¡...si la madre España cae
-digo, es un decir-
-digo, es un decir-
salid niños del mundo; id a buscarla!
(CésarVallejo)
(CésarVallejo)
Blog Manuel Guerra (28/11/1014): En las clases de lectura del mes de noviembre, mes de las ánimas, del último curso de “Latín y Humanidades” en el seminario diocesano se hizo ritual leer alguna de las leyendas becquerianas, especialmente la titulada El Monte de las Ánimas [1]. La imaginación quinceañera era capaz de oír “el doblar de las campanas, su tañido monótono y eterno”, y de ver las “ánimas de los difuntos, envueltas en jirones de sus sudarios, corriendo entre las breñas y los zarzales” en torno al convento de los templarios del Monte de las Ánimas, ubicado no en Soria como dice la tradición, sino en el convento jerónimo de Fresdesval –aledaños de Burgos- donde pensó retirarse el emperador Carlos I antes de decidirse por Yuste. Veíamos también “impresas en la nieve las huellas”, pero no “de los descarnados pies de los esqueletos” como las describe Bécquer, sino de seres fantasmales, también las del protagonista que, tras dejar su cuerpo despedazado por los lobos, fue capaz de pronunciar el nombre de su amada, oído por ella durante el sueño, y de dejar su banda azul sobre el reclinatorio de la capilla de su palacio.
EL HOMBRE, UN SER PARA LA TRANSMUERTE
El más allá y el más acá de la muerte son como los dos polos de un campo magnético que, en dirección opuesta y con intensidad variable, atraen las aspiraciones de los hombres de todos los tiempos y regiones. El filósofo Martin Heidegger acierta cuando afirma: “El hombre, un ser para la muerte”, aunque sea más acertado decir “para la transmuerte”. Desde el instante de la concepción caminamos hacia el más allá de la muerte, que es la vida eterna. El cristiano es hombre de perspectiva, capaz de mirar lo eterno y ultramundano situado más allá de la línea del horizonte, sin dejar de ver lo temporal e intramundano, como el buen conductor, mientras maneja el volante, contempla el paisaje a través del parabrisas sin verse forzado a mirar alternativamente la inmediatez del cristal o su más allá paisajístico.
El hombre moderno tiene miedo a la muerte. Por eso, la oculta y hasta rehúye mencionarla. “Corremos sin cuidado hacia el precipicio tras haber puesto algo delante de nosotros para no verlo [2]”. Cualquier día y mes, especialmente noviembre, es bueno para pensar en la muerte y en el más allá de ella sin olvidar algunos de los fenómenos conocidos cada vez mejor. Para hacerlo sin el miedo de animal herido, pero con “la gracia del miedo” al mismo tiempo que solo con “miedo al miedo”, aparte de la fe, puede servir un libro de fino humor irónico, cuyo autor se define “un judío de apellido árabe y de religión católica”[3].
“ÁNIMAS, ALMAS, ESPÍRITUS, FANTASMAS,
YO CONSCIENTE [4]”
En el plano del conocimiento y del lenguaje no es posible el encuentro con lo transcendente, con lo estrictamente espiritual (alma, espíritu, etc.,), sino a través de mediaciones metafóricas o simbólicas. Por eso, el significado de “ánima”[5] y de “espíritu” salta desde el básico o etimológico “aliento, aire, viento” al metafísico, transcendente a los sentidos, al espiritual. Probablemente sirvió de punto de apoyo para dar el salto la comprobación de que el hombre vive mientras respira, expira o muere cuando deja de hacerlo. Son palabras sinónimas en cuanto a su etimología. En cambio, no lo es “alma” aunque lo parezca a primera vista. Su étimo relaciona esta palabra con el radical al- de alo, alere = “alimentar” más el sufijo grecolatino –ma, en latín originariamente –men, más tarde –mentum, por ejemplo alimentum > “alimento”. Luego etimológicamente “alma” designa lo “nutriz, vivificador” del cuerpo[6].
Estas mismas palabras, en determinado contexto (apariciones, visiones) designan realidades no estrictamente espirituales, aunque tampoco propiamente materiales, sino inmateriales si bien perceptibles de alguna manera por los sentidos; a veces quedan reducidos a algo meramente intramental o imaginario. Precisamente el Diccionario de la Lengua Española (Real Academia Española, Madrid 200121) define “fantasma” como “imagen de un objeto que queda impresa en la fantasía. /Visión quimérica como la que se da en los sueños en las figuraciones de la imaginación. /Imagen de una persona muerta que, según algunos, se aparece a los vivos, etc.,”. Todas las palabras, también estas, son “polisémicas” o portadoras de “muchos significados”, que a veces se entrecruzan coincidiendo en alguno de ellos, o sea, son sinónimas. La sinonimia de las señaladas se refiere también al principio vital y espiritual del hombre en sí y en cuanto subsistente tras a muerte, que a veces se aparece como sensible o captable por los sentidos e inmaterial.
Pero nunca designan al yo completo. No se entiende por qué, en décadas pasadas, se ha generalizado la interpretación del sustantivo antropológico acompañado del adjetivo posesivo: “mi alma, mi espíritu, mi cuerpo, mi carne”[7] como si el substantivo se identificara con todo el ser humano y significara “yo”. De ahí se deducía el monismo antropológico bíblico que se opondría al dualismo griego. Pero, en estos textos y contextos, en hebreo y arameo, el yo es designado por un pronombre personal sufijo afijado; en griego (texto inspirado del Nuevo Testamento) por el correspondiente pronombre personal no sufijado, sino independiente. La traducción literalísima: “el alma de mí” refleja la disociación entre el yo y sus elementos constitutivos –si cabe- mejor que el español: “Mi alma proclama…, mi espíritu exulta…”[8]. La antropología neotestamentaria, culmen de la revelación divina es la dualidad antropológica, no el dualismo, o sea, la unidad psicosomática con dos vertientes, la material y la espiritual, constitutivas de la cima del yo consciente. La originalidad antropológica, sobrenatural, de la revelación cristiana constituye al hombre en “creatura de Dios” (A. Testamento) y en “nueva creatura en y para Jesucristo” (N. Testamento).
EL CUERPO FÍSICO O MATERIAL
Y EL CUERPO ENERGÉTIO O INMATERIAL[9]
Prescindo ahora del alma espiritual, acerca de la cual las ciencias positivas no tienen nada que decir; no pueden afirmar ni su existencia ni que no existe, aunque los científicos suelen ceder a la tentación de invadir el campo de lo metafísico, de lo espiritual. Con razón el filósofo Bergson critica la mentalidad cientificista coetánea suya e indirectamente a la posterior: “Solo hemos pedido a la ciencia que siga siendo científica, que no se disfrace de metafísica inconsciente, presentándose entonces a los ignorantes y semidoctos bajo la máscara de la ciencia. Durante medio siglo este cientificismo ha obstaculizado el camino de la metafísica”[10].
3.1. El cuerpo físico o material
Cuando se visita el Museo de Historia en Washington, donde hay un sinnúmero de “cosas” de variado interés histórico, llama la atención una sala pequeña. En una de sus paredes, una lámina reproduce la figura anatómica (sistema óseo, nervioso, circulatorio) de un hombre, cuya estatura se adapta al peso de 77 kilogramos. Ante él, en las ramas de una especie de árbol metálico, recipientes de cristal de distintos tamaños contienen sus productos naturales y químicos: 48 kilos de agua, 17 de grasa, cuatro de fosfato de cal, kilo y medio de albúmina, una placa de gelatina de cinco kilos; frascos menores corresponden al carbonato cálcico. almidón, azúcar, cloruro de sodio y de calcio, etc. En la parte superior de la pared con grandes letras negras, una palabra: “El hombre”.
¿Pero, eso es el hombre? ¿Eso es la sonrisa de un niño, la ternura de una madre, el genio de Homero, Virgilio, Cervantes, Bach, Einstein, etc., la juvenil y viril santidad de san Juan Evangelista, la belleza y bondad de la Inmaculada Virgen María, la majestuosa y acogedora humanidad de Jesús de Nazaret, verdadero Dios y Hombre perfecto? Eso es el cuerpo físico o material de un hombre de 77 kg de peso, su cadáver un instante después de su muerte. A eso se reduce el hombre a ojos de un científico, en cuanto químico.
3.2. El cuerpo energético o inmaterial
Una constante de signo más bien esotérico afirma la existencia de un “cuerpo” distinto del físico. Lo apellida “etéreo, etérico, astral, sutil, luminoso”. Descarto “etéreo, etérico” porque –desde 1905 gracias a Einstein- es sabido que el éter no existe y, por consiguiente, no puede haber un cuerpo hecho de éter, como afirma el yoga, etc., ni prana o “la esencia del éter” puede identificarse con lo divino panteísta (Átman-Brâhman, lo Uno-´Todo), como creen los hindúes. Prefiero llamarlo “energético”, para recoger la aportaciones de la física cuántica o moderna, e “inmaterial” para reflejar el sôma asómaton, “cuerpo incorpóreo” como consideraban los atomistas y los estoicos griegos a los espíritus y a lo divino, así como algunos escritores cristianos de los primeros siglos de la Iglesia a los demonios y-en algunas circunstancias- a los espíritus de los muertos.
Mediante el cuerpo energético pueden explicarse algunos fenómenos, por ejemplo la bilocación, que, como su mismo nombre indica, consiste en “la acción” o presencia simultánea de la misma persona en “dos lugares” distintos y distantes. Sería metafísicamente imposible y físicamente irrealizable que la misma persona se hallara al mismo tiempo en dos lugares distintos, si estuviera en el mismo estado y condición. Pero no lo es si está de dos modos diferentes, a saber, en un sitio con el cuerpo físico o material y en el otro con el cuerpo energético o inmaterial, aunque no estrictamente espiritual. Sabemos con certeza que así ocurría en las bilocaciones de la venerable M. Esperanza de Jesús, fallecida en 1983. A juzgar por todos los indicios es presumible que así ocurriera en otros santos (san Pío de Pietrelcina, san Juan Bosco, etc.,), a veces respaldados por la seriedad de las inquisiciones y comprobaciones de la Inquisición (venerable María Jesús de Ágreda). Por otra parte, la física cuántica permite explicar por qué la bilocación no es la cuadratura del círculo, o sea, algo metafísicamente imposible, que ni Dios sería capaz de hacer; permite intuir cómo es realizable el desdoblamiento del sujeto en dos realidades diferenciadas: el cuerpo físico y el energético. Pero la bilocación bien merece una bitácora monográfica.
LA DOCTRINA DEL MAGISTERIO
DE LA IGLESIA CATÓLICA
SOBRE EL MÁS ALLÁ DE LA MUERTE
“Está estatuido para los hombres morir una sola vez y, después de la muerte, el juicio” (Hebr 9, 27)[11]. Tras el juicio, la subsistencia del alma hasta la resurrección de la carne o de los muertos con la posibilidad de un doble destino: premio o castigo, cielo o infierno. Para las almas no plenamente limpias o presentables ante el Señor hay un proceso de purificación o purificatorio, llamado purgatorio. Son las creencias escatológicas de la Iglesia católica[12].
Es la doctrina resumida por la Congregación para la Doctrina de la Fe, presidida por el entonces cardenal Joseph Ratzinger (Benedicto XVI), con la aprobación del papa san Juan Pablo II Magno. Tras expresar la fe de la Iglesia” en la resurrección de los muertos” y que “la resurrección se refiere a todo el hombre”, añade: “La Iglesia afirma la supervivencia y subsistencia, después de la muerte, de un elemento espiritual, dotado de conciencia y voluntad, de manera que subsiste el mismo `yo humano´, aunque entretanto carece del complemento del cuerpo. Para designar este elemento, la Iglesia emplea la palabra `alma´ consagrada por el uso de la Sagrada Escritura y Tradición. Aunque sabe que esta palabra tiene diversos significados en las Sagradas Escrituras, no obstante, piensa que no hay razón alguna capaz de eliminar el uso de esta palabra y, además, considera que es totalmente necesario un termino verbal para sostener la fe de los cristianos”. La fe, sigue diciendo, de la Iglesia en la inmortalidad o subsistencia de sola el alma hasta el momento de `la resurrección de los muertos´ o `de la carne´ está exigida, además, por “su (de la Iglesia) oración, sus ritos fúnebres, su culto de los muertos, realidades que substancialmente constituyen verdaderos lugares teológicos”, así como por ”la Asunción de la Virgen María en lo que tiene de único, o sea, el hecho de que la glorificación corpórea de la Virgen es la anticipación de la glorificación reservada a todos los demás elegidos”[13].
El espiritismo es una constante en la historia de la humanidad; en cuanto evocación de los muertos y comunicación con ellos es tan antiguo como la humanidad misma[14]. Las creencias y prácticas espiritistas se merecen una próxima bitácora. Se lo merece, además, por el número de sus adeptos[15]. Los espiritistas viven condicionados por sus relaciones con los “espíritus” (= el alma más el periespíritu[16]) o quizás mejor “fantasmas” de los muertos a los que consultan tanto en los momentos decisivos de su vida personal, familiar y social como en los ordinarios sobre todo respecto del porvenir (“cómo debo actuar”, “adivinación”, etc.,). Es manifiesta la incompatibilidad de la fe cristiana con las creencias y prácticas espiritistas. Aunque no era necesario, el magisterio lo ha rechazado explícitamente. Un año antes (1856) de que Kardec publicara su Le livre des esprits el Santo Oficio considera “ilícito, herético y escandaloso”, entre tras actividades, “evocar las almas de los muertos para obtener respuestas, descubrir lo desconocido…” (Denzinger, nº 1654). En 1917 responde “negativamente a todo” a la pregunta: “Es lícito mediante médium –como dicen- o sin médium, empleado o no el hipnotismo, asistir a las sesiones espiritistas, al menos bajo pretexto de honradez y piedad, ya preguntando a las almas o espíritus, ya escuchando las respuestas, ya como simple espectador, incluso con la declaración solemne tácita o expresa de no querer tener parte alguna con los espíritus malignos”[17].
LA NATURALEZA DE LOS FANTASMAS
Algún lector me estará interpelando: ¿pero, cree en las apariciones de los muertos? Creo en la subsistencia de las almas o yo consciente en el periodo intermedio entre la muerte y la resurrección de los muertos. Por ello, creo que, al menos en teoría o por principio, eso subsistente puede comunicarse con los vivos. Pero estoy convencido de que no se hallan a merced de nuestros deseos, curiosidad y caprichos, ni al servicio de nuestras autosugestiones en sesiones espiritistas, ni de la uiyá, ni de la escritura automática, ni fuera de ellas, aunque a veces su comunicación de estos u otros modos sea auténtica.
Ahora me interesa precisar si se trata de apariciones auténticas, verdaderas no, y cuál es su naturaleza. Leer todo el ensayo...AQUÍ