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lunes, 9 de diciembre de 2019

Promiscuidad Femenina: Factor destructor de Occidente desde una perspectiva Socio-Biológica

Promiscuidad Femenina 
Desde una perspectiva socio-biológica 
Factor destructor de Occidente
Sigfrido
27/11/2019

Según los postulados defendidos por los “apóstoles” del pensamiento oficial, el hecho de que tradicionalmente se haya condenado con mucha más contundencia moral la promiscuidad femenina que la masculina, obedece al resultado de la imposición de los valores “patriarcales” y “machistas”, por parte de los ilegítimos detentadores del poder tradicional. La asunción de estos valores patriarcales habría supuesto la cruel opresión de un sexo (el femenino) a manos de otro (el masculino).

Sin embargo, como veremos a continuación, estas afirmaciones no sólo son harto simplistas, sino que además niegan una realidad, que no es otra que la siguiente: el rechazo casi universal (con la excepción de determinadas tribus muy primitivas de signo pagano-matriarcal, donde la promiscuidad generalizada sin distinción de sexos es la regla social a seguir) hacia las conductas promiscuas femeninas obedece a motivos biológico-evolutivos. De ahí que, eternos arquetipos femeninos opuestos como el de la “Virgen” y el de la “prostituta” no sean puros “constructos” sociales interesados, como dirían los adalides de las tesis de la Escuela de Frankfurt, sino que, al igual que sucede con todo lo relacionado con nuestro inconsciente colectivo, estén profundamente insertados en nuestro cerebro y en nuestros genes, como pone de manifiesto el autor neo-darwinista y cristiano Robert Wright, en su obra “The moral animal”.

Nos referiremos sobre todo al análisis de la deriva biológico evolutiva experimentada por las distintas sociedades blancas u occidentales, puesto que nosotros formamos parte de las mismas, y porque además han sido estas sociedades las que han alcanzado un mayor grado de progreso material y espiritual a lo largo de la historia.

Desde una perspectiva biológica, el esfuerzo reproductivo-sexual de la mujer, la cual, cuando es fecundada por el varón, ha de pasar por un periodo de gestación de nueve meses hasta dar a luz a su hijo, así como los cambios hormonales y el desgaste energético que este proceso lleva aparejado, es mucho mayor que el del hombre, que puede “cubrir” a muchas hembras en un brevísimo lapso de tiempo, engendrando un número cuasi-ilimitado de hijos, incluso de manera simultánea, sin experimentar cambios somáticos o psicológicos. A consecuencia de esto, la mujer ha de ser mucho más selectiva a la hora de mantener relaciones sexuales, dado que tiene que intentar ser fecundada por alguien con buenos genes que le asegure una progenie de calidad y que a la vez, pueda ocuparse de ella y de su descendencia común.

Por tanto, debido a su propia naturaleza, la mujer siempre ha tenido, con las obvias excepciones que siempre confirman la regla, un mayor control de su sexualidad que el hombre, ya que toda relación sexual ajena a las relaciones estables, y muy especialmente al matrimonio, implicaba el “riesgo” de quedarse embarazada y de no poder hacerse cargo de su propia manutención y de la de su hijo. Incluso en la actualidad, cuando los métodos anti-conceptivos están tan extendidos y cuando hay una deliberada campaña ideológica auspiciada por feministas y demás ralea “progresista” para uniformizar también en los comportamientos sexuales a hombres y mujeres, esto sigue estando en vigor, pues siempre existe una mínima posibilidad de “fallo” y de ulterior embarazo tras una relación.

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