Escuché ayer -como siempre que puedo- el programa de Radio Inter Micrófono abierto, que tan brillantemente dirige Rafael Nieto. En el editorial -que si no lo escucharon pueden leer aquí mismo, en El Correo de España-, hacía una exacta exposición de la actualidad, y se nos preguntaba si el actual Gobierno intenta desprestigiar la Monarquía para llegar a la III República.

No pude intervenir en el programa, pero quiero ofrecer mi opinión en estas páginas. Por supuesto, coincido con don Rafael Nieto en que en España no cabe pensar en una república que no sea de izquierdas. Socialistas y comunistas -aliñados hace un siglo con el anarquismo y ahora con todos esos ismos (feminismo, abortismo, homosexualismo) que viven del presupuesto estatal- sólo admiten que la república sea un cortijo suyo, particular, propiedad privada en la que prohíben la presencia de cualquier otro pensamiento. Lo hizo así la II República, negando la posibilidad de participar en el Gobierno al partido que había ganado las elecciones -la CEDA-, y promoviendo un golpe de Estado en 1934 cuando finalmente esta reclamó algunos ministerios en el gabinete dirigido por el segundo partido ganador en las urnas.

Si seguimos a mi admirado Ismael Medina, también lo hizo así la III República, que correspondería a la que ya -en plena guerra- constituyó el comunismo triunfador dentro del campo rojo. Aunque no se haya establecido oficialmente así, es indudable que aquél Estado -de alguna forma hay que llamar, para entendernos, al batiburrillo de la zona roja férreamente sometida por el comunismo soviético- no se parecía en nada a la legalidad de la II República original y había dado paso a otro régimen. Pero esto son elucubraciones que no vienen mucho al caso de lo que quería decir.

Lo que si quería decir es que, por supuesto, este Gobierno pretende -nunca lo han negado, y quien ahora se asombre es porque antes no quiso enterarse- un cambio de régimen político que sustituya esta Monarquía por una República.

Justo es decir que la actual Monarquía, desde el principio, ha hecho méritos mas que suficientes para seguir el camino de la anterior, la que cayó como cáscara muerta en 1931. Por cierto, a través de un golpe de Estado de los republicanos -siempre, recuérdese, de izquierdas-, porque ninguna legalidad permite que unas elecciones municipales -ganadas por los monárquicos, además- propicien un cambio de régimen.

Justo es decir que el silencio cómplice de la prensa amarilla del sistema -en aquellos tiempos, los últimos años 70 del pasado siglo, toda menos El Alcázar, El Imparcial y dos o tres revistas-, no pudo ocultar lo que ahora aparece como novedad. Por ejemplo, todos -al menos, todos los que no escondíamos la cabeza- sabíamos lo de las comisiones en las compras de petróleo que ahora rasgan vestiduras hipócritas.

En resumen, la actual monarquía -no restaurada, sino instaurada en 1975 en persona que, evidentemente, no lo merecía- ha hecho méritos más que suficientes para que nadie, absolutamente nadie, se lance a su defensa.

El problema es que la República con que están a punto de sustituir a la Monarquía vigente es una nueva edición de una república de izquierdas, social-comunista y socialmente ácrata, con cordones sanitarios al rival político, con acusaciones mendaces al adversario, con manipulación de medios de comunicación comprados con subvenciones, con algaradas callejeras de quienes viven de eso a costa de los demás hasta conseguir un carguito en la administración que parasita el partido.

Los actuales republicanos en el Gobierno no pretenden instaurar una República que elimine la corrupción monárquica, la inutilidad monárquica, la ineficacia monárquica. A una República así nos apuntaríamos muchos, aunque sólo fuera como paso a la Nacionalsindicalista.

Lo que pretenden es un simple retorno a la II República, con toda su carga de sectarismo, de libertinaje, de desigualdad, de delincuencia institucionalizada, de nepotismo. No se pretende una III República a la que -repito- muchos nos apuntaríamos, cada cual con nuestras dudas, sino la simple continuación de aquella Segunda que se ahogó en mierda y sangre. La disyuntiva es entre la actual monarquía y la segunda república, revivida con unos personajes igual de nefastos, de resentidos, de soberbios, pero mucho más incapaces.

¿Qué partido tomar, entonces? ¿Defender esta monarquía que todos conocemos o -aunque sólo sea por inacción- dejar camino a la república roja?

Creo que la monarquía tiene difícil defensa y cuenta ya los días hasta su final. La costumbre, la sombra protectora de quien le había hecho rey, la manipulación de la opinión pública sobre aquél 23-F, pudo proteger a Juan Carlos I hasta cierto punto. Felipe VI se encuentra con una sociedad mucho más crispada, mucho más pobre y -por tanto- más propensa al estallido, mucho más decepcionada y mucho más manipulable. Y no cuenta con ninguna defensa más allá de unas leyes que -de sobra lo hemos visto- sólo son papel mojado que los políticos -todos- retuercen a su gusto cuando les conviene.

La alternativa, desgraciadamente, es una nueva Segunda República, con todos sus vicios, todas sus lacras, todas sus imposiciones y toda su persecución al que piense distinto, que nos pondrían de nuevo en vías de la guerra civil.

Pongámonos en la realidad. Hay una guerra civil… No nos ceguemos camaradas. Lo que pasa es que esta guerra no ha tomado aun los caracteres cruentos que, por fortuna o desgracia, tendrá inexorablemente que tomar.

Antes de que algún chivato de guardia, algún soplón de cloaca, algún progre con pedigrí burdelero, algún soplagaitas sin graduación, denuncie este artículo a efectos de que me entrullen, tengan en cuenta que me he limitado a citar las palabras pronunciadas por Francisco Largo Caballero, en un mitin, el 9 de noviembre de 1933, y posteriormente publicadas por el periódico El Socialista.

Y es que ese es el real deseo del Gobierno rojo-separatista que nos miente, nos aplasta, nos deja morir o nos encierra: la guerra civil. No una nueva, en la que pese a tenerlo todo -también lo tenían sus antepasados- no confían, sino a la antigua de 84 años.

Porque ese es su fin, su meta, su deseo último, su ilusión: ganar la guerra que perdieron y de cuyo recuerdo aún viven.


Rafael C. Estremera
Nacido en Buenos Aires, Argentina, hijo de españoles, vino a España a la edad de dos años, viviendo una corta temporada en Málaga y casi todo el tiempo en Madrid, donde actualmente reside.
Profesor de EGB, aunque nunca ha ejercido la docencia, fue colaborador de la revista Fuerza Nueva, director de EJE (publicación de Juntas Españolas), y redactor de La Nación.
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