Conversión de Recaredo, Rey visigodo de España Concilio III de Toledo (año 589) |
La cuestión de los Godos y Ortega
10 marzo 2012
Como recordaba en Nueva historia de España: para entender lo que ha sido nuestra historia y cultura basta echar una ojeada a la actualidad.
En España se habla como idioma común una lengua latina; la religión católica,
es vastamente mayoritaria y –por siglos unánime—,
aunque hoy se encuentre en crisis
(otras más graves ha superado).
El derecho y las costumbres se basan en gran medida en
Roma y el Catolicismo,
y todo eso y el territorio que habitamos es
lo que nos distingue, aún hoy, de otros pueblos.
Es obvio que España, como cultura, se forjó en la época romana. Si echamos la vista atrás, observamos fácilmente cómo, algún tiempo después de la caída del Imperio romano, se instaló un poder político unitarista, primer estado español propiamente dicho, que se identificaba con el conjunto del país y su cultura: es decir, aparece una nación.
La nación española pudo desaparecer debido a la invasión musulmana, de hecho estuvo muy cerca de ello, pero renació en Asturias con la idea, precisamente, de recobrar la perdida España hispanogoda. Muchos estudiosos, entre ellos J. Pérez, insisten en el carácter menos romanizado de los astures y en el tradicional rechazo de los montañeses a poderes extraños, pero se trata de una mera especulación, aparte de que esa tradición había desaparecido mucho tiempo antes. Es muy importante señalar que, sin el objetivo de fundar un reino que mantuviese y recobrase la herencia hispanogoda, la rebelión asturiana no habría podido dar lugar a otra cosa que a incursiones de saqueo como las de la época romana o las que hacían a veces los vascones de las montañas en tiempos de los godos. Pero dio lugar a algo completamente diferente, como sabemos.
Por consiguiente, existe un lazo que nunca se rompió entre Roma y la nación hispanogoda y la España actual. Es algo que salta a la vista como una total evidencia, y sin embargo la vemos negada una y otra vez. Creo que la razón del embrollo se encuentra en la mezcla de concepciones marxistas, republicanas, regeneracionistas, separatistas e islamófilas, empeñadas en pintar unas historias acordes con sus ideologías y aspiraciones, coincidentes todas en negar entidad histórico-cultural a España o difuminarla. Si han de llegar a transformar España o destruirla simplemente, como desean, es cosa que solo el tiempo dirá, y que dependería menos de sus propias fuerzas que del desconcierto y debilidad de la resistencia que pudiera oponérseles.
En fin, centrado en Joseph Pérez había olvidado la promesa de comentar un artículo en LD, de J. A. Cabrera Montero titulado ambiciosamente “El reino visigodo: el debate historiográfico”. El señor Cabrera empieza por ilustrarnos amablemente de que el trabajo de los historiadores constituye una de las disciplinas humanísticas más polémicas que existen. La Historia como tal es objetiva, los hechos son los hechos; por el contrario, la narración o la presentación de la Historia, lo que en definitiva hacen los historiadores, no es en modo alguno algo neutral. Hay quienes reducen la Historia a cronología, para mostrarse objetivos, para no emitir juicios de valor ni elaborar hipótesis que hagan peligrar quién sabe qué intereses e ideas, pero el resultado es un inmenso empobrecimiento de tan noble disciplina y un engaño no menos grande al lector.
En el otro extremo, hay quienes idealizan tanto la Historia que la convierten prácticamente en mitología; idealismo con frecuencia nada inocente, sino mero disfraz para disimular deshonestos intereses o justificar determinadas posiciones ideológicas sin argumentos convincentes. Entre los dos extremos viciosos, siguiendo la máxima aristotélica, se haya (sic, será una errata) el medio virtuoso: el esfuerzo honesto, más o menos logrado pero decente (…) La Historia es lineal, no circular. La Historia nunca se repite; en todo caso lo que se mantiene, la constante es el ser humano, con sus virtudes y sus defectos. Etc. Muchas gracias al señor Cabrera por tan indispensables enseñanzas.
Habla nuestro autor de unos intensos debates en torno al reino visigodo, que realmente no han tenido lugar, al menos como intensos. Él los atribuye a “interés” político, sea de liberales y tradicionalistas por fundamentar sus teorías, sea del franquismo, al que la reivindicación visigótica vino “como anillo al dedo”, asegura. Menos mal que se ha abstenido de explicar cuáles eran al respecto los “intereses” de laburguesía y el proletariado.
Entre tantos intereses, el interés por la verdad histórica se esfuma un tanto; y, por lo que uno recuerda, nunca ha habido los duros debates que él menciona: hace muchos años que el asunto apenas suscita interés, y no porque haya sido aclarado sino por lo contrario, porque se han impuesto ampliamente tesis tipo Américo Castro, que pretenden que España y los españoles nacieron, no se sabe bien cómo, en relación con musulmanes y judíos. Además, el señor Cabrera critica la visión de una época visigoda “idílica”, que nadie, al menos nadie medianamente serio, ha considerado así, como nadie considera “idílico” ningún sistema del pasado o del presente. Seguramente el señor Cabrera habrá quedado muy satisfecho de haber desbaratado tales idilios, tan inapropiados como defendidos por nadie.
A continuación, nos cita a Ortega y a su disparatadísima España invertebrada (no inferior a las ocurrencias de Sabino Arana o de Prat de la Riba) en la que, con la misma osadía con que preconizaba la república para superar los males de la “monarquía de Sagunto”, por no decir de la “enferma” o “anormal” historia de España, afirmaba: Casi todas las ideas sobre el pasado nacional que hoy viven alojadas en las cabezas españolas son ineptas y, a menudo, grotescas. Ese repertorio de concepciones, no sólo falsas, sino intelectualmente monstruosas, es precisamente una de las grandes rémoras que impiden el mejoramiento de nuestra vida. Parecía estar hablando de sus propias ideas, que tan bien fructificaron en la república. En Nueva historia de España he dedicado algunos párrafos a señalar la absurda comparación que hace Ortega entre los francos y los visigodos.
Como el señor Cabrera cultiva, según él mismo ha confesado, el aristotélico término medio (que afectaría a la virtud, no a la verdad, que no entiende de términos medios), al final no sabemos si defiende las ocurrencias de Ortega, critica al franquismo u otra cosa. Termina con un párrafo digno de un político, en el que literalmente no dice nada, y previamente nos señala que en la época visigótica “quizá no siempre hubo unidad política”, lo cual puede predicar de cualquier régimen; que “no es tan fácil hablar de unidad social” (sea eso lo que fuere), ni se sabe a ciencia cierta “hasta qué punto se homogeneizaron las dos etnias” o “sus grados de romanización”.
Leovigildo: último rey arriano de España |
A cambio de resaltar lo que no sabemos,
olvida lo que sí conocemos:
Desde Leovigildo se impuso el diseño de un estado nacional español
sobre la base cultural latina y poco después católica,
se hubieran romanizado más o menos las distintas partes del país
(ningún país del mundo es homogéneo en ningún sentido).
Y esto es lo que constituye precisamente
Una NACIÓN
Y lo que permitió después la reconstitución de España,
en un empeño en que todas las probabilidades estaban en contra.
-revista.libertaddigital.com/el-regeneracionismo
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Me escribe un distinguido investigador:Evidentemente la explicación a este ninguneo del periodo visigodo se debe a las implicaciones políticas: en cierto congreso nacional al que asistí se ha llegado a felicitar a los asistentes por no hablar de “la España visigoda” y sí de Hispania visigoda (lo cual, desde mi punto de vista, es claramente erróneo) mientras se hablaba de Cataluña visigoda o Euskalherría.
A mí en particular se me reprochó el haber utilizado tres veces el término Reconquista (y eso lo utilizaba simplemente como referencia temporal). Evidentemente va a llevar tiempo restablecer la verdad, a pesar de García Moreno y algún otro historiador honrado. La Universidad está prácticamente en manos de la progresía y fuera de ahí es difícil combatir.
En cualquier caso, hoy día es rara la publicación que hable de España como tal y, con la excusa de que es un término incorrecto para denominar al reino de los godos (falso de toda falsedad), se sustituye por Península Ibérica o por Hispania (lo cual es más incorrecto si nos atenemos a las fuentes literarias). Un poco al estilo de los políticos nacionalistas que han sustituido España por Estado (español).
Es una neolengua orwelliana impuesta desde la Universidad que ha hecho que los estudios históricos sean un verdadero calvario para el lector (e incluso para el investigador) porque apenas entiende de qué se habla. En realidad, no creo que sepan ni de qué escriben. En la actualidad es realmente complicado encontrar un libro de historia que sea inteligible. Algún autor se salva, claro. Entre los visigotistas, J. Orlandis, L. A. García Moreno o Javier Arce, pero pocos más.
Dicho esto me gustaría proponerle un tema de análisis: la relación (para mí evidente) entre la neolengua ininteligible de los estudios universitarios y el auge de ventas de la novela histórica a pesar de la mediocre calidad de ésta.
Lo de A. Castro, estoy de acuerdo con Vd. El que el gentilicio de una nación sea extraño a ésta no prueba nada de lo que este autor dice y, además, es un fenómeno más que extendido. P. e. “germanos” es un nombre celta para las poblaciones del este y luego utilizado para nombrar a las poblaciones germanas y a los alemanes. Galés (welsh) es un término despectivo dado por los normandos para los habitantes autóctonos de Britannia (luego para los galeses).
También sucede con los canadienses y otros. Incluso hay naciones que no tienen gentilicio propio y no por eso se les niega ese carácter de nación: los useños son “americanos” (americans) sin más, como los guatemaltecos, y normalmente llaman a su país “los Estados” (the States). Sin embargo, en lo del origen provenzal y su penetración a través del catalán estoy más que de acuerdo.
Una cosa curiosa que señala Castro es que da cuenta de la ausencia de “español” en el Diccionario etimológico de Corominas, lo que explicó porque siendo ese vocablo “provenzal en su origen, suene demasiado a catalán; con lo cual el término para designar el conjunto de los pueblos peninsulares no habría sido impuesto por los castellanos, políticamente dominadores, sino que habría penetrado por el nordeste de la Península.” (A. Castro, 1985: 32).
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