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domingo, 21 de septiembre de 2014

Reconquista de la Historia: Santa Isabel la Católica (1488)





InfoCatólica-Javier Olivera (9/8/2014): En las vísperas del Quinto Centenario del Descubrimiento de América, Isabel la Católica estuvo a punto de ser beatificada; diversas razones hicieron suspender dicho acto que iba a ser presidido por el ahora San Juan Pablo II. Fue entonces cuando el el gran hispanista francés, Jean Dumont, publicó este artículo en la revista Verbo, que ahora compartimos aquí.

P. Javier Olivera Ravasi (1977), sacerdote del Instituto del Verbo Encarnado. Abogado por la Universidad de Buenos Aires (UBA), doctor en Filosofía (Pontificia Università Lateranense, Roma) y en Historia (Universidad Nacional de Cuyo). Actualmente se desempeña como profesor del Seminario Diocesano de San Rafael y del Seminario mayor “María Madre del Verbo Encarnado”, dictando materias en el ámbito de la Historia de la Filosofía y de las Lenguas Clásicas; es también profesor de enseñanza superior en el Instituto “Santa María del Valle Grande” y en el “Instituto Alfredo R. Bufano”.

Jean Dumont: Una violenta campaña [1] judía y pro-judía ha logrado de Roma la «suspensión» del proceso de beatificación de Isabel la Católica. Suspensión anunciada por el cardenal Felici, Prefecto de la Con­gregación romana para la causa de los santos, el día 28 de marzo de 1991 y, que inmediatamente, ha motivado las felicitaciones (dirigidas el mismo día o el siguiente) de la célebre organización mundial del lobby judío, la Anti-Diffamation League of B'nai Brith. Felicitaciones que fueron recibidas en Roma a partir del día 2 de abril e iban dirigidas a monseñor Cassidy, presidente del Con­sejo para el ecumenismo, enviadas, por consiguiente, por gentes bien al tanto de lo que se tramaba.

Roma se niega a sí misma

El ecumenismo a toda costa, por tanto, realiza un nuevo, sig­nificativo e importante destrozo. Y dando la razón a inquietudes premonitorias expresadas sobre esta cuestión. Porque, se quiera o no, la Anti-Diffamation judía acaba de conseguir, así, la difama­ción de una de las más santas figuras de la cristiandad. La más santa figura de finales del siglo XV, de ese recodo esencial como principio del mundo moderno y prefacio de la Reforma, de esa rotura que sólo Isabel fue capaz de prevenir. Difamación conse­guida en un acto de puro arbitró: la suspensión de un proceso de beatificación regular presentado por el obispo de la diócesis donde murió Isabel, Medina del Campo: el obispo de la cercana Valladolid. Proceso apoyado por gran cantidad de obispos y de cardenales, especialmente de América del Sur: los prestigiosos cardenales, López Trujillo, Aponte Martínez, Castillo Lara. In­cluso de Estados Unidos, como el cardenal Law, de Boston.

Un proceso de beatificación comenzado, de hecho, por inicia­tiva de Roma, desde el siglo XV, como veremos. Roma no sola­mente rechaza hoy bruscamente las peticiones del pueblo cristia­no, tanto del nuevo como del viejo continente, hechas suyas por tantos prelados eminentes, sino que se niega a sí misma.

La difamación se harta. Para empezar, ciertos ignorantes de Le Monde se apresuran a presentar a la reina Isabel de Castilla como «apodada la católica» (número del 28 de marzo de 1991). Estas lumbreras de nuestros medios de comunicación deben creer que el título «la católica» no es más que un apodo como cualquier otro; y, así, Isabel sería «la católica» de la forma que Pipino era «el breve» y Luis «el grande».

Como es necesario que estos santones aprendan algún día algo, enseñémosles que este título de «la católica» no es un apodo, sino un título de la Iglesia. De hecho oficialmente concedido, en una especie de beatificación algo más que política y excepcional, por iniciativa de Roma. Roma, tomada en su sentido más amplio, representando concretamente a toda la Iglesia, ya que la decisión de la concesión de este título (bula Si convenit) fue común del Papa y del Sacro Colegio reunido en consistorio el 2 de diciem­bre de 1496. Los informantes fueron el cardenal Carafa de Ná­poles, el cardenal de Costa de Lisboa y el cardenal Piccolomini de Siena, ninguno de ellos español. Y, el último de ellos, bien pronto Papa, Pío III, en 1503.

Literalmente: negativa a sentenciar

Hasta hoy, el mismo Le Monde no ha revelado entre los prela­dos promotores de la «suspensión» del proceso de beatificación re­ligiosa de «la católica» por título de la Iglesia, más que al carde­nal Lustiger, que no ha cesado de referirse él mismo a su naci­miento judío. «Monseñor Lustiger ha intervenido ante el arzo­bispo de Madrid. Parece que sin éxito» (Le Monde, 7 de diciem­bre de 1990). La primera causa de esta insólita intervención de monseñor Lustiger lejos de su sede, en los asuntos de otra igle­sia y de otro pueblo, es en él, ciertamente, una conjunción: la de su conmovedora pasión, la más importante, por sus orígenes, y la de la deficiencia de su información histórica, que le han hecho tomar el bello rostro y el alma hermosa de Isabel por sedes de abominaciones, golpeando, por maldad, al judaísmo. Vamos a mos­trarlo.

Habríamos preferido mayor reserva en el arzobispo de París respecto a lo que puede poner en tela de juicio el honor de gran­des figuras de la Cristiandad a la que se ha unido. Y que le ha confiado el cargo de representarla en un puesto eminente. Al creer en la indignidad de Isabel le correspondía presentar sus argumen­tos ante los jueces del proceso de beatificación, y no reclamar el archivo de la causa por un acto de puro arbitrio por el que se fe­licitan los B'nai Brith. Y, que en beneficio de su judaísmo polémi­co, golpea a la Cristiandad, literalmente, con una negativa a sentenciar.

Y es que, de hecho, se temía al proceso de beatificación. Ha­bría mostrado la nadería de las sospechas de indignidad respecto de Isabel, y que ahora la difamación puede difundir libremente. Una difamación, en efecto, directamente favorecida por la «sus­pensión» oscura que deja suponer que las imputaciones calumnio­sas difundidas por los medios de comunicación y los grupos de presión anti-isabelinos y contrarios a la Cristiandad dominantes, estaban bien fundadas.

Hagamos el proceso que se ha prohibido

Puesto que a la fuerza se ha ocultado la verdad, hagamos no­sotros mismos surgir lo esencial.

Primera acusación: Isabel «fue responsable de la persecución de miles de judíos y musulmanes» (Le Monde, 30 de marzo de 1991). Formulación ridícula, puesto que los judíos y musulmanes en la España de Isabel no eran «miles», sino cientos de miles. Y afirmación absolutamente falsa, ya que Isabel jamás «persiguió» a los judíos ni a los musulmanes.

Es bien sabido, respecto a estos últimos, que los dos hombres a los que confió el poder en la Granada musulmana que recon­quistó en 1492, el conde de Tendilla y el arzobispo de Talavera, fueron insignes protectores de sus administrados. La conversión al cristianismo, en especial bajo su autoridad, no se consiguió más que por la predicación a base de estima y afecto. Jiménez de Cisneros, a continuación, añade los regalos, Al fin, Isabel deja pla­near la amenaza de expulsión de los no conversos (antiguos ocu­pantes, recordémoslo, peligrosos por sus complicidades con los berberiscos islámicos). La «persecución» se limita a esta amenaza tardía y verbal de una medida de seguridad con los no conversos sublevados. E Isabel rescata, para darles la libertad, a todos los esclavos moros hechos durante la conquista. El auto de fe de los libros árabes es una leyenda sin ninguna base documental.

¿Descanonizar a San Luis?

Isabel tampoco persiguió a los judíos. Se rodeaba de ellos, como sus principales financieros, Abranel y Abraham Seneor. Y, en tanto estuvieron en Castilla, los «persiguió» mucho menos que en Francia nuestro San Luis, al que, entonces, habría que descano­nizar (por el camino que vamos, pronto llegaremos a ello).

Porque San Luis rechazaba todo concurso al tesoro real de los financieros judíos. Más aún, decretó que todo judío que se dedicara a la usura debería ser expulsado del reino. No podían per­manecer en Francia más que los judíos que vivieran de un trabajo manual, lo que no suponía mucha gente. En Castilla, por el con­trario, los judíos regentaban los préstamos y los mercados, «por doquier se olía un maravedí» (T. de Azcona). Y San Luis hizo lo que ni siquiera Isabel imaginó: la confiscación de ejemplares del Talmud y de otros libros judíos, porque eran anticristianos. Estos ejemplares se quemaron en 1239 y los rescatados en 1254. En el resto, San Luis protegía a los judíos, asegurándoles una justicia equitativa. Como Isabel, de la que se conocen numerosas inter­venciones personales en tal sentido [2].

Una medida prudente

Segunda acusación: Isabel es «culpable de haber expulsado ciento cincuenta mil judíos de España» (Le Monde, 4 de abril de 1991). El hecho de la expulsión es exacta, pero Isabel no tomó tal decisión más que después de veinte años de reinado, en 1492. Y fue la última de los grandes monarcas europeos en hacerlo. Los judíos habían sido expulsados de Inglaterra en 1290, de Alema­nia a partir de 1348-1375, de Francia desde 1306 y después de 1394 en tiempos de nuestro gran teólogo Gerson, lo que había producido una gran afluencia a España a la larga insostenible. El famoso «umbral de tolerancia», según la fórmula del presidente Mitterrand, había sido ampliamente superado, tal como lo mues­tran las sangrientas revueltas antijudías del pueblo castellano, pre­cisamente a partir de finales del siglo XIV, mientras que dicho pueblo, como sus monarquías, habían sido de una tolerancia ejemplar respecto a los judíos durante la Edad Media, como es bien sabido.

Además, como es natural, esta masa judía que permanecía ju­daica, ejercía una influencia perniciosa en la ortodoxia y la leal­tad castellana de los muy numerosos judíos convertidos al cris­tianismo, la mayoría de las veces voluntariamente. Tendían a apoderarse cada vez más de cargos públicos y celebraban osten­siblemente ceremonias judaizantes, como lo denunciaban los me­jores de entre ellos [3]. Conversos a los que el pueblo castellano de ahí en adelante atacaba, también, en otras sangrientas revueltas.

La expulsión, por tanto, se convirtió en una medida de pru­dencia, a la vez religiosa y temporal, necesaria para evitar mayores males, donde el menor no era el baño de sangre que amenazaba sin cesar. Se trató de una medida que, mucho antes, se había to­mado por el resto de las grandes monarquías de Europa, y con razones menos imperiosas. Por consiguiente, tal medida no puede oponerse a una beatificación que se funda exclusivamente en las virtudes cristianas heroicas de la persona en cuestión. Y que cuando reina es titular del poder temporal y a la que corresponde en conciencia garantizar el bien común: el de su pueblo, el de los conversos e, incluso, el de los judíos, convertidos en indeseables.

Beatificación laica

Respecto a este tema, por lo demás, el más grande historia­dor de nuestro tiempo, al que no se puede tachar de antisemitis­mo, Fernand Braudel, resulta inapelable. Helo aquí, enérgico, como conviene para alzarse contra el actual conformismo pro ju­dío: «Me niego a considerar a España como culpable de la muerte de Israel. ¿Cuál sería la civilización que, en el pasado, una sola vez, hubiera preferido los otros a sí misma? No más Israel, no más el Islam que los otros. (...) A propósito de la España del siglo XVI [y del XV], hablar de «país totalitario», incluso de racis­mo, no es razonable. ... La Península, para volver a ser Europa, se negó a ser África, u Oriente, según un proceso que se asemeja, en cierto modo, a los procesos actuales de descolonización... En esta perspectiva de conflictos de civilizaciones, el alegato ardiente y seductor de [el historiador judío] León Poliakov me deja in­satisfecho. No ha visto más que uno de los dos espejos del drama, los agravios de Israel, no los de las Españas que no son ilusorios, falaces y demoníacos»[4]. Lo que confirma el gran historia­dor de origen judeo-cristiano, Américo Castro, profesor de Prince­ton, al escribir del poder, especialmente municipal, usurpado por los conversos, con la ayuda de los judíos, que era «abusivo y anar­quizante»[5].

De este modo, en defecto de la Roma de hoy, la historia laica, en su más alto nivel, ya ha beatificado a Isabel la Católica. Por el mismo motivo que le imputan como crimen los B'nai Brith y nuestro monseñor Lustiger. Es cierto que este último no duda en escribir de los conversos, en realidad ricos, poderosos y domi­nadores, que sufrieron los «bautismos forzosos», fueron «obligados a la conversión»[6], lo que es absolutamente falso respecto a la inmensa mayoría de ellos, y totalmente bajo el reinado de Isa­bel. La mejor prueba consiste en que, precisamente, fue preciso expulsar a la masa de los judíos, que libremente no se convirtie­ron. Como lo han destacado Américo Castro, López Martínez y Pacios López, las conversiones fueron, sobre todo, producto de los numerosos matrimonios mixtos incluso entre la alta nobleza, de predicaciones y de «disputas» que, como la de Tortosa, condu­jeron a adhesiones extensas al cristianismo. Testimonios judíos de la época reconocen que las conversiones resultantes de unos y otras fueron voluntarias.

En el mismo libro, en el que no son extraños errores de este tipo, monseñor Lustiger, señala respecto al antisemitismo cristia­no: «No tengo competencia histórica». Se le cree, entonces, más fácilmente. Lo que, por lo demás, no es mucho, respecto a su ver­dadera función, la de gran pastor de almas. No de comentarista histórico inseguro.


InfoCatólica-Javier Olivera (12/8/2014): ¿La Inquisición? En absoluto

Tercera acusación: Isabel fue la reina de una inquisición. Sin embargo, ésta fue creada por una bula pontificia. Y fue el Papa, también, quien, en contra de lo que ha dicho Le Monde (artículo de Henri Tinck, de 7 de diciembre de 1990), nombró inquisidor y luego inquisidor general al famoso Torquemada.

Volvemos a encontrarnos con San Luis, al que habría decididamente que descanonizar si Isabel, por esa razón, es indigna de ser beatificada, porque San Luis fue el rey de la primera Inquisición, de la que la española no hizo más que tomar, grosso modo, la estructura y los procedimientos. Las fechas están ahí: 1226, consagración de San Luis; 1233, primeros inquisidores nombrados en Francia por el Papa; 1270, muerte de San Luis. Y la acción de los inquisido­res se desarrollaba en Francia, como más tarde en España, bajo la protección de los oficiales reales, especialmente del senescal real de Carcasona. Por lo demás, además de San Luis, tiene sus pro­pios santos: San Pedro de Verona y en España, incluso, San Rai­mundo de Peñafort y San Pedro de Arbués. Incluso Santo To­ribio.

¿Hizo Isabel de su Inquisición una manía personal de opre­sión, especialmente contra los conversos? En absoluto. En primer lugar, la Inquisición se confió a religiosos de origen judío conver­so: el mismo Torquemada y su sucesor Diego Deza. Además, des­de que le fue posible, a mitad de los años 1490, proclamó una amnistía inquisitorial general remitiendo todas las condenas que se estaban cumpliendo. Y el objetivo que dio a su Inquisición fue el de la plena confirmación cristiana de los conversos, para poner fin al baño de sangre de los progroms que también les alcanzaban.

Inquisición al revés

Objetivo alcanzado, porque se detuvieron total y definitiva­mente los progroms; y por la brillante confluencia del genio judío y de la Reforma católica personificada por esos nombres prestigio­sos, todos de origen converso: el ilustre teólogo Francisco de Vi­toria, San Juan de Avila, Diego Laínez (primer sucesor de Igna­cio de Loyola al frente de la Compañía de Jesús), el gran poeta espiritual Fray Luis de León, Santa Teresa de Avila (cumbre de la mística), Arias Montano (cumbre de la ciencia bíblica), José de Acosta (cumbre de la misionología). Toda una constelación nacida del alma lúcida y santa de Isabel.

Todas estas estrellas resplandecientes del genio judío católico se habían preservado maravillosamente de la involución judaizante que la Inquisición de Isabel (y del Papa) había recibido la misión de combatir; de conformidad con uno de los cánones del concilio de occidente celebrado en Elvira (Granada) hacia el año 300, pre­cisamente en España, que exigía a los cristianos el rechazo de las «bendiciones judías» bajo pena de excomunión.

Por consiguiente, descalificar hoy a Isabel, inspiradora de esas estrellas judío-católicas, es descalificarlas por su no judaísmo y abrir la puerta, por la amenaza de una Inquisición al revés, al catolicismo judaizante que monseñor Lustiger reivindica con fuer­za, casi con violencia, en su libre* ya mencionado. Ahí está, proba­blemente, la segunda causa, el fondo totalmente religioso, de la intervención del arzobispo de París en el asunto que tratamos.

Los indios

Cuarta acusación: la imputación esta vez es del no historiador monseñor Lustiger. Otro error de su libró en esta frase: «Religiosos pelearon contra los príncipes españoles, a veces hasta la muerte, por defender a los indios» [1]. Todos los historiadores especialistas no españoles, desde Pierre Chaunu a Marcel Bataillon, a Lewis Hanke, no han cesado de destacar esta gran evidencia: la preocupación constante mostrada por la monarquía española para a defensa de los indios. Y si la imputación apunta también al «príncipe español» Isabel, entonces, el error es mayúsculo.

Como bien lo saben los cardenales suramericanos partidarios de la beatificación de la reina de Castilla, la dilección totalmente cristiana respecto a los indios es, en primer lugar, la de Isabel. Una dilección de una pureza turbadora que legará a sus descendientes. En las primeras instrucciones que da a Cristóbal Colón en 1493, se lee: «Los indias deben ser tratados bien y amorosamente, sin que se les cause el menor perjuicio. De tal forma que se establezca con ellos mucha conversación y familiaridad».

Además, «bajo pena de muerte», Isabel exige la devolución a las Antillas, y libres, de los indios enviados por Colón a España para ser vendidos como esclavos. Además, destituye a Colón a pesar de los poderes que inicialmente se le habían garantizado. Estipula que los indios realizarán su trabajo «como personas libres que son y no como esclavos». En fin, redacta su testamento en el que pide a su marido, el rey Fernando, y a su hija, Juana, ya madre del futuro Carlos V, «que no se permita que los indígenas... sufran el menor agravio en sus personas y en sus bienes. Sino que, al contrario, se ordene que sean tratados con justicia y humanidad y se reparen las injusticias que pudieran haber padecido».

Es en estas exigencias del «príncipe español» en las que se inspirarán explícitamente los religiosos, grandes protectores de los indios, Las Casas como Vasco de Quiroga; y no al contrario. El alma lúcida y santa de Isabel ha cristianizado, aún, decisivamente uno de los grandes momentos de la historia.

Isabel salvó a la Iglesia

Isabel hizo aún más, si eso es posible. Pero de esto, curiosa­mente, nadie habla. Sobre todo en Roma y en el arzobispado de París. Ya que Isabel, por su acción personal, ha salvado nada menos que la Iglesia católica. ¿Qué hubiera sido de esta Iglesia católica si no hubiera habido en el siglo XVI la roca de la Iglesia española? La roca, por ejemplo, de los jesuitas que detendrán y harán retroceder la Reforma en toda Europa, dominándola por la fidelidad, la energía y la inteligencia. Tan sólo un hecho: cuando la monarquía francesa, en 1561, en el Coloquio de Poissy, quiere oponer una defensa católica a la retórica hugonote, no encuentra nadie al norte de los Pirineos para replicar al calvinista Théodore de Bèze. Tiene que recurrir para ello al jesuita Diego Laínez, hijo converso de Isabel la Católica.

Afortunadamente, España está llena de otros Laínez, como Maldonado y Mariana, que asumirán la enseñanza de la teología en París. Con gran admiración de nuestro Montaigne.

Esta roca de la Iglesia católica de España, esta plenitud de talentos y de voluntades, fue Isabel quien las levantó y alimentó. Con la primera Reforma católica que precedió en casi un siglo a la del Concilio de Trento y en medio siglo la aparición de la Reforma protestante. Esta primera Reforma fue Isabel, seglar, mu­jer y reina, quien la hizo. Dejando de lado a la Roma impotente, que hoy le devuelve el favor. Con la dirección de la Reforma reli­giosa que creó cerca de ella, confiada principalmente al obispo Martín Ponce de León en 1493. Y, para lo cual, exigió y recibió de Roma plenos poderes, incluyendo religiosos [2].

Jiménez de Cisneros, al que eligió como confesar, realizó con éxito la reforma de su inmensa diócesis de Toledo y de la gran orden franciscana, a partir de 1498. Por la promoción de los estudios del clero, objetivo primordial de la fundación, poco des­pués de la Universidad de Alcalá de Henares, centro de la cultura renaciente. Por la brillante renovación bíblica, al que se le debe la iniciativa histórica, incluso antes de la Reforma protestante. La orden benedictina fue reformada por García de Cisneros, abad de Montserrat; la orden dominicana por Pascual de Ampudia, futuro obispo de Burgos; la orden de los agustinos por su vicario general Juan de Sevilla, etc. Hasta el punto que un alemán, compatriota de Lutero, que visitaba España a finales del siglo XV, el doctor Hieronymus Münzer, otorgó a Fernando el Católico, marido de Isabel, el título de «nuevo Carlomagno», por .la profundidad de su acción reformadora en la Iglesia.

De esta Reforma católica de España, en menos de un siglo, surgen nada menos que la obra maestra de la caridad con San Juan de Dios y sus hermanos; la obra maestra del apostolado con Ignacio de Loyola y sus jesuitas; las obras maestras de la contem­plación y la mística con Santa Teresa y San Juan de la Cruz y sus carmelitas.

La Juana de Arco española

De todo esto, menospreciado por Roma, son los B'nai Brith los que, hoy, se han constituido en jueces represores. En una es­pecie de nuevo proceso de brujería condenando a la Juana de Arco española, como nuestra Juana lo fue por otros hombres de Igle­sia. Isabel, como Juana, desde entonces, herética y relapsa. Por­que Isabel, como Juana, fue capaz de buena y santa guerra por la reconquista de su nación.

Al final de este breve proceso de rehabilitación, invoquemos a Santa Isabel la Católica. A la que canonizamos de corazón, tam­bién como laicos, ya que en Roma nadie se atreve a hacerlo. No afirmamos con ello, por otra parte, nada original, ya que sus con­temporáneos la canonizaron explícitamente. «La santa reina cató­lica doña Isabel», escribió de ella, por ejemplo, su propio médico, doctor Toledo, que sabía a que atenerse.

Modelo, por tanto, como Juana, no superado, de laico católico. De virtudes cristianas heroicas en todo, de espíritu, de corazón y de alma. Pues como joven, mujer, madre, reina, Isabel fue, sin fallas, ejemplar. Modelo absoluto de esa Cristiandad que, también, constituye nuestros orígenes y de la que nadie nos obligará a prescindir.

Cumbre de la ascensión espiritual

Entonces, para vencer nuestra tristeza ante el insulto que se ha hecho a Isabel, sigámosla en los meses de su última y dolorosísima enfermedad, durante la cual no dejó de cumplir sus obli­gaciones de soberana. Estaba en plena madurez, pues no tenía más que cincuenta y tres años.

«La prueba depuró su carácter y su virtud –escribe su gran biógrafo Azcona–, lanzándola, más que nunca en su vida, hacia las cumbres de la ascensión espiritual... Asimiló y practicó toda la doctrina evangélica del desprendimiento, de la abnegación y del sacrificio hasta el Calvario, iluminada por la fuerza de la fe: "En la fe –escribía–, estoy preparada para la muerte, que recibiré como un don muy especial y excelente del Señor"... Desde lo alto de las montañas de Granada abrazaba con su mirada todos sus reinos, esforzándose en encontrar la pureza del culto, la pureza del respeto hada la Eucaristía y la extirpación de todos los vicios. De la ciudad mora salen hacia todos los lugares de sus Estados peticiones angustiosas de oración y de sacrificio hacia la Cristian­dad... El alma de Isabel vibra intensamente, viviendo en lo más íntimo la realidad sin miramientos de su catolicidad... Su testa­mento, de una grandeza sobrehumana, invoca a Dios y a los san­tos, hace profesión de fe, recomienda su alma, constituyendo una obra literaria y técnica (de gobierno) de una perfección maravillo­sa. Que permanecerá para siempre, infletrie, en la historia re­ligiosa, política y jurídica de todos los tiempos» [3].

Condenados al silencio, amordazados, los promotores de su beatificación lo habían dicho magníficamente: Isabel es «un mo­delo para las adolescentes, las mujeres, las madres y los jefes de gobierno». Es decir, para todos aquellos y todas aquellas que en la actual depravación, necesitan al máximo este modelo católico que se nos ha ofrecido para «iluminación del alma» [4]. Este mo­delo, ocasión, pues, de la más pertinente beatificación, que se han esforzado en apagar. No nos queda más que, con una invencible esperanza en Roma, esperar a la rectificación.

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