La verdad que nadie quiere escuchar
28 junio 2020
Nínive era una ciudad pecadora;
DIOS envió a Jonás para advertir a sus habitantes
que en 40 días la ciudad sería destruida
si no se arrepentían y hacían penitencia.
Los ninivitas, con su rey a la cabeza,
se vistieron de saco y se cubrieron de cenizas.
La ciudad fue perdonada.
Sodoma y Gomorra eran ciudades pecadoras. El Señor anunció a Lot su intención de destruirlas. Lot intercedió preguntando al Señor si las perdonaría en caso de encontrar un cierto número de justos. El Señor accedió a la intercesión, pero no había justos en las ciudades, y fueron destruidas.
Nuestro mundo es un compendio de lo que sucedió en esas tres ciudades. Desde hace tres siglos, el pensamiento del hombre ha abandonado a Dios y se ha deificado a sí mismo, complaciéndose en su habilidad técnica y en su capacidad de controlar, e incluso modificar, la naturaleza. En ese proceso, el hombre ha creado el monstruo del comunismo, la ideología cuya finalidad es acabar con todo rastro de religiosidad y que en su camino ha terminado con la vida de más de 120 millones de personas (El libro negro del comunismo, Harvard University Press).
El comunismo es mutante como un virus. Ciertas formas de comunismo, los regímenes de planificación estatal, han fracasado, pero el virus ha mutado y se ha vuelto mucho más peligroso. En China se ha transformado en un salvaje capitalismo de estado. En el resto del mundo ha tomado la forma de lo que se llama marxismo cultural, cuyo objetivo es arrasar la cultura cristiana, también llamada civilización occidental, compendio de cultura griega, tradición judaica y derecho romano, todo ello sublimado por el cristianismo, que ha modelado el mundo tal como lo conocemos.
Para destruir la civilización, el marxismo cultural debe destruir todos los principios que la sustentan, y para ello construye sus “anti-principios”: el aborto como derecho, el homosexualismo político, el transexualismo o ideología de género, el feminismo radical y su odio al varón y al padre, la eutanasia, y promueve al mismo tiempo los múltiples movimientos antisistema, cuya finalidad es la destrucción de todo residuo de civilización. Cada uno de estos anti-principios supone la destrucción e inversión de un aspecto de la naturaleza humana. El hombre, convertido en su propio dios, pretende destruir la naturaleza creada por Dios y sustituirla por su falsificación.
El marxismo cultural es adoptado como instrumento por los poderes que se proponen construir un nuevo mundo enteramente a su servicio, ocupando el lugar de Dios, y a eso lo llaman nuevo orden mundial. Este nuevo orden representa, a su vez, la falsificación e inversión del auténtico orden encarnado por el cristianismo, por lo que la enemistad entre ambos es radical y su incompatibilidad absoluta.
Incluso la Iglesia católica, que debe ser el principal baluarte contra el mal, sufre en este momento el embate de las fuerzas disolventes del modernismo, que han logrado ocupar posiciones clave en su jerarquía y pretenden convertirla en una ONG al servicio del mundialismo, ocupada en el ecologismo y la promoción de la inmigración masiva (uno de los principales instrumentos del nuevo orden), alejada de su finalidad espiritual de la salvación de las almas.
Nunca ha habido en el mundo tanto mal como en este momento. Nínive y Sodoma son parvularios del mal, comparadas con el mundo de hoy. ¿Y qué hacen los habitantes de esta gran ciudad mundial ante todo este mal? La actitud más generalizada es, probablemente, la indiferencia. La gente, con su conciencia anestesiada por los medios de comunicación, la propaganda y la manipulación ideológica desde el jardín de infancia, asiste a todo ello como a un espectáculo. Prosigue tranquilamente su vida más preocupada por sus distracciones y placeres que por lo que sucede a su alrededor. Incluso en cada vez mayor medida, se muestra de acuerdo con esos anti-principios: cada vez más personas se declaran partidarias del aborto, del “matrimonio” homosexual, de la eutanasia, incluso del cambio de género de los niños…
Y todo ello no se limita a la población que se declara atea o agnóstica, que representa una proporción cada vez mayor de la población total, sino que el fenómeno se produce también entre la población que se declara creyente.
Los auto-denominados “creyentes”, ¿creen realmente en algo? Lo cierto es que la mayoría fabrica una religión a su medida, eliminando los aspectos más exigentes y más comprometidos, modelándola a su comodidad; raramente asisten al culto, no reciben los sacramentos, o, lo que es peor, los reciben sin reunir las condiciones exigidas para ello; no creen en los aspectos doctrinales fundamentales, como la Presencia Real en la Eucaristía, la existencia del infierno y la posibilidad de condenación eterna; han perdido incluso la conciencia del pecado y se identifican cada vez más con esos anti-principios que les ofrece el mundo.
Sólo una pequeña minoría intenta mantenerse fiel a la tradición recibida y al magisterio plurisecular de la Iglesia, una minoría que resulta sumamente incómoda para esa mayoría, por lo cual es despreciada, marginada y perseguida de mil maneras distintas, desde la marginación social y la discriminación laboral a la persecución física en cada vez más lugares.
Ese es el panorama que presenta ante Dios nuestro pobre mundo. Y Dios, como en Nínive, nos ha avisado reiteradamente. Desde 1830 en la Rue du Bac de París, se han producido al menos 28 apariciones marianas constatadas, entre las que destacan como más conocidas las de La Salette, Lourdes, Pontmain, Fátima, Amsterdam, Akita, Kibeho, Medjugorje… En todas ellas el mensaje es el mismo: la urgente necesidad de conversión, arrepentimiento, penitencia, oración, y el anuncio de los males que acechan al mundo en caso contrario. Multitud de revelaciones privadas tienen el mismo contenido.
¿Y hemos hecho algún caso? ¿Nos hemos vestido de saco y cubierto de ceniza como los ninivitas? ¿Nos hemos convertido, hemos pedido perdón, hemos hecho alguna penitencia? La respuesta es no. Sin duda se han producido conversiones, sin duda los mensajes han inducido a muchos a la conversión y a la penitencia, pero, ¿acaso representan un número significativo de la población total?
Todos los ninivitas, con su rey a la cabeza, hicieron penitencia; por eso se salvó la ciudad. Si un número significativo de nosotros se convirtiera e hiciera penitencia, tal vez Dios encontraría el número de justos que no encontró en Sodoma y en Gomorra, el número suficiente para salvar la ciudad. Pero ¿los encontrará? ¿Creemos realmente que Dios, en este momento, encontraría en el mundo el número suficiente de justos que justificase perdonar a la ciudad entera, que compensase el océano de mal de la ciudad?
¿Nos extrañaría que, en este momento, Dios decidiera dar paso a los males que nosotros mismos nos hemos procurado? Conversión y penitencia, si hay todavía alguna posibilidad de evitarlos.
Pedro Abelló por INFOVATICANA