Lunes, 24 noviembre 1975
Madrid ha sido durante tres días y tres noches un inmenso templo abierto, en el que toda España ha llorado por la muerte de Franco y ha rezado por el eterno descanso de su alma. Ni siquiera durante las horas en que el luto oficial fue dejado en suspenso para dar paso al histórico acto de la proclamación del Rey, cesaron las impresionantes colas para llegar hasta el féretro del Caudillo desaparecido. Como destacó certeramente un periódico, el centro de la capital ha estado permanentemente lleno y vacío el resto, porque no es exagerado decir que las gentes han permanecido en casa, frente al televisor, saliendo solamente para hacer acto de presencia física en el inolvidable adiós colectivo a Franco, o expresar su jubilosa esperanza en el sucesor. Por ello nada tiene de extraño que la plaza de Oriente, tantas veces meridiano del país, apareciese llena de público desde las primeras horas del domingo. Así, más de una hora antes de la indicada, a pesar del helor que todavía no había sido vencido por el sol otoñal, el gentío ya era enorme en la plaza, y a lo largo de todo el itinerario previsto: Bailén, España, Rosales y Mondoa, en cuyo lugar, al pie del arco de triunfo dedicado a Franco, debía despedir Madrid el duelo, antes de que el cortejo fúnebre siguiera hacia Santa María de Cuelgamuros en el Valle de los Caídos. Miles de colgaduras con los colores nacionales y crespones negros, banderas a media asta, hombres, mujeres y niños, repicando el suelo para sacudirse el frío de los pies, mientras los soldados y oficiales que cubrían la carrera aguantaban con marcial firmeza. El Palacio de Oriente ofrecía un aspecto imponente. Todos los balcones lucían colgaduras con los escudos de cada una de las provincias españolas -el de Barcelona en la última ventana de la derecha, mirando desde la estatua ecuestre de Felipe IV- y en el balcón central, silencioso, cerrado, tres grandes tapices: uno con el guión del Caudillo y dos que le flanqueaban con el Víctor, todos ellos con grandes lazos negros. Había luto en el balcón de España. Cuántas cosas sugería la balaustrada vacía, en la que, inconscientemente, confluían todas las miradas. Con aquellos postigos se cerraba casi medio siglo de historia de España que, como diría después en su homilía el cardenal primado, no es ni tan extraña como quieren hacemos creer, ni tan simple como otros pretenden. Debajo, un gran cortinaje de terciopelo negro cubría la puerta principal, delante de la cual estaba el túmulo sobre el cual debía colocarse el féretro. A la derecha, un dosel rojo con los reclinatorio s para SS.MM. ya la izquierda, por primera vez, un solo reclinatorio para doña Carmen Polo de Franco. A uno y otro costado, espacios reservados para las distintas representaciones que iban acudiendo. Magnífica parada militar La calzada de la calle Bailén se había dejado libre. Frente al catafalco y tribunas formaba un batallón de la Guardia de Palacio, de gran gala, con uniforme azul, correajes blancos y casco de acero. A continuación, en dirección al viaducto, lo hacían tropas de los ejércitos de Tierra, Mar y Aire, que rendirían el último homenaje a su Generalísimo, al hombre que supo conducidas a la victoria cuando la guerra fue inevitable, y que las reforzó manteniéndolas en la paz, cuando el mundo se encendía en el más trágico de los enfrentamientos. Era el ejército de Franco, el ejército de España, herencia de responsabilidad que recibe el Rey. Siempre le bastó con el pueblo Cientos de periodistas, fotógrafos y cámaras de cine y televisión de toda España y de los más diversos países, formaban un apretado bloque, distribuido en diversas baterías estratégicas. Cabe destacar la matemática, rígida y perfecta organización del acto. Llegada a la explanada de la Basl1ica A las 9:30 llegó el presidente Arias, recogiendo muestras de afecto del público, que ya era una masa compacta. El Consejo del Reino, las Cortes, los jefes de Estado extranjeros, rey Hussein de Jordania, general Pinochet de Chile y Rainiero de Mónaco, el presidente de la Orden de Malta, el vicepresidente de los Estados Unidos, el hermano del Sha del Irán, el del ex rey de Arabia Saudita, la esposa del presidente de Filipinas y demás representaciones extranjeras, así como las personalidades españolas invitadas al acto, se hallaban ya en sus lugares, al igual que el cardenal Tarancón, demás cardenales y obispos. En el silencio respetuoso, sobresalía el colorido de uniformes y vestidos talares, de tapices y banderas con el contrapunto del severo negro de los lutos. Las lágrimas de la viuda A las 9:40 horas, apareció doña Carmen Polo de Franco, ocupando su sitial. Detrás, los marqueses de Villaverde, los duques de Cádiz, la familia. El público, al apercibirse de la presencia de la viuda del Caudillo, prorrumpió en un clamor, que estremecía el alma: ¡Franco! ¡Franco! ¡Franco!... La egregia dama, digna en su luto y dolor, trató de mantenerse serena, pero el pueblo seguía gritando: ¡Franco! ¡Franco! ¡Franco!, y tuvo que levantarse el velo para llevarse el pañuelo a los ojos. Eran las suyas, las lágrimas de la mayoría de los españoles. Llegan los Reyes Casi coincidiendo con la llegada de doña Carmen, hicieron su aparición los lanceros a caballo que indicaban la presencia de los Reyes de España. Los acordes del Himno Nacional, se confundieron con el nombre del Caudillo muerto, que seguía en las gargantas de los miles de hombres, mujeres y niños -una vez más es de justicia señalar la presencia masiva de jóvenes de ambos sexos- y con los vivas a los monarcas. Momentos de gran emoción. Don Juan Carlos I pasó lentamente revista al batallón de la Guardia de Palacio que rendía honores. Después, pausadamente, sereno, con visible emoción en el rostro, subió al estrado junto con la reina. Ambos se acercaron a saludar a doña Carmen, que se inclinó, haciendo una genuflexión ante el Rey que le besó la mano. Doña Sofía le besó en la mejilla. En ese momento estalló de nuevo el fervor popular, entremezclándose los nombres de Franco y de su sucesor, el Rey. Un instante inolvidable A las 9:53 horas el cornetín rasgó el aire con un toque de atención general. Las tropas presentaron armas y fue imposible escuchar las notas del Himno Nacional. Como movidas por un resorte todas las gargantas prorrumpieron en un continuado, denso y entrañable clamor: ¡Franco! ¡Franco! ¡Franco!... Creo que ha sido el instante más impresionante que he vivido. Por la puerta principal de Palacio asomó el féretro del Caudillo, cubierto con la bandera española, portado a hombros por miembros de su guardia personal. Millares de pañuelos tremolaron agitándose sobre las cabezas de la muchedumbre, mientras el Rey saludaba militarmente y las fuerzas presentaban armas. Por años que viva me parece que difícilmente podré olvidar la imagen del féretro recortándose sobre el fondo negro de la gran puerta de Palacio, mientras el gentío, consciente de que aquella era la última salida de Franco, desbordaba sus sentimientos. Al filo de ese instante, daba un giro la historia de España. Y yo estaba allí, para ser notario en nombre de mis lectores. La homilía de don Marcelo Depositado el féretro en el centro del estrado, se instaló el altar, en el cual ofició la santa Misa el cardenal primado de España, don Marcelo González. El primado pronunció una sentida homilía cuyo texto íntegro ofrecemos en estas mismas páginas. El penúltimo párrafo Terminada la santa misa, entre el incesante clamoreo de la gente, que cantaba el "Cara al sol" y lo repetía una y otra vez, el féretro fue trasladado al armón (un camión todo terreno, Pegaso 30/40). Una vez instalado, la banda militar interpretó el toque de oración. De verdad que sobrecogía escuchar aquellas notas, bajo el cielo azul de la limpia mañana. Oración por el mejor soldado muerto. Después desfilaron ante el féretro representaciones de los tres ejércitos. Al paso marcial de los soldados el Rey permanecía firmes, detrás del armón. Sin duda sentía la emoción y la responsabilidad de aquella herencia que Franco le había dejado con la responsabilidad de toda la nación. Un ejército hecho día a día, con sacrificio de sus propias exigencias para atender a otros capítulos de la vida española. Un ejército que es pueblo como nunca en la historia lo fue. Terminado el desfile, aparecieron los lanceros a caballo. Uno llevando el guión del Generalísimo, que fue a situarse detrás, a la derecha del armón; otro llevando el de S.M. el Rey, que se situó idénticamente detrás del coche descubierto en el que, en pie, en postura de firmes, con el rostro serio, don Juan Carlos 1, presidía el duelo. En atención a los más de cincuenta mil ex combatientes, militantes del Movimiento, y gentes de toda condición que estaban desde primeras horas de la mañana aguardando en el Valle de los Caídos, a una temperatura glacial. Los ex combatientes de Barcelona habían sido citados a las seis de la mañana, en el kilómetro 21 de la carretera de Madrid a Guadalajara, para desde allí reunidos los que ya estaban en la capital y los que llegaban en autocares desde el Mediterráneo, marchar juntos, se decidió, a propuesta del presidente del Gobierno y con autorización del Rey, sustituir el cortejo fúnebre a pie, según tradición, por un cortejo motorizado, con el fin de ganar tiempo y llegar cuanto antes a Cuelgamuros. La caravana se puso en marcha, y calle Bailén abajo, se fue extendiendo el clamor: ¡Franco! ¡Franco! ¡Franco!... Era el último adiós de Madrid, en nombre de todos los pueblos españoles a quien durante casi cuarenta años -¡cuántas generaciones surgidas en estas décadas!- convivió horas amargas, emotivas y felices, asumiendo todas las responsabilidades individuales y colectivas. Aquel ¡Franco lo arreglará! Entre cómodo y confiado, es ya irrepetible. En la plaza de la Moncloa, atestada de público bajo el arco de la Victoria, se despidió el duelo. A lo lejos, por entre las frondas de la Ciudad Universitaria, se perdió el cortejo. Mientras las lanzas de la escolta se iban convirtiendo en minúsculos puntitos de luz en el horizonte, mirando el arco de Triunfo, se oía la llamada del futuro. Madrid acababa de escribir el penúltimo párrafo de la historia de casi medio siglo español. El último lo escribirían en Cuelgamuros, hombres llegados de todos los confines de España, los antiguos soldados de Franco y los hijos de aquellos y de otros que tal vez estuvieron en frente, pero que juntos son el mañana, ese que acabamos de estrenar. Franco ha muerto. Pero su obra se hace fecunda en el grito que ya inunda el país: ¡Viva el Rey!