticamente inmanejable y financieramente insostenible. Ni lo podemos controlar ni lo podemos pagar, por tanto es imprescindible su reforma para racionalizarlo y dotarlo de viabilidad. Esta reforma ha de corregir todos los excesos, disfunciones y contradicciones que he ido desgranando en mi exposición

b) Los dos grandes partidos nacionales no están en condiciones de impulsar y llevar a cabo esta reformaporque va en contra de sus intereses y porque su maniqueismo compulsivo les impide forjar el gran acuerdo de Estado que les hemos reclamado y que una operación política de esta envergadura require y

c) La solución sólo puede venir de una reacción firme y amplia de la sociedad civil que se materialice en una opción electoral. Sólo si se ven amenazados en su fuente de poder y de ingresos, los dos grandes partidos aceptarán que el Estado ha de estar al servicio de la Nación y no la Nación al servicio del Estado.

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¿Qué reforma de la Constitución?

La Gaceta (5/6/2014): Serios problemas de competitividad, fragmentación interna y descontento social padece España tras el vendaval arrasador de las tres burbujas, la de los bancos y cajas, la del ladrillo y la de la elefantiasis del sector público.

Ante la evidente inviabilidad financiera y política del Estado de las Autonomías en su actual configuración, funcionamiento y coste, se alzan numerosas voces proponiendo una reforma de la Constitución, tanto desde las filas del partido del Gobierno como de la principal fuerza de la oposición. La necesidad de una modificación de la Ley de leyes de 1978 que surja al paso de la insatisfactoria realidad surgida del desarrollo del Título VIII mediante el principio dispositivo no es algo que se plantee ahora por primera vez. Algunos ya señalamos la conveniencia de este cambio hace siete años y presentamos un nuevo texto articulado que hubiera corregido a tiempo la deriva rupturista que ha desembocado en la convocatoria por parte de la Generalitat de Cataluña de una consulta de autodeterminación inconstitucional e ilegal para el próximo 9 de noviembre. La pasividad del PP y del PSOE, combinada con la contumacia divisiva de los nacionalistas, nos ha arrastrado a una grave crisis institucional a la que no se le ve salida fácil y sin traumas.

El panorama que se dibuja tras la abdicación de Don Juan Carlos es el de un Rey joven y bien preparado con capacidad para pilotar una transformación de nuestro sistema político que nos proporcione estabilidad y nos permita afrontar los serios problemas de competitividad, fragmentación interna y descontento social que padece España tras el vendaval arrasador de las tres burbujas, la de los bancos y cajas, la del ladrillo y la de la elefantiasis del sector público. Sin embargo, en semejante coyuntura se plantea un dilema decisivo: ¿en qué dirección se van a corregir las notorias deficiencias de nuestra Carta Magna? ¿En el sentido de un fortalecimiento de las instancias centrales del Estado y una simplificación de la multiplicidad de Administraciones que nos devuelvan la posibilidad de crecer impulsando el dinamismo de una economía libre de trabas o en el de una confederalización del Reino, con Cataluña y el País Vasco como pseudoestados cuasisoberanos asociados y el resto de la Nación dotada de un grado aún más alto de descentralización para compensar los privilegios concedidos a las comunidades de hegemonía nacionalista? En otras palabras, una reforma que subsane los defectos existentes u otra que ahonde en ellos. La primera requeriría un acuerdo muy sólido entre los dos grandes partidos establecidos y una amplísima base social en toda España, Cataluña y el País Vascoincluidos, que venciera la feroz resistencia que los separatistas ofrecerían a esta operación regeneradora; la segunda sólo sería la antesala a la desaparición definitiva de España como proyecto común y como identidad política, histórica y civil reconocible.

Urge, pues, que todas las corrientes y movimientos políticos y sociales que desean que España mantenga su cohesión y que se sitúe en el ámbito de las sociedades abiertas y democráticas frente a los ataques del oscurantismo preilustrado y totalitario que representan los nacionalismos secesionistas, aúnen sus esfuerzos y coordinen estrechamente sus acciones. Nada podemos esperar del duopolio parlamentario declinante que nos ha arrastrado hasta el presente callejón sin salida con su miopía, su cobardía y su corrupción. Los millones de españoles decentes, racionales y productivos que sostienen con su trabajo, su ahorro y su creatividad lo que va quedando de nuestra antigua y atribulada patria, han de reaccionar porque nos jugamos el ser o el no ser, el seguir formando parte de las democracias occidentales avanzadas o disolvernos en un caos violento de tribus inconexas. Poco hay a nuestro alrededor que nos induzca al optimismo, pero todo nos recuerda nuestra obligación de seguir luchando hasta el último aliento.

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