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martes, 10 de diciembre de 2019

La Virtud del Patriotismo: común destino al que estamos llamados todos los hombres, independientemente de nuestro lugar de nacimiento, junto a Dios Nuestro Señor en el final de los tiempos

La Virtud del Patriotismo
Luis Ignacio Amorós
28-11-19
Introducción
Hace algo menos de un año escribí un artículo titulado “patriotismo cristiano” en el que ensalzaba el común destino al que estamos llamados todos los hombres, independientemente de nuestro lugar de nacimiento, junto a Dios Nuestro Señor en el final de los tiempos. Pretendía con ello que los católicos no perdiésemos la perspectiva en el debate sobre identidad territorial que azota España estos últimos años (que está afectando sensiblemente la convivencia entre españoles), asunto donde tan fácil es quedarse corto como pasarse, y recordásemos nuestra patria definitiva y superior.

No obstante, establecida claramente aquella premisa, es necesario señalar que el patriotismo terreno no solo tiene cabida en el magisterio de la Iglesia, sino que de hecho es una virtud. Me vino a la mente cuando repasé recientemente el magnífico ensayo publicado en 2010 por el profesor José Miguel Gambra, “el patriotismo clásico en la actualidad”. Siguiendo su esquema, y de la mano de buenas compañías como Aristóteles y Santo Tomás, voy a resumir el concepto católico de patriotismo, sus desviaciones y su aplicación a la situación actual.

La virtud de la piedad
El Bien supremo es Dios, y cuanto nos lleve a Él es un bien mediato (o intermedio). Al hábito de Bien se le denomina virtud, y al hábito de mal se le denomina vicio. Hay numerosas virtudes según sea su objeto: nosotros mismos, los demás hombres o Dios.

Dos virtudes diferenciadas, pero relacionadas, son la justicia y la piedad. La Justicia es la virtud por la que restituimos aquello que debemos a otro. La Piedad, en cambio, es la obligación o deuda que contraemos hacia aquellos a los que no podemos restituir cuanto debemos. La piedad es uno de los siete dones del Espíritu Santo (CIC 1831). Su ejercicio se denomina culto, y entre sus actos se incluyen el honor, la reverencia, el servicio, el auxilio, etcétera.

Hay tres clases de Piedad. La primera es la debida a Dios, a quién no podemos restituir nuestra creación, nuestra alma ni nuestra salvación. Es la Piedad llamada de culto de adoración, exclusiva del Creador. La Iglesia reconoce también un culto de veneración especial (hiperdulía) a la Santísima Virgen María, por quien entró la salvación en el mundo, bien que no podemos retribuir en justicia; este culto es esencialmente distinto e inferior al debido a Dios (véase CIC 971). Esta virtud pertenece al orden de religión, al que el lenguaje contemporáneo tiende a limitar el concepto “piedad”.

La segunda piedad es la Piedad filial, obligación debida hacia nuestros padres, a quienes no podemos devolver la vida, la crianza, la protección y la educación que nos han dado. Es un culto de respeto (también de obediencia y servicio). El cuarto mandamiento, el primero (y único positivo) de los debidos al prójimo, trata precisamente de esta piedad (véase Eclesiastés 3, 1-16), y se desarrolla en CIC 2214-2218.

La tercera piedad es la debida a la Patria, a quien debemos el entorno, el sustento, la educación superior y los medios de subsistencia o santificación que nos ha proporcionado. El término proviene del latín Patres (=padres) de donde vemos que esta piedad deriva de la debida a los progenitores. Entendida inicialmente como todo aquello relativo a los antepasados directos (linaje, patrimonio, tradiciones), la filosofía clásica (de la que bebe la teología cristiana) la amplió a la comunidad humana de la que formamos parte, sus instituciones y sus autoridades legítimas. La piedad filial y la patriótica entran dentro del orden de la caridad (CIC 2199).

El alcance de esa patria se presta a debate. El pensamiento tradicional hispano, en línea con la concepción orgánica de la sociedad (un solo cuerpo con muchos miembros u órganos), la desarrolla desde la familia original por medio de la patria chica (comarca o ciudad donde se desarrolla nuestra existencia), y las patrias históricas (aquellas que conformaron por sus leyes y tradiciones el ser propio de cada pueblo, principalmente a lo largo de la Edad Media), hasta la patria grande, entendida como tal la Hispanidad; o su plasmación práctica, que en nuestro caso es España.

El culto de piedad patriótica, al igual que el filial, es también de respeto, devoción, obediencia y servicio. El Catecismo de la Iglesia Católica lo desarrolla en los puntos 2213, 2220, 2234, y 2238 a 2243.

¿De qué modo se ejerce? Por la virtud de la Caridad , que al obligar hacia el prójimo (próximo), considera como tal a aquel con el que compartimos comunidad humana, y también por la virtud de la Gratitud, por los bienes recibidos de dicha comunidad. La forma más adecuada es trabajando por el Bien Común, esto es, auxiliar a cuantos Bienes mediatos contribuyan a cada miembro de la sociedad a desarrollarse hacia su perfeccionamiento, que no podrá ser otro que alcanzar el Bien último, que es unirse a Dios. Hasta tal modo es importante el patriotismo, que la piedad patriótica es superior a la piedad filial, en tanto lo común excede a lo particular. Y a ambas lo supera lo divino. Clásicamente se consideraba como sus cualidades típicas la predilección, el servicio, el respeto, el honor y la defensa.

La falta de esta virtud constituye el pecado de cosmopolitanismo, por el cual se considera la obligación de amor por la propia patria similar a la debida a las demás. Convertido en teoría filosófica, se convierte en el internacionalismo, que no es sino la exaltación del apátrida, quien falta a su deber de amor a la patria (que jamás supone falta de amor a otros, sino reconocimiento de un orden de prelaturas en la Caridad), so pretexto de evitar los males o perversiones de la piedad patriótica, que trataremos a continuación.

Perversiones y desviaciones de la Piedad patriótica

El profesor Gambra señala, además, diversos errores que pueden cometerse al referirse al patriotismo, generalmente por confusión:

1) El sentimiento patriótico. Del mismo modo que puede existir un sentimiento de amor a Dios o a los padres, puede existir uno de amor a la patria (filía). Desde Kant, los sentimientos se han convertido en piedra angular de buena parte de la filosofía moderna y posmoderna (esencialmente antropocéntrica), que ha visto en ellos emanaciones de “autenticidad” del “yo”, o espíritu humano. Los autores clásicos les denominaban pasiones del alma, y como toda pasión, son irracionales de suyo, por lo que deben ser sujetados por la razón, para no confundir a la voluntad. El sentimiento aparece y desaparece involuntariamente, y por ello, no puede jamás ser considerado una virtud, que siempre procede de un ejercicio de la voluntad. Se entiende fácilmente cuando pensamos que un revolucionario, un hereje o un infiel pueden tener vivísimos sentimientos hacia su patria, que jamás constituirán una virtud por cuanto dichos sentimientos no les conducen al Bien Común (muy al contrario, su amor a la patria les llevará a constituir un régimen ateo o un estado islámico). Del mismo modo, quien no presente ese sentimiento (por la razón que sea), pero sí promueva el Bien Común en su comunidad, estará ejerciendo la virtud del patriotismo. Por consiguiente, sin ser malo el sentimiento patriótico, este deberá estar encauzado por la virtud del patriotismo para considerarse un bien.

2) El folklorismo patriótico. Toda sociedad humana (sea económica, laboral, recreativa, religiosa, artística o de cualquier otro tipo) suele escoger unos símbolos que la representen de forma sencilla ante otras sociedades (nombre, apodo, escudo, bandera, himno, etcétera). Asimismo, tiene tradiciones o expresiones culturales propias; y hechos relevantes en su historia. La identificación de los miembros de una comunidad con sus símbolos y características particulares, por importante que sea, o su defensa, no supone en sí mismo virtud de patriotismo. Más aún, estos están sometidos al juicio moral: hay símbolos neutros, otros cooperadores de la virtud (como aquellos que evoquen formas del Bien, como la religión, la justicia, la paz, la caridad, la misericordia, etcétera), y aún otros inductores al pecado (por ejemplo los que evoquen el odio, la muerte, la irreligión, etcétera). Lo mismo cabe decir de las efemérides o avatares históricos, siendo lícitos cuantos recojan un hecho colectivo virtuoso en algún modo (por ejemplo, la evangelización de otro pueblo), e ilícitos cuando celebren hechos pecaminosos (por ejemplo, una agresión militar injusta o una revolución ateísta). El respeto a dichos símbolos siempre será delegado, es decir, como referencia a la comunidad humana, que es la verdadera depositaria del objeto del patriotismo. Venerar a aquellos sin hacerlo a esta, es transferir el objeto desde quienes lo merecen a sus epifenómenos. Supone una perversión, y no es propiamente una virtud.

3) La substantivización de la patria. Esta importante desviación afecta al concepto de patria. Se origina tras la paz de Westfalia de 1648, cuando en Europa se hace carne la teoría de las naciones modernas, como entes singulares autosuficientes (se justifican en sí mismos), cerrados y soberanos, caracterizados por la unidad e independencia. Las naciones modernas aparecen en un momento concreto de la historia, mientras el concepto clásico de patria se dilata a lo largo del tiempo, anterior y posterior a dicho tratado. El liberalismo doctrinario asume ese concepto de nación, que implica la conversión de la nación en un ente con substancia propia, separado de la comunidad humana que lo sustenta y a la cual sirve, de la que se autoerige en representación única y cuya existencia real “secuestra” en nombre de un ente abstracto. El patriotismo que se basa en ese error está desenfocando el objeto de la virtud de la piedad patriótica, como se ve muy evidentemente en el nacionalismo, donde la obligación por la nación (realidad suprema) es diferente y preeminente a la debida a la comunidad humana que la habita (esto también se puede rastrear en las ideas de nacionalistas católicos como Primo de Rivera).

Todo esto está ausente en los pensadores clásicos, particularmente en Santo Tomás, que establece una gradación de obligaciones desde los padres y la familia, pasando por la ciudad, hasta el gobierno legítimo, que es la forma más acabada de patria.

En los siglos XIX y XX se introduce la identificación del estado como la sociedad perfecta, a la que debe tender toda nación. En el cristianismo, la sociedad se perfecciona en función del fin sobrenatural al que tiende (en este caso, la única sociedad perfecta es la Jerusalén Celeste), y la unión o no de realidades “estatales” históricas depende del fin perseguido. Cuando se evoca el célebre lamento del profesor Menéndez y Pelayo, sobre que la descristianización de España conduciría a los reinos de taifas, o a la vuelta a los arevacos y vacceos, se olvida con frecuencia que la clave de ese lamento está en el paganismo de estos y la herejía de aquellas, y no tanto en la partición. Durante el Medievo español, varios reinos cristianos cumplieron satisfactoriamente la función virtuosa de expulsar la religión mahometana, y fueron por tanto patrias tan válidas como el producto de su reunión al término de la Reconquista.

El pensamiento social católico es orgánico, la comunidad humana está compuesta de miembros, y la única cabeza absoluta es Cristo. La patria tiene un lugar en el orden universal, obligando hacia las más próximas, y progresivamente a las mayores, hasta el último gobierno autónomo, sin que exista un límite conceptual (como puede ser una nación o un estado concretos); es decir, se trata de una decisión prudencial guiada por el Bien Común.

En el caso español, la unión y la independencia son un bien en tanto en cuanto sirvan para el fin sobrenatural, como así fue casi toda su historia. Por eso, una Unión Europea anticristiana es rechazable, pero una Cristiandad política no. Del mismo modo, los separatismos regionales son nefastos por cuanto debilitan la patria sin mejorar (aún más bien empeoran) la consecución del fin sobrenatural, pero la creación de un embrión de estado en las zonas dominadas por los carlistas entre 1872 y 1875, aunque rompiera la unidad administrativa, sirvió mejor al Bien Común, y por tanto fue legítima.

4) El catolicismo apátrida. Una tentación que sufrimos los católicos contemporáneos, ante la apostasía de las sociedades cristianas de occidente, es la de abandonar el deber de piedad patriótica. Dos causas señala el profesor Gambra: la primera es la implantación entre la comunidad católica del pensamiento modernista en la teología católica, que acepta la perniciosa separación de Iglesia y el Estado, extendiendo dicha segregación hacia las virtudes sociales a las que el católico está obligado, como si estas dependiesen del favor que las autoridades dispensan a la institución eclesial. La segunda (en parte derivada de aquella) es el comunitarismo (nombre que se ha dado a la llamada “opción benedictina”) que, acosado por una sociedad hostil a la enseñanza y moral cristianas, limita el deber de patriotismo hacia aquella comunidad que admite la doctrina católica coherentemente, y que conduce necesariamente a la formación de ghettos. Este pensamiento abandona al resto de compatriotas no católicos, hacia los cuales la obligación es aún más grave que hacia los correligionarios, pues aquellos precisan con mayor urgencia los frutos del trabajo por el Bien Común, que sus autoridades con frecuencia olvidan o arrinconan. Si nuestros padres apostatasen o tuviesen una fe tibia, nuestra obligación de respetarlos y cuidarlos si lo necesitan no cesa con ello. Del mismo modo, estamos obligados hacia nuestros hermanos y, más aún, debemos obedecer a la autoridad, legítima o no, en todo aquello que no vaya en contra de las enseñanzas de Nuestro Señor.

Conclusiones
Un repaso a la virtud del patriotismo nos permite situar adecuadamente la posición del católico en las circunstancias actuales por las que pasa España, sacudida por las tensiones debidas a las ideologías nacionalistas periféricas que tratan de romper su unidad (y que a su vez pueden provocar una reacción nacionalista central) y a las ideologías marxistas que pretender desencadenar la revolución política, tras haber obtenido el triunfo en la revolución cultural durante las últimas décadas. Ambas afectan gravemente a la virtud de la piedad patriótica, pues la combaten. Los católicos deben entender que incluso en situaciones de provocación, sus deberes hacia la comunidad humana que los ha criado no cesan. Y por tanto:
- El primero y mayor servicio a la patria es procurar el Bien Común a sus súbditos.
Dado que el fin sobrenatural del mismo es llevar a las almas a Dios, el primer y mayor servicio a la patria es trabajar por implementar unas costumbres cristianas y una legislación católica, obediente a los mandatos de Dios, tanto por ley natural como por la revelada (CIC 2244).
- Nuestra obligación de servicio a nuestros compatriotas es constante, independientemente de sus características.
No es patriotismo procurar el mal o no desear el bien a algún compatriota, sea por su ideología, su lugar de nacimiento, su raza, su religión o cualquier otra circunstancia.
- La defensa de los símbolos de España es una virtud si se acompaña de la defensa de los españoles, incluidos aquellos que no compartan dicha defensa.
Cuando el líder marxista Pablo Iglesias Junior afirma cosas similares a que “el patriotismo no es defender una bandera o un himno, sino proveer las pensiones y salarios dignos a los más desfavorecidos” no está diciendo una mentira, pero sí una media verdad: es real que la justicia social hacia la comunidad humana a la que se pertenece forma parte de la virtud del patriotismo, pero es falsa la contraposición con sus símbolos. Al contrario, ambos son rama y fruto del mismo árbol, y no puede haber contradicción entre ambos, si estos símbolos son legítimos.
- Los sentimientos de patriotismo o su ausencia no libran de los deberes de virtud hacia la patria, ni hacia los compatriotas.
No importa si el sujeto se siente o no parte de esa comunidad humana, si se siente de otra, o de ninguna. La virtud del patriotismo es un deber de deuda que tenemos la obligación de cumplimentar, sin considerar las pasiones de nuestra alma hacia nuestra patria (o patrias).
- La comunidad humana que constituye la patria está por encima de la organización administrativa o estatal de la misma, o su sistema de gobierno.
Para alcanzar el Bien Común, no hay un solo sistema de gobierno o de estructura estatal o territorial válido, sea estado, nación, región, cantón, monarquía o república. Estas cuestiones, por tanto, son meramente pragmáticas, y se entregan al cuidado de la virtud de la prudencia. El amor al prójimo y la deuda contraída con la comunidad, en cambio, permanecen inalterables.
En tiempos agitados, donde la formación en las virtudes es defectuosa, o directamente ausente (incluso desde instancias oficial y supuestamente católicas), la virtud del patriotismo debe reivindicarse y cultivarse. Procura ingentes bienes, tanto materiales como espirituales, de concordia, santificación y beneficio mutuo, no a las personas individuales (aunque también se benefician), sino sobre todo a las comunidades humanas. Del mismo modo que el bien común es superior al bien particular, también la virtud de obligación y servicio a la comunidad es más meritoria y fructífera que la debida a personas aisladas, por muy allegadas que sean.
Categorías : Moral social, Res Pública, Virtud Imprime esta entrada