El aborto y los santos inocentes (Guerra Campos)
28/12/2019
Mons. Guerra Campos
Con motivo del Día de los Inocentes, que hoy y desde hace varias décadas son los cientos de miles de niños abortados «legalmente» por las infames y genocidas leyes que tanto el rey emérito como su hijo y todos los gobiernos y partidos políticos han aprobado y sostenido manchándose las manos de sangre, nada mejor que traer a la memoria la contundente, valiente, católica y silenciada pastoral que en 1985, con motivo de la aprobación de la primera de tales leyes publicó el nunca suficientemente recordado obispo de Cuenca Mons. Guerra Campos, en la no se contiene ne proclamar la verdad y calificar a Juan Carlos I como responsable y pecador público; y por ende a todos desde entonces.
La denuncia de Guerra Campos fue todo un hito, bien que un grito en el desierto de un clero y de unos españoles que en su mayoría ya hacía tiempo que habían decidido acetar el aborto a cambio de consolidar la «santa democracia», sin que desde entonces hayan dado, ni unos ni otros, síntomas de arrepentimiento ni de terminar con tan repugnante e injusto holocausto.
LEGITIMACIÓN DE UN CRIMEN
ABORTO PRÁCTICAMENTE LIBRE
Ley inmoral
El Jefe del Estado y Rey de España acaba de sancionar y promulgar una ley —aprobada por las Cortes Generales, a propuesta del Gobierno— por la cual queda permitido en España el aborto provocado en determinados supuestos. («Boletín Oficial del Estado», 12 de julio de 1985, día negro en la historia de España).
De este modo, a pesar de los avisos de las más altas instancias morales, se ha consumado la legitimación de unas agresiones «contra la vida del ser humano más indefenso e inocente» (Episcopado Español): «Crimen abominable» (Concilio Vaticano II), «que nunca, en ningún caso, se puede legitimar» (Papa Juan Pablo II).
Una exposición razonada de la ley moral y la doctrina de la Iglesia, en el marco de la situación española, la hemos dado en el Boletín del Obispado de Cuenca, enero y febrero-marzo de 1983. No es hora de reiterar doctrinas, sino de señalar la gravísima situación que se ha creado y de interpelar a los agresores con la fuerza que exigen la justicia y la sangre de los inocentes. Con la dureza implacable con que Nuestro Señor Jesucristo fustigó a quienes se auto justificaban mientras inducían a engaño al pueblo, a quienes escandalizaban a los sencillos.
El Papa Juan Pablo II, hablando solemnemente a España y refiriéndose precisamente a las autoridades y a una ley del tipo de la ahora promulgada, ha dicho: «Quien negara la defensa a la persona humana más inocente y débil, a la persona humana ya concebida, aunque todavía no nacida, cometería una gravísima violación del orden moral». Los Poderes públicos en España, en contra de su misión primaria, niegan protección a la vida de los más débiles. Más aún: facilitan con medios públicos la acción homicida. Por eso no cabe hablar sólo de despenalización. Estamos ante una legalización de un crimen.
No vale invocar el pluralismo de pareceres ni conformarse con una simple manifestación de opiniones, como si todo fuese una amable tertulia. Porque, según la enseñanza pontificia, «la vida de un niño prevalece sobre todas las opiniones». Prevalece sobre todas las constituciones. Prevalece, a fortiori, sobre todas las argucias propagandísticas. Prevalece sobre todas las simulaciones diplomáticas.
Decir que esta ley es sólo permisiva y que no obliga a nadie, es una falacia cruel: porque es ley permisiva de una matanza de inocentes, y condena a la indefensión a las víctimas de la agresión injusta. Legitima un crimen.
La restricción de la ley a algunos supuestos no modifica su calificación moral; pues, en ningún caso, es permisible el aborto voluntario. Pero, además, el juicio moral no se detiene en apariencias formalistas. Mira al bien y al mal reales: y es notorio que en el contexto social en que la ley se implanta su proyección abortista es mucho más amplía que el tenor de la letra. La ley no funciona como expresión de benignidad penal, sino como incentivo y justificación. La sentencia del Tribunal Constitucional ha puesto al desnudo la omisión de garantías por parte de los legisladores. Numerosas declaraciones de gobernantes (algunas muy recientes y referidas a la sentencia mencionada) y las de publicistas y personas que se jactan impunemente de promover y realizar abortos demuestran que los interesados en aprovecharse de la ley dejan de lado los supuestos «oficiales», que apenas toman en consideración, y acogen la ley como un portillo para lograr la impunidad del aborto en otros muchos supuestos. La voluntad de «protección» de los «nascituros», que la Constitución exige, está oscurecida. Se destaca, en cambio, la voluntad de favorecer a las abortantes, ensanchando alguno de los motivos hasta poder usarlo como pretexto universal.
Para mayor irrisión, la misma ley autoriza a las embarazadas a abortar sin ninguna de las garantías que la ley establece y el Tribunal Constitucional exigía (!!!). Aborto prácticamente libre.
En todo caso, la abundancia de feticidios, con la agravante de la monstruosa utilización comercial de los fetos, hace que en el mundo de hoy el problema moral del aborto sea cualitativa y cuantitativamente el más grave, más que el terrorismo: y esta ley no contribuye a remediarlo.
No puede cesar la oposición a la ley
La oposición a otras leyes cesa en el momento de ser promulgadas; se acatan, aunque sean insatisfactorias. Esta, no. Después de su promulgación es cuando empieza lo peor, lo intolerable. Mientras la ley dure, hay que denunciarla, rechazarla, exigir su revocación.
Personas e instituciones, que mantienen ruidosas e inacabables batallas en defensa de intereses de menor cuantía, se muestran muy solícitas por conseguir el silencio en este asunto. Y entran con vergonzosa complicidad en la conspiración del silencio. Como si se tratase de un episodio ya terminado, que sería mejor olvidar. Pero ese silencio encubre una matanza de inocentes. Es muy cómodo para algunos, mientras chorrea la sangre y los niños son descuartizados, pretender acallar las voces de protesta manejando con cínica elegancia de guante blanco vocablos como «tolerancia», «convivencia pacífica», «moderación», «regulación de una realidad existente». ¿Qué significa todo eso, cuando lo que se hace es autorizar y facilitar el crimen, a costa de los más débiles e inocentes? ¿Qué sentido tiene tan falsa palabrería, a no ser como síntoma de una sociedad en descomposición? ¿Pueden ser tales palabras la reacción de un organismo sano? ¿Se puede admitir la sinceridad de ese lenguaje? ¿Aceptan que otros lo utilicen cuando los que así hablan se sienten víctimas de la agresión?
Es inmoral cooperar en la aplicación de la ley
La cooperación en los abortos legalizados es gravemente inmoral. Lo es —como advirtió el Papa en España— facilitar medios y servicios, públicos o privados, para dar muerte a las víctimas indefensas. El Estado no tiene autoridad para obligar a los médicos y demás sanitarios, ni a ningún funcionario, a esa cooperación, a la que en conciencia deben negarse. Un mandato del Poder público en este sentido, no sólo sería desacertado, sino radicalmente nulo y perverso. Ante él sería necesario decir con los Apóstoles: «Es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres». El Rey dice: «Mando a a todos los españoles, particulares y autoridades, que guarden y hagan guardar esta ley». Este mandato, incluso a tenor de la ley, sólo puede exigir la obediencia de los poderes judiciales en cuanto a no imponer penas: entre otras razones, porque quedan privados de facultad para hacerlo. Cualquier mandato que implicase cooperación sería recusable. Un Obispo español, de los órganos directivos de la Conferencia, escribió al ser anunciada la ley: «No es lícito cooperar ni a la elaboración ni a la promulgación ni a la puesta en práctica de una ley que va claramente contra las normas primarias de la moral humana».
Ruina moral de la sociedad
La Constitución Española, al decir que «todos tienen derecho a la vida», no establece distinciones. Tal derecho ha de ser protegido. Es extraño que el Tribunal Constitucional interprete que los de unos sí y los de otros no. Y que donde la Constitución excluye, en tiempo de paz, la pena de muerte para los asesinos y otros delincuentes, autorice el Tribunal la muerte de los inocentes en ciertos casos. Pero el problema no es la interpretación. El gran problema es que, si la Constitución, en su concreta aplicación jurídica, permite dar muerte a algunos, resulta evidente que, no sólo los gobernantes, sino la misma ley fundamental deja sin protección a los más débiles e inocentes. (Y a propósito: ¿tienen algo que decirnos los gobernantes, más o menos respaldados por clérigos, que en su día engañaron al pueblo, solicitando su voto con la seguridad de que la Constitución no permitía el aborto? Y digan lo que digan, ¿va a impedir eso la matanza que se ha legalizado?)
Mientras dure esta situación, un socavón temible amenaza los cimientos de la sociedad. El Papa avisó en España que, legitimando la muerte de un inocente, «se mina el fundamento mismo de la sociedad».
Se mina el fundamento. Por tanto, es patente el error de los que tratan esto como un punto aislado. Rechazar de modo absoluto el aborto obliga a revisar la predicación moral sobre la estructura de la sociedad. Obligación que incumbe igualmente a la Corona. Es contradictorio dar por bueno un sistema que lleve legítimamente a efectos inadmisibles. No es posible en conciencia instalarse tranquilamente en él, sin hacer lo necesario por enderezarlo y por desligarse de responsabilidades que no se pueden compartir. Pero no es este el momento de desarrollar cuestión de tanto alcance.
Los responsables deberían, al menos, abrir los ojos para ver que su actuación mina sus propios cimientos. Es suicida. Porque ellos seguirán procurando su propia defensa contra los agresores. Y si esto es justo en sí, ¿es equitativo cuando dejan en la indefensión a los más necesitados? Los que están patrocinando, a costa de otros, la ley del más fuerte, ¿conservan alguna credibilidad cuando apelan a valores morales? ¿No han perdido toda autoridad moral para reclamar respeto a sus propias vidas y para protestar contra el terrorismo? Los terroristas aplican a sus intereses en determinados supuestos el mismo criterio moral que los legitimadores del aborto aplican a otros intereses.
Ahora mismo todas las personas e instituciones responsables se han hundido en la indignidad: de la que no saldrán mientras siga el clamor, aunque esté ahogado, de las víctimas inocentes.
Hay que señalar la responsabilidad de quienes rechazan como absolutamente inmoral el aborto y la desprotección de sus víctimas, pero han contribuido o contribuyen todavía a que los culpables de ese crimen se apoyen en votos católicos, ¿Qué se ha hecho, en determinados ambientes eclesiásticos, de las tan cacareadas «denuncia profética», «voz de los que no tienen voz», «conciencia crítica de la sociedad»? ¿Dónde está Juan Bautista diciendo a los poderosos: «No te es licito»? Los profetas, ¿se nos han vuelto de pronto complacientes cortesanos?
No se libran de responsabilidad los que han «legitimado» la votación de la ley del aborto, cualquiera que haya sido el sentido de su voto. ¿No se negaron a participar en la votación de otra ley, por no hacerse cómplices de la aprobación «ni tan siquiera por la vía pasiva»?
Mientras sea legal matar a los que viven en las entrañas de sus madres, toda la nación queda manchada: en unos, por comisión o complicidad; en otros, por omisión. Queda en entredicho su condición de Patria. Queda especialmente herida la Corona, tradicional amparadora de los débiles y del derecho natural. Es bien lamentable que ese amparo se haya interrumpido a costa de los más indefensos, tanto si la institución quiere y no puede como si puede y no quiere. Esta llaga sólo podrá cerrarse, y no sin humillación, con la revocación de la ley y la repulsa de los comportamientos homicidas. Y con el saneamiento estructural al que antes hemos aludido.
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La ley es promulgada en el mes de julio, cuando se celebra la festividad del Apóstol Santiago, en que la Nación española hace a su Patrono una de las dos Ofrendas anuales, instituidas hace más de tres siglos, una por las Cortes, otra por el Rey; suprimidas en 1931, restablecidas en 1937. ¿Puede una nación hacer ofrendas a un Apóstol de Cristo y, al mismo tiempo, inmolar niños en el altar de Moloc? El Apóstol San Pablo nos sale al paso clamando: «¿qué concordia hay entre Cristo y Belial?», «¿qué concierto entre el templo de Dios y los ídolos?» «No podéis beber el cáliz del Señor y el cáliz de los demonios» (1 Cor. 10, 21 y 2 Cor. 6, 15-16).
Los católicos en su relación con la Iglesia
La posición ante la Iglesia de los católicos responsables de aborto se define en dos planos:
A) El Código de Derecho, en el canon 1.398, establece para toda la Iglesia: «Quien procura el aborto, si éste se produce, incurre en excomunión latae sententiae» (es decir, por el hecho mismo de cometer el delito). La excomunión importa, entre otros efectos, la prohibición de recibir los Sacramentos y de celebrarlos y la de tener participación ministerial en cualquier acto de culto.
Dadas las condiciones de imputabilidad, contraen esta excomunión todos los que procuran, realizan, cooperan a realizar un aborto efectivo: los que inducen a la madre; los que gestionan o preparan los medios para realizarlo; la madre que quiere o deja realizarlo; los autores físicos, los médicos y ayudantes técnicos y demás colaboradores; los que proporcionan los medios de clínicas y otras instituciones sanitarias y económicas. Nótese que si el aborto no resulta efectivo, no se incurre en la excomunión, aunque el intento ineficaz tenga la misma malicia moral.
B) Los católicos que favorecen el aborto en puestos de autoridad y de función pública, en la medida en que cooperan a la realización de un aborto concreto y efectivo, incurren evidentemente en la misma excomunión. A veces, no se podrá determinar si la acción de las autoridades recae en un aborto concreto y efectivo, o se queda en el fomento de posibilidades y facilidades generales. En este caso, será dudosa la excomunión; pero no es dudosa su tremenda responsabilidad moral, ordinariamente mayor que la de los ejecutores, ni es dudoso que merecen reprobación pública y penas espirituales, aunque no se contraigan automáticamente.
Ciertas manifestaciones de eclesiásticos, sobre este punto, desorientan indebidamente a los fieles, porque, aunque los enunciados sean verdaderos, en el contexto suenan necesariamente a atenuación de responsabilidad o a interpretación benévola de actuaciones que, al contrario, han de ser denunciadas según su enorme gravedad. Tres ejemplos mostrarán oportunamente cómo hay que evitar equívocos:
Primer ejemplo.— Si alguno proclamare: «el que mate al Rey, a la Reina y a la Familia Real no incurre en excomunión», diría verdad; sin embargo, todos estimarían con razón que esa proclamación, sin más, sería imprudente, ambigua e intolerable.
Segundo ejemplo.— El crimen de una madre que, con actos imputables, asesinase a todos los miembros de su familia, o el de un médico que hiciese lo mismo con decenas de enfermos en un hospital, nadie dirá que es menor que el de un aborto, aunque por éste incurra en excomunión y no por aquella matanza.
Tercer ejemplo (que nos acerca al tratamiento práctico de nuestro caso).—El Código de Derecho no establece pena automática para «los fieles que pertenezcan a asociaciones masónicas»; pero la Santa Sede ha declarado expresamente que «se hallan en estado de pecado grave y no pueden acercarse a la santa comunión».
La autoridad de la Iglesia puede determinar de modos variables lo referente a las penas canónicas. Ninguna autoridad de la Iglesia puede modificar la culpabilidad moral ni la malicia del escándalo. A veces, se pretende eludir las responsabilidades más altas como si la intervención de los Poderes públicos se redujese a hacer de testigos, registradores o notarios de la «voluntad popular». Ellos verán. A Dios no se le engaña. Lo cierto es que, por ejemplo, el Jefe del Estado, al promulgar la ley a los españoles, no dice: «doy fe». Dice expresamente: «MANDO a todos los españoles que la guarden».
Los que han implantado la ley del aborto son autores conscientes y contumaces de lo que el Papa califica de «gravísima violación del orden moral», con toda su carga de nocividad y de escándalo social. Vean los católicos implicados si les alcanza el canon 915, que excluye de la Comunión a los que persisten en «manifiesto pecado grave». ¿De veras pueden alegar alguna eximente que los libre de culpa en su decsiva cooperación al mal? ¿La hay? Si la hubiere, sería excepcionalísima y, en todo caso, transitoria. Y piensen que los representantes de la Iglesia no pueden degradar su ministerio elevando a comunicación in sacris la mera relación social o diplomática.
La regla general es clara. Los católicos que en cargo público, con leyes o actos de gobierno, promueven o facilitan —y, en todo caso, protegen jurídicamente— la comisión del crimen del aborto, no podrán escapar a la calificación moral de pecadores públicos. Como tales habrán de ser tratados —particularmente en el uso de los Sacramentos—, mientras no reparen según su potestad el gravísimo daño y escándalo producidos.
José, Obispo de Cuenca 13 de julio de 1985
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