Lo mismo que Teresa, el despreocupado y alegre hijo del rico mercader Juan Bernardone fue separado por la enfermedad de sus enredos mundanos y guiado en su camino para llegar a ser san Francisco de Asís.
Igualmente, el caballero Íñigo López de Recarte, consagrado a las vanidades del mundo, comprobó en el curso de su penosa segunda convalecencia que las ambiciones humanas no tienen valor y trocó sus designios terrenos por miras celestiales llegando a ser san Ignacio de Loyola.
Ni los tiernos cuidados de su hermanastra, ni las distracciones de la vida campesina restituyeron su jovialidad. Sólo era feliz cuando la dejaban a solas en su cuarto, absorta en su libro de san Jerónimo. Sus palabras de promesas acerca del reino de los cielos resucitaron en ella el viejo sueño del vestir el hábito de monja. Otro día, leyó las amenazas sobre los tormentos del castigo en el infierno.
Poco después sufrió otro grave ataque, parecía estar en estado agónico. María pasó la noche entera junto al lecho de Teresa, que se recuperó a la mañana siguiente. En época muy posterior explicó que la enfermedad cesó aquella noche cuando decidió volver la espalda al mundo y hacerse monja.
Por temor a que su plan fracasara, lo mantuvo en secreto. A su vuelta a Ávila, se confió a su amiga íntima Juana que podría ayudarla desde su convento carmelita de La Encarnación. Cuando tuvo todo preparado para entrar en el convento como novicia, informó a su padre que quedó anonadado y manifestó su disconformidad.
Teresa había sido siempre una hija obediente, pero el infierno era una cosa muy seria. A los diecisiete años volvió a huir del hogar paterno como en su infancia cuando se fue a tierra de moros para ser mártir. Don Alonso se halló ante un hecho consumado y tuvo que otorgar su tardía bendición porque era un buen cristiano.
En el convento carmelita de la Encarnación, aislado del mundo por gruesas paredes, Teresa se creyó a cubierto de todas las tentaciones. Era celosa y jovial en el cumplimiento de sus deberes como novicia, la renunciación la llenaba de alegría. Pero la felicidad inicial duró muy poco, el temor al infierno que le había impulsado a tomar el velo, y el fervor conque proseguía su camino hacia el cielo, avivaron sus ojos por lo que estaba sucediendo a su alrededor. Con gran consternación comprobó que en el convento adonde había huído aún estaba en el mundo del que quería escapar. El principal enemigo era el espíritu de los tiempos. Las paredes del convento eran medievales pero las monjas eran hijas de los tiempos modernos, habían consagrado su vida al Señor con votos de castidad y obediencia, pero gozaban de vacaciones con parientes o amigos fuera del convento. Las piadosas hermanas podían recibir visitas en el locutorio que tenía un enrejado que separaba los cuerpos en el espacio pero que era atravesado por la vista y el oído. Las habladurías del mundo con sus vanidades y tentaciones contaminaban la vida de oración.
Entonces comenzó a dudar del acierto en su elección del convento. Fue el primer indicio de que Teresa estaba predestinada para ser la reformadora de la Orden del Carmelo. Por el momento, no era más que una humilde y obediente novicia.
Después de profesar sus votos como monja, sus ataques volvieron con furia implacable, ninguna parte de su cuerpo estuvo a salvo del ardiente dolor, su cuerpo permanecía frío y rígido. A medida que los ataques volvieron, la enfermedad afectó a la vida entera de Teresa. La tregua entre un ataque y el siguiente se acortaba cada vez más; al principio era cosa de semanas, por último sólo de días.
Teresa estaba predestinada a convertirse en la santa del éxtasis y su enfermedad era el instrumento de Dios, pero esto era todavía invisible para los demás.
Don Alonso retiró a su hija del convento y solicitó la ayuda de los mejores médicos de Castilla. Discutieron largamente sobre la causa de la enfermedad pero no pudieron descubrir ningún defecto orgánico. Las convulsiones y la tensa rigidez muscular era un caso no previsto en los tratados de medicina y los tratamientos aconsejados no trajeron el menor alivio. Puesto que la ciencia había fracasado, don Alonso decidió llevar a su hija a una famosa curandera de Becedas, en las cercanías de Béjar (Salamanca), que gozaba de la reputación de haber curado muchos casos desesperados. Era naturista y ejercía únicamente en primavera, cuando brotaban las hierbas. Como era invierno, se decidió que Teresa pasara los meses que faltaban en el campo con su hermana María. Nuevamente visitó de camino a su tío Pedro que le regaló un libro del monje franciscano Francisco de Osuna, que enseñaba una forma mental no hablada de oración. Llegó a ser su guía en el viaje hasta Dios.
Durante su estancia en el campo, los ataques cedían a veces y permitían a Teresa practicar la oración mística, que le producía un intenso gozo.
Al llegar la primavera Teresa viajó a Bercedas, la cura era primitiva a base de vómitos y purgantes para limpiar el organismo. La curandera juzgaba a la enfermedad como a un maligno demonio por lo que también empleaba fórmulas mágicas a modo de exorcismos.
No obstante, el demonio de la enfermedad de Teresa no sólo no se dejó intimidar por la hechicería de la curandera sino que redobló sus ataques. Los procedimientos de la curandera resultaron más desastrosos que la misma enfermedad. En el verano de 1537, el padre de Teresa la trajo de nuevo al hogar de Ávila. Era una ruina humana, Teresa anhelaba la muerte para liberarse de su tormento por lo que pidió la confesión. Don Alonso se negó porque su cariño le indujo a pensar que ello aceleraría su muerte.
Privada del consuelo del sacramento, Teresa sufrió el más fuerte ataque; en su angustia y dolor vociferó y se mordió la lengua para después entrar en coma. Transcurridas veinticuatro horas sin la más leve señal de vida, sin pulso, los médicos diagnosticaron: ¡Está muerta!
Pasada una segunda noche, Teresa continúa igual, por lo que comenzaron los preparativos para el funeral. Dos hermanas de la Encarnación velaban y oraban a la cabecera de Teresa. En el cementerio del convento las monjas cavaron un sepulcro y en la capilla fue oficiada una Misa por el alma de la muerta.
Don Alonso se negó a que Teresa fuera colocada en el ataúd; a la tercera noche desde el ataque, su hermano que la velaba se durmió. Despertó al amanecer y vio el féretro en llamas. La priora se encaminó por segunda vez a casa de Teresa para reclamar el cuerpo y proceder al entierro en el convento. Al entrar en la cámara mortuoria encontró a Teresa tranquilamente sentada sobre su féretro hablando con su padre en tono de voz claro y natural. Había pasado cuatro días en coma.
Después de que Teresa confesó y recibió la Eucaristía sintió un gran alivio en el alma, pero su debilidad física permaneció invariable. De conformidad con sus deseos, fue llevada al convento el domingo de Ramos del año 1537, a los veintidos años de edad.
Durante ocho meses, Teresa yace en la enfermería del convento, totalmente inmovilizada y atormentada por dolores implacables. Después, cuando los padecimientos cedieron algo y pudo arrastrarse, fue llevada a su celda, donde pasó más de tres años en estado de parálisis parcial y de dolorosas contracciones musculares, llevando la vida de una inválida sin señales de mejoría.
Finalmente, Teresa vióse libre del tullimiento cansado por la enfermedad pero siguió sufriendo. Tuvo vómitos durante veinte años que la impedían alimentarse hasta más del mediodía y algunas veces sufría fuertes dolores de corazón.
Tenía Teresa diecisiete años cuando sufrió el primer ataque, cuarenta y tres cuando experimentó el primer arrobamiento de éxtasis.
En 1540, Teresa se restableció de un día para otro, ella lo atribuyó a la fuerza de la oración. Las monjas del convento pensaron en un milagro cuando la vieron caminar. Alexis Carrel, premio Nobel de Medicina (1912) acepta el poder curativo de la oración concentrada sobre las perturbaciones funcionales del organismo.
Fuente: René Fülöp-Miller. “Teresa de Ávila, la santa del éxtasis”. Espasa-Calpe