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miércoles, 18 de agosto de 2021

De Mística, símbolos y sueños. Por Guillermo Mas

De Mística, símbolos y sueños
 18 agosto 2021

Uno de los mayores pensadores españoles vivos, Olegario González de Cardenal, es un sacerdote, teólogo y escritor católico especialista en mística cristiana. En su libro de referencia sobre la materia, Cristianismo y Mística, escribe “La mística no es la forma suprema de realización de la vida cristiana”. Achaca a la “nueva ola” (new age) ese interés por el camino místico frente al camino tradicional de la ortodoxia católica. Coincide, en ese punto aunque desde un ámbito opuesto, con el gran René Guénon. Para González de Cardenal, el cristiano no tiene que envidiar al místico; la mística es innecesaria en cuanto que ya contamos con la liturgia para trascender nuestra materialidad mundana y entrar en contacto con la trascendencia. Por tanto, se puede definir la mística como el camino de entrada en la trascendencia desde un plano material valiéndose de una vía alternativa a la del ritual (ejemplo: la comunión cristiana). Esa trascendencia sería más o menos precisa en cada caso pero haría referencia a una potencia sobrenatural creadora que suele ser llamada Dios o dios, dependiendo del autor. Sería la aproximación al misterio desde la experiencia personal alejada de toda liturgia o de otro parámetro previamente fijado.

Mística, en definitiva, proviene del término misterio. En su etimología griega, mystikós, significa “secreto”. Lo oculto, que también es lo ocluido. Más concretamente, algo cerrado a la manera de un círculo perfecto: representación perfecta y unificada de lo celestial. La creencia en un saber místico implica una concepción sesgada del tema: presupone la existencia de un ente divino que ha escondido un saber para los elegidos. Sabiduría reservada, cuyo acceso debe ser ganado por aquel que quiera penetrar en ella (kénosis). Una revelación espiritual y esotérica solo accesible a ojos de los iniciados. Eje vertical que irrumpe en la horizontalidad mediocre de la vida y la desgarra, para religarla, con aquello de lo que se desgajó: Dios. Escala (escalera) para ser ascendida a la manera del peregrino Dante en La Divina Comedia. Algo que está íntimamente relacionado con las religiones y cultos mistéricos experimentados en comunidad. Con la trascendencia de lo mundano para retomar lo divino. El secreto del origen, el logos o verbum que dio inicio a la vida, que es el primer y más profundo misterio. Soplo divino (spirare: espíritu) del que emana el polvo humano que somos. De esa forma, el presente enlaza con el origen; lo sacro con lo mundano; la creación con su Creador.

Las cuevas y grutas (nombres femeninos que aluden a lo que se hincha) eran lugares de misterio y hacían referencia a esa feminidad salvadora que más tarde el catolicismo convirtió en particularidad antropológica a través de la figura de la Virgen María. Lugares, en definitiva, de escucha. De resonancia y de silencio. De contemplación del cosmos (kósmos). Allí se representaban íconos animistas (de ánima o ánemos: alma), con animales divinos. Eran espacios de liturgia. De regreso para ese peregrino desnudo y despojado al útero materno. Habitáculos de la utopía (no-lugar) donde lo limitado concibe lo ilimitado. En ellas nace la religión (de religar: religāre; también de releer: relegĕre), como puente y mediación entre lo divino y lo humano. Es allí donde, para Chesterton, surge el animal humano: “Los hombres que eran ya hombres, eran al mismo tiempo místicos. Utilizaban elementos primitivos e irracionales como sólo los hombres y los místicos pueden utilizarlos”, se puede leer en su libro El hombre eterno, donde destaca el verbo poético de Cristo perceptible en el uso que hacía de un género literario de invención propia: la parábola.

La música y la poesía (si es que la diferencia cabía) eran prácticas artísticas, sí, y también mistéricas. Espirituales. Intentos de restañar la armonía entre microcosmos y macrocosmos a través de un canto nocturno: así las prácticas de Pitágoras y la leyenda del gran Orfeo. También estas prácticas y ritos fueron mantenidos en la Grecia arcaica. Famosos son los Misterios Eleusinos, en buena medida influidos por el culto mistérico que los órficos profesaban al dios Dionisio cuyo culto dionisiaco dio lugar a las tragedias griegas. El símbolo (sýmbolos o simbŏlum) es “la expresión de lo sagrado en un espacio profano”. Así lo entienden Julio Trebolle o Eugenio Trías, por ejemplo. También Goethe, que en lo sacro encuentra la diferencia con la alegoría. En esta representación hay un lado conceptual y un lado material que en ambos casos se encuentra sometido a cambio constante. El significado del símbolo pertenece abierto y alude al hombre porque habla en un lenguaje universal a una condición que permanece siempre invariable (lo que cambia son las circunstancias históricas y sociales que influyen en la representación e interpretación del símbolo). Walter Benjamin, uno de los autores fundamentales del siglo XX, opinaba que “la esencia de la palabra es el símbolo”, aludiendo a su forma de recoger el significado de los nombres. Siguiendo con Benjamin, Adán es “el padre de los hombres y de la filosofía”, pues nombró toda la realidad por primera vez para deleite de sus hijos. Una realidad compuesta principalmente de elementos profanos pero también de elementos sacros. La interpretación de los símbolos mitopoéticos –sus mitologemas, arquetipos o mitemas, es indiferente–, es lo esencial del arte por lo cual nos percibimos como objetos creados y, por ello, recreadores de la potencia originaria en cada creación humana. La forma más eficaz de autotrascendencia más allá del límite de la muerte. La forma más eficaz de autoconocimiento más allá del límite de la razón. La forma más eficaz de disolución con el mundo más allá del límite del ego, como bien sabía Ernst Jünger. De la naturaleza de la que procedemos y que trascendimos gracias a la invención racional de esa misma técnica en la que hoy corremos el riesgo de sumergirnos hasta desaparecer.

El matemático Alfred North Whitehead combatió con pasión los símbolos por atentar contra una mentalidad científica. Con la desaparición del pensamiento mágico, los símbolos no desaparecen pero se desacralizan y son asumidos por la cultura, el arte, la política e incluso la publicidad, pues se demuestra método eficaz de transmisión de mensajes para un animal simbólico como es el hombre. En definitiva, supone una forma distinta e incompleta de interpretación del paso del hombre por el mundo a través de la imaginación creadora. Se puede comprimir en una metáfora: la historia es el haz; el símbolo es, a través del arte, el envés de nuestra comprensión de nuestra condición ínsita y del pasado del animal humano. Anverso y reverso de esos dos polos contrapuestos entre los que pugna la experiencia humana: la razón y el sueño; la vigía y lo onírico: “Los sueños se convierten en la materia de la historia. La apelación al sueño refuerza y soporta la autenticidad del hecho histórico. El sueño es un documento de primer orden que se deposita en los archivos históricos”, escribe George Steiner.

El animal humano es un ser que razona y simboliza pero que no es el centro de la evolución, sino un momento fugaz en ella. La particularidad del hombre es que tiene autoconciencia y conciencia. Aspira a conocer y a conocerse de forma natural. Esa capacidad de la conciencia es lo que, en su realización o potencia de realización, llamamos dignidad. El desarrollo de la ciencia y la técnica no absuelven al siglo XX: el siglo con más muertes, el siglo de las mayores matanzas, el siglo con las peores guerras, el siglo de los campos de exterminio y del totalitarismo, el siglo de la desigualdad y del nacimiento del terrorismo. Kepler, Einstein, Schrödinger, Pauli o Heisenberg eran místicos también. Se acercaron al límite con la trascendencia y buscaron el encuentro con el absoluto; y todos acabaron en la ciencia. Por eso resulta hoy inevitable acudir a la ciencia antes de hablar de mística: porque han querido ser dos vías de conocimiento aspirando a una totalidad imposible. La diferencia radica en que hoy la mística ha quedado descartada en un contexto materialista y cientificista pero legando unos bellísimos textos literarios mientras que la ciencia sigue pugnando en la brecha del descubrimiento por el origen y la totalidad; y en la brecha de La Ilustración que ha quedado tan descartada como la vía mística después de que la experiencia totalitaria mostrara como el camino del Progreso puede poner toda la técnica al servicio del gulag en Kolimá.

El camino a seguir pasa por un pensamiento que no contraponga ambas concepciones sino que busque sintetizarlas, como se propuso hacer Jean Gebser en Origen y presente. Si los místicos no son todos enfermos mentales, como afirma estúpidamente el fundamentalista del racionalismo, entonces solo son unos tipos que se aproximan al mundo y a la realidad última de la vida con la misma actitud del científico y del filósofo pero con distinta forma de abordarlo: desde el esoterismo y el conocimiento reservado a iniciados. En ambos casos –el científico y el filósofo– hay, como ocurre en la mística, una pregunta de fondo acerca del absoluto. Las grandes cuestiones intemporales. Cada respuesta carece de relevancia, en realidad, porque lo importante es la pregunta y la actitud coherente desprendida de ese cuestionamiento constante. 

Dios es una única Verdad encarnada en la figura de Cristo pero otros con múltiples caminos aptos para la experimentación. Creencia o increencia no importan puesto que dichos términos son meros juegos de lenguaje en torno a cuestiones inefables; importan las certezas y los misterios. Aquello que, como decíamos, permanece siempre abierto: la mística, los símbolos y los sueños.

Nacido el 3 de noviembre de 1998 en Madrid, es estudiante de Literatura General y Comparada en la UCM y, además, colabora en diversos medios digitales y audiovisuales de la disidencia. Con formación en oratoria y experiencia como crítico cinematográfico, defiende el incomparable legado de la Hispanidad dentro de Occidente y el saber perenne de la filosofía tradicional a través de la literatura como bastión de defensa contra el mundo moderno. Sus enemigos son los mismos enemigos de España, así como todos aquellos que pretenden cambiar el curso de la historia y el carácter de los pueblos con medidas de ingeniería social. En definitiva, es un reaccionario.

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