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domingo, 29 de diciembre de 2019

El aborto y los santos inocentes

El aborto y los santos inocentes (Guerra Campos)
 28/12/2019 
Mons. Guerra Campos
Con motivo del Día de los Inocentes, que hoy y desde hace varias décadas son los cientos de miles de niños abortados «legalmente» por las infames y genocidas leyes que tanto el rey emérito como su hijo y todos los gobiernos y partidos políticos han aprobado y sostenido manchándose las manos de sangre, nada mejor que traer a la memoria la contundente, valiente, católica y silenciada pastoral que en 1985, con motivo de la aprobación de la primera de tales leyes publicó el nunca suficientemente recordado obispo de Cuenca Mons. Guerra Campos, en la no se contiene ne proclamar la verdad y calificar a Juan Carlos I como responsable y pecador público; y por ende a todos desde entonces.

La denuncia de Guerra Campos fue todo un hito, bien que un grito en el desierto de un clero y de unos españoles que en su mayoría ya hacía tiempo que habían decidido acetar el aborto a cambio de consolidar la «santa democracia», sin que desde entonces hayan dado, ni unos ni otros, síntomas de arrepentimiento ni de terminar con tan repugnante e injusto holocausto.
LEGITIMACIÓN DE UN CRIMEN 
ABORTO PRÁCTICAMENTE LIBRE
Ley inmoral
El Jefe del Estado y Rey de España acaba de sancionar y promulgar una ley —aprobada por las Cortes Gene­rales, a propuesta del Gobierno— por la cual queda permitido en España el aborto provocado en determinados supuestos. («Boletín Oficial del Esta­do», 12 de julio de 1985, día negro en la historia de España).

De este modo, a pesar de los avisos de las más altas instancias morales, se ha consumado la legitimación de unas agresiones «contra la vida del ser humano más indefenso e inocente» (Episcopado Español): «Crimen abo­minable» (Concilio Vaticano II), «que nunca, en ningún caso, se puede legi­timar» (Papa Juan Pablo II).

Una exposición razonada de la ley moral y la doctrina de la Iglesia, en el marco de la situación española, la hemos dado en el Boletín del Obispado de Cuenca, enero y febrero-marzo de 1983. No es hora de reiterar doctrinas, sino de señalar la gravísima situación que se ha creado y de interpelar a los agresores con la fuerza que exigen la justicia y la sangre de los inocentes. Con la dureza implacable con que Nuestro Señor Jesucristo fustigó a quienes se auto justificaban mientras inducían a engaño al pueblo, a quienes escandalizaban a los sencillos.

El Papa Juan Pablo II, hablando solemnemente a España y refiriéndose precisamente a las autoridades y a una ley del tipo de la ahora promulgada, ha dicho: «Quien negara la defensa a la persona humana más inocente y débil, a la persona humana ya concebida, aunque todavía no nacida, cometería una gravísima violación del orden moral». Los Poderes públicos en España, en contra de su misión prima­ria, niegan protección a la vida de los más débiles. Más aún: facilitan con medios públicos la acción homicida. Por eso no cabe hablar sólo de despenalización. Estamos ante una legaliza­ción de un crimen.

No vale invocar el pluralismo de pareceres ni conformarse con una sim­ple manifestación de opiniones, como si todo fuese una amable tertulia. Por­que, según la enseñanza pontificia, «la vida de un niño prevalece sobre todas las opiniones». Prevalece sobre todas las constituciones. Prevalece, a for­tiori, sobre todas las argucias propa­gandísticas. Prevalece sobre todas las simulaciones diplomáticas.

Decir que esta ley es sólo permisiva y que no obliga a nadie, es una falacia cruel: porque es ley permisiva de una matanza de inocentes, y condena a la indefensión a las víctimas de la agre­sión injusta. Legitima un crimen.

La restricción de la ley a algunos supuestos no modifica su calificación moral; pues, en ningún caso, es permi­sible el aborto voluntario. Pero, ade­más, el juicio moral no se detiene en apariencias formalistas. Mira al bien y al mal reales: y es notorio que en el contexto social en que la ley se implanta su proyección abortista es mucho más amplía que el tenor de la letra. La ley no funciona como expre­sión de benignidad penal, sino como incentivo y justificación. La sentencia del Tribunal Constitucional ha puesto al desnudo la omisión de garantías por parte de los legisladores. Numerosas declaraciones de gobernantes (algunas muy recientes y referidas a la sentencia mencionada) y las de publicistas y per­sonas que se jactan impunemente de promover y realizar abortos demues­tran que los interesados en aprove­charse de la ley dejan de lado los supuestos «oficiales», que apenas to­man en consideración, y acogen la ley como un portillo para lograr la impu­nidad del aborto en otros muchos supuestos. La voluntad de «protec­ción» de los «nascituros», que la Cons­titución exige, está oscurecida. Se des­taca, en cambio, la voluntad de favorecer a las abortantes, ensan­chando alguno de los motivos hasta poder usarlo como pretexto universal.

Para mayor irrisión, la misma ley autoriza a las embarazadas a abortar sin ninguna de las garantías que la ley establece y el Tribunal Constitucional exigía (!!!). Aborto prácticamente libre.

En todo caso, la abundancia de feti­cidios, con la agravante de la monstruosa utilización comercial de los fetos, hace que en el mundo de hoy el problema moral del aborto sea cualita­tiva y cuantitativamente el más grave, más que el terrorismo: y esta ley no contribuye a remediarlo.

No puede cesar la oposición a la ley
La oposición a otras leyes cesa en el momento de ser promulgadas; se acatan, aunque sean insatisfactorias. Esta, no. Después de su promulgación es cuando empieza lo peor, lo intolerable. Mientras la ley dure, hay que denun­ciarla, rechazarla, exigir su revocación.

Personas e instituciones, que man­tienen ruidosas e inacabables batallas en defensa de intereses de menor cuan­tía, se muestran muy solícitas por conseguir el silencio en este asunto. Y entran con vergonzosa complicidad en la conspiración del silencio. Como si se tratase de un episodio ya terminado, que sería mejor olvidar. Pero ese silen­cio encubre una matanza de inocentes. Es muy cómodo para algunos, mien­tras chorrea la sangre y los niños son descuartizados, pretender acallar las voces de protesta manejando con cínica elegancia de guante blanco vocablos como «tolerancia», «convi­vencia pacífica», «moderación», «regu­lación de una realidad existente». ¿Qué significa todo eso, cuando lo que se hace es autorizar y facilitar el crimen, a costa de los más débiles e inocentes? ¿Qué sentido tiene tan falsa palabrería, a no ser como síntoma de una sociedad en descomposición? ¿Pueden ser tales palabras la reacción de un organismo sano? ¿Se puede admitir la sinceridad de ese lenguaje? ¿Aceptan que otros lo utilicen cuando los que así hablan se sienten víctimas de la agresión?

Es inmoral cooperar en la aplicación de la ley
La cooperación en los abortos lega­lizados es gravemente inmoral. Lo es —como advirtió el Papa en España— facilitar medios y servicios, públicos o privados, para dar muerte a las vícti­mas indefensas. El Estado no tiene autoridad para obligar a los médicos y demás sanitarios, ni a ningún funcio­nario, a esa cooperación, a la que en conciencia deben negarse. Un mandato del Poder público en este sentido, no sólo sería desacertado, sino radical­mente nulo y perverso. Ante él sería necesario decir con los Apóstoles: «Es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres». El Rey dice: «Mando a a todos los españoles, particulares y autoridades, que guarden y hagan guardar esta ley». Este mandato, incluso a tenor de la ley, sólo puede exigir la obediencia de los poderes judiciales en cuanto a no imponer penas: entre otras razones, porque quedan privados de facultad para hacerlo. Cualquier mandato que impli­case cooperación sería recusable. Un Obispo español, de los órganos directi­vos de la Conferencia, escribió al ser anunciada la ley: «No es lícito cooperar ni a la elaboración ni a la promulga­ción ni a la puesta en práctica de una ley que va claramente contra las nor­mas primarias de la moral humana».

Ruina moral de la sociedad
La Constitución Española, al decir que «todos tienen derecho a la vida», no establece distinciones. Tal derecho ha de ser protegido. Es extraño que el Tribunal Constitucional interprete que los de unos sí y los de otros no. Y que donde la Constitución excluye, en tiempo de paz, la pena de muerte para los asesinos y otros delincuentes, auto­rice el Tribunal la muerte de los ino­centes en ciertos casos. Pero el pro­blema no es la interpretación. El gran problema es que, si la Constitución, en su concreta aplicación jurídica, per­mite dar muerte a algunos, resulta evi­dente que, no sólo los gobernantes, sino la misma ley fundamental deja sin protección a los más débiles e inocen­tes. (Y a propósito: ¿tienen algo que decirnos los gobernantes, más o menos respaldados por clérigos, que en su día engañaron al pueblo, solicitando su voto con la seguridad de que la Consti­tución no permitía el aborto? Y digan lo que digan, ¿va a impedir eso la matanza que se ha legalizado?)

Mientras dure esta situación, un socavón temible amenaza los cimientos de la sociedad. El Papa avisó en España que, legitimando la muerte de un inocente, «se mina el fundamento mismo de la sociedad».

Se mina el fundamento. Por tanto, es patente el error de los que tratan esto como un punto aislado. Rechazar de modo absoluto el aborto obliga a revisar la predicación moral sobre la estructura de la sociedad. Obligación que incumbe igualmente a la Corona. Es contradictorio dar por bueno un sis­tema que lleve legítimamente a efectos inadmisibles. No es posible en concien­cia instalarse tranquilamente en él, sin hacer lo necesario por enderezarlo y por desligarse de responsabilidades que no se pueden compartir. Pero no es este el momento de desarrollar cuestión de tanto alcance.

Los responsables deberían, al menos, abrir los ojos para ver que su actuación mina sus propios cimientos. Es suicida. Porque ellos seguirán procurando su propia defensa contra los agresores. Y si esto es justo en sí, ¿es equitativo cuando dejan en la indefensión a los más necesitados? Los que están patro­cinando, a costa de otros, la ley del más fuerte, ¿conservan alguna credibilidad cuando apelan a valores morales? ¿No han perdido toda autoridad moral para reclamar respeto a sus propias vidas y para protestar contra el terrorismo? Los terroristas aplican a sus intereses en determinados supuestos el mismo criterio moral que los legitima­dores del aborto aplican a otros intereses.

Ahora mismo todas las personas e instituciones responsables se han hundido en la indignidad: de la que no saldrán mientras siga el clamor, aun­que esté ahogado, de las víctimas inocentes.

Hay que señalar la responsabilidad de quienes rechazan como absolutamente inmoral el aborto y la despro­tección de sus víctimas, pero han contribuido o contribuyen todavía a que los culpables de ese crimen se apoyen en votos católicos, ¿Qué se ha hecho, en determinados ambientes eclesiásti­cos, de las tan cacareadas «denuncia profética», «voz de los que no tienen voz», «conciencia crítica de la socie­dad»? ¿Dónde está Juan Bautista diciendo a los poderosos: «No te es licito»? Los profetas, ¿se nos han vuelto de pronto complacientes cor­tesanos?

No se libran de responsabilidad los que han «legitimado» la votación de la ley del aborto, cualquiera que haya sido el sentido de su voto. ¿No se nega­ron a participar en la votación de otra ley, por no hacerse cómplices de la aprobación «ni tan siquiera por la vía pasiva»?

Mientras sea legal matar a los que viven en las entrañas de sus madres, toda la nación queda manchada: en unos, por comisión o complicidad; en otros, por omisión. Queda en entredicho su condición de Patria. Queda especialmente herida la Corona, tradi­cional amparadora de los débiles y del derecho natural. Es bien lamentable que ese amparo se haya interrumpido a costa de los más indefensos, tanto si la institución quiere y no puede como si puede y no quiere. Esta llaga sólo podrá cerrarse, y no sin humillación, con la revocación de la ley y la repulsa de los comportamientos homicidas. Y con el saneamiento estructural al que antes hemos aludido.
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La ley es promulgada en el mes de julio, cuando se celebra la festividad del Apóstol Santiago, en que la Nación española hace a su Patrono una de las dos Ofrendas anuales, instituidas hace más de tres siglos, una por las Cortes, otra por el Rey; suprimidas en 1931, restablecidas en 1937. ¿Puede una nación hacer ofrendas a un Apóstol de Cristo y, al mismo tiempo, inmolar niños en el altar de Moloc? El Apóstol San Pablo nos sale al paso clamando: «¿qué concordia hay entre Cristo y Belial?», «¿qué concierto entre el tem­plo de Dios y los ídolos?» «No podéis beber el cáliz del Señor y el cáliz de los demonios» (1 Cor. 10, 21 y 2 Cor. 6, 15-16).

Los católicos en su relación con la Iglesia
La posición ante la Iglesia de los católicos responsables de aborto se define en dos planos:
A) El Código de Derecho, en el canon 1.398, establece para toda la Iglesia: «Quien procura el aborto, si éste se produce, incurre en excomu­nión latae sententiae» (es decir, por el hecho mismo de cometer el delito). La excomunión importa, entre otros efec­tos, la prohibición de recibir los Sacramentos y de celebrarlos y la de tener participación ministerial en cual­quier acto de culto.

Dadas las condiciones de imputabi­lidad, contraen esta excomunión todos los que procuran, realizan, cooperan a realizar un aborto efectivo: los que inducen a la madre; los que gestionan o preparan los medios para realizarlo; la madre que quiere o deja realizarlo; los autores físicos, los médicos y ayudan­tes técnicos y demás colaboradores; los que proporcionan los medios de clíni­cas y otras instituciones sanitarias y económicas. Nótese que si el aborto no resulta efectivo, no se incurre en la excomunión, aunque el intento inefi­caz tenga la misma malicia moral.
B) Los católicos que favorecen el aborto en puestos de autoridad y de función pública, en la medida en que cooperan a la realización de un aborto concreto y efectivo, incurren eviden­temente en la misma excomunión. A veces, no se podrá determinar si la acción de las autoridades recae en un aborto concreto y efectivo, o se queda en el fomento de posibilidades y facili­dades generales. En este caso, será dudosa la excomunión; pero no es dudosa su tremenda responsabilidad moral, ordinariamente mayor que la de los ejecutores, ni es dudoso que mere­cen reprobación pública y penas espiri­tuales, aunque no se contraigan automáticamente.

Ciertas manifestaciones de eclesiás­ticos, sobre este punto, desorientan indebidamente a los fieles, porque, aunque los enunciados sean verdade­ros, en el contexto suenan necesaria­mente a atenuación de responsabilidad o a interpretación benévola de actua­ciones que, al contrario, han de ser denunciadas según su enorme grave­dad. Tres ejemplos mostrarán oportu­namente cómo hay que evitar equívo­cos:

Primer ejemplo.— Si alguno pro­clamare: «el que mate al Rey, a la Reina y a la Familia Real no incurre en excomunión», diría verdad; sin embar­go, todos estimarían con razón que esa proclamación, sin más, sería imprudente, ambigua e intolerable.

Segundo ejemplo.— El crimen de una madre que, con actos imputables, asesinase a todos los miembros de su familia, o el de un médico que hiciese lo mismo con decenas de enfermos en un hospital, nadie dirá que es menor que el de un aborto, aunque por éste incurra en excomunión y no por aque­lla matanza.

Tercer ejemplo (que nos acerca al tratamiento práctico de nuestro caso).—El Código de Derecho no establece pena automática para «los fieles que pertenezcan a asociaciones masóni­cas»; pero la Santa Sede ha declarado expresamente que «se hallan en estado de pecado grave y no pueden acercarse a la santa comunión».

La autoridad de la Iglesia puede determinar de modos variables lo refe­rente a las penas canónicas. Ninguna autoridad de la Iglesia puede modificar la culpabilidad moral ni la malicia del escándalo. A veces, se pretende eludir las responsabilidades más altas como si la intervención de los Poderes públicos se redujese a hacer de testigos, registradores o notarios de la «voluntad popular». Ellos verán. A Dios no se le engaña. Lo cierto es que, por ejemplo, el Jefe del Estado, al promulgar la ley a los españoles, no dice: «doy fe». Dice expresamente: «MANDO a todos los españoles que la guarden».

Los que han implantado la ley del aborto son autores conscientes y contumaces de lo que el Papa califica de «gravísima violación del orden moral», con toda su carga de nocividad y de escándalo social. Vean los católicos implicados si les alcanza el canon 915, que excluye de la Comunión a los que persisten en «manifiesto pecado grave». ¿De veras pueden alegar alguna exi­mente que los libre de culpa en su decsiva cooperación al mal? ¿La hay? Si la hubiere, sería excepcionalísima y, en todo caso, transitoria. Y piensen que los representantes de la Iglesia no pue­den degradar su ministerio elevando a comunicación in sacris la mera rela­ción social o diplomática.

La regla general es clara. Los católi­cos que en cargo público, con leyes o actos de gobierno, promueven o facili­tan —y, en todo caso, protegen jurídicamente— la comisión del crimen del aborto, no podrán escapar a la calificación moral de pecadores públicos. Como tales habrán de ser tratados —particularmente en el uso de los Sacramentos—, mientras no reparen según su potestad el gravísimo daño y escándalo producidos.
José, Obispo de Cuenca 13 de julio de 1985
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