Fin de un Imperio
29 agosto 2021
Hace unos días, la cuenta de Twitter de Antonio Escohotado recogía una cita del autor de Los enemigos del comercio: “La alternativa al comercio es la guerra”. En otros tiempos, nada existía fuera del Imperio: sólo el vacío o la guerra. Así, Sócrates prefirió morir, como narra Platón en el Critón, manteniendo la coherencia con las Leyes que siempre había propuesto defender y acatar; pero también lo hizo porque, para él y para todo ciudadano que se preciara, el exilio era un destino infinitamente peor que la muerte: el mundo acababa con las fronteras de la civilización ateniense. El resto era abismo y horror sin límites. Como escribiera Platón: “La ciudad nace, en mi opinión, por darse la circunstancia de que ninguno de nosotros se basta a sí mismo, sino que necesita de muchas cosas”. Porque el Imperio también somos nosotros.
En alemán, los términos rico (reich), riqueza (Reichtum) e Imperio (Reich) son muy parecidos, lejos de estar contrapuestos. Porque el Imperio es cuanto se puede poseer y todo aquello que se debe poseer está contenido en el Imperio. También la guerra, junto con el comercio, supone la forma esencial de interacción con el Otro que vive ajeno a dichas fronteras. Pero en la modernidad, donde economía y política han ascendido desde su estadio esencial de regulación de la propiedad familiar (de oikos: la administración de la casa) y común (politeia o politikós, que proviene de polis: la ciudad-Estado) a auténticas religiones seculares; y, por tanto, en motor de la vida del hombre moderno —transmutado de Zoon politikón aristotélico en mero Homo economicus — y del conjunto de sus sociedades, también la economía y la política se han convertido en modernas formas de guerra: pactos y alianzas; modificación de precios, transacciones, materias primas. Ambos, politólogos y economistas, están ciegos en su mayoría ante los grandes cambios sociales e históricos de los que solo buscan aprovecharse para poder seguir montados en el dólar. Llevando a grandes capas de la población hacia el adocenamiento, la sumisión y, en último término, el exterminio físico o, por lo menos, espiritual. En el momento en que los gestores de la economía y de la política han dejado de estar controlados por el ciudadano para pasar a controlar al ciudadano mediante un peso aplastante del Minotauro estatal —o supraEstatal, gracias a organismos como el Foro de Davos— en la vida pública en connivencia con la tiranía oligárquica tecnocrática que domina buena parte de Occidente, la política y la economía han sido utilizadas para controlar la vida del ciudadano y servir de catalizador hacia unos fines determinados: esencialmente, hacia el primer mandato de la Agenda 2030: “No tendrás nada y serás feliz”. ¿Cómo se tolerará dicha situación inhumana por definición? Simple: con mucha resiliencia y sabiendo que se hace en pos de la sostenibilidad: “Unidos saldremos más fuertes”. La labor de lobotomización que ha vaciado las almas de los hombres para inundar dicha ausencia con auténticos cauces desbordados de mentiras y ponzoña embalsamadas en los medios de comunicación ha sido clave para que dicho proceso sea posible. Lo que, unido al miedo provocado por la incertidumbre del mundo en el que vivimos y a la atomización social, puede llegar a convertir en realidad, para millones de personas, los objetivos de la Agenda 2030 como un bien deseable para todos y por el cual inmolarse de forma individual o grupal en la pira de la enorme demanda histórica resulte un fin propicio.
Pocos recuerdan, ya, los contactos de Hunter Biden, hijo del actual Presidente de los EEUU Joe Biden, con China, donde realizó múltiples negocios y desempeñó importantes cargos empresariales. No es casualidad que Joe Biden, otrora vicepresidente de Obama —¡Premio Nobel de la Paz!— durante la presidencia que más bombas lanzó sobre población civil en la Historia de los Estados Unidos; haya sido el elegido para practicar el seppuku final de su país —y puede que el suyo propio también si no sobrevive a la legislatura— y certificar, con ello, la defunción económica y política de la Comisión Trilateral (fundada por David Rockefeller y Zbigniew Brzezinski en 1973) compuesta por Europa, Japón y los Estados Unidos, y hoy devastada –inmolada por los propios dirigentes que la fundaron– por una deuda inasumible del todo que, en buena medida, ha sido comprada enteramente por China, su potencial competidor y mayor enemigo. Ya sabemos que importantes tecnócratas occidentales como Klaus Schwab, Giuliano Di Bernardo o Henry Kissinger apuestan por un modelo chino para Occidente y que eso pasa por dos procesos: 1) demoler y “reiniciar” Occidente; 2) Ir hacia un modelo planificado similar al de China. Para ello, es esencial el desplome de los EEUU: un país que en los años 2000 cuya deuda nacional y per cápita se ha incrementado de una forma desmedida desde el 11S de 2001 al punto de que en 2019 fue el país más endeudado del mundo; posteriormente le ha superado Japón con más de un 200% de su PIB anual de deuda. El fin de un Imperio es esencial para la llegada del siguiente: todo como estaba planeado.
Mientras Bill Gates, Al Gore y Jeff Bezos se dedican a desarrollar carne vegetal a través de la empresa Nature ́s Fynd al tiempo que a comprar inmensas cantidades de terreno agrícola —cientos de miles de hectáreas en total— sin explotar para desarrollar supuestamente nuevas semillas de cultivo; China se dedica a potenciar la mayor central hidroeléctrica del mundo, una megaplanta situada en la presa Tres Gargantas y, además, a tratar de crear una central de energía solar en el espacio. Los chinos tienen claros que los recursos del mundo se agotan, la población mundial crece y la batalla por las materias primas es hoy más necesaria que nunca: por eso ha implementado su presencia en tres puntos estratégicos para ganar dicha batalla: Oriente Medio, África e Hispanoamérica. Hablar de Oriente Medio es hablar de recursos naturales: por eso los chinos han movido sus fichas sobre Irán, Pakistán y, ahora, también Afganistán. Tanto en África como en Hispanoamérica, China ha comprado numerosos terrenos en calidad de gran terrateniente y ha creado multitud de empresas-pantalla, aparentemente independientes pero que en último término obedecen al mando directo del emperador Xi Jinping. China está construyendo una ciudad con capacidad para más de cinco millones de personas en las afueras de El Cairo, construyendo una megapresa en Etiopía, implementando una red de transportes y de una industria de una ambición inenarrable y está armando ejércitos de mercenarios independientes a su disposición. Suya es la mayor telaraña de comercio petrolífero del continente africano, un combustible que paga en efectivo, en especie, o mediante la realización de obras públicas cuyo fin es la modernización de los países implicados. Estamos hablando de un mercado que mueve miles de millones de dólares desde hace más de 20 años al que podríamos denominar como neocolonial sin temor a equivocarnos. Y no sólo: China está concediendo créditos millonarios a distintos países hispanoamericanos y rescatando a empresas privadas estratégicas a punto de la quiebra cuyo favor se está ganando a golpe de cheque. Esta situación se ha agravado con la pandemia pero lleva décadas cimentándose a través de la compra de China de productos hispanoamericanos y de la compra, por parte de distintos países hispanoamericanos, de productos chinos.
En 1944 se firmaron los acuerdos de Bretton Woods que definirían la política económica mundial posterior a la IIGM a través de un Orden Económico Mundial basado en el keynesianismo que proponía una economía dirigida desde el Estado y también desde grandes emporios empresariales —es decir, contra la libre competencia de mercado— e instituciones supranacionales como la futura UE. El sistema reglado creado allí pretendía someter a control —en manos de unos pocos— la política económica mundial para evitar la competencia de todos contra todos que, según los organizadores del Foro, habría provocado las dos guerras mundiales. La idea era crear “un orden económico liberal” dentro de un marco socialdemócrata que permitiera al Estado ejercer de Papá común. Un año después se creó el Fondo Monetario Internacional cuya labor principal era suplir la labor de proteccionismo nacional con implacable su vigilancia supranacional. La idea era crear un Banco Central Mundial dirigido por tecnócratas integrados en el proyecto de una gran Ingeniería Social económica. En 1971 Nixon abandonó el patrón oro: en ese momento, el dólar perdió una referencia fundamental y eminentemente material para el dinero, lo que inició una época de especulación sin precedentes condenada a moverse perpetuamente entre la creación y destrucción constante de burbujas de especulación económica. Dos años después, como se ha dicho, se crea La Trilateral casi al tiempo de que surja la crisis del petróleo del 73 que ya anunciaría las futuras crisis económicas: la de Internet de 2001 y la financiera de 2008. Por su parte, la Reserva Federal, el Banco Central estadounidense, se desarrolló en una reunión que tuvo lugar en la Isla Jekyll dirigida por el banquero J.P. Morgan y el senador Nelson Aldrich: lo allí decidido fue aprobado al poco tiempo por el masón Woodrow Wilson y su “Presidente en la sombra”, el también masón Edward Mandell House. A partir de los 70, gracias a las políticas de Friedman y Hayek y a la gestión de Tatcher y Reagan a partir del “experimento” probado previamente en el Chile de Pinochet –a golpe de fascismo sin paliativos–, el liberalismo desbocado —privatización, bajadas salariales y de impuestos— entró en funcionamiento en Occidente. 50 años después y tras no pocas crisis económicas tenemos un sistema financiero podrido y a punto de derrumbarse por el peso de sus propias deudas, mentiras y tropelías. La economía, a medio camino entre el modelo planificado y el modelo despojado de toda traba, acabó subyugando la política a sus fines y, con ello, a los ciudadanos. Del Homo Economicus de Smith a esclavos de la economía abocados a trabajos precarios.
Por culpa de la inflación que asola Occidente, sus ciudadanos estamos perdiendo poder adquisitivo a pasos agigantados. La impagable deuda de los principales países europeos y de Estados Unidos sigue creciendo y ha entrado, tras la pandemia, en un territorio desconocido de profundidad insondable. La subida de impuestos con la que se trata de detener la hemorragia es inútil y solo sirve para empobrecer a la población, que es justo lo que se pretende a través de la destrucción de los tejidos económicos. A pesar de la política de deflación —crecimiento limitado de salarios y reducción de costes de producción— mantenida por China para quedar al margen de la gangrena occidental, parece que ha llegado el momento de recoger el sedal y enfrentarse a la realidad. La riqueza, contra lo que creen muchos, no es estable ni mucho menos: si no se crea se destruye conforme es consumida, que es lo que históricamente ha ocurrido en los países socialistas por la falta de estímulos empresariales para favorecer la iniciativa privada y el incremento de la fortuna —puesto que en los países socialistas está intervenida y caprichosamente dividida—; en otras palabras: no es una tarta, como suele pensarse, que pueda dividirse en porciones idénticas porque vaya a estar siempre ahí.
Por lo tanto, con los niveles de deuda que tenemos no podemos esperar otra cosa que la riqueza, cuya liquidez monetaria lleva décadas aumentando por culpa de la emisión de moneda de unos estados nacionales occidentales cada vez más endeudados, se vea reducida de forma alarmante en los próximos años con la consecuencia inevitable de pérdida del poder adquisitivo y hasta de propiedades en una gran masa de la población de dichos países. Es normal que, en dicho contexto, Klaus Schwab haya declarado recientemente “Me preocupa el riesgo de estallido de una crisis social”. La única forma de evitar que las cabezas de los tecnócratas globalistas y de las élites eugenistas acaben clavadas en una picota es mediante la conversión del coronavirus en religión atea a la manera de —Augusto, Comte entre otros—, dando sentido a la vida de grandes masas de población y convenciéndoles de que la renuncia de la propiedad privada y de las libertades —la libertad, el valor humano por excelencia— individuales es necesaria “para vencer al virus”, abrazar “la felicidad” y, sobre todo, obtener una mayor seguridad ante un panorama de incertidumbre constante. Una vocación mesiánica de las élites cada vez más evidente.
Elon Musk, que acaba de presentar el “Tesla Bot”, ya ha anunciado la consecuencia principal de lo que el citado Klaus Schwab lleva décadas anunciando: una “Cuarta Revolución Industrial” que acabe con millares de puestos de trabajo a lo ancho del mundo. Para evitar el colapso es necesario ”empezar a conceder al ciudadano una prestación social general para mejorar su seguridad económica”, en palabras de Musk. La propuesta consiste en: 1) Reducir el nivel de vida de la población; 2) Una renta básica universal que, paradójicamente, será entregada por el mismo Estado financiado por los impuestos de los ciudadanos que lo cobrarán. También será necesario eliminar por entero el dinero efectivo con el fin de crear un control pleno de los movimientos económicos de cada ciudadano a través de una implacable banca digital coordinada bajo la apariencia de monopolio mundial. Así, tenemos que mencionar a los economistas de cabecera de este proyecto: Joseph Stiglitz, Mariana Mazzucato o Paul Krugman, entre otros. No menos importante que ninguno de los anteriores es Thomas Piketty, autor del éxito de ventas El capital en el siglo XXI y socialista declarado, que ha propuesto “una superación del capitalismo” dado que “la propiedad privada puede ser alienante”. Junto con la renta básica de, entre otros, Enlon Musk, su propuesta es la de crear un impuesto del 90% para poder pagar la fiesta estatista con la que el economista francés tiene sueños húmedos. La lucha antiterrorista post-11S ha supuesto una excusa perfecta para vigilar a los ciudadanos —véase: caso Snowden— de una forma que no habría sido posible bajo ninguna otra circunstancia. Añadamos a eso la digitalización plena de las finanzas y el control será casi absoluto.
Yuval Noah Harari comparte con Klaus Schwab los objetivos transhumanistas y globalistas de un ser humano transmutado en “Homo Deus” gracias a la hibridación tecnológica y la manipulación genética. En Silicon Valley la robotización está alcanzando tintes religiosos gracias a figuras como Max Hodak, cofundador de Neurolink. Lo curioso es la aproximación que las empresas californianas dedicadas a las Nuevas Tecnologías están teniendo con el mayor organismo de la Masonería a nivel mundial: el Pentágono, cuya propia edificación y, desde luego, toda su historia, está cargada de simbolismo en esa dirección. El fin es la creación del Centro Conjunto de Inteligencia Artificial para, entre las empresas de Silicon Valley y el Pentágono –que podríamos considerar, a su vez, el organismo militar más poderoso del mundo y una de las grandes empresas de todos los tiempos–, poder implementar el desarrollo de la Inteligencia Artificial por delante de China y empresas estratégicas del gigante asiático como Huawei para, así, terminar de ganar esta nueva Guerra Fría de las tecnologías.
La pregunta es, en ese desarrollo ajeno a la ética y a la filosofía en que está la Inteligencia Artificial, ¿cómo evitaremos que unas máquinas que ya nos superan en capacidad de raciocinio no tomen decisiones incomprensibles o directamente perjudiciales para el ser humano? Hodak lo tiene claro: fusionando la mente del hombre con la máquina para que esa barrera se pulverice. Entonces, y solo entonces, sí que podremos hablar de un control total. Escribe Henry Kissinger: “A lo largo de toda la historia de la humanidad, las civilizaciones han creado formas de explicar el mundo que las rodea: en la Edad Media, la religión; en la Ilustración, razón; en el siglo XIX, historia; en el siglo XX, ideología”. ¿Podemos suponer que en el siglo XXI ese espacio lo ocupará el tecnocapitalismo o “capitalismo de vigilancia” (Shoshana Zuboff)” o liberalismo digital (Eric Sadin)? En cualquier caso, será el resultado de lo que Jeremy Naydler ha denominado “la lucha por el futuro humano”, tras lo que Eric Sadin ha llamado “la silicolonización del mundo”, lo que decida el resultado final. La forma de interpretar, de utilizar y de abrirse paso con firmeza entre la ingente cantidad de información producida a cada instante —tras cada segundo, más de la que ha producido siglos de humanidad—, marcará un gobierno de los algoritmos. Quien programe los algoritmos logrará programar la realidad y controlar a sus usuarios.
En palabras de Sadin: “En la vanguardia de la silicolonización del mundo se sitúan, a igual título que los industriales, los representantes electos y los responsables de las administraciones del Estado. Sería falso decir de ellos que estarían superados, porque en verdad proceden a la institucionalización del espíritu de Silicon Valley en el seno de entidades cada vez más numerosas y variadas del sector público”. Y en palabras de Zuboff: “No somos clientes del capitalismo de la vigilancia. Y aunque el dicho habitual rece que cuando el producto es gratis el producto eres tú, tampoco esa es la forma correcta de verlo. Somos las fuentes del excedente crucial del que se alimenta el capitalismo de la vigilancia: los objetos de una operación tecnológicamente avanzada de extracción de materia prima a la que resulta cada vez más difícil escapar. Los verdaderos clientes del capitalismo de vigilancia son las empresas que comercian en los mercados que este tiene organizados acerca de nuestros comportamientos futuros”. En palabras de Naydler: “En nuestra era industrial y postindustrial, el mayor peligro que corre la humanidad es el de sucumbir no tanto a los instintos y a las pasiones como a la fría inhumanidad de la máquina y a la insensibilidad y carencia de compasión del algoritmo. Es decir, caer en lo inhumano. Ambas tendencias habitan en nuestro interior y trabajan para socavar la posibilidad de que alcancemos nuestro auténtico potencial humano, pero actualmente la principal amenaza ante la cual debemos mantenernos en guardia es la caída en lo inhumano. Su objetivo es suplantar lo humano, y sin duda tendrá éxito si no logramos afirmar en nosotros lo auténticamente humano. Debemos abrir bien los ojos a la perspectiva de la colonización de lo humano por lo inhumano y, a sabiendas de la grave amenaza que representa lo inhumano, afrontar conscientemente el desafío de vivir humanamente”.
Estamos gobernados por tecnócratas cómo Mario Draghi: antiguo trabajador de Goldman Sachs, marido de una Rotschild, ex-presidente del Banco Mundial y actual Presidente de Italia no electo por voto directo sino impuesto mediante un pseudo-consenso de los partidos parlamentarios. O por empresarios pertenecientes a una élite globalista como Jeff Bezos: apostando por la carrera espacial, propietario de una de las empresas más prósperas del mundo, inmerso en labores “filantrópicas” de ingeniería social para remodelar al mundo y bien relacionado tanto con las empresas de Silicon Valley como con El Pentágono, que están a punto de implementar proyectos a semejanza del contrato JEDI —de 10.000 millones de dólares— cuyo propósito era “consolidar un mosaico de sistemas de datos, dar información en tiempo real y ayudar al Departamento de Defensa a desarrollar capacidades de inteligencia artificial”.
En la guerra comercial, de materias primas, geopolítica, militar, tecnológica y de información entre Eurasia y los EEUU, el Imperio yanqui ha retrocedido por culpa de lo acaecido en Afganistán. La caída de los Estados Unidos es esencial para poder suprimir las libertades a nivel global, así como el empobrecimiento generalizado de la población a consecuencia del aumento de la deuda, la inflación y la emisión monetaria desaforada. La catástrofe económica es necesaria para seguir dando pasos en la dirección de una dictadura global basada en el viejo principio romano del golpe de estado –un shock, según Naomi Klein– que pretende rescindir las libertades para proteger al pueblo de las amenazas externas e internas. En realidad, aún no hemos visto el Nuevo Orden Mundial postcovid: solo podemos suponer en qué consiste a través de las advertencias que ya estamos viviendo sobre cómo el clima y la economía serán utilizados para controlar a la población. En cuanto a posibles guerras… Solo el tiempo dirá si la gravedad de la ola de atentados que pronto viviremos en Occidente —Europa, más probablemente, a consecuencia de las múltiples células terroristas actualmente dormidas pero que amenazan con despertar y están ligadas tanto a ISIS como a Al-Qaeda; es decir, a los mismos servicios secretos que las han creado y las controlan—, llegará al extremo de nuevas guerras. Ahora que se van a cumplir los 20 años exactos del 11S y tras los atentados de los últimos días en Kabul, podemos decir que hay un ciclo periclitado que, quizás, se repita en calidad de farsa histórica (Marx) de consecuencias análogas: nuevos conflictos y nuevos intereses para un resultado semejante en el marco de un mundo nuevo.
Dada la incertidumbre y el vértigo que caracterizan nuestro tiempo, la especulación y la hipótesis se han convertido en los recursos más eficaces para prever el futuro cercano y para analizar el presente estrictamente simultáneo. Cuando podamos intuir el alcance de un nuevo invento, descubrimiento o acontecimiento, la tecnología o la realidad ya estarán mucho más lejos de lo que podamos imaginar y, desde luego, prever. Padecemos un virus político y económico que ha infectado nuestra libertad —en otras palabras: nuestra humanidad— de una forma que nunca antes se ha visto en la historia. La pésima labor de la mayoría de medios de comunicación y el bombardeo constante de información contradictoria y mal digerida ha generado una incomprensión absoluta del mundo por parte de grandes capas de la población, donde los individuos han relegados a su limitado y “diseñado” grupo de comprensión sesgada de la realidad.
Solo un pequeño contingente de tecnócratas, nuevos gnósticos de un auténtico culto neopagano, cuentan con las herramientas adecuadas y la garantía intelectual necesaria para desentrañar ese conocimiento esotérico en el que se ha terminado convirtiendo la realidad. Es el grado máximo de la irrespirable modernidad, caracterizada por la negación radical del mundo antiguo –sus dogmas, sus sociedades comunales, su entrega a lo trascendente, la primacía de la familia en la jerarquía social–, del hombre tradicional –que vivía perfectamente integrado en su realidad, con su más descarnada intimidad y con la totalidad del orden cósmico– y de sus valores –amor, piedad, compasión, sacrificio, arrepentimiento, esperanza–; del mandato divino en pos de la pulsión utópica, la transformación de la realidad y la implementación de un hombre nuevo. El viejo mundo no volverá ni aunque estuviéramos todos vacunados –Dios quiera que no lo estemos jamás–; ni cuando dejemos de llevar mascarilla en lugares cerrados, si es que ocurre. O somos conscientes ahora de lo que realmente está ocurriendo y de todo aquello que está en juego o ya no habrá un alma sobre la tierra que poder vender al diablo ni una mísera guerra que librar por Dios.
Nacido el 3 de noviembre de 1998 en Madrid, es estudiante de Literatura General y Comparada en la UCM y, además, colabora en diversos medios digitales y audiovisuales de la disidencia. Con formación en oratoria y experiencia como crítico cinematográfico, defiende el incomparable legado de la Hispanidad dentro de Occidente y el saber perenne de la filosofía tradicional a través de la literatura como bastión de defensa contra el mundo moderno. Sus enemigos son los mismos enemigos de España, así como todos aquellos que pretenden cambiar el curso de la historia y el carácter de los pueblos con medidas de ingeniería social. En definitiva, es un reaccionario.